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Capítulo 8

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–Esto sí que no me había pasado nunca –admitió Tucker arreando a las dos cabras por la carretera. Al menos no eran hostiles.

–Pobre Heidi –dijo Nevada ocupándose de sus dos cabras–. Creo que daba por hecho que la valla era segura. Sé que va a culpar a las vacas.

–¿También tiene vacas?

–Más o menos. Son salvajes.

Tucker se rio.

–¿Vacas salvajes? ¿Eso es posible?

–Según ella, sí. Venían con el rancho, pero llevan años correteando libres. El antiguo propietario de Castle Ranch murió hace mucho tiempo. Apenas puedo recordar cuándo vivió aquí. Ha estado abandonado cerca de veinte años.

¡Y a él que le preocupaba que construir un hotel y un casino en Fool’s Gold fuera a ser aburrido!

–Ya sabes cómo son esas vacas –dijo con una carcajada–. Pueden causar toda clase de problemas como saltarse las clases y fumar detrás del gimnasio.

Ella le sonrió.

–¿Es aquí cuando te recuerdo que tienes cabras en tu zona de obras? No te burles de las vacas, pueden venir a por ti.

Él se rio.

–Puedo con unas vacas salvajes.

–Eso lo dices ahora. Me he fijado en que tu padre no se ha presentado voluntario para devolvérselas a Heidi.

–Él es más un hombre de hotel. Ha pasado demasiados años detrás de un escritorio.

–Supongo que desde que tú empezaste a dirigir los grandes proyectos.

Él asintió. Después de que su desastrosa relación con Cat hubiera terminado, se había volcado en el trabajo y al cabo de un año había estado dirigiendo la construcción de un edificio de diez pisos en Tailandia. Al año siguiente había construido un puente en la India y su padre había empezado a pasar más tiempo en la oficina.

–No creo que pudiera vivir con eso –dijo ella–. Eso de ir de un sitio a otro. Me gusta tener un hogar.

–Pues yo lo único que conozco es estar moviéndome.

La miró. El sol iluminaba los distintos matices de su melena rubia y su perfil era perfecto, junto con su carnosa boca.

Apartó la mirada al preferir no ahondar demasiado en ello. Resultaba tentador, pero era peligroso. Mejor era pensar en el día, en el brillante cielo azul, en los árboles, en el rítmico sonido de las pisadas de las cabras.

–Háblame de Fool’s Gold –dijo él.

Ella sonrió.

–No estoy segura de que tengamos tanto tiempo. Tiene una historia muy distinguida.

–Estoy seguro. Por aquí seguro que no hubo ni piratas ni villanos.

–Puede que unos cuantos, pero yo soy descendiente directa de una de las familias fundadoras. Aunque los primeros en vivir aquí fueron tus parientes, la tribu Máa-zib.

–Fuertes mujeres guerreras que utilizaban a los hombres para el sexo y después los abandonaban. Es algo que tú respetarás.

–«Apreciar» sería una palabra más apropiada. O se marcharon o se extinguieron. La historia no se pone de acuerdo en eso. En el siglo XIX, una joven llamada Ciara O’Farrell estaba a punto de casarse con un hombre muy rico mayor que ella mediante un matrimonio concertado. Se fugó de su barco en San Francisco para buscar oro y ganar una fortuna para no tener que estar jamás a merced de un hombre.

–Este lugar provoca algo en las mujeres, así que tendré que advertir a mis chicos.

–Pueden cuidarse solos. ¿Quieres oír la historia o no?

–Sí. Cuenta.

–El capitán del barco, Ronan Kane, siguió a Ciara.

–Ronan, ¿como el tipo que construyó el hotel en el que me alojo?

–Por entonces no era un hotel. Fue tras ella y se enamoraron y encontraron oro. Él le construyó una preciosa mansión para demostrarle a todo el mundo su amor por ella –lo miró–. Ese es tu hotel.

–De acuerdo, eso me gusta. Dramatismo, persecución, un final feliz.

–Nos complace mucho que apruebes nuestra historia.

