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Capítulo 5

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El lunes por la mañana, Nevada vio un coche y un pequeño todoterreno en un lado de la carretera. Iba de camino a la obra, al norte del pueblo, y no había mucho tráfico. Había dos mujeres junto al coche y Nevada se acercó para preguntarles si podía ayudarlas.

Al bajar de la camioneta, reconoció a la guapa y alta rubia, Heidi Simpson. Su abuelo y ella acababan de mudarse a la zona y habían comprado Castle Ranch, justo al oeste de la zona de obras. Años antes, el rancho había sido un negocio viable, con ganado y caballos. Recordaba haber ido al rancho de niña a montar en pony.

El propietario había muerto y el rancho había estado abandonado hasta que Heidi y su abuelo lo habían comprado. En lugar de criar ganado, Heidi tenía cabras y elaboraba queso artesanal.

–¡Hola! –gritó Nevada mientras se acercaba a las mujeres–. ¿Va todo bien?

Heidi se acercó a ella sacudiendo la cabeza.

–Tenemos una rueda pinchada –señaló a la bajita pelirroja–. Es Annabelle Weiss.

–La nueva bibliotecaria –respondió Annabelle–. Llegué ayer y estaba dando una vuelta para conocer el lugar, pero el plan me ha salido mal –señaló el neumático pinchado.

–Puedo llamar a alguien para que venga a ayudarte –dijo Nevada sacándose el móvil del bolsillo.

–No hay cobertura –respondió Heidi–. Y tampoco tenemos en el rancho. Pero tengo una línea fija, así que iba a llevar a Annabelle allí. ¿Tienes el nombre de alguien con quien podríamos contactar?

–Claro. Hay un par de buenos talleres. El hijo adolescente de Donna siempre está buscando una excusa para conducir la grúa, así que os aconsejo que la llaméis a ella. El chico estará aquí en un santiamén.

–¿Donna? –preguntó Annabelle frunciendo el ceño.

Nevada se rio.

–Es algo a lo que te acostumbrarás en Fool’s Gold. Somos un pueblo de mujeres. Durante años no hubo suficientes hombres, así que muchos de los trabajos desempeñados tradicionalmente por ellos, aquí los realizan las mujeres. La jefa de policía es una mujer, como la jefa de bomberos, la mayoría de los empleados de la oficina del sheriff y casi todos los del Ayuntamiento –extendió la mano–. Yo soy Nevada Hendrix.

Heidi suspiró.

–Lo siento. Debería haberos presentado. Estoy un poco dispersa. Unas vacas salvajes han entrado en el establo de las cabras esta mañana y nos han dado un buen susto.

–¿Vacas salvajes? –preguntó Nevada.

–Las vacas que parecían venir con la tierra. Son silvestres, suponiendo que las vacas puedan serlo. Llevan años viviendo solas, pastando. El rebaño es de un tamaño considerable y creo que están intentando convencer a las cabras para que se rebelen y se vayan a vivir con ellas.

Nevada miró a Annabelle, que enarcó las cejas.

–¿Te preocupa que corrompan a las cabras?

Heidi se rio.

–Dicho así, suena estúpido, pero te juro que cada vez que aparece una vaca, las cabras se ponen como locas.

–A lo mejor son territoriales –apuntó Annabelle–. A lo mejor no les gusta compartir.

–No había pensado en eso. Nunca antes había tenido que lidiar con vacas salvajes.

Nevada sonrió.

–Deberías buscarte un guapo vaquero para que se ocupara del problema. Tendrías que importarlo, porque por aquí no tenemos, pero podría ser divertido.

–Tal vez... –Heidi parecía dudosa. Se encogió de hombros y miró a Annabelle–. Bueno, vamos al rancho para que puedas hacer esa llamada –se giró hacia Nevada–. Gracias por parar.

–De nada. Es lo que hacemos por aquí.

–Lo sé. Es una de las razones por las que me alegra tanto que mi abuelo y yo nos hayamos instalado aquí. La gente es muy agradable y cordial, y les encanta el queso, lo cual es muy bueno para el negocio.

–Encantada de conocerte –le dijo Annabelle.

