Читать книгу Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods - Страница 15

Capítulo 8

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Cora Jane miró atónita a Emily, y al cabo de unos segundos alcanzó a decir:

–¿Te vas?, ¿cómo que te vas? ¡Aún queda trabajo por hacer!, ¡creía que ibas a quedarte un par de semanas como mínimo!

–Eso era lo que tenía pensado, pero tengo un trabajo en Los Ángeles que está en un punto crítico –le explicó ella, mientras intentaba esquivar la mirada llena de consternación de Gabi–. La clienta es muy exigente y está a punto de sufrir un ataque de nervios porque las cosas aún no están terminadas, tengo que ir a revisarlo todo en persona para que se calme. Por si fuera poco, mi cliente de Aspen tiene que revisar y darle el visto bueno a lo que tengo pensado para su proyecto. Como aquí todo está bastante controlado, me ha parecido un buen momento para irme.

–¿Te vas porque no quise hacer las reformas que sugeriste? –le preguntó su abuela.

Fue Gabi, que no se había tragado sus excusas ni por asomo, la que contestó:

–No, abuela. Se va por una conversación que ella y yo tuvimos anoche. ¿Verdad que sí, hermanita?

Cora Jane las miró con preocupación.

–¿Qué conversación?, ¿discutisteis por algo?

–No, para nada –le aseguró Emily.

Le suplicó con la mirada a su hermana que no dijera nada más, pero Gabi respondió con una mirada desafiante antes de explicarle a su abuela lo sucedido.

–Yo le dije que debería volver con Boone, que tenía que encontrar la forma de forjarse un futuro con él, pero está claro que se asustó y que ha decidido salir huyendo.

–No me voy por lo que me dijiste, ni por Boone –protestó Emily–. Tengo varios trabajos pendientes y en los últimos días los tengo muy descuidados, voy a estar fuera un par de días como mucho.

–Ah, ¿solo es un viaje corto? –le preguntó su abuela con alivio.

–Sí, claro –no era cierto, pero lo dijo para que dejaran de presionarla.

–A menos que se le ocurran media docena de excusas más para no volver –insistió Gabi, inflexible.

–¡No hables sin saber! –se enfurruñó al ver que su hermana parecía conocerla tan bien. La verdad era que había estado ideando excusas para mantenerse alejada de allí y evitar todas las complicaciones que acechaban en el horizonte–. Bueno, me voy ya. Mi vuelo sale esta tarde, tengo que darme prisa.

–¿Cómo piensas ir al aeropuerto?, no tienes coche –le recordó Gabi, con una sonrisa muy ufana.

–Samantha me ha dado permiso para que vaya en el coche que ella alquiló allí. Lo entregaré antes de irme, y alquilaré otro cuando vuelva. Tú tienes aquí tu coche y la abuela el suyo, apenas hemos usado el alquilado –explicó Emily.

Samantha entró justo entonces en la cocina y debió de notar la tensión que reinaba alrededor de la mesa, porque preguntó:

–¿He hecho algo mal?, ¿qué tiene de malo que le haya dado permiso para que se vaya en ese coche?

–Que le has puesto muy fácil la huida –le contestó Gabi con exasperación–. La culpa no es tuya, yo creo que sería capaz de marcharse hasta haciendo autostop si no le quedara otra alternativa –se levantó de la silla y salió de la cocina sin más.

–¿Por qué está tan enfadada? –preguntó Samantha.

–Cree que estoy huyendo porque estoy asustada –le explicó Emily.

–Pues claro, eso es lo que haces siempre.

Emily la miró consternada; como de costumbre, las acusaciones de Samantha tenían un peso del que carecían las de Gabi, y se puso a la defensiva de inmediato.

–¡Eso no es verdad!

–Es lo que hiciste hace diez años, ¿no? Yo ya estaba en Nueva York, pero todas nos dimos cuenta de que te asustó la intensidad de lo que sentías por Boone y saliste huyendo.

