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Capítulo 6

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Después de una larga semana en la obra, Nevada estaba más que preparada para pasar una tranquila noche sin pensar en Tucker. Desde «el beso» había estado invadiendo sus pensamientos mucho más de lo que era razonable. Así que, cuando su madre la había invitado a una cena familiar, le había parecido la escapada perfecta.

Llegó alrededor de las seis, como le habían pedido, y se encontró a Dakota, Finn y Hannah.

–¿Quién es mi chica favorita? –preguntó quitándole el bebé a su hermana y abrazándola con fuerza.

–¡Na-na-na! –gritaba Hannah encantada mientras agitaba sus regordetes brazos.

–Nevada. ¡Eso es! ¿Quién es mi chica lista? –la acunó y sonrió a su hermana y a su futuro cuñado–. Hola a vosotros también. ¿Cómo va todo?

–Genial –Finn rodeó a Dakota con un brazo–. Está creciendo, como puedes ver, y gatea por todas partes. Ya intenta caminar.

Parecía feliz y orgulloso, pensó Nevada, contenta de que su hermana hubiera encontrado a un tipo tan genial.

Solo unos meses antes, Finn había llegado al pueblo a rescatar a sus hermanos gemelos del reality show Amor verdadero o Fool’s Gold. Los chicos tenían veintiún años y eran más que capaces de tomar sus propias decisiones, pero Finn no lo había visto así.

Dakota había dado por hecho que nunca encontraría un amor para siempre y ya había contactado con una agencia de adopciones. Mientras se enamoraba de Finn, le habían comunicado que la habían aprobado para adoptar a Hannah, que por entonces tenía seis meses. Pero la situación se había complicado cuando se había quedado embarazada y el resultado había sido unos meses muy ajetreados.

Ahora Finn se había trasladado a Fool’s Gold, había comprado una empresa aérea de transporte de mercancías y pasajeros y estaban planeando la boda.

–¿Ya habéis fijado la fecha? –preguntó Nevada cuando los tres caminaban hacia la puerta principal.

Dakota miró a Finn y después a Nevada.

–No. Seguimos hablando.

Finn abrió la puerta y se sumergieron en el bullicio.

El resto de la familia ya estaba allí, junto con una perra cruce de golden retriever y labrador llamada Fluffly que hizo lo que pudo por saludar a todo el mundo lamiéndolos hasta que tuvieron que rendirse.

–Parece que somos los últimos en llegar –le dijo Nevada a Hannah cuando el bebé miró a su alrededor y se rio al ver a toda la gente que quería.

Ethan y su esposa, Liz, estaban junto a sus tres niños. Kent y su hijo, Reese, estaban intentando acorralar a una nada colaboradora Fluffy, mientras Montana, la otra trilliza, les ofrecía consejo. Su prometido, Simon, se mantuvo al margen y callado, como siempre hacía, pero esos días parecía mucho más feliz y más relajado. Tucker estaba charlando con Denise y... Nevada volvió a mirar. ¿Tucker?

–¡Estás aquí! –Denise le dio una palmadita en el brazo y corrió hacia la puerta–. Ahí estás, Hannah. Ven con la abuelita, cariño.

Hannah extendió los brazos hacia su abuela y se dejó abrazar por ella. Nevada dio un paso atrás.

–Finn, ¿conoces a Tucker? –preguntó Denise–. Es un viejo amigo de Ethan y ahora Nevada trabaja para él. Su empresa es la que va a construir el resort y el casino a las afueras del pueblo.

Los hombres se dieron un apretón de manos.

–¿Qué está haciendo aquí? –le preguntó Nevada a su madre susurrando la pregunta para que nadie la oyera.

–Está solo y he pensado que le gustaría compartir una cena en familia.

–Le contaste a Ethan que me había acostado con Tucker y Ethan lo golpeó.

Su madre no parecía sentirse culpable en absoluto.

