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Capítulo 3

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–Sabes que no me gusta entrometerme –dijo Denise Hendrix mientras vertía pepitas de chocolate en un cuenco.

–Ojalá eso fuera verdad –Nevada se apoyó contra la encimera y vio cómo su madre removía la masa de galletas–. Te encanta entrometerte.

–No. Me encanta llevar la razón –su madre le sonrió–. Hay diferencia.

–Una muy sutil.

Estaban en la cocina de su madre, en la casa familiar de los Hendrix donde Nevada había crecido. Habían hecho distintas reformas a lo largo de los años y la más reciente había sido la remodelación de la cocina, pero nada podría cambiar el hecho de que esa casa fuera su casa del alma.

Su madre comenzó a colocar hileras de masa sobre el papel de horno.

–¿Quieres hablar de ello?

–No hay mucho que decir. La entrevista ha ido mal. Esperaba encontrarme a Elliot Janack, pero era Tucker.

–Creía que te caía bien Tucker.

Nevada pensó en lo enamoradísima que había estado de Tucker todos esos años, aunque tal vez no había sido amor de verdad porque, cuando todo empezó, ella era joven e ingenua y se había visto metida en un mundo para el que no estaba preparada.

–Que me caiga bien no es el problema.

Le relató brevemente su corto pasado juntos y el único encuentro sexual ahorrándole a su madre los detalles.

–Estaba avergonzada por lo que había pasado entre los dos, pero él no dejaba de sacarlo a relucir. Te juro que solo quiere contratarme ahora para limpiar su reputación y eso no me interesa. El trabajo es una gran oportunidad, pero no bajo estas circunstancias.

–¿Te ha pedido que volváis a tener sexo para poder redimirse?

–No, pero yo no quiero un trabajo por lástima.

Denise soltó la cuchara y la miró.

–¿Estás diciendo que quiere darte un trabajo para compensar que fue malo en la cama?

Nevada se estremeció.

–Tenía más sentido cuando estaba pensándolo dentro de mi cabeza, pero ahora que me lo has preguntado, suena estúpido.

–Seguro que hay una razón para eso.

Denise Hendrix se había casado joven y había tenido tres chicos en menos de cinco años. Decidida a tener una hija, se había quedado embarazada una última vez y se había encontrado con trillizas. Había asumido el impacto con su habitual humor y había criado a sus seis hijos sin problemas y dejando asombrada a la mayoría de la gente.

Viuda desde hacía once años, por fin había empezado a salir, pero su vida social no la mantenía tan ocupada como para no tener tiempo para decirle a sus hijos exactamente lo que pensaba y eso era tanto una bendición como una maldición.

–Si a Tucker le preocupara de verdad su reputación, no te contrataría. Saldría corriendo todo lo deprisa que pudiera o intentaría acostarse contigo para luego marcharse. ¿Por qué iba a arriesgarse a que le contaras a toda la cuadrilla que pasaste una noche con él?

–Porque sabe que yo jamás haría eso.

–¿Lo sabe? Pues no parece que se tomara el tiempo suficiente para conocerte.

–Las cosas eran complicadas por entonces –murmuró sin querer entrar en el asunto de Cat. Sí, Tucker había sido un horror en la cama, pero había sido ella la que se había echado sobre él en cuanto se había enterado de que Cat y él habían roto. Prácticamente le había suplicado que se acostara con ella. Por desgracia, su breve encuentro no le había aportado nada y, por el contrario, sí que le había partido el corazón.

–Si te importan tus sueños, entonces te han dado una oportunidad excelente. Odiaría ver cómo la echas a perder y luego te lamentas por ello. Vivir con eso debe de ser muy difícil.

Nevada miró a su madre.

–¿Tú te lamentas de algo?

–No de mucho. He tenido suerte, tuve un marido maravilloso y tengo a mis hijos.

–Y tus hijos somos increíbles.

Denise se rio.

–Sí, sí que lo sois –acarició el brazo de Nevada–. Esto es lo que dijiste que querías, ¿por qué dejar que una sola noche se interponga? Sois adultos. Podéis dejar esto atrás y decidir seguir con vuestras vidas.

–Estás siendo racional y eso siempre es desconcertante.

–Es importante hacerte pensar.

