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CAPÍTULO CINCO

CUANDO LA CUNA LO ES TODO

La vida en la casa cuna distó mucho de ser la infancia feliz y despreocupada de cualquier otro niño de su edad. Inés veía pasar el tiempo detrás de aquellos muros, pero en su día a día no había horas que no estuviesen ocupadas. La severa hermana Mercedes, con su pelo blanco recogido bajo la toca negra y sus antiparras sobre la nariz, tomó el mando en cuanto a sus ocupaciones, y pocos eran los ratos que dejaba para que la chiquilla jugase con los más pequeños o para que, simplemente, se aburriera. «El ocio es la madre de todos los vicios», decía. Y, por supuesto, su empeño era alejar a su pupila del pecado de la holgazanería.

Hasta que cumplió los cinco años su función se limitaba a calmar los llantos de los bebés acunándolos de día o compartiendo su camita con ellos de noche, ayudar a la hermana Clara en la cocina y a Ángela en el orden y limpieza del nido, el dispensario y los dormitorios. Así, «Albaricoque» supo hacer una cama correctamente antes de ser siquiera capaz de anudarse los cordones de las zapatillas. Incluso le compraron una escoba y una fregona de juguete, con su cubo y todo, para que fuera aprendiendo con elementos de su tamaño. A partir del sexto cumpleaños comenzó también a asistir a parte de los oficios religiosos del día por expreso mandato de Mercedes, la Superiora de la comunidad y tutora legal de la niña. Se aburría soberanamente durante aquellos tediosos ratos de «recogimiento espiritual y oración», pero si se la veía bostezar, jugar o no mantener los debidos respeto y compostura era severamente reprendida, de modo que aprendió a abstraerse de lo que la rodeaba mientras estaba en la oscura capilla, sentada en uno de los duros bancos de madera barnizada. Aprovechaba el ambiente cargado de incienso, los bondadosos rostros de las imágenes policromadas y los colores de la única vidriera del templo para, concentrándose en ellos, huir de su realidad y soñar con la vida fuera de la casa cuna.

No fue hasta los nueve años, la edad en que hizo su Primera Comunión en el mismo lugar reducido y familiar de los rezos y las misas diarios, cuando comenzaron a valorar seriamente su futuro. Aquel verano en que el calor sofocante y el canto de las chicharras lo llenaban todo, las hermanas recibieron la llamada del señor Obispo anunciando su visita, de modo que la comunidad entera se movilizó. Había que limpiar, baldear los suelos, tener en perfecto orden de revista los paritorios, las cunas, las zonas comunes y las dependencias administrativas. Inés no se libró de la vorágine limpiadora; esa fue la primera vez que entró al despacho privado de la Superiora. Allí se registraban los nacimientos ocurridos en la casa, se inscribía a los expósitos y se adjuntaban los expedientes de bautismo, ceremonia que, por rutinaria, había dejado de ser festiva para convertirse en un puro trámite llevado a cabo por el padre Amancio, el sacerdote de rostro serio e incipiente calvicie que atendía las necesidades espirituales de las religiosas. Cada primer domingo de mes se incorporaban nuevos cristianillos a las filas de Jesucristo, siempre con la misma concha venera y en la misma pila portátil de cobre que asentaban sobre un trípode junto al altar mayor. Solamente los que nacían enfermos o defectuosos eran bautizados con urgencia por la hermana Carmen o la hermana Amalia en cuanto nacían; para eso era la jofaina de loza blanca que se guardaba en el dispensario sobre uno de los armarios que contenían el material médico. En aquel despacho tan serio, con sus estantes atiborrados de libros, sus cuadros de la Madre Fundadora, del papa Pío XII y de san Antonio de Padua, el protector de los huérfanos, era también donde se hacían las entrevistas a los padres adoptantes y se decidía la suerte de los niños acogidos. Allí, en aquella penumbra de techos altos, marcos dorados y pesadas sillas de madera oscura, se daban y quitaban oportunidades, se elegía por quienes dormían en las cunas del nido y se les otorgaba un destino u otro dependiendo del criterio y los intereses del poderoso don Dinero y de la Iglesia Católica, madre amorosa y salvadora algunas veces, madrastra otras.