–Me marché porque quería lanzar mi carrera profesional en otro sitio –le espetó con impaciencia.

–Sí, en cualquier sitio que estuviera lejos de Boone. ¿A que tengo razón, abuela?

–Sí, yo también tuve esa impresión.

–Y mira lo bien que te salió la jugada –siguió diciendo Samantha–. Él te dio la sorpresa del siglo al seguir adelante con su vida y tú te quedaste dolida, confundida y amargada.

–No tienes ni idea de lo que pasó, y no tengo tiempo de discutir contigo. ¿Dónde están las llaves del coche?

Su hermana se las lanzó antes de decir:

–La documentación está en la guantera.

–Gracias –después de darle las gracias con sequedad, le dio un abrazo y besó a su abuela en la frente–. Te quiero, volveré pronto.

–Más te vale, señorita; como no lo hagas, mandaré a alguien a buscarte. Esa cobardía no la has aprendido de mí, y tampoco de tus padres.

–¡No es cobardía!

Se dio cuenta de que era inútil protestar, porque ninguna de las dos se creía que su marcha se debiera al trabajo; de hecho, no se lo creía ni ella. Había tomado aquella decisión la noche anterior de forma impulsiva, porque estaba asustada y el último ataque de nervios de Sophia le había dado la excusa perfecta, y ya no podía cambiar de opinión. Si no quería quedar como una idiota indecisa ante su familia y cualquier otra persona que tuviera el más mínimo interés en ella, tenía que cumplir con lo que había dicho y marcharse.

Boone consiguió que B.J. aguantara las ganas de ir al Castle’s hasta después de comer, pero gracias a que le sobornó comprándole un videojuego portátil que llevaba meses pidiéndole; en cualquier caso, no tardó en darse cuenta de que había cometido un error, porque, tal y como temía, el niño no había dejado de jugar en toda la mañana.

Cuando llegaron al aparcamiento del Castle’s, extendió la mano y le ordenó:

–Dámelo.

–¡Pero si es mío!, ¡quiero enseñárselo a la señora Cora Jane y a Emily!

–Ya se lo enseñarás otro día, ahora vamos a guardarlo. Después decidiremos cuánto rato al día puedes jugar con él.

–¡No es justo!, ¡me has dicho que es mío!

–Y lo es, pero hay límites. Como con la tele.

B.J. le miró enfurruñado, pero al final le dio el juego y salió a toda prisa de la camioneta.

Boone suspiró al verle correr hacia el restaurante; al parecer, su hijo ya se había olvidado de cómo había acabado con puntos de sutura en el brazo.

Fue sin prisa hacia el local, y se detuvo a hablar con Tommy para ver cómo iba la reparación del tejado y cuándo iba a poder ir a su restaurante.

–Acabaré con esto mañana por la mañana como muy tarde, la cuadrilla estará en tu restaurante después de comer.

–Perfecto. Ah, por cierto, pásame a mí la factura de Cora Jane.

–Boone, sabes que va a ponerse hecha una furia.

–Tú dile que no has tenido tiempo de hacer las cuentas.

Tommy le miró con incredulidad.

–¿Quieres que le dé largas? Tardará dos días en empezar a sospechar.

–Yo creo que uno. Estoy en deuda con ella, quiero hacerle este regalo. Si le reclama este gasto al seguro, su cuota se resentirá. Es mejor que lo pague yo. No te preocupes, ya hablaré yo con ella.

–Como empiece a sermonearme sobre lo mal que llevo mi negocio por no pasarle la factura, o se le ocurra llamar a mi madre para quejarse, te juro que se lo cuento todo. No quiero que se enfade conmigo, ni que mi madre meta las narices en mi negocio. Está deseando hacerse cargo de la contabilidad, y esto sería una excusa perfecta para ella.