–Tenía que hacer algo. Ahora ya está avisado y podemos seguir adelante.

Muy típico de su madre, pensó Nevada diciéndose que no tenía por qué sorprenderse.

–¿Qué eres? ¿Un miembro de la mafia? ¿No se te ha ocurrido pensar que esto podría resultarme incómodo?

–¿Cómo podría resultarte incómodo? Trabajas con él.

Cierto. Porque ahora no tenían una relación personal... si se dejaba a un lado lo del beso.

–Bien –dijo Nevada suspirando.

–Me alegra que te parezca bien porque te he sentado a su lado en la mesa.

Denise llevó a Hannah a la cocina y Nevada se quedó allí, no muy segura de si debería seguirlas o subir al piso de arriba y esconderse. Antes de poder decidirse, Tucker se acercó con una copa de vino y se la pasó.

–Había olvidado cómo era estar con tu familia.

–Ha pasado mucho tiempo.

–Desde aquel verano en el que Ethan y yo fuimos al campamento de ciclismo con Josh Golden. Teníamos dieciséis años.

Y ella tenía diez y no se había fijado en él por entonces porque para ella no era más que uno de los aburridos amigos de su hermano.

–Ahora somos más ruidosos –le dijo.

–Y habéis aumentado. Aún no me creo lo de la familia de Ethan.

Ella miró a los adolescentes, que estaban riéndose juntos.

–Me gusta que estén en la habitación con nosotros en lugar de desaparecer en el salón para jugar con la Wii que mamá les compró.

–Y Montana y Dakota están comprometidas.

–Así es. Simon es cirujano y Finn es piloto de transporte de mercancías y de pasajeros en vuelos privados. Es de Alaska.

–Nosotros hicimos una obra allí.

–¿Hay algún lugar donde no hayáis hecho una obra?

–La verdad es que no –miró a su alrededor–. Nunca tuve algo así que me esperara en casa. Mi madre murió cuando yo era un bebé y mi padre contrató a una niñera y nos llevó a los dos con él.

–No puedo imaginarme viviendo sin mi familia. Lo son todo para mí.

Tucker se tocó la mandíbula.

–No hay duda de que tu hermano cuida de ti.

–Te lo merecías.

Él la sorprendió echándose a reír.

–Tienes razón. Me lo merecía. ¿Me he disculpado?

–Sí, y no tienes por qué volver a hacerlo.

Ethan se acercó.

–¿Va todo bien por aquí?

–Deja de librar mis batallas. Puedo hacerlo sola.

–A veces un hombre tiene que intervenir y ocuparse de los suyos. Tucker lo entiende.

Tucker asintió.

Ethan preguntó si Tucker tenía pensado ver los partidos de la pretemporada ese domingo y, mientras los chicos hablaban de rugby, Nevada se preguntó dónde pasaría las tardes habitualmente Tucker. Siempre había estado solo, y no solo se había visto en un colegio distinto cada un par de años, sino que había tenido que verse en un país distinto y una cultura distinta, eso sin mencionar las barreras del idioma. No podía imaginarse lo que sería no tener raíces.

–Ten cuidado –estaba diciendo Ethan–. Hay un millón de mujeres solteras en el pueblo.

–Estás exagerando –Tucker dio un sorbo de vino–. No me preocupa.

Nevada sonrió.

–Pues deberías preocuparte. Hasta hace poco hemos tenido escasez de hombres, así que te rodearán las mujeres. Un fuerte y rico constructor –parpadeó varias veces.

Tucker se rio.

–Puedo apañármelas solo.

Nevada se giró hacia su hermano.

–En un par de semanas, acabarás diciéndole: «Te lo dije».

–Estoy deseándolo –se rio Ethan.

Tucker cambió de postura, incómodo.

–No puede ser tan malo.

–Sigue diciéndote eso –dijo Nevada antes de dirigirse a la cocina para ayudar a su madre.

