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Capítulo 7

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Tucker estaba a un lado del camino de tierra y parecía asombrado. Tenía un recipiente de comida entre las manos.

Nevada suspiró.

–¿No decías que podías apañártelas solo? ¿No fue lo que dijiste? ¿Que unas cuantas mujeres solteras no podían asustarte?

–Están por todas partes.

Un poco exagerado, pensó ella divertida.

–Solo hay tres.

–En una mañana.

Nevada sabía que no era solo por la comida, ya que Tucker también había recibido dos invitaciones para cenar y una para tomar un café.

–Te lo advertí, pero no quisiste escucharme.

–Me equivoqué –se giró hacia ella–. ¿Qué hago?

Ella sonrió.

–¿Me equivoco al asumir que no estás interesado en tener ninguna aventura amorosa con una de las encantadoras chicas de este pueblo?

–No, no me interesa. Pero tampoco quiero que se enfaden conmigo. Tienes que ayudarme.

–Técnicamente no puedo.

Tal vez estaba mal disfrutar viéndolo pasar ese mal rato, pero estaba más que dispuesta a vivir con esa culpa.

–Admítelo, Tucker. Este pueblo tiene escasez de hombres y tú eres un hombre.

«Un hombre que sabe besar», pensó antes de apartar esos recuerdos de la noche anterior. Había sido mucho más fácil no pensar en Tucker cuando no tenía que verlo todos los días y cuando el último recuerdo del tiempo que habían pasado juntos había sido tan terrible. Ahora sabía lo que era besarlo cuando estaba sobrio y con tanto interés como tenía ella.

–Tienes que hacer que paren –le dijo.

–¿Qué me darás si lo hago?

La pregunta fue automática y fruto de la costumbre por el hecho de tener cinco hermanos. Antes de que él pudiera decir nada, alzó las manos.

–No importa. No respondas a eso. Te ayudaré porque soy una buena persona y eso hará que mi madre se sienta orgullosa. No hay otra razón. Vamos.

Comenzó a dirigirse a su camioneta.

–¿Adónde vamos?

–Al pueblo.

Estuvieron allí en menos de quince minutos. Aparcó junto al lago y apagó el motor.

–Vamos a pasear por el pueblo y vas a fingir que estás coladito por mí. Para cuando hayamos vuelto a la obra, se habrá extendido el rumor y tu problema estará solucionado.

–Eso puedo hacerlo.

Agradeció que él no insistiera en el porqué de su ayuda. Sí, claro, en parte lo hacía por su madre, pero aunque era cierto que había disfrutado viendo a Tucker pasándolo mal, no le gustaba que otras mujeres se acercaran a él.

Por mucho que Tucker y ella hubieran acordado que se iban a centrar solo en el trabajo todo el tiempo, eso no hacía que pudiera ignorarlo.

–Iremos al supermercado y a la librería de Morgan. Después, daremos un rápido paseo por Frank Lane y entonces ya serás intocable.

–Te debo una –dijo al salir de la camioneta.

Y en más sentidos de lo que él se creía, pensó Nevada.

Comenzaron a caminar hacia el centro y, cuando llegaron a una esquina y pararon en un semáforo, Tucker le agarró la mano. Ella tardó un segundo en recordar que eso formaba parte del plan, que había sido su propia idea. Mientras que su cerebro estaba ocupado procesando la información, su cuerpo hervía bajo un estallido de calor y sus partes más femeninas despertaron.

No, de ningún modo, se dijo. No podía permitirse reaccionar así ante Tucker, pero aleccionarse de ese modo no ayudaría mucho, no cuando él estaba entrelazando sus dedos con los suyos y apretándole fuerte.

Pasaron por el supermercado mientras ella le ofrecía una chispeante conversación e intentaba no fijarse en cómo se rozaban sus hombros y en cómo él le sonreía.

De nuevo en la calle, se sintió aliviada al ver a Pia y a Raúl, que empujaba un carrito de bebé doble, yendo hacia ellos.

–Hola –dijo soltándole la mano a Tucker y corriendo hacia sus amigos–. Habéis salido.

–¡Por fin! –exclamó Pia–. Pensamos que ya era hora de presentarle a las niñas su pueblo. Además, hoy empiezan a trabajar en el Festival del Otoño y quiero ver cómo van las cosas. Luego vendrán las jornadas de artistas con un invitado especial y también tengo que comprobar el inventario para la decoración de Halloween.