–¿Sigue habiendo oro en las montañas?

–Probablemente, pero ya nadie lo busca. Los niños a veces juegan a buscar oro, pero hace años que nadie ha descubierto nada.

–Tal vez Heidi podría entrenar a las cabras para olfatear oro.

–Se lo diré.

Doblaron una esquina y al fondo vieron una vieja granja. Se había construido en los años treinta, por lo que Tucker suponía. El tejado no estaba en mal estado, pero a toda la casa le hacía falta una buena mano de pintura. Se preguntó si aún perduraría la carpintería original. Le gustaba la artesanía en cualquier forma.

Una mujer salió corriendo por el portón hacia ellos.

–Heidi –supuso.

–Está buscando a las cabras.

–A lo mejor debería comprarme una cabra.

Nevada se rio.

–Empieza por algo pequeño, como un pez. Si puedes mantenerlo con vida, ya hablaremos.

–Me has hecho daño.

–¡Lo siento! –gritó Heidi–. Es todo culpa mía. No estaba prestando atención y he dejado el portón abierto.

–No te preocupes –le dijo Nevada–. Han llegado hasta la zona de obras y han asustado a los chicos, así que me lo he pasado muy bien.

Heidi le dirigió una triste sonrisa.

–Nos ha distraído una mala noticia –la sonrisa se desvaneció–. Un amigo de mi abuelo nos ha dicho que está enfermo y que necesita una operación y medicamentos, pero no tiene seguro médico. Es una situación terrible –miró las cuerdas con que llevaban a las cabras–. Gracias por traérmelas.

–De nada –Nevada le acarició un brazo–. ¿Qué puedo hacer para ayudar a vuestro amigo?

Tucker se fijó en que no dijo: «¿Puedo hacer algo?», sino «¿Qué puedo hacer?». Había diferencia e implicaba una intención de implicarse. ¿Una característica de la vida en un pueblo pequeño?

–Ahora mismo nada, pero te avisaré si la situación cambia.

–Por favor, hazlo. Ahora eres uno de los nuestros y nosotros nos cuidamos.

Los ojos azules de Heidi se llenaron de lágrimas.

–Gracias –dijo y abrazó a Nevada antes de volver al rancho con las cabras.

–Has sido muy amable –le dijo Tucker cuando caminaban en dirección a la zona de construcción.

–Lo he dicho en serio. Si necesita ayuda, estaremos aquí para ayudarla. Podemos organizar una recaudación de fondos o hablar con el hospital local para ver si pueden darle un respiro al hombre con los gastos de la operación. Iré luego y les expondré el caso. Tal vez hable incluso con la alcaldesa.

–¿Y por qué iba a implicarse la alcaldesa?

–Ahí está la belleza de un pueblo pequeño. O, al menos, de Fool’s Gold. Si alguien intenta ponérselo difícil a Heidi o a su abuelo, tendrá que vérselas con todo el pueblo.

–Deberíais poner carteles de advertencia.

–Preferimos la emoción del factor sorpresa.

El hotel Gold Rush Ski descansaba sobre la montaña a más de mil doscientos metros. Había mucha nieve en el invierno para el esquí y el snowboarding y las frías temperaturas eran también una gran excusa para los que simplemente deseaban estar frente a la chimenea. El elegante hotel albergaba el único restaurante de cinco estrellas de Fool’s Gold y tenía una cena mensual elaborada por un chef que atraía a gente de lugares tan dispares como Nueva York y Japón. Era la clase de lugar al que cualquiera que disfrutara con la comida estaría deseando ir. Eso significaba que Nevada tendría que estar emocionada de estar allí, pero no era el caso.

La invitación había surgido cuando su madre le había dejado un mensaje en el buzón de voz:

Cena familiar a las siete. Conoceréis a Max.

Ya que Nevada ya había visto a Max desnudo, no estaba segura de que una presentación fuera a ser necesaria. Por otro lado, no era una invitación especialmente bien recibida. ¿Qué iba a decir? ¿Adónde tendría que mirar? Había docenas de riesgos potenciales y no confiaba en su habilidad para evitarlos. Aunque, por otro lado, quedarse en casa no era una opción.