–Me conozco el camino a casa –dijo cuatro horas después, tras una enorme cena.

–No voy a acompañarte a casa –le respondió Tucker–. Tú me vas a acompañar a mí. Si lo que Ethan y tú me habéis dicho es verdad, necesito protección.

–Oh, ¡por favor! Creo que puedes con unas cuantas mujeres hambrientas de amor.

–No al mismo tiempo –se inclinó hacia ella y bajó la voz–. Nunca me han ido los grupos. Después de las primeras cinco o seis veces, no es tan divertido.

–No estás impresionándome con historias como esa.

–¿Y qué clase de historias te impresionan?

–Viaja a través del tiempo como Kyle Reese en la primera película de Terminator. Eso sí que llamaría mi atención.

–Trabajaré en ello.

La noche era cálida y clara y el cielo estaba moteado de estrellas. Aún había mucha gente paseando, así que pasear al lado de Tucker no habría resultado nada íntimo. Aun así, no podía ignorar su presencia, la anchura de sus hombros y el sonido de su voz.

–Tu familia es genial y tu madre lo tiene todo bajo control.

–Se le da muy bien dirigir a una multitud.

–Lleva sola mucho tiempo. ¿Sale con alguien?

–Ha empezado este año. No puedo creerme que ya hayan pasado diez años desde que mi padre se fue. Ha estado sola mucho tiempo –miró a Tucker–. Tu padre no ha vuelto a casarse.

–Es verdad, pero no estaba solo. Cree firmemente en el concepto de «una chica en cada puerto». O, en su caso, de una mujer en cada obra. Ese hombre ha hecho el tonto con más mujeres de las que puedo contar.

–¿Y eso te molesta?

Tucker se encogió de hombros.

–Nunca se toma un respiro. Se acerca a los sesenta, pero se comporta como un chaval de diecisiete. Como he dicho, está actuando como un tonto. Pero eso hace el amor.

–El amor no hace tonta a la gente.

–Puede hacerlo.

Ella sabía en quién estaba pensando.

–Solo si eliges a artistas locas.

–No fue ella quien cambió mi opinión.

Doblaron una esquina y Nevada se dio cuenta de que estaban en su calle.

–Pensé que yo iba a acompañarte a tu casa.

–Me ocultaré entre las sombras.

Cruzaron la calle y se dirigieron hacia su puerta. Había luz en los dos apartamentos, pero no había ruido.

–Quien fuera que inventara los auriculares se merece que lo hagan santo –dijo ella–. Mis dos inquilinos son universitarios y no dan un solo paso sin estar escuchando algo, pero yo no tengo que oírlo.

–Qué suerte tienes.

Estaban en el porche. La luna acababa de salir y podía verla sobre el hombro de Tucker. Cualquiera podría pensar que un gran objeto blanco pendiendo del cielo capturaría su atención, pero ella solo parecía estar viendo al hombre que tenía delante.

–Gracias por el paseo –le dijo preparada para darse la vuelta y entrar. «Rápidamente», pensó. Porque si no lo hacía, corría el peligro de querer algo que no era sensato.

–De nada.

La mirada de él era intensa y buscaba algo en su rostro. Ella lo miraba también, no segura de en qué estaría pensando Tucker ni de cuál sería el mejor modo de protegerse. En realidad sí que sabía cómo, pero lo cierto era que no quería.

Él rodeó su mandíbula con una mano y puso la otra sobre su cintura antes de besarla.

Nevada había visto el beso venir y podría haberse apartado, pero no lo hizo y entonces la boca de él se había posado sobre la suya y ya nada más había importado.

El calor había vuelto, igual de pegajoso y dulce, y cuando la devoró, se rindió. Lo rodeó por el cuello y se acercó dejándose llevar por la locura de un mal juicio y una fantástica manera de besar.

Él reclamó sus labios con una seguridad en sí mismo que la hizo estremecerse. Lo único de lo que era consciente era de que ese hombre estaba abrazándola y de cómo estaba haciéndola sentir.

