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Mason se despertó temprano; su cuerpo aún observaba el horario de la cárcel. Se levantó, salió, se situó frente a la barandilla, contempló el parque tranquilo y vio cómo el sol empezaba a asomar por encima del agua. Se fijó en la cámara de seguridad más cercana. Ese ojo que no parpadeaba, que lo vigilaba.

Volvió al dormitorio principal y pasó al baño. Del suelo al techo, las baldosas de la ducha eran de piedra natural procedente de la orilla del lago. Abrió el grifo, entró y se colocó bajo el chorro. Por primera vez en cinco años, tenía para sí toda el agua caliente que quisiera. Podía quedarse ahí debajo hasta hartarse. Podía dejar que saliera a presión hasta que se le pusiera la piel roja y no pudiera distinguir nada entre nubes de vapor. Notó que los nudos de los músculos se le destensaban. Pero, de pronto, otro acto reflejo adquirido en la cárcel le sobrevino para romper el hechizo. Una repentina sensación de malestar, algo de lo que imaginaba que jamás se desprendería: el instinto de cubrirse las espaldas, incluso en la ducha.

Sobre todo en la ducha.

Cerró el grifo y se quedó chorreando. Abrió la puerta de cristal y extendió el brazo en medio del vapor para encontrar una toalla a tientas.

—Creo que te hace falta esto —dijo una voz. Era de una mujer que le alargaba, en ese momento, una toalla sin mirarlo directamente.

Mason la cogió y se la enrolló a la cintura. La mujer era de su misma edad, alta y esbelta; llevaba un traje de chaqueta negro y una camisa de color coral. Llevaba recogido el cabello oscuro. No se había maquillado mucho. La primera impresión de Nick fue que no le hacía falta.

Nick se secó el pelo con otra toalla.

—Y tú, ¿quién eres?

—Me llamo Diana Rivelli. ¿Nadie te ha hablado de mí?

—No.

Ella sacudió la cabeza mientras alargaba el brazo para encender el ventilador del techo y comentó:

—No puedo decir que me sorprenda.

—La habitación que queda al final del pasillo... está cerrada.

—Sí —dijo la mujer con un gesto vago que bien podía indicar que no le hacía gracia que él hubiera intentado acceder a ella—. Es mi dormitorio.

«Ah, comparto esta casa», pensó él.

—La ropa que había en la cama —dijo Nick— me la habrás comprado tú. No hacía falta.

—Sí, he sido yo. De nada, en cualquier caso.

Mason tenía más preguntas, pero ella ya estaba saliendo del baño. Se secó, se vistió y se puso algunas de las prendas nuevas. Unos vaqueros y una sencilla camisa blanca.

Al llegar a la cocina le echó otro vistazo a la estancia y distinguió el cuarto de la despensa, en cuyo fondo se veía otra puerta. Notó que la temperatura bajaba cuando la abrió y la franqueó. Encendió la luz y vio una celosía de madera que se extendía a lo largo de toda la pared, con una botella de vino en cada hueco. Ahí dentro debía de haber trescientas botellas al menos, junto con otra docena de champán guardada en una pequeña nevera de puerta de cristal que había en una mesa, al lado de los sacacorchos y los decantadores de vidrio.

Su primer compañero de celda fabricaba vino con fruta que robaba él mismo mientras trabajaba en la cocina, con azúcar y algo de pan tostado, todo ello debidamente mezclado y machacado en una bolsa de plástico que mantenía templada durante una semana. De aquel mundo a este en apenas veinticuatro horas. Nick esbozó un gesto de incredulidad, apagó la luz y volvió a la cocina.

Encontró una sartén en el armario de debajo de la isla, sacó unos huevos y queso de la nevera, y después cortó un poco de cebolla y pimientos. Diana bajó por las escaleras.

—¿Te apetece una tortilla? —le preguntó Nick.

Ella se sentó al otro lado de la isla y paseó la vista por todo aquel caos.

—Te has equivocado de sartén. Si vas a hacer una tortilla, hay una especial para eso. Y la has calentado demasiado.

Mason pasó la espátula por el borde de la tortilla y se percató de que ya se estaba quemando.

—Llevaba tiempo sin hacer una.

Ella apartó la mirada y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja.

—¿En qué trabajas? —le preguntó él.

—Soy gerente en un restaurante de Rush Street. Antonia’s. Pásate esta misma noche, cena y vemos dónde vas a trabajar.

Mason se quedó inmóvil de pronto.

—¿Dónde voy a trabajar?

—Eres ayudante de gerente. Saca la tortilla de la sartén..., o los huevos revueltos..., o como quieras llamarlo.

Él la echó en un plato.

—No te vas a dedicar a la cocina —añadió ella—. No te ofendas.

—Cocinero, ayudante de gerente; ¡qué más da, coño! ¡Yo no sé nada de restaurantes!