Nevada les presentó a Tucker y los dos hombres se dieron la mano.

–Son preciosas –dijo él sorprendiéndola.

Pia asintió.

–No puedo llevarme el mérito, así que lo único que puedo decir es que estoy de acuerdo contigo. Además, son muy buenas. He estado leyendo toneladas de artículos en Internet sobre cólicos y noches sin dormir, así que tenemos suerte. ¿Qué hacéis por aquí?

–Estoy protegiendo a Tucker de las mujeres solteras del pueblo.

Tucker la miró.

–¿Tenías que decir eso?

Nevada le sonrió.

–Lo siento. ¿Era un secreto?

Raúl sacudió la cabeza.

–Las mujeres de este pueblo son decididas y resueltas –rodeó a Pia con un brazo–. Mira cómo me cazaste tú.

–Fuiste tú el que me suplicó que me casara contigo y me diste lástima.

–Sigue diciendo eso y puede que algún día sea verdad.

Nevada sabía que se habían enamorado de un modo inesperado mientras Pia estaba embarazada de los embriones de su amiga.

–Si la cosa se pone fea, podéis salir con nosotros –dijo Pia acercándose a Raúl.

–Gracias.

Dejaron a la joven familia y siguieron con su paseo por el pueblo.

En la esquina de la librería de Morgan, Nevada estaba a punto de sugerir que podían parar a comprar un dulce antes de entrar cuando Tucker la sorprendió llevándola hacia él.

–¿Qué? –preguntó ella.

En lugar de responder, la besó.

Sentir su boca fue algo delicioso y su ya alertado cuerpo reaccionó. Consciente de que estaban en mitad de la calle y de que cualquiera podía verlos, quiso echarse atrás, pero no pudo. Había algo en él que hacía imposible que se moviera, imposible que hiciera nada más que perderse en la sensación de sus labios contra los suyos.

La rodeó con los brazos y tanto sus hombros como sus muslos se tocaron. Ella deseó devolverle el abrazo, pero justo cuando estaba a punto de separar los labios para poder intensificar el beso, él se apartó.

–¿Qué ha sido eso?

Tucker le sonrió y volvió a tomarle la mano.

–Solo he hecho lo que me has dicho. Que parezca que estoy loco por ti.

¡Oh, claro! El plan para protegerlo.

–Ah... eh... vale –se aclaró la voz–. Lo has hecho bien.

Tucker le guiñó un ojo.

–A mí también me ha gustado.

¿Y esas reglas de «solo trabajo»? ¿Y eso de ser solo amigos? La verdad era que Tucker Janack siempre lograba encandilarla y siempre lo haría. El truco sería descubrir cómo lograr controlar sus reacciones ante él y no perder la cordura al mismo tiempo.

Al cabo de un par de días esquivando a Tucker, haciendo su trabajo y sin querer nada más que escapar de la desmoralizante tensión sexual que sentía cada vez que estaba cerca de ese hombre, Nevada quedó aliviada cuando recibió una llamada de Montana. Dakota y ella querían una reunión de mellizas. Quedaron en una hora y sugirieron reunirse en casa de su madre.

Nevada llegó pronto; había sido una gran excusa para marcharse de la obra. Esperaba que después de que sus hermanas hablaran de lo que tuvieran que hablar, pudiera pedirles consejo sobre cómo aclararse la mente en cuanto a Tucker porque, por sí sola, no encontraba ninguna idea.

Centrarse en el pasado y odiarlo no era una opción de verdad. Habían pasado diez años, ella había tenido tanta culpa como él y prefería mirar hacia delante que mirar atrás. Además, le encantaba su trabajo y quería seguir trabajando con él. Que Tucker se pusiera una máscara de gorila cada día la ayudaría mucho, pero no estaba segura de cómo pedirle que lo hiciera.

Llamó a la puerta, como siempre hacía, antes de abrirla.

–¡Soy yo! –gritó–. ¿He llegado la primera?

No obtuvo respuesta. Oyó un ruido procedente de la cocina y recorrió el pasillo preguntándose de qué querrían hablar. Tal vez Montana estaba embarazada. Eso sí que sería divertido. Simon era un tipo genial. Tal vez iban a anunciar su compromiso, lo cual significaría que sus dos hermanas estaban felizmente enamoradas.