Bajó las manos hasta su cintura y deslizó la lengua sobre su labio inferior. Ella separó los labios instintivamente, dándole la bienvenida a su delicada invasión.

Tucker sabía ligeramente al brandy que habían tomado después de cenar y cada caricia que le daba la fue excitando más y más hasta perder la poca fuerza de voluntad que le quedaba. Cuando él se acercó más, Nevada no se apartó.

Sus pechos parecían sentirse cómodos contra su torso y su ombligo pareció acurrucarse contra la dureza de su erección. Tucker se apartó lo justo para besarla por el cuello y le mordisqueó el lóbulo de la oreja antes de lamer la sensible piel situada bajo ese punto.

Al instante, ya estaban besándose otra vez y Tucker estaba excitándola con su lengua. Ella deslizaba las manos sobre su espalda y sus pechos querían recibir su atención. Entre las piernas, sintió sus zonas más íntimas inflamadas y hambrientas de deseo.

En algún punto en la distancia, Nevada oyó el motor de un coche y el chirrido de los grillos y ello la hizo volver a la realidad y entender que estaba en el porche delantero de su casa besando al hombre para el que trabajaba.

Invitarlo a pasar sería la elección más sencilla, pensó consciente del deseo que brillaba en la mirada de Tucker. Pero en esta ocasión, él la elegiría a ella en lugar de tomar lo que le estaba ofreciendo. Además, tener sexo con Tucker no demostraría mucho y ella ya estaba cansada de tener que arrepentirse de cosas en la vida.

–Me gusta mucho mi trabajo –dijo en voz baja y después se aclaró la voz–. Y no quiero estropearlo acostándome con el jefe.

Tucker asintió una vez y después maldijo.

–Nevada... –comenzó a decir.

Ello lo interrumpió sacudiendo la cabeza.

–¿Aquella vez? No fuiste tú solo el que metió la pata. Yo sabía que estabas enamorado de Cat, ella me dijo que había acabado y quise creerla, pero sabía que te llevaría mucho tiempo olvidarla.

–No. No fue culpa tuya ni tampoco fue mía. Cat creía en la manipulación como forma de entretenimiento. Nosotros no éramos más que simples mortales y no tuvimos oportunidad.

Nevada se preguntó si eso era verdad.

–Era preciosa.

–Era una droga –apuntó él rotundamente–. Y yo era su bufón. Pensé que perderla me mataría, pero fue lo mejor que pudo pasarme.

Nevada no estaba segura de cómo habían terminado las cosas con Cat y decidió que tampoco necesitaba saberlo.

–En cuanto a lo de esta noche...

Él le rodeó la cara con las manos.

–Lo entiendo. Trabajamos juntos y seguiremos haciéndolo durante un tiempo. Yo solo estaré en la obra un año, así que haremos como si no hubiera sucedido nunca –su boca se curvó en una pícara sonrisa–. Hasta que me marche. Será un fin de semana terrible.

Sus palabras la hicieron derretirse por dentro.

–Estás dando por sentado que yo seguiré interesada.

–Lo estarás –contestó él con confianza y la besó suavemente. Bajó las manos y dio un paso atrás.

–¿Y si cambio de opinión?

–Te convenceré de lo contrario.

Y eso era algo que estaría deseando, pensó Nevada mientras se despedía de él. Entró en casa, aún atrapada por esos besos y por el pasado. Tucker era una complicación, pero una que podía manejar. Ahora que había reglas, sería más fácil trabajar juntos y no estaría pensando en él todo el tiempo.

Subió las escaleras hasta su apartamento y abrió la puerta con la llave. Al entrar, alargó el brazo hacia la derecha y encendió las luces, pero en lugar de ver su salón, vio otro lugar y otro momento. Cat estaba en la puerta de la habitación de su residencia.