–Avísame si puedo ayudarte en algo mientras estás instalándote.

–Lo haré.

Comenzaron a dirigirse hacia sus coches cuando una gran camioneta se detuvo a su lado y Charlie asomó la cabeza por la ventanilla.

–Un lugar interesante para tener una reunión –gritó la mujer antes de ver el neumático–. ¡No puede ser! No me digáis que ninguna sois capaces de ocuparos de eso.

–Departamento de bomberos –murmuró Nevada mientras Charlie aparcaba delante de la hilera de vehículos.

–Seguro que nos grita –susurró Heidi.

Charlie salió de su camioneta y fue hacia ellas. Medía casi metro ochenta y tenía pinta de poder con las tres. Sus rasgos eran bonitos, pero nunca llevaba maquillaje y la ropa que vestía era de lo más práctica. Incluso Nevada, que solía preferir vaqueros y una camiseta antes que algo estiloso, se ponía un poco de brillo de labios de vez en cuando. Sin embargo, tenía la sensación de que Charlie preferiría hacerse una endodoncia antes que ponerse pintalabios.

–Es una rueda pinchada.

Nevada señaló a las otras mujeres.

–Annabelle Weiss, la nueva bibliotecaria, y Heidi Simpson. Heidi y su abuelo han comprado Castle Ranch.

–La cabrera. He oído hablar de ti. Haces un queso fantástico.

–Gracias.

–Y ella es Chantal Dixon.

Charlie miró a Nevada.

–No me creo que hayas pronunciado ese nombre.

–Es que es muy bonito –dijo Nevada sonriendo.

–No me obligues a hacerte daño –se giró hacia las otras dos mujeres–. Llamadme «Charlie» y todas nos llevaremos bien.

–¿Por qué no te gusta tu nombre? –preguntó Heidi.

–¿Tengo pinta de llamarme «Chantal»? Mi madre tenía delirios de grandeza en lo que respectaba a mí. Esperaba que fuera a ser pequeña y delicada como ella, pero salí a mi padre. ¡Gracias a Dios! –caminó hacia el coche–. Esto parece muy sencillo.

–Íbamos a llamar a la grúa para que nos echaran una mano –murmuró Annabelle, que apenas le llegaba a Charlie a la altura del hombro.

Charlie sacudió la cabeza.

–Es una rueda pinchada, chicas, no el fin del mundo.

Todas se miraron.

–Se me da muy bien reparar graneros –dijo Heidi.

–Pero eso no sirve de nada si quieres conducir –Charlie se giró hacia Nevada–. Tú deberías saber cómo hacerlo, tienes tres hermanos.

–Mis tres hermanos son la razón de que nunca haya tenido que preocuparme por mi coche –dijo alegremente Nevada antes de reírse por el gesto tan serio que puso Charlie–. Sí, podría haber aprendido a cambiar una rueda, pero preferí no hacerlo. Si te sirve de algo, soy genial con las excavadoras.

–Estáis dándole a las mujeres una mala reputación –dijo Charlie–. Tengo que daros clases sobre cómo ser autosuficientes. Seguro que tampoco sabéis arreglar un grifo que gotea.

–Yo sí que puedo hacer eso –dijo Nevada–. Se me dan mucho mejor las reparaciones domésticas que los coches.

–Pero eso ahora mismo no sirve de nada.

Nevada se inclinó hacia Annabelle y Heidi, y dijo:

–No suele ser tan gruñona.

–Sí, sí que lo soy –contestó bruscamente Charlie mientras abría el maletero–. Por lo menos tienes un neumático de repuesto. Vale, a ver vosotras tres, vamos a hacer esto juntas. Os iré diciendo lo que tenéis que hacer.

–Yo ya llego tarde al trabajo –dijo Nevada yendo hacia su coche–, así que no voy a poder quedarme.

Charlie sacudió la cabeza.

–Ni lo sueñes. Hoy todas vais a aprender algo.

–Los chicos de la obra me han metido una serpiente en el coche y no me ha importado. ¿Eso cuenta?

–¿Era venenosa?

–No.

–Entonces no cuenta. Vamos. Poneos a mi alrededor –sacó una herramienta con forma de «X»–. ¿Alguien sabe lo que es esto?