Por un instante había pensado en llevarse a Tucker a modo de distracción, pero si se lo pedía tendría que darle explicaciones y no quería tener que revivir el momento hablando de ello. En lugar de eso, llegó tarde unos minutos deliberadamente esperando que la multitud formada por sus hermanos y hermanas y sus respectivas familias le sirvieran de escudo.

Vio a Simon, el prometido de Montana, hablando por el móvil en el vestíbulo. Su expresión era intensa, así que ella esperó a que terminara la llamada y después fue hacia él.

–Hola, Simon.

Se guardó el teléfono en el bolsillo de su chaqueta, le sonrió y le agarró las manos.

–Nevada. ¿Cómo estás?

Después de besarla en la mejilla, la agarró del brazo y la condujo hacia el salón privado situado junto al vestíbulo.

Ella se detuvo obligándolo a él a hacer lo mismo.

–Tengo que hacerte una pregunta médica.

–Por supuesto, ¿cómo puedo ayudarte?

Posiblemente, Simon era el hombre más guapo que Nevada había visto en su vida. Poseía una belleza en el rostro que lo distinguía claramente de otros hombres guapos o atractivos. Pero eso era solo la mitad de la fotografía. La otra mitad era un conjunto de cicatrices de quemaduras que parecían devorar sus rasgos.

Era el bello y la bestia al mismo tiempo. Por lo que Nevada sabía de él, era un gran médico que lo sacrificaba todo por sus pacientes y que amaba a su hermana con una devoción que haría sentir envidia a la mujer más feliz.

–¿Hay algún modo de borrar un recuerdo específico? ¿Hipnosis o tal vez alguna sonda eléctrica en mi lóbulo frontal?

El lado perfecto de la boca de Simon se elevó ligeramente.

–Esto no es divertido.

–Sí que es un poco divertido.

–Vale –suspiró ella–. Diviértete, pero sigo queriendo una respuesta.

–¿Qué sabes de tu lóbulo frontal?

–No mucho.

–Confía en mí. No es un lugar en el que querrías ahondar mucho –volvió a besarla en la mejilla–. Tu madre es una mujer increíble y vital. Deberías estar feliz por ella.

–Lo estoy, pero es que no quería ver su lado más «vital». Es mi madre. No es natural.

Él se rio.

–Lo siento. No puedo ayudarte, pero si te sirve de algo, el recuerdo se desvanecerá con el tiempo.

–Pues no me sirve de mucho.

–Es lo mejor que puedo ofrecerte.

–¡Y yo que creía que eras un médico genial!

Él seguía riéndose cuando entraron en el salón y Nevada se quedó en la puerta viendo cómo se dirigía hacia Montana. Se fijó en el resto de la familia y vio a Kent con su hijo y a Ethan con Liz. Sus hijos estaban riéndose y charlando. Dakota estaba con Finn, que tenía en brazos a Hannah. Nevada se preparó para que volviera a asaltarla el recuerdo y miró a su madre y al alto y bien vestido hombre que estaba a su lado.

«Aquí está otra vez», pensó intentando no estremecerse cuando el recuerdo la golpeó con fuerza y le hizo querer taparse los ojos y chillar. Por el contrario, agarró una copa de champán de la mesa que había junto a la ventana y se tragó la mitad de un sorbo. Como dijo ese alemán ya fallecido: «lo que no me mata, me hace más fuerte».

Hizo la ronda de saludos entre sus hermanos y sobrinos, esposos y prometidos y, finalmente, cuando ya no le quedó nada más por hacer, fue al encuentro de su madre y Max.

Denise la vio acercarse y le susurró algo a Max antes de reunirse con Nevada en el centro del salón junto a la elegantemente vestida mesa.

–¿Cómo estás? –preguntó Denise–. No estaba segura de si debía llamarte o ir a verte.

–Estoy bien, mamá.

–Pues no es lo que he oído.

Nevada contuvo el aliento.