Nevada respiró hondo.

–Tienes razón. Quiero el trabajo y solo fue una noche. ¡Pero si solo fueron cinco minutos! Tendría que ser capaz de olvidarlo.

En lugar de volver con sus galletas, Denise levantó el teléfono.

–Puedes llamar ahora mismo.

Nevada gruñó.

–Esto me recuerda a cuando me traje a casa la Barbie Adolescente de Pia. Me hiciste volver y disculparme.

Se quedó mirando el teléfono.

–De acuerdo, llamaré.

Sabiendo que pensar demasiado en ello solo complicaría más las cosas, sacó la tarjeta de visita de Tucker del bolsillo de sus vaqueros y marcó. Dos tonos después, oyó su voz.

–Janack.

–Hendrix –respondió ella antes de poder evitarlo–. Eh... soy Nevada.

–Ey, hola, ¿qué tal?

Ella se aclaró la voz.

–He pensado que podríamos terminar nuestra entrevista.

El silencio se prolongó entre los dos y ella se tensó por dentro. ¡Maldita fuera! Iba a decirle que no, iba a decirle que había cambiado de opinión.

–Genial. ¿Estás libre ahora? Voy a la obra y me gustaría enseñarte lo que estamos haciendo.

Ella abrió la boca y la cerró.

–Eh... claro.

–Te veo en veinte minutos.

Colgó y Nevada hizo lo mismo.

–Voy a verlo en la obra. Vamos a hablar.

Su madre sonrió.

–¿Seguro que es lo único que vais a hacer?

–Maaaaamá.

Denise se rio y la abrazó.

–Todo irá bien.

–Eso no puedes saberlo.

Denise sonrió.

–Estoy segurísima.

Tucker estaba a un lado de la carretera. El primer trabajo que había hecho su cuadrilla había sido despejar una zona para aparcamiento y para guardar el material pesado. Ahora con eso terminado, el verdadero esfuerzo comenzaría. Construir un hotel casino supondría cientos de miles de horas y millones de dólares durante casi dos años. Él tenía planeado terminar antes y por debajo del presupuesto, y para eso necesitaba al equipo correcto y mucha suerte.

Se giró cuando un Ford Ranger azul claro se detuvo a su lado.

Nevada estaba muy guapa, pensó al fijarse en sus vaqueros y su camiseta. Era una de sus combinaciones favoritas y le resultaba muy sexy, aunque eso no se lo diría a ella. Quería que trabajara para él y eso significaba que iban a pasar muchas horas juntos y el mejor modo de superarlo era comportarse como un profesional. Además, hacía tiempo había aprendido que encontrar a una mujer irresistible era un desastre y no necesitaba volverse a ver en una situación así.

–¿Qué te parece? –preguntó asintiendo hacia la vasta extensión de tierra.

–Son cien acres, ¿verdad?

–Sí –señaló al este–. Hasta la arboleda tenemos aproximadamente una tercera parte –indicó el resto del camino–. Nos meteremos en la montaña.

–¿No levantará eso a los espíritus? –preguntó ella con humor en sus ojos marrones.

–Olvidas que soy uno de ellos, así que estarán encantados de verme.

–Eso es verdad. ¿Eres parte de la tribu Máa-zib por tus dos padres?

Él asintió.

–Entonces, técnicamente tu padre o tú teníais que ser los que comprarais la tierra. Una empresa no podría poseerla.

–Eso es. Se la hemos alquilado a la corporación para el proyecto.

–Eres un magnate inmobiliario.

–Soy propietario de una parte.

–Aun así, es impresionante.

–¿Estás impresionada?

Ella sonrió.

–Es posible.

–Dime qué más haría falta.

–Podrías enseñarme los planos.

Fueron hasta la camioneta de Tucker y él sacó del asiento una copia de los planos. Bajó la puerta trasera y extendió sobre ella los planos.

–Vamos a utilizar cada centímetro de tierra. Habrá una carretera que rodee todo el complejo. El casino estará aquí junto con el hotel.

–Vais a mantener los árboles más antiguos –dijo ella sin levantar la mirada–. Me gustan los senderos para pasear –desplazó el dedo hasta la montaña–. Van a hacer falta importantes labores de voladura para poder quitar toda esta tierra.