Boone se echó a reír. Tommy era un tipo de treinta y siete años que medía más de metro noventa y al que le iban bien los negocios, pero estaba claro que aún seguía teniéndole miedo a su madre. Aunque no era de extrañar, porque la señora en cuestión era una mujer de armas tomar.

–No te preocupes, yo daré la cara frente a Cora Jane… y no te meteré en problemas con tu mamaíta –añadió, en tono de broma.

Su sonrisa se ensanchó al ver que Tommy mascullaba una palabrota y se alejaba, pero se puso serio cuando, escasos segundos después, B.J. salió del restaurante con cara triste. Le agarró del hombro y se puso de cuclillas delante de él.

–¿Qué pasa, campeón?

El niño se sorbió la nariz, y se le llenaron los ojos de lágrimas al decir:

–Emily se ha ido, nadie sabe cuándo va a volver.

Boone maldijo para sus adentros. Aquello era justo lo que temía que pasara desde el principio.

–¿Cuándo se ha ido?

–Esta mañana, supongo –le miró con cara de reproche al añadir–: Yo quería venir, pero no me has dejado. A lo mejor no se habría ido si yo hubiera estado aquí.

–Sabías desde el principio que ella tenía que retomar su trabajo, que tenía que volver a su casa –le recordó, a pesar de que estaba tan desconcertado como él por aquella súbita partida.

–¡Pero aún no! Es demasiado pronto. Creía que era amiga mía, y se ha ido sin despedirse.

«Tal y como yo predije», pensó Boone para sus adentros, mientras intentaba disimular la furia que sentía.

–Lo siento, campeón. Pero has comentado que va a volver, ¿no?

Los hombros del niño se alzaron en lo que podría ser un gesto de conformidad o un suspiro pesaroso.

–Eso es lo que me ha dicho la señora Cora Jane.

–Pues seguro que es verdad –le aseguró, a pesar de que tenía sus dudas. Impulsado por la necesidad de volver a ver una sonrisa en su rostro, añadió–: ¿Por qué no vas a por tu juego y se lo enseñas a Jerry?, apuesto a que querrá jugar contigo.

Los ojos del niño se iluminaron por un instante.

–¿Me das permiso?

–Sí, pero solamente por esta vez –al ver que cruzaba el aparcamiento a la carrera, Boone le advirtió–: ¡Ten cuidado!

B.J. aminoró un poco la marcha y, después de sacar el juego del coche, regresó andando poco a poco, exagerando cada paso con una teatralidad que hizo que Boone tuviera que disimular una sonrisa.

–No eches a correr en cuanto te dé la espalda.

El niño respondió con una sonrisita traviesa mientras pasaba por su lado, pero siguió andando con lentitud.

En cuanto le vio entrar en el restaurante, Boone se sacó el móvil del bolsillo y buscó el número de teléfono de Emily, que había quedado registrado cuando ella le había llamado desde la clínica la otra noche.

La llamó sin pensárselo dos veces.

–Hola, Boone. Qué sorpresa.

–Te lo advertí, te advertí que no le hicieras daño a mi hijo –le espetó él, furioso, en voz baja.

–No te entiendo, yo no le he hecho nada a B.J. –protestó ella con voz serena.

–Te has marchado sin despedirte. Está hecho polvo, Em. No lo entiende, él creía que erais amigos.

Emily masculló en voz baja unas duras palabras contra sí misma, pero lo que dijo en voz alta fue:

–Voy a volver, ¿no se lo ha dicho nadie?

–Tiene ocho años. Su madre se fue y no volvió nunca más, aunque yo le había asegurado que iba a ponerse bien. No se confía demasiado en ese tipo de circunstancias. Se siente abandonado, y te lo advertí. Te supliqué que mantuvieras las distancias con él –fue incapaz de contener su furia, y le espetó–: Si vuelves, no quiero que te le acerques. ¿Está claro?