Bien por ellas, pensó diciéndose que no debía dejarse afectar por ello porque, con el tiempo, ella también encontraría a su chico. Tenía que ser positiva.

Perdida en sus propios pensamientos, apenas se fijó en que volvió a oír ese extraño sonido, y a la vez que se daba cuenta de que era más un gemido que una palabra, entró en la cocina y se encontró a su madre con Max Thur-man.

Desnudos.

Sobre la mesa de la cocina.

Teniendo sexo.

Fue uno de esos momentos que hizo que el tiempo se ralentizara. Se sintió como si estuviera bajo el agua, incapaz de moverse con rapidez o de respirar. La imagen pareció quemarle el cerebro. Gritó y se cubrió los ojos, pero ya era demasiado tarde.

–¡Nevada!

–¡Lo siento! –gritó antes de salir corriendo todo lo deprisa que pudo. Salió afuera y se quedó en mitad del jardín intentando recuperar el aliento.

–¡No, no, no!

Cerrar los ojos no la ayudó en nada, como tampoco lo hizo canturrear. Hiciera lo que hiciera, seguía viéndolos desnudos y haciéndolo.

–¿Qué está pasando?

Vio a sus hermanas correr hacia ella y salió corriendo en la otra dirección. La persiguieron por la calle.

–¡Para! –gritó Montana–. Dakota está embarazada y no puede correr detrás de ti.

Eso la hizo detenerse, pero no podía mirarlas.

–¡Oh, Dios, es horrible! Voy a tener que necesitar terapia psicológica el resto de mi vida.

Sus hermanas la rodearon, parecían preocupadas.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Dakota agarrándole el brazo–. ¿Estás enferma?

Nevada señaló a la casa.

–Ahí dentro. Encima de la mesa.

Montana se quedó pálida.

–¿Le ha pasado algo a mamá?

Nevada sacudió los brazos.

–Está bien. No puedo... No me hagáis decirlo.

Pensó en gatitos, en chocolate y en barcos y se preguntó si había alienígenas en Marte antes de ceder ante lo inevitable y dejar que la sintonía de la atracción de Disney «El pequeño mundo» le llenara la cabeza, pero eso tampoco ayudó.

Dakota la zarandeó.

–¿Puedes decirnos qué está pasando?

–He visto a mamá practicando sexo con Max. ¡Encima de la mesa de la cocina! –gritó y volvió a cubrirse la cara–. No puedo sacármelo de la cabeza.

Bajó las manos y vio a sus hermanas mirándose. Montana hizo ademán de reír.

–No tiene gracia –insistió Nevada–. Hemos desayunado en esa mesa. Hemos decorado galletas y hecho los deberes ahí. ¿Cómo voy a poder volver a mirar a mamá a la cara?

–Creo que eso va a ser más un problema para ella que para ti –le dijo Dakota–. ¡Vaya! No me puedo creer que mamá estuviera teniendo sexo con Max. Supongo que es el tipo del tatuaje.

Su madre tenía el nombre de Max tatuado en la cadera.

–Pues yo voy a tener más problemas con Max que con mamá –admitió Montana–. Es mi jefe y podría ser algo complicado.

–¡No quiero volver nunca! –gimoteó Nevada–. Crecí en esa casa, adoro esa casa, pero no quiero volver a entrar ni hablar con mamá.

–Lo superarás –le dijo Dakota, demasiado calmada y con voz de estar divirtiéndose demasiado.

–Eso no lo sabes. Solo es una suposición.

–Soy una profesional. Confía en mí. Seguro que te pondrás bien.

–Me pregunto si funcionaría la terapia de electroshock –murmuró Nevada pensando en si merecería la pena el dolor que ese procedimiento conllevaba. No era que no quisiera a su madre ni quisiera que fuera feliz, pero ¿tenía que hacerlo en la mesa de la cocina?

–Son viejos, ¿no deberían preocuparles sus articulaciones y esas cosas? ¿No sería mejor una cama? En una cama no habría sido tan impactante.

–Creo que es impresionante –anunció Montana–. ¿Cuándo ha sido la última vez que has practicado sexo encima de una mesa de la cocina?

–No puedo recordar ni la última vez que he practicado sexo –dijo Nevada suspirando. Tendría que aceptar simplemente que estaba emocionalmente herida.

Echó a andar hacia el centro del pueblo, pero sus hermanas se interpusieron en su camino.

–¿Creéis que un café con leche me ayudará a olvidarme de esto más que un helado?