–¿Alguna vez has hecho voladuras?

Ella se giró hacia él.

–No, pero me gustaría.

–Pues quédate conmigo, pequeña.

–Es tentador.

No le sorprendió que Nevada se viera más atraída por la promesa de una gran voladura que por la de un gran despacho. Ella siempre había sido así: entusiasta e inteligente. Recordaba su habilidad de pillarlo en cada mentira y cada broma. En varias ocasiones se habían quedado despiertos hasta tarde discutiendo sobre todo tipo de temas, desde política hasta la construcción sostenible. Era una persona con la que había disfrutado hablando... siempre que había logrado salir del ensimismamiento producido por Cat lo suficiente como para mantener una conversación.

Quería decirle que lamentaba lo que había sucedido entre los dos. No lo de la mala experiencia con el sexo, aunque era bastante humillante pensar en ello, sino sobre lo demás. Había querido ser su amigo, pero no había sido capaz de pensar en nadie que no fuera Cat.

–Pensé que iba a haber un centro comercial.

Él sacó otro gran rollo de papel.

–No vamos a desarrollarlo nosotros. Es un proyecto demasiado pequeño. Lo último que he hecho ha sido construir un puente suspendido de mil metros en África. Yo no construyo centros comerciales.

Ella esbozó una media sonrisa.

–Por supuesto que no.

Tucker se apoyó contra la camioneta.

–Ya no estás enfadada.

–No estaba enfadada. Esta es una gran oportunidad. Vais a aportarle mucho al pueblo.

–Les agradecemos su cooperación.

–¿No la tenéis siempre?

–Hay pueblos a los que no les interesa ni el cambio ni el crecimiento.

–Fool’s Gold no es así. Este proyecto generará mucho empleo y mucho turismo. Ya tenemos un buen mercado de turismo, pero nada comparado con las cantidades que esto atraerá.

–¿Por qué volviste? Podrías haber encontrado muchos trabajos en otros sitios.

–Esta es mi casa. Crecí aquí. Mi familia fundó este lugar –sonrió–. Aunque claro, la tribu Máa-zib estuvo antes.

–Claro.

Él entendía el concepto de las raíces, pero no podía identificarse con ello. Nunca había tenido un lugar en particular al que llamar «hogar». Su padre tenía un piso en Chicago, pero rara vez habían estado allí. Su casa estaba donde hubiera un proyecto.

–¿Quieres que te hable de tu equipo?

–Claro.

Le habló de los chicos que trabajarían para ella. Ella estaría al mando de las labores de desmonte de la zona de construcción y cuando eso estuviera hecho, su equipo pasaría a trabajar con algunos otros en la construcción del hotel.

–También me interesa que nos sirvas de enlace con el pueblo, por si nos metemos en problemas.

–No creo que lo hagáis, pero claro, puedo hablar con quien tú quieras.

–Ya sabes que puede que los chicos te lo pongan un poco difícil al principio.

Ella se encogió de hombros.

–Tengo tres hermanos y no creo que haya mucho que puedan hacer que me impresione. Además, llevo mucho tiempo en el mundo de la construcción.

Tucker quería decirle que estaría allí para protegerla, pero no lo hizo porque la protección implicaba un nivel de sentimientos inapropiado para una relación laboral. Eran colegas, nada más. El hecho de que ahora pudiera inhalar su suave y dulce aroma era algo sin importancia, como lo era el modo en que el sol hacía que su pelo mostrara cientos de matices distintos de rubio.

Pero había trabajado con muchas mujeres y nunca se había fijado en ellas como algo más que compañeras, así que en cuestión de días le pasaría lo mismo con Nevada y ella no sería más que uno más de la cuadrilla.

–Comenzaremos con la agrimensura el lunes. ¿Quieres estar aquí?

–¿Estás ofreciéndome el trabajo?

–Ya lo he hecho y lo has rechazado. ¿Vas a hacer que te suplique?

–Seguramente sí.

–Pues no se me da muy bien.

Ella le sonrió.

–Pues tienes que practicar más.

Tucker se apartó de la camioneta y se situó frente a ella.

–Nevada, me gustaría que fueras uno de mis directores de construcción. ¿Sí o no?

–Eso no es suplicar, exactamente.

