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2. LA IMPORTANCIA DEL VÍNCULO

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No podemos hablar de nada en educación si no situamos primero lo que es primordial: los niños necesitan sentirse seguros, protegidos, necesitan ser vistos y escuchados, necesitan sentir que hay alguien que se interesa profundamente por ellos.

Hoy sabemos que, aunque estén alimentados y limpios y aunque puedan descansar, si durante los primeros años los niños no experimentan el contacto afectivo de crear vínculo con alguien, puede ser que no alcancen un desarrollo físico, emocional o cognitivo satisfactorios.

Actualmente, la neurociencia también nos habla de la importancia de construir un vínculo de seguridad y de las implicaciones que llega a tener esta cuestión en el desarrollo de los niños. Daniel Siegel, por ejemplo, en el libro El poder de la presencia, nos habla de las «cuatro condiciones» que tenemos que ofrecer a los niños para crear una relación sana y empoderadora: seguridad, protección, consuelo y visibilidad. Poder construir una relación con quien sentirse seguro, protegido, reconfortado y visto es la base para el desarrollo global óptimo del niño.

En relación con el tema de este libro, durante los primeros años de vida los niños integran las normas sociales justamente a través de la relación con las personas con quienes tienen un vínculo profundo. Es una realidad que tienen clara los profesionales del Instituto Pikler de Budapest: lo que los niños viven en la vida cotidiana cuando se están relacionando con las personas de referencia los educa en el ámbito social. Observan qué hacen los adultos, cómo se relacionan, cómo responden a sus comportamientos, cómo los miran, el lenguaje verbal y no verbal que utilizan, etc. El aprendizaje social se produce en las situaciones cotidianas, en los detalles, en los aspectos concretos de las relaciones, seamos conscientes de ello o no. Los adultos de referencia transmiten una cultura social y un modelo, por eso es tan importante observar cómo estamos en relación con la «lista» del apartado anterior. Es en la interacción con estos adultos de referencia donde los niños encuentran el primer modelo a integrar sobre cómo nos relacionamos socialmente. Por esto, la calidad de la relación con el adulto es básica en la educación de las herramientas sociales.

Cuando los niños están en casa durante los tres primeros años de vida, si no ocurre nada grave en el núcleo familiar, el vínculo suele estar garantizado. Pero en el ámbito institucional esto no es tan evidente. Las situaciones más delicadas son aquellas en las que el niño tiene poco contacto con la familia; por ejemplo, cuando pasa muchas horas en un espacio educativo, cuando vive situaciones que lo alejan de ella (por ejemplo, si tiene que estar hospitalizado) o cuando directamente no tiene familia, como en el caso de los niños que viven en una institución.

Este fue un trabajo extraordinario que inició la doctora Emmi Pikler en Budapest: garantizar un primer vínculo de seguridad a los niños que vivían en un orfanato. Lo hizo comprendiendo que el vínculo con el adulto se puede construir en los momentos de contacto individual propios de la vida cotidiana, como dar de comer, cambiar un pañal, acompañar a dormir, bañar al niño, etc. Son momentos en los que niño y adulto se encuentran, e inevitablemente ocurren muchas veces al día, cada día, puesto que en estas actividades el niño todavía depende del adulto. Este es un punto muy importante que hay que tener en cuenta en la educación de la convivencia social: tenemos que revisar qué modelo estamos ofreciendo los adultos en esos momentos de atención individual a los niños.

Mucha gente piensa que el vínculo de seguridad está cubierto si ofrecemos brazos y garantizamos el contacto piel con piel. El contacto piel con piel es muy importante durante los primeros años, sobre todo en los primeros meses, pero nos equivocamos si pensamos que llevar al niño siempre encima garantiza el vínculo. La experiencia de vínculo va bastante más allá, por eso no comulgo con los mensajes que se han puesto de moda últimamente y que transmiten la idea de que, durante el primer año de vida, cuanto más lleves al niño a cuestas, mejor. Es más interesante buscar un equilibrio entre la construcción del vínculo de seguridad y el respeto a la autonomía del niño, teniendo siempre presente su momento evolutivo, tal y como propone la visión pikleriana.

Tuve una experiencia en un jardín de infancia que puede ayudar a comprender lo que estoy diciendo sobre la necesidad de estar en brazos. Yo observaba a un grupo de niños de un año, y había uno que había llegado al grupo pocos días antes y que todavía no se sentía a gusto, de forma que pedía constantemente estar en brazos y lloraba. La situación se hacía muy estresante para la maestra, que la vivía con una angustia exacerbada por el hecho de que hacía poco ella misma había sido madre. Estaba más sensible y le daba mucha pena no poder atender al niño de una forma satisfactoria. En aquel momento la maestra creía que solo si lo cogía en brazos lo podría atender bien y, como no podía hacerlo porque tenía que atender también a otros niños, lo pasaba bastante mal.

Yo, observando desde fuera, veía que la situación en realidad no era tan dramática. Cuando el niño estaba en brazos estaba tranquilo, o sea que el adulto ya era una referencia para él. No había una situación difícil en el grupo que pudiera provocar una experiencia de caos y generar inseguridad. Intenté transmitir a la maestra esta mirada más objetiva y le dije: «Mira, todo está bien. Él está en un ambiente seguro y tú no lo estás abandonando. Puede estar cerca de ti aunque no esté en brazos y tú le puedes transmitir esta confianza. Dile: “Yo estoy aquí, tú puedes jugar cerca de mí mientras le cambio el pañal a María”. Deja algún juguete que le guste en un espacio cerca de ti donde él se pueda sentir seguro, de forma que pueda verte y jugar mientras atiendes a los demás niños. Mientras tanto lo puedes ir reconfortando con palabras, recordándole que tú estás aquí, que lo ves, que él puede jugar, etc.». Otra propuesta que le hice fue que, en vez de decirle al niño «te tengo que dejar en el suelo», que conlleva una sensación de abandono, le dijera «ahora te pondré en el suelo». También le sugerí que el concepto de «hacerlo por uno mismo» que proponemos en la actividad autónoma es mejor que la idea de «hacerlo solo», porque en realidad no lo estamos dejando solo.

Fue impresionante porque, de repente, el niño empezó a jugar. Ya no había drama. Entró otra maestra en el aula y se sorprendió mucho de verlo jugando. Cuando llegó su madre, por supuesto también se sorprendió muy alegremente de que estuviera tan tranquilo. Cuando el adulto le dio esta confianza, el niño se pudo sentir seguro. Además, cuando el entorno lo reconoció como un niño capaz de sentirse seguro, le transmitió todavía más confianza. Fue un muy deseable movimiento de retroalimentación en positivo que no pasaba necesariamente por cogerlo en brazos.

Lo mismo puede ocurrir en el ambiente familiar. En casa, cuando el niño reclama la atención del adulto, es muy importante que reciba una respuesta. Pero a veces nos reclaman en situaciones que no son graves ni urgentes, y no siempre es necesario cogerlos en brazos. En esos casos, el adulto también puede intentar encontrar esta tranquilidad interior si, mirando con un poco de objetividad una situación que puede parecer difícil para el niño, comprende que no le está pasando nada grave. De esta forma puede transmitir al niño un mensaje que le aporte seguridad y confianza: «Yo estoy aquí cerca, te escucho. Necesito terminar de doblar la ropa y en un momento estaré contigo. Mientras tanto, puedes jugar con tus juguetes».

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