–¿Y qué tal un Frappuccino de moca? –Dakota le dio una palmadita en el hombro–. Es lo mejor del mundo.

–Perfecto.

–Es muy dulce –comenzó a decir Dakota.

Nevada se detuvo y la miró.

–No vayas por ahí. No eres tú la que lo ha visto. Hasta que no hayas visto a tu madre practicando sexo sobre la mesa de la cocina, no te permito que des ninguna opinión. ¿Entendido?

–Sí, y tanto.

–Apuesto a que Max tiene un buen trasero –dijo Montana–. No es que quiera pensar mucho en ello, pero se cuida mucho.

Dakota sonrió.

–Seguro que sí.

–Os odio a las dos.

Sus hermanas la abrazaron.

–No puedes odiarnos –dijo Montana besándola en la mejilla–. Tenemos tu adn.

–Pues quiero que me lo devolváis.

Sus hermanas se rieron y ella, si bien algo reticente, se unió a ellas. Siempre había sabido que tener una gran familia conllevaba altibajos en las relaciones, tenía sus más y sus menos, y ese en concreto era un gran menos al que tendría que reponerse.

Agarró a sus hermanas del brazo.

–De acuerdo. Ya basta de mi trauma emocional. ¿De qué queríais hablar conmigo?

Sus hermanas se detuvieron en seco, obligándola a ella a parar también. La miraron con una mezcla de preocupación y algo más que parecía culpabilidad.

–¿Qué? No quiero jueguecitos, he tenido un día muy duro.

Aunque haber visto a su madre con Max había puesto sus problemas con Tucker en perspectiva.

–Estamos planificando una boda –dijo Dakota.

–La tuya. Lo sé –Nevada miró a Montana–. A menos que Simon y tú lo hayáis hecho oficial. Por cierto, todos sabemos que estáis enamorados y que pensáis casaros, así que ¿qué le pasa a ese tipo para no haberte puesto ya el anillo?

Montana se rio y alzó su mano izquierda, donde un gigantesco diamante resplandecía bajo el sol de la mañana.

Nevada gritó.

–¡El tipo sí que tiene buen gusto!

Las tres se abrazaron y, cuando comenzaron a caminar de nuevo, Dakota respiró hondo.

–Hemos estado hablando...

–¿Qué? –preguntó Nevada extrañada porque su hermana siempre sabía qué decir.

–Hemos estado pensando que nos gustaría mucho una boda doble, pero luego hemos pensado que podrías sentirte mal por ello, así que hemos decidido no hacerlo, aunque por otro lado, económicamente estaría muy bien, pero si te hace daño o es mezquino por nuestra parte, no lo haremos.

Dakota se quedó quieta y callada.

–Te queremos –añadió Montana.

–Lo sé –respondió ella atónita por lo que acababa de oír. Una boda doble. Claro. Estaban comprometidas, eran hermanas y además Dakota estaba embarazada, así que casarse tenía sentido. En cuanto a lo de hacerlo al mismo tiempo... las tres lo habían compartido todo, así que ¿por qué no también una boda?

Con la diferencia de que en esta, ella se quedaría fuera porque ni siquiera estaba saliendo con nadie.

–Me parece una idea genial –dijo sonriendo y esperando sonar emocionada y feliz–. ¿Habéis elegido alguna fecha?

–Estábamos pensando en el fin de semana de Acción de Gracias –respondió Dakota–. Mamá cree que Ford vendrá a casa para las fiestas.

Ford era el más pequeño de sus hermanos aunque, aun así, era mayor que ellas. Estaba en la Marina.

–Querréis que Ford esté aquí, así que creo que ese fin de semana sería el momento perfecto.

Las dos la miraron como si estuvieran buscando la verdad en su expresión y Nevada contuvo un suspiro. ¿Qué tenía que decir? ¿Que se sentía sola y abandonada? ¿Que aunque estaba emocionada porque sus hermanas hubieran encontrado la felicidad, ella también quería un poco? Por otro lado, por mucho que lo quisiera, jamás se interpondría en las bodas de sus hermanas.

–Más vale que os decidáis pronto, porque no hay muchos sitios donde quepan la familia entera y medio pueblo –les sonrió–. Estoy segura de que es lo correcto.

–Gracias –susurró Dakota.