–Tal vez no, pero es sincero.

–Los dos vamos a fingir que el pasado nunca sucedió –le dijo, más que lanzarle una pregunta–. Empezaremos de cero.

–Hecho.

–Pues entonces sí que quiero el trabajo.

Complacido, él extendió la mano.

–Bien. Vamos al pueblo para hablar de los detalles.

Nevada le estrechó la mano, pero Tucker no estaba preparado ni para el roce de su piel, ni para el cosquilleo que recorrió su entrepierna.

Después del apretón de manos, él la soltó e hizo todo lo que pudo por actuar con normalidad. Nevada, por su parte, parecía haberse quedado como si nada tras el contacto, lo que hizo que se sintiera estúpido por partida doble.

–¿Vas a alojarte en un hotel mientras estés aquí? Si quieres alquilar una casa, podría preguntar.

–Prefiero un hotel. Es más sencillo.

–¿Porque otros te hacen la comida y limpian por ti?

–Por supuesto.

–Eres el típico chico.

–La mayoría de los días lo soy –la acompañó a su camioneta–. Nos vemos en el vestíbulo del Ronan’s Lodge dentro de veinte minutos. Llevaré el contrato de trabajo.

Ella asintió y se subió al coche, pero no cerró la puerta.

–¿Hablas con ella? ¿Con Cat?

La pregunta lo sorprendió.

–No. Hace años que no. No, desde que rompimos. ¿Y tú?

Nevada sacudió la cabeza.

–Cat no era mi amiga.

–Le caías bien. Todo lo bien que podía caerle alguien.

–Que ya es decir mucho.

–Ya sabes cómo era.

En ese momento, Nevada sí que lo miró y él vio algo iluminarse en sus ojos. Incapaz de identificar la emoción, no pudo más que preguntarse: ¿Será dolor? ¿Será rabia? Pero no había forma de adivinarlo. Los sentimientos eran una complicación que se les escapaba a la mayoría de los hombres mortales.

Una camioneta pasó por la carretera y aparcó junto a ellos.

–Ese es Will –dijo Tucker–. Tienes que conocerlo. Es mi mano derecha, aunque te dirá que él está al mando.

–Yo estoy al mando –dijo Will caminando hacia ellos–. Pregúntale cuántas veces le he salvado el trasero.

–¿Alguien puede contar tanto? –preguntó Nevada saliendo de su camioneta y sonriendo.

Will le guiñó un ojo y después se giró hacia Tucker.

–Sabía que me caería bien. Dime que ha dicho que sí.

–Ha dicho que sí.

–Bienvenida al equipo –dijo Will estrechándole la mano–. Will Falk.

–Nevada Hendrix.

–Tucker iba a darme el contrato de empleo para que le echara un vistazo. ¿Quieres venir a verme firmar?

–No hay nada que pudiera gustarme más. Nos vemos en el pueblo.

«Probablemente sea mejor así», se dijo Tucker mientras se subían a vehículos distintos y se ponían en marcha hacia Fool’s Gold. Hasta que descubriera por qué le había impactado tanto el roce de Nevada lo último que necesitaba era pasar tiempo a solas con ella en el hotel. Ahora que iban a trabajar juntos, cualquier cosa dentro del ámbito personal tenía que quedar al margen. De eso estaba seguro.

–¿Qué? –preguntó Ethan–. ¿Algo va mal?

Denise Hendrix miró a su hijo mayor. Aún recordaba el día que lo llevaron a casa desde el hospital. Llevaba casada un año, apenas era una veinteañera y no tenía idea alguna de lo que estaba haciendo. Su suegra aún vivía por entonces y, aunque las dos mujeres nunca habían estado unidas, Eleanor se había presentado en la casa a los quince minutos de que Denise y Ralph hubieran llegado con su bebé.

–Estoy aquí si me necesitas –había anunciado la algo severa y delgada mujer–. Sé por lo que estás pasando, pero no quiero entrometerme.

Denise le había asegurado que estaría bien, pero ese grado de valentía duró solo hasta la mañana siguiente, cuando Ralph se marchó a trabajar y Ethan empezó a llorar. No paró, no comió y aunque no tenía fiebre, a Denise le entró el pánico. Había llamado a Eleanor y le había suplicado que fuera.