–Me alegra que Max y tú seáis felices. De verdad. Es genial. No me malinterpretes, pero no quiero volver a encontrarme jamás con los dos haciendo el amor... y mucho menos en la mesa de la cocina.

Denise sonrió.

–¿No crees que te impresionó demasiado?

–No. Eres mi madre y he comido cereales en esa mesa. Fue demasiado retorcido para mí.

–Lo sé. Lo siento. Me aseguraré de cerrar la puerta con llave cuando... ya sabes... cuando lo hagamos.

–Por favor, no digas «lo hagamos». Te lo suplico. Vamos a llamarlo «armadillo». Cerrarás la puerta con llave cuando vosotros «armadillo» y así nadie os sorprenderá. ¿Qué te parece?

Su madre se rio y la abrazó.

–Estoy deseando que tengas tus propios hijos.

–Vale, pero no creo que eso pueda llegar a pasar en un futuro inmediato.

–¿Estamos bien?

Nevada asintió.

–Estamos bien.

–Genial, ahora ven a conocer a Max. Te va a caer muy bien. Es genial.

–Seguro que sí y, oye, ¡vaya trasero tiene!

Denise comenzó a reírse y Nevada se unió a ella pensando que tal vez, después de todo, todo marcharía bien entre las dos.

Después de la cena, Nevada condujo hasta casa, pero se sintió demasiado inquieta como para quedarse dentro. Se puso unos vaqueros y unas deportivas, agarró las llaves y una chaqueta de capucha y salió a la calle. Eran casi las diez y el cielo estaba claro. Prácticamente podía tocar las estrellas mientras paseaba y hacía un poco de frío, pero aunque se acurrucó contra su chaqueta, no se subió la cremallera.

Era finales de septiembre. Cualquier mañana se despertaría y las hojas ya habrían cambiado, y entonces después llegaría el invierno y las montañas estarían cubiertas de blanco. Durante gran parte del tiempo en Fool’s Gold solo había una pequeña porción de nieve que se acumulaba en los puntos más altos, pero que podía ser suficiente para ralentizar las obras. Se anotó en la cabeza que tenía que repasar la agenda para asegurarse de que contaban con las contingencias ocasionadas por el mal tiempo.

Una vez llegó al centro del pueblo, se detuvo al no saber qué camino elegir. El bar de Jo era siempre una opción, pero los viernes y los sábados por la noche era más un lugar para ligar que un lugar para reuniones de amigas. Algo positivo para el negocio de Jo, pero no tan divertido para las mujeres solteras que se sentían inquietas y agobiadas.

–¿Qué tal ha ido la cena?

Se giró y vio a Tucker yendo hacia ella.

–Hola. Ha ido bien. He aguantado todo el rato sin chillar.

Él sonrió.

–Seguro que eso ha complacido a todo el mundo. ¿Estáis bien tu madre y tú?

–Siempre hemos estado bien. No estaba enfadada con ella, solo un poco impactada. ¿Te gustaría encontrarte a tu padre practicando sexo con una mujer?

–Depende de la mujer.

Ella le dio un golpecito en el brazo.

–Estás mintiendo. Te pondrías como un loco, igual que me pasó a mí.

Él enarcó las cejas.

–¿Has visto a mi padre practicando sexo? ¿Cuándo?

–Déjalo ya. Ya sabes a lo que me refiero.

–Sí, sí que lo sé. Venga, vamos a mi hotel. Te invitaré a una copa y así podrás contármelo todo.

–¿Lo del sexo o lo de la cena?

–Lo de la cena.

Ella asintió por mucho que la vocecilla dentro de su cabeza le advirtió de que no era un buen plan. Salir con Tucker de manera social era meterse en problemas. No podían estar juntos sin que surgiera alguna clase de reacción física, al menos por parte de ella. ¿De verdad quería correr ese riesgo?

Pero entonces, él le agarró la mano y tiró de ella, que no pudo más que seguirlo porque echarse atrás sería como darle demasiada importancia al asunto... y tal vez, solo tal vez, quería que sucediera algo porque él era Tucker y ella no había podido olvidarlo del todo.

