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2. ¿LES FALTAN LÍMITES?
ОглавлениеHoy en día oímos a menudo que los niños no tienen límites. Quizás esta afirmación no es del todo correcta. Nada más entrar en una tienda de artículos para familias se hace evidente que gran parte de los productos buscan la inmovilidad de los niños: cochecitos, sillitas, hamacas, tronas, mochilas, etc. Así pues, ¿qué pasa con la libertad de movimiento y juego? La tendencia general es justamente privarlos de libertad. O sea que, en realidad, en relación con el juego y el movimiento no les faltan límites, al contrario: ¡tienen demasiados! Tienen demasiados límites donde no corresponde, están demasiado limitados en el juego y en el movimiento, justamente donde necesitan mucha libertad. Y, por otro lado, quizás algunos niños tienen pocos límites donde realmente los necesitan, que es en el ámbito de las relaciones sociales. Y esta conciencia nos puede ser muy útil: no es que tengan pocos límites, solo es cuestión de que hay un desequilibrio y confusión sobre dónde tiene que haberlos.
Hay capacidades que los niños desarrollan sin la intervención directa del adulto. Lo vemos, por ejemplo, cuando los bebés empiezan a querer coger objetos: no se lo tenemos que enseñar, ni los tenemos que estimular, lo hacen por ellos mismos y saben cómo y cuándo hacerlo. Si el niño está a gusto, se encuentra bien de salud y tiene las condiciones necesarias (por ejemplo, si tiene objetos al alcance), lo hará. Más bien llega un punto en que tenemos que empezar a apartar objetos de él, porque, en un niño que está sano, el impulso de juego y experimentación es imparable.
Podríamos decir que ellos ya saben qué tienen que hacer, cómo y cuándo. Esta capacidad se irá desarrollando y el niño cada vez será más diestro y capaz.
Ahora bien, imaginemos una situación en la que el objeto que quiere coger está en manos de otro niño. La inteligencia que vive dentro del niño solo sabe agarrar, menear, experimentar, etc., pero desconoce completamente las normas sociales. No sabe que cuando queremos un objeto que está en manos de otra persona no podemos simplemente cogerlo, sino que lo tenemos que pedir. Este sería un ejemplo de una norma social que el niño tiene que aprender: cuando necesito algo que tiene alguien, se lo tengo que pedir.
O sea, que tenemos dos ámbitos distintos:
a. Por un lado, observamos una inteligencia universal que rige toda actividad autónoma de los niños y que solo necesita unas condiciones concretas para desplegarse (tiempo, espacio, materiales, etc.). En este ámbito, el papel del adulto es confiar plenamente en esta inteligencia y conocer los procesos de desarrollo del niño para poder proveerle de estas condiciones evitando intervenir directamente en su actividad. Una vez hecho esto, después de crear un entorno seguro, su papel es dar mucha libertad de juego y movimiento y dejar que el niño lo haga por sí mismo.
b. Por otro lado, observamos aprendizajes que necesitan desarrollarse en un contexto social y que no responden a patrones universales. Por ejemplo, cuando el niño ve un objeto, lo coge directamente, porque lo que actúa en él es el impulso de manipular. No se preocupa por las normas sociales porque al principio simplemente las desconoce. Y aquí el papel del adulto es muy diferente del que tiene en el primer ámbito. Aquí, si el adulto «se retira» y da libertad al niño para que aprenda por sí mismo, comete un grave error, porque el niño necesita ayuda para aprender todo lo relacionado con los límites y las normas de convivencia. De hecho, lo tiene que aprender justamente del adulto, él es quien lo introduce en este mundo de las relaciones. Así que, en este segundo ámbito, distinto del primero, el adulto educa activamente enseñando, guiando, orientando y ofreciendo un modelo adecuado. Es su responsabilidad.
¿Y de quién es la responsabilidad de ayudar a los niños a desarrollar herramientas sociales para poder convivir en sociedad? Del adulto.