La abuela de Ethan no tardó más de dos minutos en calmarlo. Había estado al lado de Denise mientras ella aprendía a cuidar de su bebé, le había ofrecido consejos de lo más sensatos y nunca le había dicho ni una sola palabra a Ralph sobre sus visitas diarias.

–Echo de menos a tu abuela –dijo Denise.

Ethan la miró.

–¿Por eso has venido a la oficina? Hace como veinte años que murió.

–No es eso por lo que he venido, pero estaba pensando en ella. Fue maravillosa conmigo. ¿Te acuerdas de ella?

–Claro. Cuando nos quedábamos a dormir con ella podíamos estar levantados hasta la hora que quisiéramos y podíamos ver lo que quisiéramos por la tele. Yo siempre elegía alguna peli de miedo de las que tú no me dejarías ver, y me asustaba tanto que luego no podía dormir. Después me metía en la cama con ella y el abuelo y ella me cantaban hasta que se me pasaba el miedo.

Denise sonrió.

–Eso es muy propio de ella.

–Pero no es la razón por la que estás aquí.

–No. No sé qué hacer con Tucker Janack y necesito tu consejo –nada de lo que dijo era cierto; sabía muy bien qué hacer con Tucker, pero eso no se lo dijo a Ethan. Mejor dejarle sacar sus propias conclusiones.

Ethan frunció el ceño.

–¿Sobre qué? Nevada va a trabajar para él, me ha dicho que iba a aceptar el trabajo.

–Lo sé y me alegro. Es solo que... –respiró hondo–. Tienen un pasado juntos. ¿Te acuerdas de cuando Nevada fue a la universidad y le pediste que buscara a Tucker?

–Claro. Pensé que era bueno que lo conociera por si pasaba algo o necesitaba algún consejo sobre la universidad. Ingeniería es muy difícil y él ya había pasado por ello.

–Sí que fue a verlo y se hicieron amigos. Y entonces... –sacudió una mano–. Bueno, da igual. No debería hablar esto contigo.

–Pues ya es demasiado tarde. ¿Qué pasó?

–Él se emborrachó y se acostaron. Tucker tenía una relación con otra persona, pero acababan de romper. Se aprovechó de Nevada y después volvió con su novia. Nevada se quedó hundida, por supuesto. Me pongo enferma solo de pensarlo. Ese hombre y mi pequeña.

Lo cierto era que a Denise no le hacía ninguna gracia lo que había pasado y sí que quería ver a Tucker castigado. Por otro lado, creía que a veces los hijos tenían que aprender de sus errores y asumir las consecuencias, pero Tucker había ido demasiado lejos.

Ethan asintió.

–Me ocuparé de ello, mamá. No te preocupes.

–Sabía que podía contar contigo. Siempre has estado a mi lado y al lado de toda la familia.

Se levantó y Ethan hizo lo mismo para acompañarla hasta la puerta.

–No te preocupes –repitió y la besó.

–Gracias.

Aliviada y, en absoluto, sintiéndose culpable, Denise salió del despacho. Habría quien no aceptara lo que había hecho, pero no le importaba. ¡Nadie se metía con su familia!

Jo Trellis miraba las cajas apiladas en la parte trasera de su todoterreno, preguntándose si tal vez se habría dejado llevar demasiado. Suponía que parte del problema era que estaba emocionada con la idea de que sus amigas fueran a tener bebés y que ella podría ver a esos niños crecer. No tenía hijos y tampoco era probable que fuera a tenerlos, así que viviría la experiencia indirectamente a través de sus amigas y sería «la tía Jo» para la nueva generación de Fool’s Gold.

En cuestión de meses, la hija de Charity estaría gateando y unos meses después, los gemelos de Pia se unirían a ella. La hija de Dakota ya tenía casi nueve meses y Dakota estaba embarazada de su segundo hijo, lo cual explicaba la cantidad de juguetes que Jo había comprado.

Ya había decidido que la esquina del fondo de la sala principal del local sería la zona de juegos. Ethan había enviado a uno de sus chicos allí para instalar paneles movibles. Había comprado vallas de protección infantil para evitar que los niños salieran de la zona y que los clientes entraran en ella. Con un poco de remodelación, podría colocar mesas junto a la zona de juegos para que sus madres pudieran verlos mientras los niños jugaban y, así, todos contentos.