Respiró hondo.

–¿Qué has hecho esta noche?

–He cenado pronto y después he visto una película.

–¿Te sigue gustando el pueblo?

–Claro. Todo el mundo es muy simpático. Todos saben quién soy, lo cual asusta un poco, pero lo llevo bien.

Ella sonrió.

–¿Algún encuentro más con las señoritas?

–No. Eres una protección excelente y esa es la razón por la que hoy yo invito a las copas.

El bar del vestíbulo del Ronan solo estaba medio lleno y se sentaron en un pequeño banco en una esquina al fondo donde pidieron dos copas de coñac.

–¿A todo el mundo le ha caído bien Max?

Ella asintió.

–Es el jefe de Montana, así que no es que sea un extraño. Es básicamente un buen tipo. Por lo que sé, conoció a mi madre cuando eran adolescentes y fue un romance muy ardiente. Después mi madre conoció a mi padre y supo que era el hombre de su vida. Así que Max se marchó del pueblo.

–¿Y no luchó por la chica?

–Supongo que sabía que iba a perder. Dakota ha hablado con mamá de ello y le dijo que Max no estaba preparado para echar raíces y asentarse, pero que mamá quería un marido y una familia.

–Ha pasado mucho tiempo desde que tu padre murió, así que me alegro de que haya encontrado a alguien.

–Yo también. Siempre que no tenga que volver a presenciar una escenita de sexo ardiente.

El coñac llegó y ella dio un sorbo que fue quemándole la garganta.

–Sube a la habitación conmigo.

Las palabras la pillaron desprevenida y miró a Tucker aunque no supo qué decir. Comenzaron a temblarle las manos y por eso las metió debajo de la mesa.

–Tucker, yo...

Apretó los labios, más que nada para controlarse y no acceder a su petición. Sabía lo que significaba subir a su habitación: que se acariciarían y acabarían haciendo el amor. Que sentiría su terso cuerpo contra el suyo, sus manos dándole placer. Quería saber cómo sería tenerlo dentro esta vez, cuando ella estaba preparada y deseosa.

Los oscuros ojos de Tucker ardían de pasión y ella estaba segura de que los suyos reflejaban lo mismo.

–Te deseo –murmuró él antes de acariciarle la cara.

Sus dedos eran cálidos y ella ya estaba derritiéndose por dentro, así que qué pasaría si se entregaba a él.

–Me gusta mucho mi trabajo –le susurró.

–Esto no tiene nada que ver con eso.

Sabía lo que quería decir, que entregarse al momento o negarse no afectaría en nada a su empleo. Tucker no iba a despedirla por decirle que no, pero hacer el amor con él lo cambiaría todo.

Se acercó para besarla, y ella se esperó un intenso, sensual y apasionado beso. Por el contrario, Tucker apenas le rozó los labios, pero el ligero roce de esa sensible piel contra la de su temblorosa boca la excitó más que nada que pudiera imaginar. Sus pechos ansiaban sus caricias y entre sus muslos ya estaba preparada. Y solo intentar no pensar en cómo sería que la tocara hacía que la imagen quedara incluso más clara.

Quería entregarse, ceder.

–No puedo –susurró contra su boca antes de levantarse del banco–. No puedo.

Se quedó junto a la mesa, frustrada, al borde de las lágrimas y, aun así, decidida.

–Esto tiene que limitarse estrictamente al trabajo.

–Ya es demasiado tarde.

Tal vez, pero por el momento podía fingir. Abrió la boca, la cerró, se giró y salió corriendo del bar. Llegó a casa sin mirar atrás, sin admitir que esperaba que él la siguiera, pero no lo hizo. Cuando llegó a su casa, lo hizo sola y, así, se vio ante una cama muy fría y muy vacía.

A Tucker no le gustaba perder ni en el trabajo ni en su vida personal. Había pasado una noche terriblemente larga deseando lo que no podía tener. Estaba enfadado y no le importaba que Nevada hubiera tomado la decisión correcta y la más sensata.