–Ha terminado –le había dicho la otra mujer con su oscura mirada encendida–. Tucker y yo hemos terminado. Ya está hecho. Sé que estás enamorada de él y esta noche te necesita, Nevada. Deberías ir a verlo.

Estar al lado de Cat era como estar mirando al sol: era difícil ver cualquier otra cosa, centrar la mirada. Todo lo demás estaba borroso. Por ello, Nevada tardó un segundo en procesar lo que estaba oyendo y poco a poco la vergüenza fue invadiéndola mientras se preguntaba desesperadamente quién más habría descubierto su secreto. ¿Lo sabía Tucker? ¿Se compadecía de ella? Porque eso sería lo peor.

–No lo entiendo –susurró.

Cat le agarró los brazos y la zarandeó.

–Te necesita. Ve con él. Está solo en casa ahora mismo.

–Yo...

Antes de poder decir nada más, Cat se había ido dejando tras de sí una estela de exótico perfume.

Nevada pasó los siguientes veinte minutos intentando descifrar qué hacer. ¿Debería ir con Tucker? ¿Podía hacerlo? Él amaba a Cat y no podía ver ni a nadie más ni nada más, pero si habían roto, entonces estaba disponible. Y dolido.

Al final, su corazón había ganado la batalla y había agarrado las llaves de su coche y había bajado corriendo las escaleras para dirigirse al aparcamiento. Y así, antes de lo que había creído posible, ya estaba en casa de Tucker llamando a la puerta.

Él abrió casi de inmediato, como si hubiera estado esperándola, pero cuando la vio, su expresión pasó de la expectación a la decepción.

–Creía que eras Cat –dijo pronunciando con dificultad.

–Me he enterado de lo que ha pasado –lo siguió adentro.

–Me ha dejado.

Se dejó caer en el sofá, apoyó los codos sobre las rodillas y la cabeza sobre las manos.

–Me ha dejado –repitió como si no pudiera creérselo.

Nevada nunca había estado en su casa; sabía dónde vivía, ya que había ido a recogerlo un par de veces, pero no había pasado del aparcamiento.

Ahora, rápidamente, se fijó en los sofás de piel y en las mesas talladas; era una habitación elegante, que parecía sacada de una revista más que pertenecer a un soltero. Los cuadros parecían originales y caros. Había una escultura de metal en una esquina y le daba la sensación de que la había hecho Cat.

De hecho, todo el apartamento parecía estar gritando el nombre de esa mujer y no solo en las paredes color gris pálido o en las cortinas, sino en las montañas de libros en francés e italiano. El London Times descansaba sobre la mesita de café.

Los celos le revolvieron el estómago. ¿Había vivido ahí? No quería creer que fuera cierto, pero tampoco podía negar la evidencia. Si Cat no había vivido allí de manera permanente, sí que había pasado el tiempo suficiente para dejar su huella.

–No puedo hacer esto –murmuró Tucker.

Nevada fue hacia el sofá y se sentó a su lado.

–No puedo vivir sin ella –se giró para mirar a Nevada con los ojos inyectados en sangre–. Es mi mundo. Sin ella... –el dolor tensaba sus rasgos–. No quiero volver a sentirme así. El amor es una mierda, pero no he podido resistirme. No con ella.

–No pasa nada –le dijo Nevada tocándole el hombro tímidamente–. Sé que ahora duele, pero encontrarás a otra persona.

–No. Jamás. Solo está ella.

Su dolor llegó hasta lo más hondo de Nevada y le hizo desear desesperadamente poder hacerle sentir mejor. Ignoró su propio dolor mientras oía al hombre al que amaba declarar sus sentimientos por otra mujer.

–No –le giró la cara hacia ella–. No está solo ella –respiró hondo, se armó de valor y dijo–: Estoy yo.

Él juntó las cejas en un gesto de clara confusión.

–Te quiero –se apresuró a decir antes de perder el valor–. Te quiero desde hace tiempo. A Cat no le importas. A ella no le importa nadie. Pero a mí sí me importas, Tucker. Mucho.