Levantó la caja más pequeña y la llevó dentro sin problema, aunque la caja con la cocina de juguete sí que iba a resultar complicada.

–¿Necesitas ayuda?

Miró hacia atrás y vio a un hombre alto yendo hacia ella. Cojeaba levemente, pero tenía unos brazos y unos hombros fuertes. Su cabello rubio rojizo tenía el largo justo y sus oscuros ojos azules se iluminaron con diversión.

–¡Pero si esa caja es casi tan grande como tú!

Su primer instinto fue decirle que estaba bien, ya que seguía la política de no mantener conversación con hombres extraños. En realidad, habría dicho «con todos los hombres», pero eso no era una opción teniendo en cuenta su trabajo. Por eso había aprendido a ser amable sin dejar que nadie sobrepasara los límites. Por otro lado, llevaba en Fool’s Gold el tiempo suficiente como para saber que la vida se basaba en la comunidad y, a lo largo de los años, había aprendido a confiar en la gente y, sobre todo, en sí misma.

El hombre se detuvo junto a su coche.

–Will Falk.

–Jo Trellis –se fijó en sus vaqueros desgastados y su camisa de batista–. Estás con Construcciones Janack.

–Ese soy yo –agarró la caja grande y la levantó con facilidad.

Ella recordó lo mucho que le había costado meterla en el coche y tuvo que aceptar la realidad: que los hombres, por naturaleza, tenían más fuerza física que las mujeres.

–¿Dónde quieres que lo ponga?

Ella lo guió a través del almacén y hasta llegar a la sala principal del bar. Señaló la esquina que había despejado.

–Allí.

Will dejó la caja y se puso derecho.

–¿Juguetes de niños en un bar?

–Muchas de mis clientas van a tener bebés o ya los tienen.

–¿Y los traen al bar? –parecía impactado.

Ella sonrió.

–Aquí la gente viene a comer y a relacionarse más que a emborracharse. Guardaré los juguetes antes de que lleguen los clientes de la noche. No te preocupes. Nadie de Fool’s Gold va a corromper a los niños.

Pero Will no estaba escuchando, sino que estaba girando sobre sí mismo lentamente mientras se fijaba en las paredes color malva, en las grandes pantallas de televisión emitiendo una maratón de Súper Modelo, y en las cómodas sillas con respaldo y ganchos para colgar los bolsos que recorrían la barra.

–¿Qué es este lugar?

–Es un bar.

–He estado en muchos bares.

–Los hombres tenéis una sala en la parte trasera. Es muy tradicional. Colores oscuros, una mesa de billar y mucho deporte.

Él seguía pareciendo perdido.

–Fool’s Gold cuenta con una gran población femenina –explicó ella–. La mayoría de los negocios van dirigidos a las mujeres, incluyendo el mío.

–Ya veo –dijo lentamente.

Ella se rio.

–Si vas a estar aquí un tiempo, tendrás que acostumbrarte a esto.

Jo volvió al coche y él la siguió.

–No me malinterpretes. Me gustan las mujeres. Nunca había estado en un bar dirigido especialmente a ellas, pero me parece muy bien.

A Jo se le pasó por la cabeza advertirlo de que, aunque hubiera muchas mujeres por allí, eso no significaba que él lo fuera a tener más fácil para ligarse a alguna. La mayoría de sus clientas iban allí para estar un rato con sus amigas y charlar de sus problemas. No les preocupaba conocer a hombres, pero eso ya lo descubriría por él mismo.

Will la ayudó a llevar el resto de las cajas y, justo cuando Jo estaba a punto de darle las gracias y sugerirle que ya se podía ir, comenzó a abrirlas.

–Eres director de obra, ¿verdad?

Él se rio.

–¿Por qué?

–Porque estás tomando el mando.

–¿Quieres que lo deje?

–Te agradezco la ayuda –admitió ella, consciente de que no le daría tiempo a desembalarlo todo antes de que llegaran los clientes a la hora del almuerzo.

–Y yo me alegro de poder dártela –sacó una nevera de plástico de vivos colores–. Qué mona.

–Me ha parecido graciosa.

Después sacó el horno en miniatura.