Pensó que Eddie habría sabido fingir para salir airoso de aquello. Siempre se le había dado muy bien improvisar desde que eran pequeños. ¿Cuántas veces habían dado un golpe juntos, en el que Eddie actuaba como si de verdad estuviera en su salsa, y nadie se enteraba?

—Tendrás a mano un recibo de la nómina, por si alguien quisiera verlo. Hacienda, quien sea. Al margen de eso, tu cometido oficial como ayudante de gerente consistirá en que nadie te vea el pelo.

Mason probó la tortilla y preguntó:

—¿Y qué me puedes contar de Quintero?

—Creo que nunca he pasado con él más de un minuto en la misma habitación. No me importaría que esto siguiera así.

Mason la miró de arriba abajo. Le dejaba perplejo que aquella mujer lo comentara todo como si tal cosa, que no le impresionara en absoluto que él fuera un preso liberado el día anterior y que hoy justo estuviera en su cocina.

«A lo mejor no soy el primero —pensó—. Es posible que otros hayan pasado por aquí antes, como en un cambio de guardia regular».

—Y tu historia, ¿cuál es? —inquirió Nick—. ¿Por qué estás en esta casa?

—Ya te lo he dicho: soy la encargada de un restaurante.

—¿Es Cole el dueño?

—De forma oficial sobre el papel, no —contestó tras unos titubeos.

—¿Hace cuánto que lo conoces?

Volvió a titubear. «A lo mejor es otra fiel seguidora de mi regla número siete —pensó Mason—: “Nunca mezcles la vida personal con la profesional. Mantenlas tan alejadas como el uranio enriquecido de los mulás de Irán”».

—Conozco a Darius desde hace mucho —reveló ella al fin—. Mi padre fue uno de sus primeros socios empresariales. El restaurante era de mi padre.

—Y ahora, ¿dónde está?

—Murió —contestó ella apartando la mirada—. Le dijo lo que no debía a quien no debía. Darius se ocupó de esa persona. Y de todos los implicados en el asunto.

Mason la escudriñó. Diana estaba refiriéndose a otra cosa, a un asunto que iba más allá del tema del restaurante o de comprarle ropa. Ella vivía en la casa de Cole y resultaba evidente que se conocían desde hacía tiempo; hablaba de él sin recurrir al apellido.

—Y tú has estado viviendo aquí —añadió él, ni siquiera en tono de pregunta— desde que lo metieron en Terre Haute.

Mason pensó que aquella mujer tenía clase; que era lo bastante inteligente para saber lo atractiva que resultaba, lo bastante inteligente para saber que, con su cuerpo y su cabeza, podía hacer prácticamente lo que quisiera y conseguir prácticamente a quien se le antojara.

Pero no se había movido de aquella casa.

Las miradas de ambos se encontraron y ella dijo:

—De eso no hace falta que hablemos. Me tengo que ir a trabajar.

Mason entendía esa necesidad de compartimentar las cosas. De olvidarte de todo lo demás para centrarte en lo único que debías hacer. Para él, eso equivalía a robar un coche, derribar de un golpe a un narcotraficante, o, en una última fase, conseguir entrar en un edificio y abrir la caja fuerte con un taladro. Pero al acabar, volvía a casa y dejaba de pensar en esas tareas. Tenía dinero, disponía de tiempo y contaba con los medios suficientes para seguir subsistiendo hasta que le llegara el momento de volver a trabajar.

Notaba lo mismo en Diana. La misma necesidad de centrarse en el trabajo, de apartarlo de todo lo demás. «Matan a su padre y Cole se “ocupa” del asunto —pensó—. Ella vive aquí con él y posteriormente se queda, durante años, después de que él se marche. Se levanta por las mañanas y se va a trabajar».

«Va a lo suyo».

En cambio, Mason no tenía la menor idea de cuál iba a ser su trabajo...

—¿Qué me puedes decir acerca de lo que está previsto que haga aquí? —le preguntó—. Aparte de no incordiarte en el restaurante.

—Eso queda entre Darius y tú.

—Odiaba la cárcel, pero ahí al menos sabía a qué atenerme en cada momento. Aquí, en cambio, no tengo la menor idea de lo que va a pasar dentro de unos instantes.

Mason se acordó del «contrato» de veinte años que había firmado con Cole, y de que este era el único que sabía de veras lo que estaba escrito en él.

—Cuando llegue el momento —dijo Diana—, harás exactamente lo que se te pida. Ni más, ni menos. Fíate de mí, es la única manera de sobrellevarlo.

—Y las cámaras de ahí fuera —añadió Mason señalando la piscina con la cabeza—, ¿no te molestan?

Ella dirigió la vista al exterior y se encogió de hombros.

—Ya ni siquiera me fijo en ellas.

—Me podrían haber llevado a cualquier otro lugar. ¿Por qué aquí? ¿Para que puedas vigilarme? ¿Forma parte eso de tu trabajo?

—A lo mejor forma parte de tu trabajo que tú me vigiles a mí.

Cogió el bolso, sacó las llaves y bajó por las escaleras.

La segunda vida de Nick Mason

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