–No lo dirás en serio, ¿verdad? –protestó ella, horrorizada–. ¿Qué vas a conseguir con eso?, va a pensar que no le tengo ningún cariño.

–¿Y qué crees que piensa ahora? –le preguntó él, furibundo.

–Deja que lo arregle, voy a llamarle ahora mismo. ¿Estáis en el Castle’s?

A Boone le habría gustado poder decirle que no se molestara, que se olvidara del tema, pero sabía que esa respuesta sería fruto de su enfado y que no era lo mejor para su hijo.

–Voy a entrar, llámame al móvil en cinco minutos y se lo paso. Puedes despedirte, disculparte, o lo que sea, pero no le prometas nada que no tengas intención de cumplir.

–No lo haré –le aseguró ella, con voz suave–. Lo siento, Boone. Lo he hecho sin pensar, sabes que jamás le haría daño a propósito.

–Nunca lo haces a propósito, pero acabas haciéndolo –suspiró antes de decir–: Llámame en cinco minutos. ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

Después de cortar la llamada, Boone entró en el restaurante en busca de B.J. mientras se preguntaba si acababa de hacer lo correcto. Quizás habría sido mejor dejar que el niño se desilusionara ya, porque más adelante podía ser incluso peor.

Mientras esperaba en el aeropuerto, Emily empezó a pasear de un lado a otro con nerviosismo. Cada dos por tres le echaba un vistazo a su reloj, los cinco minutos que Boone le había pedido estaban siendo interminables. No alcanzaba a entender su propio comportamiento. Después de todas las advertencias de Boone, había hecho lo que él temía: le había hecho daño a su hijo. Tal y como él había comentado, daba igual que no lo hubiera hecho a propósito. Lo cierto era que había sido una desconsiderada.

Se había marchado justo por eso, ¿no? Porque le daba miedo terminar hiriendo tanto al padre como al hijo. Quizás tendría que haberse marchado antes… no, mejor aún: Tendría que haberse excusado y haberse mantenido alejada de allí, aunque fallarle así a su abuela habría sido inaceptable.

En cuanto pasó el último segundo de los cinco minutos acordados, llamó al móvil de Boone y él le contestó con voz tensa antes de pasarle a B.J.

–¿Emily? –dijo el niño, vacilante.

–¿Cómo está mi asesor? –le preguntó, procurando mostrarse animada.

–Bien.

–Oye, perdona que me haya ido sin decirte adiós. Tengo que ir a supervisar un par de trabajos, y me he marchado a toda prisa.

–Vale –se limitó a decir él, con voz apagada.

–Voy a enseñarle al cliente de Aspen los muebles que me ayudaste a seleccionar para su hotel de montaña.

Al ver que no contestaba de inmediato, Emily optó por esperar; con un poco de suerte, la curiosidad que el niño sentía por su profesión acabaría por hacerle hablar.

–¿Vas a enseñarle el rojo? –le preguntó él al fin.

–Sí.

–¿Le dirás que yo te ayudé a elegirlo?

–Claro que sí. Eres mi asesor, ¿no? Siempre reconozco el mérito de quien se lo merece.

Él soltó un pequeño suspiro antes de preguntar:

–¿Cuándo vas a volver?

–No lo sé con exactitud, pero pronto.

–¿Cómo de pronto?, ¿mañana?

–No, no tanto. Dentro de un par de días, más o menos.

–¿Estarás aquí para el fin de semana? –le preguntó, esperanzado–. Tengo partido de fútbol este sábado, podrías venir con papá. Él siempre viene a verme jugar.

Emily se dio cuenta de que estaba internándose en terreno peligroso. Incluso suponiendo que estuviera de vuelta para entonces, dudaba mucho que Boone quisiera que ella se acercara siquiera a ese campo de fútbol.

–No te prometo nada, ya veremos cómo va todo –contestó con cautela.

–Pero ¿vendrás si estás aquí?