–No sé por qué estabais preocupadas. Ahora, venga, id corriendo a planear vuestra boda. Yo voy a buscar algo que tenga la misma parte de azúcar que de grasas para intentar despejarme la cabeza.

Dejó a sus hermanas hablando sobre lo que hablaban las futuras novias y echó a correr hacia el Starbucks más cercano. Una vez allí, pidió un Frappuccino de moca con nata y se dijo que era una buena noticia que sus hermanas fueran a casarse. Se merecían ser felices y estar enamoradas... Y el hecho de que ella también se lo mereciera era algo con lo que ya se pelearía en otro momento.

El sábado por la tarde, con la cabeza aún dándole vueltas porque el recuerdo de la aventura de su madre seguía grabado en ella y algo aturdida por el anuncio de la boda de sus hermanas, Nevada se vio sin nada que hacer ni ningún sitio adonde ir. Entró en el bar de Jo pensando que allí podría encontrarse a alguna amiga, y así fue: Heidi, Charlie y Annabelle estaban en una mesa del centro y le hicieron gestos para que se acercara.

–Estamos huyendo de la alegría del Festival del Otoño –anunció Charlie acercándole un cuenco de patatas fritas–. Me encantan los festivales, pero todos esos niños... –se estremeció.

Heidi se rio.

–¿No te gustan los niños?

–De manera individual están bien, pero ¿en grupo? No, creo que no. ¿Habéis leído el Señor de las moscas?

Annabelle ladeó la cabeza.

–No trata de niños. Es una alegoría de...

Charlie gruñó.

–Tú sí que eres una buena bibliotecaria.

–¿Porque miento sobre ello?

Se rieron.

Nevada se relajó por primera vez en días. Ahí sí que podía escapar de las complicaciones de su vida y entretenerse un poco. ¿Por eso le gustaban tanto los bares a los hombres?

Observó a las tres mujeres sentadas a la mesa. Heidi llevaba unos vaqueros y una camiseta muy acordes con su estatus de cabrera. Su larga melena rubia caía en una gruesa trenza y tenía una belleza fresca y limpia. Annabelle, por otro lado, era una chica pequeña con gusto por los estampados delicados y que llevaba vestidos con mangas abullonadas. Un poco recargados para el gusto de Nevada, pero le sentaban bien. Charlie se encontraba en el otro extremo absoluto. Nevada siempre se había considerado muy informal en estilo, pero comparada con Charlie, prácticamente podía decirse que vestía alta costura. El uniforme de Charlie cuando no estaba de servicio consistía en unos pantalones anchos de bolsillos y una gran camisa abierta sobre una camiseta de tirantes. Además, parecía que ella misma se cortaba el pelo porque era más sencillo que ir a una peluquería.

Jo se acercó a la mesa.

–¿Hoy vas a beber? –le preguntó a Nevada.

–No, tomaré una Coca-Cola Light –miró a sus amigas–. ¿Queréis compartir una ración de nachos? Estas patatas me han abierto el apetito.

Annabelle gruñó.

–Me encantan los nachos y a ellos les encantan mis caderas. ¡Claro, yo comparto!

Heidi y Charlie asintieron.

Jo miró a Heidi.

–¿Quieres que utilice un poco de aquel queso que me trajiste?

–Claro –Heidi sonrió–. Voy a traer muestras a todos los locales del pueblo para despertar el interés. Un gran rancho supone una gran hipoteca.

–Creo que no quiero saber cómo van a utilizar el queso en la tintorería –murmuró Charlie.

–Tú nunca vas a la tintorería –le recordó Nevada.

–Y me enorgullezco de ello –respondió Charlie sonriendo.

Jo miró a Nevada.

–¿Es verdad? ¿Estaba tu madre montándoselo con Max en la mesa de la cocina?

Nevada se estremeció.

–¿Cuál de mis hermanas te lo ha contado?

–Las dos.

¡Muy típico! En ese pueblo nadie guardaba secretos.

–Tengo que decir –continuó Jo– que siempre me ha caído bien tu madre, pero ahora siento un absoluto respeto hacia ella. Ha criado a seis hijos, ha superado la muerte de su marido y ahora esto. Espero ser como ella cuando tenga su edad –guiñó un ojo–. Tienes buenos genes. Espero que sepas estar agradecida por ello.

–Sí, pero también estoy algo traumatizada por haber visto a mi madre practicando sexo.

Jo se rio y volvió a la barra.

–¿De verdad viste así a Denise? –preguntó Charlie.