Lo que había comenzado provocado por tener algo que demostrar se había convertido en algo más, algo más importante, y eso no ayudaba a que el dolor y el deseo cesaran. A veces la vida era una mierda.

Fue a su tráiler pensando que el café le animaría, y al entrar no solo se encontró con una cafetera vacía, sino con una mujer de cabello blanco y bien vestida sentada en la silla que había junto a su escritorio.

–Señor Janack –dijo levantándose–. Soy la alcaldesa Marsha Tilson.

–Alcaldesa Tilson –le estrechó la mano.

–Llámame «alcaldesa Marsha». Casi todo el mundo lo hace.

–De acuerdo, alcaldesa Marsha. ¿En qué puedo ayudarla?

–Quería hablar con usted sobre el proyecto, sobre lo que están haciendo y cómo está yendo.

Las visitas oficiales no solían llevar buenas noticias, pensó. Fue hacia la cafetera, cambió el filtro, la cargó de café y la encendió antes de girarse hacia la mujer.

–Vamos dentro de la agenda programada, aunque, claro, eso podría cambiar esta misma tarde. Tenemos todos los permisos en regla y empezaremos a excavar para meter el alcantarillado y las tuberías en una semana o dos.

Se apoyó contra la encimera y se cruzó de brazos. Ahora era la mujer la que tenía que hablar.

La alcaldesa se levantó y se acercó. Su traje azul claro y la recargada blusa quedaban fuera de contexto dentro del tráiler de construcción, pero lo raro era que ella no resultaba fuera de lugar. Había conocido a gente como ella, gente que encajaba en cualquier lugar y ese era un importante don, sobre todo tratándose de un político.

–El pueblo está muy feliz con su trabajo. Prestan atención a las normativas locales y trabajan de manera óptima sin hacer recortes de calidad. Además, sus obreros son respetuosos –sonrió–. Y también dejan propinas muy generosas.

Él enarcó una ceja.

–Un dato interesante a tener en cuenta.

–Este es mi pueblo y me importa lo que pase aquí y pasa muy poco de lo que yo no me entere.

Se preguntó si iba a intentar recriminarlo por haber intentado acostarse con Nevada, aunque si fuera un hombre en lugar de una mujer que ya era abuela, estaría felicitándolo por su buen gusto y deseándole suerte.

–Agradecemos lo que el hotel traerá a Fool’s Gold. Trabajo, turistas, negocios... Habrá complicaciones, claro, ya que algo de semejante tamaño necesitará de tiempo para asentarse, pero lo superaremos como siempre hacemos.

Él sentía que había algo más y esperó.

–Su empresa no dirigirá el hotel.

No estaba preguntando, pero él respondió de todos modos.

–No.

–Pero ustedes tienen algo que decir en cuanto a quién se contratará. Construcciones Janack es propietario de una parte.

–Aportaremos algo. ¿Por qué? ¿Es que tiene algún sobrino a quien quiera recomendar?

Ella sonrió.

–No, pero me gustaría que se me consultara cuando se tomaran las decisiones de dirección. La gente que vaya a trabajar aquí tiene que encajar y respetar al pueblo. No me interesa una mentalidad opuesta a la nuestra.

Por fuera parecía una de esas señoras mayores que iba a la peluquería una vez por semana, que hacía galletas y chasqueaba la lengua al ver a «los jóvenes de hoy en día», pero sabía que esa imagen no se correspondía con la realidad.

–Es usted muy dura, ¿verdad?

–Lo soy, cuando la situación lo requiere. ¿Hará lo que le pido?

–Claro, pero a cambio quiero saber por qué Jo Trellis no deja de darle calabazas a Will. Solo intenta conocerla.

–Está dando por hecho que tengo esa información.

–Y no me equivoco.

La alcaldesa sacudió la cabeza.

–No, no se equivoca. Hay una razón.

–¿Y va a decirme cuál es?

Ella recogió su bolso y fue hacia la puerta.

–No, no es mi secreto y no soy quien para compartirlo.

–Entonces, hay un secreto.

–Todo el mundo tiene secretos, señor Janack. Incluso usted.

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