Inés barrió el suelo con su escoba de juguete, tarea que le llevó casi toda la mañana. Después comenzó a quitar el polvo de los lugares que su corta estatura alcanzaba: el escritorio de caoba maciza, los tres primeros estantes de cada armario, los libros, las sillas. Por último, empleando un escabel, consiguió limpiar con su trapo de franela, procedente de un viejo camisón, dos alturas más de aquellos anaqueles. Las lámparas y la parte superior de los armarios los repasaría alguna de las monjas más jóvenes de la casa. Las hermanas de más de cincuenta años, las dos que ejercían de matronas y la hermana Clara, cuyos dominios comenzaban y acababan en las cocinas de las que era enteramente responsable, eran las únicas que estaban dispensadas de las labores de limpieza ordinarias; el resto de religiosas hacían aquel trabajo respetando rigurosos turnos que la propia Superiora elaboraba semanalmente.

La pequeña miraba todos aquellos estantes llenos de libros y deseaba saber lo que contenían, pero eso no estaba a su alcance: sabía hacer muchas cosas, como cambiar los pañales de un recién nacido, fajar a un bebé herniado, hacer una cama incluyendo los ingletes de las esquinas de la sábana y la colcha, limpiar e incluso coser botones y remendar ropita de niño, labores estas últimas en las que era instruida por la gruñona y obesa hermana Javiera, la que no quiso ni mirarla cuando la recogió del felpudo aquella lejana noche de invierno. Sabía hacer todo eso, además de calmar cólicos y llantos y de pelar patatas y cebollas bajo la atenta mirada de la hermana Clara, pero no sabía leer ni escribir. Eso, para una niña como ella, expósita, hija de nadie, recogida por caridad, no era prioritario. Por esa razón le permitieron entrar en el despacho de la Superiora: no había peligro de que pudiese curiosear nada en toda aquella documentación. Si hubiera sabido leer no habría tenido problemas en localizar su propio expediente en el que, además de la fecha de su abandono, su nombre y sexo y la constancia de su bautismo apresurado, habría visto, escrita en rojo con la pulcra letra de la hermana Mercedes, una anotación: «No adoptable por deficiencia mental manifiesta». Ese era el truco que permitía a las monjas quedársela hasta la mayoría de edad. Una falsedad que nadie cuestionaría ni investigaría nunca.

Al terminar con la tarea que le habían encomendado, Inés se dirigió a las cocinas. Allí trasteaba la hermana Clara entre los grandes pucheros de su reino culinario, removiendo caldos, aspirando vapores y dando órdenes a las religiosas que tenían el turno de comedor esa semana, siempre dos, para que se encargaran de llenar las soperas, partir y distribuir el pan, poner las servilletas y los cubiertos, servir las mesas y después recoger, fregar, barrer las migas y dejar el refectorio en orden. Allí solamente comían las monjas; los niños acogidos usaban otra sala y lo hacían ayudados por Inés y por Ángela. Esta última ya había pasado de novicia a hermana, pero había rehusado adoptar la toca negra del resto de la congregación porque le parecía lúgubre. Vestía, con la dispensa de la Superiora, su bata blanca de siempre. Solamente se ponía el hábito oscuro para las fiestas de guardar.

La pequeña Inés preparó el carro con las raciones de los niños, los baberos de tela y los cestillos de pan. En la bandeja inferior del carrito de madera vio un frutero lleno de peras; aquella semana, con motivo de la visita del señor Obispo, había fruta para el postre de las principales comidas. No era frecuente semejante lujo, de modo que la niña, contenta, comenzó a salivar pensando en el dulce jugo de la pera que se comería en cuanto terminase su trabajo con los pequeños.

Ya salía hacia el comedor de los expósitos cuando la detuvo la voz de la hermana Mercedes, que hablaba con la hermana Carmen en el pasillo. Oyó su nombre en la conversación e instintivamente, y aun sabiendo que no era correcto y que después debería contárselo en confesión al padre Amancio, se detuvo y se ocultó para escuchar.

—…Del problema de Inés ya hablaremos más adelante, no es ahora el momento con la visita del señor Obispo tan cerca.

—Precisamente, Mercedes. ¿Qué vas a hacer? ¿Esconderla para que non la vea? Es evidente que non tene tara mental alguna, es lista como un coello2, no hay más que verla.

—Lo sé, Carmen. Y tú sabes igual que yo que no deberíamos tenerla aún aquí con su edad, y si está es porque nos resulta útil. Si el señor Obispo se da cuenta de su «don de la calma», despídete de ella.