Jo terminó de cargar las botellas de vodka, aplastó la caja y la dobló antes de meterla en el cubo de reciclaje. Era una cálida y soleada tarde de verano, esa clase de día en el que a casi todos les apetecería estar en la calle y no metidos en un bar. A casi todos menos a ella. Dejó atrás el brillante cielo azul y se metió en la tranquilidad de su negocio.

Todo iba bien, pensó contenta. Tenía una buena y constante clientela que hacía que su cuenta bancaria gozara de buena salud y que le permitía ahorrar un poco cada mes para emergencias, para la jubilación y cosas así. Tenía un gato al que adoraba y muchas amigas. Una buena vida, pensó con un leve sentimiento de culpabilidad.

Había oído que la gente que tenía mucho éxito a veces se sentían como impostores. Les preocupaba que les dijeran que su buena fortuna no era más que un error, que no tenían talento, y a veces ella se sentía así. No en lo que concernía a su trabajo, sino en lo que respectaba a su vida.

Nunca se había imaginado que pudiera estar tan tranquila, tan feliz. No se había esperado encontrarse una cálida y hospitalaria comunidad, ni tener amigas y una bonita casa. La verdad era que no se lo merecía, pero no había forma de evitarlo.

Fue hacia la cocina donde Marisol, su cocinera a tiempo parcial, estaba metiendo aguacate en un cuenco para preparar guacamole.

–¿Lo tienes todo?

La diminuta mujer, que tendría unos cincuenta y tantos años, le sonrió.

–Siempre me lo preguntas y siempre te digo que todo va bien. Los proveedores son gente buena. Hacen los repartos cuando lo dicen.

–Me gusta asegurarme.

–Te gusta mantenerlo todo bajo control –Marisol arrugó la nariz–. Necesitas un hombre.

–Eso llevas diciéndomelo años.

–Y sigo teniendo razón –comenzó a hablar en español y probablemente lo que estaba diciéndole era que todos sus problemas podrían resolverse con el amor de un hombre.

–Pero tú no eres nada objetiva. ¿Con cuántos años te casaste? ¿Con doce?

–Dieciséis. Hace casi cuarenta años y ya tenemos ocho nietos. Tú deberías tener la misma suerte.

–Debería, pero no la tengo. Y, además, así estoy bien.

–«Bien» no significa «feliz».

A ella «bien» le parecía suficiente, pensó mientras se dirigía a la barra. Estar «bien» la hacía sentirse segura y le permitía dormir. Si tuviera mucha felicidad en su vida, le preocuparía que alguna fuerza equilibrante quisiera castigarla arrebatándole algo de esa felicidad. Por eso prefería estar «bien», sin más. Así estaba segura.

Escribió el especial de la hora feliz del día en la pizarra y encendió la televisión. En la pausa entre el almuerzo y la hora feliz disfrutaba de ese momento de tranquilidad, pero pronto los clientes empezarían a llegar.

La puerta se abrió y un hombre entró. Jo reconoció a Will Falk y no supo si eso la agradó o la molestó.

–¿Qué tal? –preguntó él yendo hacia ella.

–Bien –Jo puso una servilleta sobre la barra–. ¿Qué te sirvo?

–He venido para ver si podía ayudarte a montar los juguetes.

–Ya lo he hecho. Hoy han venido dos niños a la hora del almuerzo y lo han pasado genial.

–Me alegra oírlo –se sentó en un taburete–. Me tomaré una cerveza, de la que tengas en el barril. ¿Quieres acompañarme?

–No bebo mientras trabajo.

–Yo no soy mucho trabajo.

–Lo siento, pero no –le respondió con una leve sonrisa.

Era un buen tipo, probablemente uno de esos hombres a los que le gustaban los deportes, una buena comida casera y que se conformaba con tener sexo dos veces por semana. Había aprendido a hacer juicios rápidos y acertados sobre la gente, y suponía que él no engañaba ni jugando a las cartas, ni a las mujeres, que tenía muchos amigos y que se regía por un fuerte código moral.

No era alguien con quien pudiera tener una relación, definitivamente no.

