Читать книгу La segunda vida de Nick Mason - Steve Hamilton - Страница 10
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ОглавлениеEl agente Frank Sandoval había investigado cien brutales homicidios junto a su antiguo compañero Gary Higgins, pero jamás había visto el miedo dibujado en el rostro de la víctima. Ni una sola vez.
Hasta hoy.
Sandoval se había dirigido a un pequeño lago interior situado al oeste de la localidad de Kenosha, en Wisconsin, sin saber si había llegado al sitio indicado, hasta que se situó al lado de la casa que daba al lago, y se encontró con el viejo Crown Vic aparcado en la parte de atrás para no ser visto desde la carretera. El sol ya se estaba poniendo. Sandoval levantó la mano para que le hiciera de visera y distinguió la silueta en el muelle. Recorrió rápidamente el sendero. Era un hombre bajo y recio, de rasgos latinos, con una mirada oscura y penetrante que captaba los detalles de todo cuanto lo rodeaba. Se dedicaba al único trabajo del mundo que podía consumir toda su energía.
Cuando estuvo lo bastante cerca, la silueta resultó ser la de un hombre al que habría reconocido en cualquier sitio. De cincuenta y muchos años, espaldas anchas y poco pelo en la cabeza. Uno de los agentes de Homicidios más condecorados de la ciudad, con una lista de detenciones de criminales destacados casi inabarcable.
Sandoval se acordó de la primera vez en que lo había visto: en su primer día como agente en el Departamento de Homicidios del Área Central. El comandante le había asignado como compañero a Gary Higgins. Lo primero que este le dijo fue que se dedicara a mantener la boca cerrada y a observar. «Ten los ojos bien abiertos y fíjate en mí. Aprende cómo funciona esto de verdad antes de creer que sabes algo».
El equipo lo componían seis hombres, dirigidos por un sargento. Sandoval no tardó mucho en darse cuenta de que los otros tipos seguían el ejemplo de Higgins. Era siempre el primero en cruzar la puerta. Sabía cuándo presionar a la gente y cuándo dar un paso atrás. Sabía qué preguntas necesitaba hacer y cuándo. Si Higgins no hubiera sido poli, seguramente habría sido profesor universitario de Psicología.
Trabajaba con ganas. Trabajaba bien. Pero, sobre todo, lo hacía de forma legal.
Todo lo que Sandoval sabía de cómo ser un buen agente de Homicidios, un buen poli, lo había aprendido de Gary Higgins. Pero ahora, mientras miraba el muelle, vio a su antiguo compañero sentado e inmóvil en una silla plegable, entre los dos últimos pilotes. El agua estaba lisa y quieta como un espejo. Cuando Sandoval pisó el muelle, Higgins se dio la vuelta enseguida. Su gesto de sorpresa se convirtió en otro de rabia.
—En relación con las respuestas que pensabas obtener mientras venías aquí... —le dijo Higgins—, ya te puedes olvidar de ellas. No te pienso contar nada.
—Gary, tenemos que hablar.
Higgins se levantó y avanzó por el muelle en dirección a Sandoval. Había visto a aquel hombre semanas antes. ¿Cómo podía haber adelgazado tanto? Daba la impresión de que había envejecido diez años.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó Higgins mientras cogía a Sandoval por los hombros y empezaba a cachearle el cuerpo—. ¿Quién más está escuchando?
—¡Quítame las manos de encima, coño! —dijo Sandoval apartándose—. ¿Crees que iba a venir con micrófonos ocultos?
Escudriñó el rostro de Higgins. Las arrugas en torno a la boca, las ojeras. A medio metro de distancia, le olía el aliento a alcohol.
—Levanta los brazos —le pidió Higgins.
—Que te den. No llevo micrófono.
—¿Cómo me has encontrado?
—Recordé que me habías hablado de este sitio —respondió Sandoval—. Sigue a nombre de tu suegro, así que decidí acercarme por si acaso.
—¿Quién más sabe que estás aquí?
—Nadie. He venido solo.
—Tendrías que haberte quedado en Chicago, Frank. Es posible que te hayan seguido; también, que ahora nos estén vigilando.
Sandoval recorrió el lago vacío con la mirada. Había otras casas a lo largo de la orilla, pero no se veía ni un alma.