Lo besó, aunque sus bocas se toparon torpemente. Él no respondió y tampoco se apartó, pero no le devolvió el beso. Se quedó sentado, inmóvil. Ella ignoró esa humillación y la voz que le gritaba que saliera corriendo mientras aún le quedara algo de orgullo.

–Tucker, por favor –susurró contra sus labios antes de agarrarle la mano y posarla sobre uno de sus pechos.

Era la primera vez en su vida que hacía algo así, y en parte se debía a que nunca había tenido una relación sexual. Aunque había salido con chicos en el instituto, lo más lejos que había llegado había sido que un chico le tocara suavemente los pechos por encima de la ropa.

Pero eso era diferente. Era Tucker y Tucker era su mundo. Por mucho que él creía que quería a Cat, ella lo amaba a él mucho más. Su amor era mayor y más fuerte y sobreviviría ante cualquier cosa.

De pronto, él comenzó a devolverle el beso y cerró la mano alrededor de su pecho, apretándolo con tanta fuerza que le dolió. Deslizó la lengua dentro de su boca y le subió la camisa para intentar desabrocharle el sujetador.

Un sujetador que no llegó a desabrochar. En lugar de eso, le sacó un pecho por la copa y le frotó el pezón.

Todo era muy extraño, pensó ella intentando averiguar a qué debía prestar atención. Él sabía y olía a whisky, y eso no era algo a lo que estuviera acostumbrada. Y aunque la mano que tenía sobre el pecho ya no le hacía daño, no tuvo tiempo de decidir si le gustaba o no, porque justo cuando pensó que podría sentir un cosquilleo, él estaba agarrándola por la cintura y tendiéndola en el sofá. Coló sus manos entre los dos cuerpos.

Nevada sintió unos dedos sobre su vientre y al momento notó cómo le estaba bajando los vaqueros y la ropa interior. Tucker le sacó una pierna por el pantalón, pero la otra la dejó metida.

Era todo lo que ella quería, pero estaba sucediendo demasiado deprisa. Una voz dentro de su cabeza le susurró que no se había imaginado que fuera a ser así. No, en un sofá con él borracho y ella...

–Tucker, yo...

Mientras intentaba averiguar qué quería decir, él se agachó entre sus piernas y acercó la boca. ¡Tucker estaba besándola «ahí abajo»!

Había leído algo sobre el tema, había oído a amigas hablar de ello, pero nada la había preparado para ese profundo y lento beso. Sus labios eran muy suaves y, cuando movió la lengua hacia delante y hacia atrás, pensó que se iba a morir.

Era perfecto, pensó hundiéndose en el sofá y entregándose a la extraña sensación de cosquilleo que la recorría. Era mejor que perfecto y eso tenía que demostrar que Tucker sentía algo por ella. No podía hacerle eso si no la amaba.

La acarició con la lengua una y otra vez mientras ella se contoneaba sin saber muy bien qué pasaría a continuación. Lo único que sabía era que quería más. Separó las piernas todo lo que pudo e hizo lo posible por controlar sus gemidos de placer.

Él se puso derecho y la miró a los ojos.

–Te deseo. ¿Tú también me deseas?

–Sí –le respondió con la voz entrecortada–, más que nada.

A Nevada le recorrió una ráfaga de deseo y lo acercó a sí. Tucker se situó entre sus piernas y el primer movimiento de sus caderas la pilló por sorpresa. Pasó de la excitación a sentirse incómoda en un segundo, y tuvo que morderse el labio para evitar gritar.

Él seguía moviéndose hacia dentro y hacia fuera, despacio al principio y después más deprisa. Nevada acababa de empezar a sentir las primeras oleadas de placer cuando él gritó:

–Siempre has sido tú, Cat. Solo tú. ¡Oh, sí! Así.

Se quedó tan impactada, tan rota, que no pudo decir nada.