–¿Por qué está todo el mundo a su favor?

–Porque yo no puedo contar aún que haya hecho el amor encima de la mesa de la cocina –admitió Heidi–. ¿No será frío e incómodo?

–Depende de la superficie –respondió Annabelle–. Puede que el cristal te deje helada, pero la madera no es... –se aclaró la voz–. Teóricamente, claro.

Charlie enarcó las cejas.

–Alguien tiene un pasado.

Jo volvió con el refresco y después se dirigió de nuevo a la barra.

–¿Cómo van las cosas por el rancho? –le preguntó Nevada a Heidi.

–Bien. Ya casi hemos terminado de reparar el granero y las cabras están genial. Elaborar el queso lleva tiempo, así que ahora estoy vendiendo lo que hice antes de mudarnos aquí. El año que viene nos irá mucho mejor con el queso, pero hasta que eso pase andaremos algo justos de dinero. Estamos pensando en dar alojamiento a algunos caballos. ¿Creéis que hay mercado para eso?

–Yo estoy buscando un lugar donde dejar al mío –dijo Charlie.

Las tres se miraron.

–¿Tienes un caballo? –preguntó Nevada intentando imaginarse a Charlie montando.

–Claro. Me gustan los caballos y me gusta estar al aire libre.

–Jamás te he visto montada a caballo.

–Lo tengo en un lugar que está a unos cincuenta kilómetros de aquí y me gustaría tenerlo más cerca. Y no soy la única. Morgan acaba de comprarle un pony a su nieta y lo tienen en el mismo lugar.

Heidi sonrió.

–Gracias por decírmelo. El granero está listo. En serio, ¿por qué no vienes y le echas un vistazo?

–Lo haré.

Fijaron una hora para la tarde siguiente y Jo llegó con los nachos. Después, la conversación pasó a centrarse en el Festival del Otoño y en lo que estaba pasando por el pueblo.

–Tengo los papeles de los permisos para la voladura en la obra –le dijo Charlie a Nevada.

–Bien. ¿Vas a ser nuestra representante del Departamento de Bomberos?

Charlie agarró una patata cubierta de queso.

–Estaré allí manteniéndoos a raya.

–No tengo pensado pasarme de la raya, créeme. Queremos hacerlo todo bien.

–¡Oh, mirad! –Annabelle se giró en su asiento y señaló hacia la puerta.

Nevada se giró y vio a Will entrar, ir hacia la barra y esperar a que Jo se percatara de su presencia.

–La otra noche estaban discutiendo en el callejón –dijo la bibliotecaria–. Bueno, no peleando exactamente, pero sí que parecía una discusión acalorada –bajó la voz–. Quiere salir con ella y ella no deja de decirle que no. No estoy segura de por qué. Es muy mono y parece simpático.

–Sí que lo es –dijo Nevada viendo a Jo sacudir la cabeza, ignorando lo que fuera que Will estaba diciéndole–. Trabajo con él. Es un encanto.

–No lo entiendo –dijo Charlie–. No hay muchos buenos tipos por ahí, así que si alguien como él está interesado, debería lanzarse.

Nevada miró a Charlie, que parecía hablar casi con tono nostálgico.

–A Jo le han hecho daño –les dijo Heidi–. Tiene esa mirada. Confiad en mí. Algún tipo le ha roto el corazón y no quiere que se lo vuelvan a hacer.

–Nadie lo sabe con seguridad –dijo Charlie–. En el caso de Jo, todo son rumores.

Unos minutos después, Will se marchó y Jo fue a la mesa de las chicas para preguntar si necesitaban algo.

–¿Qué tal vais las cuatro?

–¿Qué pasa con el tipo ese? –preguntó Charlie, tan delicada como siempre.

Nevada creía que Jo le respondería que no era asunto suyo, pero en lugar de eso se encogió de hombros y dijo:

–Está interesado, pero yo no. Fin de la historia.

–Sabes que es un tipo genial, ¿verdad? –apuntó Nevada antes de alzar las manos y añadir–: Lo siento. No puedo evitarlo. Trabajo con él.

–Pues entonces querrás lo mejor para él –le contestó Jo–. Y esa no soy yo.

Se alejó y las chicas se quedaron mirándola. Annabelle agarró una patata.

–Me encanta este pueblo. Es mejor que la televisión.