–¿Cuánto llevas viviendo aquí?

–Desde hace unos años. Es un buen sitio, la gente es muy amable –gente que la había aceptado sin hacer muchas preguntas. Sabía que sentían curiosidad, pero nadie la presionó y ella lo agradeció.

–Bien. Nosotros vamos a estar aquí un par de años con el nuevo proyecto. Un lugar como este es mejor que la construcción de un puente en mitad de África. Me encanta estar al aire libre como al que más, pero de vez en cuando también me apetece poder tomarme una hamburguesa.

–¿Te mueves mucho?

–Eso va con la profesión. Construcciones Janack es una multinacional y llevo trabajando con ellos desde que me gradué en el instituto. Conozco a Tucker desde que era un crío –se puso con la siguiente caja, que contenía un triciclo–. Y ahora él es el que está al mando de lo que vamos a hacer aquí. ¡Cómo pasa el tiempo!

Jo supuso que Will tendría cuarenta y pocos años.

–¿Y qué piensa tu familia sobre que pases tanto tiempo fuera? –lanzó la pregunta sin pensar, pero en cuanto las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de cómo podían interpretarse.

Will se puso derecho y la miró.

–Solo estoy yo.

Ella asintió y desvió la mirada. Un nerviosismo algo familiar la recorrió y en cuanto reconoció esa sensación, quiso alzar las manos y formar una «T» con ellas, como para pedir tiempo muerto.

«¡No!», se dijo rotundamente. Nada de sonreír, ni de charlas, ni de encariñarse. Ya había pasado por todo eso y solo la había conducido al desastre por el que ahora seguía pagando. Las relaciones eran peligrosas y, para algunas personas, incluso letales.

–Eso hará que viajar sea más sencillo –dijo dando un paso atrás–. Te agradezco tu ayuda, pero ahora si me disculpas, tengo que prepararme para abrir.

Se metió detrás de la barra y la larga extensión de madera la hizo sentirse un poco más segura. A veces algo tan sencillo como una barrera física ayudaba a recordarle que ahora tenía control sobre su propia vida.

Will terminó rápidamente de desembalar los juguetes. Partió las cajas, las metió en la más grande y la sacó al cubo de reciclaje. Después volvió y se situó junto a la barra.

–Gracias por tu ayuda.

–De nada. Estaba pensando que podría almorzar aquí.

Ese hombre la atraía y no podía negarlo. Tenía una mirada noble y hacía tiempo que había aprendido que esa virtud estaba infravalorada en las personas.

–Pareces un hombre encantador, pero la respuesta es «no».

Él enarcó una ceja.

–Estás dando mucho por hecho.

–Tal vez, pero no voy a cambiar de opinión.

Él seguía allí sin moverse, tan alto y con esa cordial actitud. Era muy agradable, pero nada más. Will Falk era un tipo amable. La había ayudado y ella estaba evitándolo, intentaba darle esquinazo. Tenía razones para ello, aunque él no lo sabía. Suspiró.

–No es nada personal, pero no salgo con hombres.

–¿Es que juegas con el otro equipo?

A pesar de la incómoda situación, Jo sonrió.

–No, no soy lesbiana.

Esperaba que él dijera que no tenían por qué salir juntos, que podría ser solo sexo, porque sabía que en el fondo una oferta de ese estilo la tentaría y es que hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre.

La puerta se abrió y varias mujeres del Ayuntamiento entraron. Saludaron a Jo antes de sentarse en una mesa junto a la ventana. Al minuto llegaron doce clientes más, incluyendo a un par de hombres que no reconoció, pero que parecían venir de la obra. Saludaron a Will, pero se sentaron en un banco.

–Veo que estás ocupada. Ya seguiremos con esto más tarde.

–No hay necesidad de hacerlo.

–No estoy tan seguro.

La puerta volvió a abrirse y Ethan Hendrix entró. Miró a su alrededor y se acercó a la mesa donde se habían sentado los obreros. Uno de ellos se levantó. Antes de que Jo se diera cuenta de lo que estaba pasando, Ethan echó el brazo atrás y le lanzó un puñetazo en la mandíbula al hombre.

Jo miró el reloj. ¡Ni siquiera era mediodía! Todo apuntaba a que iba a ser un día muy largo.

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