¡Él ni siquiera sabía quién era!

Se quedó inmóvil mientras Tucker se hundía en su interior un par de veces más antes de emitir un gemido y parar.

Cuando terminó, se apartó y ella apretó los dientes ante la extraña sensación. Tucker se levantó y se abrochó los vaqueros y Nevada se quedó tendida un segundo esperando a que él se diera cuenta de lo que había pasado.

–Ahora mismo vuelvo –le dijo con una sonrisa torcida y fue hacia el cuarto de baño.

Nevada se quedó allí tumbada, con una pierna del pantalón puesta y la otra quitada, mientras las lágrimas comenzaban a humedecerle el pelo. Al final, se levantó y se vistió.

Todas sus esperanzas y sueños y todo su amor se derrumbaron a su alrededor y se sentó en el sofá sollozando. Todo lo que había imaginado se había desvanecido, había quedado roto por la realidad. A Tucker no le había importado en un sentido romántico porque estaba enamorado de Cat. Para él, ella no era nada más que la hermana pequeña de su amigo. Ella había malinterpretado su amabilidad, la había considerado afecto y se había construido una fantasía apoyándose en nada más sustancial que la arena.

Aún conteniendo las lágrimas, se levantó y volvió a su residencia. Tras pasar una hora en la ducha, seguía sintiéndose fatal. Peor aún, se sentía estúpida. Había sido una idiota y no podía culpar a nadie más que a sí misma.

Había pasado la noche despierta, regodeándose en la autocompasión y preguntándose cuándo tardaría en olvidar a su primer amor.

A la mañana siguiente había ido a clase como si nada hubiera pasado. Había hablado con sus amigos, se había reído cuando había tenido que hacerlo y había actuado como si se encontrara bien.

Pero no había servido de nada.

Dos días más tarde, Cat la había llamado.

–¿Fue maravillosa? –le preguntó la otra mujer.

–¿Qué?

–Tu noche con Tucker. Estabas enamorada de él así que quise que lo tuvieras.

–No lo entiendo. Me dijiste que habías roto con él.

–Eso es lo que le dije también a él porque, de lo contrario, no se habría acostado contigo. Ha sido mi regalo para ti, Nevada. Somos amigas y eso es lo que hacen las amigas.

Comenzó a pensar en aquella noche, en lo borracho que había estado él y en el hecho de que ni siquiera había sabido quién era ella. Al menos, no al final.

–¿Acaso se acuerda de lo que pasó? –preguntó odiándose por querer saberlo.

–Recuerda algunas cosas –Cat se rio–. Tenía una buena resaca cuando hablé con él. Me lo confesó todo esperando que me enfadara, pero claro, yo no estaba enfadada. Que estuvieras con él había sido idea mía y ahora está agradecido de que haya vuelto con él.

–¿Que vas a volver con él?

–Sí, ya te lo he dicho. Te regalé una noche con él. Así que, vamos, cuéntamelo todo. ¿Fue maravillosa?

Nevada sacudió la cabeza y volvió al presente, al salón que había remodelado y decorado ella misma. A la vida que se había creado.

Diez años atrás le había colgado el teléfono a Cat y no había vuelto a hablar con ella, al igual que tampoco había vuelto a hablar con Tucker. Había logrado seguir adelante con su vida, recuperarse, pero nunca había olvidado ni aquella noche ni la humillación que le causó. A cualquiera que le hubiera preguntado le habría dicho que ya había olvidado a Tucker y ahora tenía la oportunidad de demostrarse a sí misma que no estaba mintiendo al decirlo.

Denise Hendrix estaba sentada en el salón con el periódico extendido sobre la mesita de café y sabiendo que estaba flirteando con el desastre. A su edad, saltarse su clase de yoga no era algo que pudiera permitirse hacer. Corría el riesgo de que todo el cuerpo le empezara a chirriar o, peor, que le sucediera eso de lo que hablaban en esos anuncios de la tele tan espantosos sobre la rotura de huesos y las operaciones de cadera.