Dejó el vaso de cerveza frente a él y fue hacia el otro lado de la barra.

–¿Es por la cojera?

La pregunta la hizo detenerse en seco. Se giró lentamente y volvió a situarse frente a él.

–No.

Will se encogió de hombros.

–A algunas mujeres no les gusta, les va más la perfección.

–Pues yo no soy así. No me atrae la perfección.

–De acuerdo. ¿Entonces por qué es?

Le parecía un hombre atractivo, a pesar de ser muy normal. Sus amigas se habían enamorado de hombres normales y agradables, de buenos tipos, y las envidiaba por ello.

–¿Qué te pasó? –le preguntó ignorando su pregunta.

–Un accidente en una obra. Me caí por un puente y casi me rompí todos los huesos del cuerpo. Me llevó mucho tiempo recuperarme.

Jo sentía que había algo más en esa historia; seguro que pasó semanas o meses en el hospital y cientos de horas haciendo rehabilitación.

–¿Tienes mucho dolor ahora?

–Sé cuándo va a llover, pero estoy bien –esbozó una sexy sonrisa–. ¿Quieres ver mis cicatrices?

Ella se vio queriendo decir «sí» para seguirle la broma, pero también para permitirse bajar la guardia aunque solo fuera por un momento, para recordar cómo era ser como todos los demás.

–Tal vez en otra ocasión.

–Estaré aquí un par de años. Tengo mucho tiempo.

–Pero luego te irás a hacer otro proyecto.

Él asintió.

–Es la naturaleza del negocio. He visto gran parte del mundo y viajar es emocionante.

–Yo prefiero quedarme en un mismo sitio –dijo ella admitiendo una verdad–. Me costó mucho encontrar este pueblo.

–¿Qué te gusta de él?

–La gente. Son muy amables y cálidos, como el clima. Es una ubicación genial.

Lo que no le dijo fue que ahí podía fingir que todo era verdad, que ella era como todos los demás, que su pasado nunca había sucedido. Ahí era simplemente Jo, la propietaria de un bar.

–Pues muéstramelo. Soy el nuevo, ¿no me merezco, al menos, una vuelta por el pueblo?

Ella lo miró y se vio tentada a flirtear, a acariciarlo y dejarse acariciar. Hacía años que no estaba con un hombre, años desde la última vez que se había permitido ser tan vulnerable. La última vez las consecuencias habían destruido a gente y por su gran deseo de amar y ser amada un hombre había muerto.

–No puedo –respondió con brusquedad–. No es por ti... no es nada personal. Lo siento, pero así tiene que ser.

Will asintió lentamente y se levantó del taburete lanzando un billete de diez sobre la barra.

–La cerveza corre por cuenta de la casa.

–No, gracias. Solo acepto invitaciones de mis amigos.

Y con eso se marchó. Ella lo vio alejarse cojeando y, cuando la puerta se cerró tras él, le dio un vuelco el estómago y se preguntó si acabaría vomitando.

Le había hecho daño, y lo sabía. Pero también se había hecho daño a sí misma, aunque no había tenido elección. No podía arriesgarse. En esa ocasión, habría demasiado que perder.

–Me encanta este pueblo –dijo Tucker al cerrar el correo electrónico–. Nos han aprobado los permisos antes de lo previsto –miró a Nevada–. ¿Has tenido algo que ver con esto?

–Aunque me encantaría llevarme el mérito, no. Ya te lo he dicho. Todo el mundo está emocionado con el proyecto porque traerá mucho empleo y turistas a la zona. Estas obras no tienen nada negativo.

Sus palabras tenían sentido, pero la facilidad con que estaba marchando todo le hacía tener cierta aprensión. Cada obra en la que había trabajado había tenido problemas y prefería enfrentarse a ellos directamente y lo antes posible para así poder solucionarlos y seguir adelante con el proyecto.

–No te preocupes.

–Preocuparme me hace bueno en mi trabajo –se levantó y fue hacia la cafetera–. ¿Quieres?

–Claro.

Ella se levantó y acercó su taza. Tucker se movió hacia ella. Ella se echó a la izquierda y él a la derecha, de modo que los dos fueron en la misma dirección y casi se chocaron. Nevada retrocedió con una velocidad cómica.