Antes de que pudiera contestar, Emily oyó de fondo a Boone pidiéndole a su hijo que le diera el teléfono.

–Emily tiene que subir al avión, dile adiós.

–Papá dice que tengo que decirte adiós –refunfuñó el niño.

–Adiós, cielo. Pórtate bien, hasta la vista.

–Adiós, Emily.

–Dime que no le has prometido que irás a verle jugar –le exigió Boone. Lo dijo en voz baja, para que B.J. no le oyera.

–Le he dicho que no sé si estaré ahí para el sábado, ya sé que no quieres que vaya en ningún caso.

–Exacto.

–Lo siento mucho –le dijo, a pesar de que sabía que era inútil disculparse; a ojos de Boone, lo que había hecho era inexcusable… y, a decir verdad, ella estaba bastante disgustada consigo misma.

Lo único positivo era que B.J. parecía haberla perdonado, aunque eso era una muestra de la facilidad con la que se podían herir los sentimientos de un niñito. Le costara lo que le costase, tenía que evitar volver a cometer ese error.

Los tres días siguientes fueron una vorágine de actividad. Emily pasó dos de ellos con Sophia, asegurándose de que todos y cada uno de los detalles fueran de su agrado y estuvieran listos para la cena benéfica que iba a celebrar aquel fin de semana. Aunque Sophia estaba encantada con cómo había quedado todo, se había llevado una decepción cuando Emily le había dicho que no iba a asistir al evento.

–¿No te das cuenta de que podrías entrar en contacto con mucha gente importante? Todo el mundo va a preguntarme quién ha hecho todos estos cambios tan maravillosos.

–Puedo dejarte algunas tarjetas de visita –le había ofrecido ella.

Era consciente de que lo que Sophia quería en realidad era alardear de su última «protegida» ante sus amistades. Le encantaba que la vieran como la mentora de la persona con talento que estuviera de moda en Los Ángeles, ya fuera un artista, un cantante, un actor, o un diseñador de interiores; en cualquier caso, había sido Sophia quien la había puesto en contacto con el actor que le había encargado que actualizara una villa que tenía en Italia. Estaba en deuda con ella, porque una importante revista de diseño había publicado un reportaje fotográfico de ese proyecto.

Sophia había contestado a la sugerencia de las tarjetas con el desdén que merecía semejante idea.

–Querida, eso no está bien visto.

–Ya lo sé, era una broma. Asistiría a tu fiesta si pudiera, pero dejé a mi familia en la estacada por venir a asegurarme de que todo estuviera listo. Fuiste tú la que me presentó a Derek Young, y tengo que enseñarle los diseños que le tengo preparados antes de que pierda la paciencia.

–De acuerdo, como quieras. Tu lealtad hacia tus otros clientes y hacia tu familia es muy loable, ante eso no hay discusión posible.

Le habría encantado que la reunión con Derek Young hubiera ido la mitad de bien que aquella. Aunque le había gustado lo que ella tenía para mostrarle, no estaba satisfecho con el progreso en general.

–No vas a acabar en la fecha prevista, Emily. Tienes que quedarte aquí, y ponerte a trabajar en ello de inmediato.

–La fecha que me diste era muy poco realista, te avisé desde el principio; aun así, creo que podrás abrir antes de Navidades.

–¿Me lo puedes asegurar al cien por cien?

–En cuanto le des el visto bueno a lo que te he enseñado, lo pondré todo en marcha. En una semana podré darte una fecha concreta.

–Es una petición razonable, Derek –comentó su esposa.

Emily la miró con gratitud. Tricia tenía unas expectativas más razonables que su marido y, de no ser por ella, seguro que él ya la habría despedido; de hecho, lo más probable era que ni siquiera hubiera llegado a contratarla.

–Tenéis mi promesa de que este proyecto va a ser una prioridad para mí –les aseguró.

–¿Puedes encargarte de todo desde Carolina del Norte? –le preguntó Derek con escepticismo.