Pero la idea de pasar una hora intentando perfeccionar la postura del perro cabeza abajo no la atraía nada. Como tampoco la atraían ninguna de sus actividades cotidianas. Se sentía inquieta, como una niña sabiendo que solo faltaban unos días para Navidad, y esa expectación hacía imposible que pudiera centrarse en nada. Ahora la diferencia era que no sabía qué estaba esperando.

Todos sus hijos eran felices y habían tenido éxito. Sus amigos estaban sanos y sus inversiones marchaban muy bien. Ya había revisado la caldera, había mandado limpiar los canalones del tejado y tenía mucha comida en la nevera. Así que, ¿a qué estaba esperando? Tenía que seguir adelante con su vida.

El timbre de la puerta sonó salvándola de más introspección. Aunque era excelente a la hora de comprender las vidas de los demás, nunca se le había dado bien reflexionar sobre la suya propia.

Cruzó el salón y, al abrir la puerta, allí se encontró a un hombre con el que hacía más de treinta y cinco años que no hablaba.

Ahora comprendía el motivo de su inquietud: era el aniversario de la última vez que había visto a Max.

Max Thurman había sido su primer amor, su primer amante, su primer todo. Había creído que lo amaría para siempre hasta que había conocido a Ralph Hendrix. Los dos hombres no podían haber sido más distintos. Max siempre había sido salvaje, conducía una moto y era algo problemático. Ralph había sido responsable y ya con planes de meterse en el negocio de su padre.

Movida por un impulso, había aceptado una cita con Ralph durante una de sus frecuentes peleas con Max y, aunque había esperado aburrirse, había quedado encantada.

Max se había marchado del pueblo unas semanas después y nadie sabía adónde había ido. Hacía aproximadamente un año había reaparecido, y ella se había mantenido apartada de su camino al no saber bien qué sentía por el hecho de que su antiguo novio hubiera vuelto a la escena del crimen.

Tenía buen aspecto, pensó distraídamente. Su cabello rubio se había vuelto gris, pero le sentaba bien. Sus ojos azules seguían siendo tan penetrantes como recordaba, la sonrisa igual de natural y el cuerpo igual de musculoso.

–Hola, Max.

–Denise.

Ella dio un paso atrás para dejarlo pasar y cuando Max pasó por su lado, sintió una emoción que recordaba, como si no hubiera pasado el tiempo. Resultaba reconfortante saber que ahora podía ser tan tonta como cuando había tenido diecinueve años.

Se miraron.

–Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo estás?

–Bien. Me mudé aquí el año pasado.

–Eso había oído.

–Te he visto por el pueblo un par de veces.

Ella asintió y miró a otro lado.

–Yo te he evitado.

–Ya me he fijado. Suponía que necesitabas tiempo.

Denise se rio.

–Han pasado treinta y cinco años. ¿Cuánto tiempo más ibas a darme?

Él sonrió y fue como si no hubiera pasado el tiempo entre los dos. Las rodillas le flaquearon y su corazón dio un brinco.

–Hasta hoy.

No sabía ni qué quería ni qué esperaba de ella, pero eso no importaba. Era Max. Su Max.

–Ralph murió hace casi once años.

–Lo sé. Lo siento.

–Lo quería mucho. Tuvimos una vida maravillosa juntos y me dio seis hijos preciosos.

Max asintió lentamente.

–Vi lo que estaba pasando después de tu primera cita con él. Por eso me marché. Sabía que no podía competir con él. Podría haberte seducido para llevarte de nuevo a mi cama, pero no habría podido retenerte por mucho tiempo. Y tampoco me lo merecía.

Se quedaron mirándose.

–Bueno, y ahora que eso lo hemos superado, ¿qué pasa?

–Creía que podríamos empezar con una taza de café. Tenemos mucho que contarnos.

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