–Lo siento –susurró.

–Estás un poco nerviosa.

–No lo estoy –respondió a la defensiva, más que indignada.

–Es un tráiler muy pequeño, así que vamos a chocarnos mucho.

–Soy consciente de eso y no tengo ningún problema.

–Pues estás actuando como si lo tuvieras.

Ahora se mostró furiosa.

–Estás viendo más de lo que hay.

–¿Ah, sí?

Alzó la barbilla.

–Sí –acercó su taza–. ¿Podría tomarme mi café, por favor?

–Creo que te sientes atraída por mí y no sabes cómo sobrellevarlo.

Ella abrió la boca y volvió a cerrarla.

–¿Estás loco?

–Nunca me ha evaluado ningún profesional, pero creo que no.

–Todo esto es por lo que pasó y estábamos de acuerdo en olvidarlo.

Le llenó la taza, dejó la cafetera en su sitio y se apoyó contra el escritorio de Will. Hacerla de rabiar era mucho más divertido de lo que se había esperado.

–No soy yo el que ha sacado el tema.

–Estabas pensando en ello.

–Yo no, pero tú sí. Y mucho.

Un rubor tiñó sus mejillas.

–No del modo que crees. Estás intentando demostrar algo. Pues bien, no puedes. Te he olvidado y...

Dejó de hablar y apretó los labios.

–¿Que me has olvidado?

–Cierra la boca.

–¿Que me has olvidado?

–Te juro, Tucker, que te achucharé a Ethan.

–Esto se pone cada vez más interesante –le gustaban los derroteros que estaba tomando su conversación–. Con eso estás diciendo que te sentías atraída por mí.

Ella soltó la taza y se cruzó de brazos. Sus marrones ojos brillaban de furia.

–Me acosté contigo. ¿Qué creías?

–Que soy irresistible.

–Hoy no.

–Sigues sintiéndote atraída por mí.

Ella puso los ojos en blanco.

–¿Qué pasa contigo? Trabajamos juntos y es un proyecto a largo plazo. ¿Por qué intentas ponerlo difícil?

–Es algo natural en mí.

–No me siento atraída por ti.

–Venga, no pasa nada, puedes decírmelo. Te guardaré el secreto. Me deseas.

–Solo deseo poder pasarte por encima con el coche.

Tucker sentía curiosidad sobre si ese enfado era real o era una forma de autoprotección. Ella se mostraba cauta y recelosa a su lado y eso era algo que él no se habría esperado. ¿También sentía la química que existía entre los dos?

Hizo todo lo que pudo por recordarse que trabajarían juntos y que una relación supondría una complicación que ninguno de los dos necesitaba, pero aun así, Nevada era inteligente, divertida y sexy, y eso era algo que no podía ignorar de ningún modo.

–Adelante –dijo con voz suave–. Bésame. Vamos, sácatelo de la cabeza de una vez y así podrás concentrarte.

–Puedo concentrarme muy bien –le respondió Nevada apretando los dientes–. Tienes un ego del tamaño de Marte.

–También tengo las manos grandes.

–¡Lárgate!

–Gallina.

–No soy gallina, soy sensata.

Intentar no perder el control estaba suponiendo un desafío mayor del que había imaginado. Por razones que no podía explicar, Tucker pulsaba unos botones que ella no sabía que tuviera y, por mucho que quería golpearlo, también quería besarlo. O tal vez más, incluso.

Y lo más inexplicable de todo era que no había pensado en besarlo hasta que él lo había mencionado. Ahora esa idea ocupaba su cabeza, hacía que se le encogieran los dedos de los pies y que todo su ser temblara de excitación. ¡Qué locura!

Tucker comenzó a cacarear.

–¡Para!

–Oblígame.

Ese hombre sí que sabía cómo jugar, pensó Nevada mientras lo agarraba por los hombros, se ponía de puntillas y se echaba hacia él... hasta que sus labios rozaron los suyos. En ese segundo de contacto, se sintió como si se hubiera transportado, como si hubiera salido del tráiler climatizado y hubiera caído en mitad de Misisipi en pleno agosto. Había calor por todas partes. Un calor intenso y sofocante, de ese que se te pega a la piel y no se va en tres días.