Fue Tricia la que contestó:

–Claro que puede, mira todo lo que ha conseguido ya desde allí. Va a quedar precioso, es tal y como nos lo imaginábamos –miró sonriente a Emily al añadir–: Dile a ese muchachito que está ayudándote que me encanta esa tapicería roja que eligió.

Ella se echó a reír.

–Solo tiene ocho años, seguro que le da la lata a su padre para que le traiga a ver si de verdad seguiste su consejo.

–Les daremos la mejor habitación, tráelos cuando quieras –le contestó Tricia.

Emily se dio cuenta de que el ofrecimiento era sincero, pero sabía que era muy improbable que Boone aceptara, sobre todo si existía la más mínima posibilidad de cruzarse con ella.

–Se lo diré –se limitó a decir, antes de recoger sus papeles y cerrar el portátil–. Bueno, ¿quedamos así? ¿Os gustaría ver algún cambio? Si no es así, haré que el contratista venga mañana a primera hora, y empezaré con las llamadas para encargar el mobiliario y los accesorios.

Tricia se acercó más a su marido y le tomó del brazo; a pesar de lo huraño que era con Emily, saltaba a la vista que adoraba a su mujer.

–Todo es perfecto. ¿Verdad que sí, Derek?

Él la miró con una sonrisa indulgente.

–Lo que tú digas, está claro que tienes mucho mejor gusto que yo en estas cosas.

Tricia se echó a reír, y le dijo a Emily:

–Si lo dejáramos en sus manos, todo sería marrón para que no se notaran demasiado las manchas. Puedes empezar ya, Emily. Tienes nuestro visto bueno.

–Fantástico. Os informaré a diario de cómo va todo, y volveré tan pronto como pueda.

En cuanto salió de la reunión, fue directa al aeropuerto para tomar el avión que iba a llevarla a Denver; una vez allí, tendría que tomar otro con destino a Atlanta, y después otro más con destino a Raleigh. Esperaba tener el tiempo suficiente para idear algún argumento convincente con el que convencer a Boone de que la dejara ver a B.J., pero, por desgracia, tenía la impresión de que no iba a ser capaz de imaginarse ninguna situación en la que él pudiera perdonarla por haberle hecho daño a su hijo.

Desde que Tommy y su cuadrilla habían empezado a trabajar en su restaurante, Boone había conseguido mantenerse alejado del Castle’s durante dos días seguidos. Su hijo no estaba nada contento con aquella situación, y ninguna de las actividades que le había preparado había salido demasiado bien; al parecer, se había portado fatal durante el día que había pasado con Alex, había sido grosero cuando había asistido a un partido de la liga menor de béisbol con otra familia, y se había quedado sentado delante de la tele sin decir ni una palabra en todo el día cuando le había dejado en casa con una canguro.

–¿Tengo que castigarte para que se te meta en la cabeza que no está bien ser grosero cuando alguien te invita a ir a algún sitio? –le preguntó con frustración–. Lo haré si no me queda más remedio. Pasarás lo que queda de verano en casa con una canguro, sin juegos ni tele.

–Me da igual –le contestó el niño con cabezonería.

–Esa actitud no te beneficia en nada.

–¡Me da igual! –insistió el pequeño, antes de ir a su habitación hecho un basilisco.

Boone se quedó allí plantado, luchando con la frustración que sentía. Emily tenía la culpa de lo que estaba pasando, eso estaba claro como el agua. No habían vuelto a saber nada de ella después de aquella primera llamada, y, aunque no se había comprometido a estar en contacto con B.J., era obvio que el niño la echaba de menos y tenía la esperanza de que ella le volviera a llamar.

El partido de fútbol era al día siguiente, y él no sabía si dejarle ir o castigarle con quedarse en casa por cómo se había comportado durante los últimos días. Al final se decidió por la primera opción. El pobre ya estaba lo bastante triste como para hacer que se perdiera un partido que estaba esperando con tanta ilusión. A lo mejor se animaba al jugar.