—¡Por Dios! —soltó—, ¿se puede saber qué te pasa?
Sandoval observó a Higgins, mientras esperaba que su antiguo compañero volviera a ser el de antes. El hombre que nunca dejaba de hablar mientras estaban de servicio.
—Trabajamos juntos durante seis años —añadió Sandoval al fin—. Tú nunca aceptaste dinero, jamás cruzaste la línea. Sé que no se te olvidan las cosas, así que dime a qué trato llegaste para que Nick Mason saliera de la cárcel.
—No te voy a contar nada, Frank. Aquí pierdes el tiempo.
—Treinta años —insistió Sandoval—. ¡Joder! ¿Esperas que me quede mirando cómo los tiras a la basura sin que diga nada? Dame un nombre, deja que empiece a ayudarte.
—No me puedes ayudar.
—Un nombre.
—No puedo.
—Vale, pues te lo doy yo. Darius Cole.
Higgins apartó la mirada, solo durante una milésima de segundo, pero era todo lo que Sandoval necesitaba ver.
—Vale, veo que vamos llegando a algún sitio. Darius Cole, que casualmente estaba en el mismo pabellón que Nick Mason en Terre Haute. Aunque eso tú ya lo sabías, ¿no? Y a Mason, ¿cuánto le cayeron?: ¿veinte años antes de la primera vista judicial para considerar su libertad condicional? Al cabo, dos décadas antes de eso ya está en la calle, Gary. ¿Sabes dónde se encuentra ahora?
Higgins no contestó.
—En una casa de cinco millones de dólares, situada en Lincoln Park. A cuyo dueño seguramente conozco. Eso todavía no lo he investigado, pero no me hace falta, porque estarás al corriente de que tiene una empresa pantalla con la que protege a las demás: una para el restaurante, otra para la casa, y quién sabe cuántas otras. Sin embargo, si sigues el rastro del dinero, todo acaba desembocando en Darius Cole. Así que Nick Mason ha salido de la cárcel y anda remojándose en un jacuzzi y preparándose para hacer... ¿qué? Cole lo sabe. A lo mejor tú también. Gary, ha salido para cometer algo terrible, pero ¿qué? Sea lo que sea, también tú podrás considerarte responsable. ¿Cómo vas a asumir eso?
Higgins lo miró.
—Mató a un agente federal, Gary. Y ahora está en la calle.
—No nos llegamos a enterar de si la pistola la llevaba él.
—Y eso, ¿qué coño importa? —repuso Sandoval—. Si estaba presente, hubo delito de asesinato. ¿Qué más da quién apretara el gatillo?
Higgins puso la mano en el pecho de Sandoval y lo empujó hacia atrás, hacia los pilotes. Este notó cómo la tosca madera se le clavaba en la espalda.
—¿Crees que no soy consciente de ello? —le preguntó Higgins con su rostro a tan solo cinco centímetros de distancia—. ¿De todo? Sé lo que hice, Frank. Lo sé, joder. Todas las noches debo emborracharme para dormir, para no pegarme un tiro en la cabeza.
—Podemos salir de esta. Juntos.
—No conoces a esos tipos. No sabes de lo que son capaces. ¿Merece la pena que arriesgues la vida por esto, Frank? ¿La de tu familia? Ese es el peligro que corres si no te olvidas de esto. Aseguras que quieres respuestas, pero no es así. Créeme, coño, es mejor que no las descubras.
Sandoval había presenciado bastante dolor a lo largo de su vida. ¿Cuántas veces había atendido una llamada por homicidio, había conocido a la esposa o a los padres, había visto todos los detalles, más de los que se le podía exigir a una persona que contemplase? Nadie se insensibiliza ante una cosa así. Siempre resulta algo nuevo.
Ahora distinguía lo mismo, esa clase de dolor, en la mirada que su compañero clavaba en él.
—Yo me desentiendo —dijo Higgins—. Estoy acabado. A ti no tiene por qué pasarte lo mismo. Vuelve a Chicago y olvida que me has visto.
Higgins soltó a su amigo. Se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos al extremo del muelle.
—No voy a olvidarme del asunto —afirmó Sandoval dirigiéndose a la espalda del otro.
Higgins no se inmutó. Continuó alejándose.
—Digas lo que digas, Gary, no pienso abandonar.