El aire parecía pesar, igual que su cuerpo. Su sangre se había espesado aunque aún se movía con rapidez, transportando un intenso deseo a cada parte de su ser.

Se echó atrás y lo miró. Era difícil interpretar la mirada en los oscuros ojos de Tucker.

–¿Es todo lo que quieres? –le preguntó él en voz baja.

–No.

Volvió a acercarse y ladeó la cabeza ligeramente antes de posar la boca sobre la de él. El calor volvió y deseó poder arrancarse la ropa. No solo para refrescar su cuerpo, sino para que Tucker también pudiera tocarla.

Sintió también un cosquilleo en lugares de lo más interesantes. Quería rodearlo con sus brazos, llevarlo hacia ella con fuerza. Quería deslizar los dedos por su torso e ir descendiendo para descubrir si él estaba sintiendo lo que ella sentía.

Pero no lo hizo y, por el contrario, se quedó quieta y callada sin intentar profundizar el contacto. Su intención había sido darle un beso que él jamás olvidaría, pero no había podido porque había temido demasiado su propia reacción.

Se puso derecha y se apartó, consciente de que, probablemente, él volvería a burlarse. Y en esa ocasión no sabía cómo iba a defenderse, porque besarlo no era una opción. No, cuando un simple y platónico besito la había dejado temblando. ¿Qué pasaría si él hiciera algún esfuerzo?

–¿Contento? –le preguntó mientras volvía a su escritorio.

–Mucho.

Ella respiró hondo y se dijo que tenía que mantenerse fuerte.

–Todo esto es por tu ego, ¿verdad?

Tucker parecía estar divirtiéndose aunque, también, un poco asombrado por la pregunta.

–Eso era antes. Ahora es diferente.

Se quedaron mirándose, pero ella no preguntó por qué, ya que temía tanto la respuesta como volver a besarlo. Si él también lo había sentido, si había estado a punto de perder el control, entonces estaban metidos en un buen lío. Mejor no arriesgarse a provocar de nuevo esa situación.

La última vez...

«No», se dijo firmemente. Ya había recordado bastante y no iba a hacerlo más.

–Tenemos que repasar el programa y la agenda –dijo eligiendo al azar un papel del escritorio y esperando que fuera algo relevante–. Hay que coordinarse con distintas agencias, incluyendo el Departamento de Bomberos de Fool’s Gold. Si te parece bien, yo me encargaré de eso.

–Claro. Sería genial.

–Es mi primera vez –dijo y contuvo un gemido–. Quiero decir, nunca antes he realizado una voladura en una obra.

–Pues vas a alucinar.

A pesar de sentirse incómoda y más que un poco asustada, se rio.

–No estoy segura de querer alucinar.

–Pruébalo, puede que te guste.

Él la miraba fijamente y ella quiso tomar la iniciativa y besarlo de nuevo. Quería saber cuánto más podría sentir en sus brazos y qué más podría él hacerle a su cuerpo.

El problema era que eso sería una absoluta estupidez. El trabajo era lo primero y las fantasías lo segundo, se dijo al dejarse caer en su silla y centrar la atención en el ordenador. Pero en lugar del informe de la pantalla, lo que vio fueron los fuegos artificiales que había experimentado y la nube negra que amenazaba si se atrevía a rendirse y entregarse.

El problema no era Tucker. El problema era ella. No había sido capaz de resistirse a él diez años atrás y eso que por entonces él ni siquiera lo había intentado. ¿Qué iba a hacer si Tucker decidía que quería más que solo jugar?

Ese hombre se marcharía al cabo de un año, se recordó. Y lo más importante, le había dejado claro que no le interesaba echar raíces. Para ella, su hogar lo era todo y Tucker ya le había roto el corazón una vez. ¿De verdad necesitaba una segunda lección de Tucker Janack? Lógicamente, era una mala elección y se preguntó cuánto tiempo tendría que seguir diciéndose eso antes de empezar a creérselo.

E-Pack HQN Susan Mallery 1

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