El partido empezaba temprano, así que, cuando llegó el sábado, Boone despertó al niño a las siete de la mañana.

–No voy a ir, papá.

–Llevas toda la semana hablando de este partido, es el primero que jugáis después del huracán.

–Yo quería que Emily me viera jugar.

–Ni siquiera está en el pueblo –dijo, rezando para que fuera cierto.

–¿Cómo lo sabes?, ¿te lo ha dicho la señora Cora Jane?

–No, pero Emily te advirtió que seguramente no volvería a tiempo.

–¡Pero puede que sí! Podríamos llamar para asegurarnos, tú tienes su número de teléfono.

Boone flaqueó un poco al verle tan esperanzado, pero no cejó en su intento de hacerle cambiar de opinión.

–Si hubiera vuelto, seguro que la señora Cora Jane nos lo habría dicho.

–No, a lo mejor cree que estás enfadado con Emily; además, apuesto a que no vendrá a ver el partido si tú no le das permiso.

Estaba claro que su hijo era demasiado listo y se enteraba de todo, así que no tuvo más remedio que claudicar.

–Vale, voy a llamarla, pero no te sorprendas cuando resulte que aún está en California, o Colorado, o donde sea que haya ido.

Buscó el número en el directorio del teléfono, la llamó, y ella contestó casi de inmediato. El sonido de su voz despertó en su interior sentimientos que, después de aquella última decepción, él esperaba que estuvieran muertos y enterrados.

–Hola, soy Boone –la saludó con rigidez.

–Sí, ya lo sé.

–A B.J. le gustaría saber cuándo vas a volver –quiso dejar muy claro que a él le daba igual si volvía o no.

–Llegué anoche. La abuela me ha dicho que no te ha visto en los últimos días, ¿es que no quieres que B.J. se relacione con nadie de mi familia?

–No es eso. He estado muy ocupado con mi restaurante.

–Claro, demasiado ocupado como para traer al niño y correr el riesgo de que vuelva a tratar conmigo, ¿no?

–Vale, sí, lo admito.

–¿Para qué me has llamado?

–El partido de fútbol de B.J. es esta mañana.

–Ya lo sé.

–Quiere que vayas a verle jugar.

–¿Y qué es lo que quieres tú?

Él bajó la voz al admitir:

–Que mi hijo vuelva a ser feliz –sabía que era una respuesta demasiado reveladora, que estaba dándole demasiado poder a Emily.

–¿Estás de acuerdo en que vaya? –le preguntó ella, para que quedara claro.

–Sí, pero…

–Sí, no hace falta que lo digas. Me esforzaré por no volver a ser tan desconsiderada con sus sentimientos; además, le tengo preparada una gran noticia.

–¿Qué noticia?

–A mis clientes les encanta la tapicería que él eligió para ellos; de hecho, os han invitado a pasar unos días en su hotel de Aspen.

A Boone le costó creer lo que acababa de oír.

–Será broma, ¿no? ¿Siguieron los consejos de un niño de ocho años? ¿Sabían la edad que tiene?

–Sí, y la invitación va en serio. Debo admitir que el rojo no me convencía tanto como a B.J.

Boone recordó el día en que el niño había hecho la sugerencia, el día en que había estado hablando con Emily acerca de cuánto le gustaba a su mamá el color rojo. Era increíble que, en cierta forma, el interior de un elegante hotel de montaña acabara siendo una especie de homenaje a Jenny gracias a su hijo.

–Va a ponerse muy contento –se limitó a decir.

Lo cierto era que el niño iba a ponerse como loco de contento por el mero hecho de que Emily fuera a verle jugar. Su inesperado éxito como diseñador de interiores tan solo iba a ser la guinda del pastel.

Castillos en la arena - La caricia del viento

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