–¿No has podido venir en coche? –gritó Tucker al bajar de la camioneta y dirigirse hacia el hombre que bajaba del avión privado que acababa de aterrizar en el aeropuerto de Fool’s Gold.

Nevada se quedó atrás, no muy segura de por qué Tucker le había pedido que lo acompañara a recoger a su padre. Los dos hombres se dieron la mano y se abrazaron. Eran aproximadamente de la misma estatura, con el cabello oscuro y la misma sonrisa fácil. Nevada vaciló un instante antes de ir hacia ellos.

–Señor Janack –dijo extendiendo la mano.

–Elliot, por favor. Me alegro de volver a verte, Nevada. ¿Estás manteniendo a mi hijo a raya?

–Hago lo que puedo.

Subieron a la camioneta de Tucker y Nevada ocupó el asiento trasero. Elliot se giró hacia ella.

–Me alegra que estés en el equipo. Tener a alguien del pueblo es una gran ventaja. Recuerdo cuando estábamos trabajando en Sudamérica y cabreé a uno de los granjeros de la zona. Me cortó el suministro de agua hasta que me disculpé y compré bolsos de diseño para sus ocho hijas –se rio–. No quiero volver a cometer ese error.

–Te alegrará saber que nuestro Ayuntamiento no es tan difícil de tratar.

–Me alegra oírlo –Elliot volvió a mirar al frente–. ¿Vamos dentro de la agenda programada? –le preguntó a su hijo.

Tucker le puso al día, le explicó el tema de los permisos para el suministro de agua y de alcantarillado y le dijo que iban a comenzar con las voladuras. Para cuando llegaron a la zona de obras, Elliot ya sabía tanto como ellos.

Después de que Tucker hubiera aparcado, Nevada bajó de la camioneta con la idea de despedirse de Elliot y volver al trabajo, pero el hombre le indicó que se quedara con él.

–Tucker tiene que hacer unas llamadas –dijo mientras su hijo se dirigía al tráiler–. Enséñame lo que tenemos por aquí.

Sonó más como una orden que como una petición, pero a ella no le importó. Los equipos estaban haciendo un trabajo fantástico y estaba orgullosa de enseñarlo y presumir de ello.

Señaló las zonas donde se estaban llevando a cabo las obras de desmonte y le explicó que estaban conservando los árboles más grandes.

–A la gente le gusta eso –dijo Elliot–. Es bueno para el medioambiente y a nosotros no nos supone mucho trabajo, así que salimos ganando. ¿Te gusta trabajar con Tucker?

–Es un buen jefe –respondió no muy segura de que esa fuera la información que quería oír el hombre. Se apostaba lo que fuera a que Elliot no sabía nada de su pasado con Tucker, así que probablemente la pregunta fuera más general que específica.

–Me sustituirá dentro de un año aproximadamente.

–No lo sabía.

Elliot le sonrió.

–Dice que no estoy preparado para jubilarme, pero podría empezar a ir apartándome poco a poco. Dice que este proyecto es su última prueba, su oportunidad de demostrar que tiene lo que hace falta.

Aunque Nevada sabía que Tucker estaba asumiendo cada vez más responsabilidad, no se lo había imaginado dirigiendo una empresa multimillonaria.

–Lo hará bien.

–Estoy de acuerdo.

–Entonces, tendrá que ubicarse ahí donde esté la sede principal de la empresa, ¿verdad?

–Sí. En Chicago. Yo tengo pensado pasar parte del año en el Caribe.

Dijo algo sobre comprar un velero, pero ella ya no escuchaba. Tucker se marchaba. Siempre había sabido que lo haría, que su trabajo era temporal, pero ahora entendía que ese proyecto era simplemente un trampolín para algo más grande: dirigir la empresa familiar. Por supuesto querría hacerlo, así que no podía decir que se hubiera esperado que él se quedara en Fool’s Gold.

La ubicación no era exactamente el mayor problema, admitió, sino la actitud de Tucker sobre las relaciones. Estar enamorado no significaba ser un tonto, por mucho que él lo creyera. Y no es que tuvieran una relación que no fuera otra cosa que amistad, porque sabía muy bien que no debía volver a enamorarse de él.

Uno de los chicos corrió hacia ella.

–Siento interrumpir, jefe –dijo asintiendo hacia Elliot–. Tenemos un problema.

Enarcó las cejas esperando a oír los detalles.

–Cabras. Tenemos cabras.

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