La hermana Carmen quería demasiado a la pequeña como para dejarla en manos de ningún extraño; era prioritario evitar que el señor Obispo la viese, pero también lo era ir pensando en su futuro. Inés crecía y no podrían retenerla eternamente. A menos que solicitara ingresar en la Orden y tomar los hábitos, como ya había hecho Ángela en su día.

—Independientemente de que la escondamos ahora, temos de ir preparándoa para os cambios que veñen —repuso Carmen—. Pronto comenzará a facer preguntas, y si no se las respondemos buscará quien se las conteste. Por aquí pasan mulleres de todas clases, tú lo sabes. Non querrás que sean ellas las que le digan cómo es o mundo fuera, ¿verdad?

—Muy bien. —La Superiora abrió las manos en señal de rendición—. ¿Qué propones que haga? ¿Se la enviamos a las Ursulinas para que quede interna en el colegio con el resto de hospicianas y dejamos que se malogre su don?

—¿Con las Ursulinas? ¡Desde luego que non! Inés non saldrá de aquí mientras yo pueda evitarlo —negó la matrona—. Hablemos con o padre Amancio. Quizá pueda enviar un diácono a la casa para que o ensine a ler, escribir y las cuatro reglas. Al convento o como muller casada, esa criatura tendrá que irse cuando llegue a cierta edad. Por lo menos que lo haga un poco preparada, non como una de esas campesinas analfabetas a las que tan fácilmente engañan os mozos da contornada.

—De acuerdo, así lo haremos —sentenció la hermana Mercedes—. Pero auguro problemas. Si decide irse y no profesar no podrá hacerlo así, por las buenas. Las mujeres necesitamos un tutor legal, un varón de la familia, y ella no tiene padre ni hermano ni nada. Tendrá que marchar como sirvienta a alguna casa donde se hagan responsables de ella, o irse ya casada, y ya me dirás cómo le vamos a encontrar un novio. Si se marcha sola las dos sabemos cómo acabará: en brazos de algún gañán que le dé techo y comida a cambio de que le caliente la cama.

—Tenemos en casa una criatura extraordinaria, Mercedes. Si la educamos bén non será difícil encontrarle marido si se da el caso, pero creo que será más fácil inculcarle la fe para que decida tomar os hábitos. Mais complicado es encontrar padres para algunos nenos y lo conseguimos, ¿non? Faremos della una muller sensata, buena e con cultura, y verás que al final ingresará en la Orden y todo irá bien.

—Eso espero. Ojalá no tengamos que arrepentirnos de no haberla dado en adopción cuando se pudo. Mientras tanto, durante los días que el señor Obispo esté aquí y para evitar problemas, podemos enviar a Inés a casa del farmacéutico, si te parece bien. Su mujer está a punto de dar a luz otro niño, ya no sé si es el quinto o el sexto. Le vendrá de perlas una ayuda.

—Muy bien. Esta noite preparamos el hato de la chica. Ángela le dirá adónde va y para qué, e mañana la llevamos a primera hora, antes de que llegue don Benedicto. Si la ve aquí preguntará, e non conviene.

Finalizada la conversación, las dos religiosas se marcharon para continuar con sus tareas. Inés, con las manos todavía asiendo el carrito de la comida, temblaba en la penumbra del pasillo. Su corazón galopaba descontrolado, tuvo que hacer un serio esfuerzo para encerrarse en sí misma, arrullarse para calmarse y poder pensar con claridad. Casi deseaba no haber escuchado aquello, pero ya no tenía remedio. No lo había entendido todo pero sí algunas cosas, suficientes para responder algunas de las preguntas que siempre se había hecho y que nadie había querido contestarle. Por su bien o por conveniencia, las monjas la estaban engañando. No habían llegado unos padres que la adoptasen, como había pasado con muchos de los otros, porque ellas no habían querido entregarla, no porque fuera distinta de los demás niños, que era la respuesta evasiva que siempre recibía de ellas. Tanto tiempo deseando que esos papás llegasen, tanto tiempo soñando con que alguien la quisiera y se la llevara como ocurría con los demás, para enterarse ahora de que eso no pasaría nunca porque las que siempre creyó que eran su única familia preferían retenerla y meterla a monja. ¿Por qué? ¿Por qué no le preguntaban a ella? Claro, era muy pequeña para tener sueños, para tener deseos. Era muy pequeña para decidir y había que decidir por ella. No dudaba de que la hermana Carmen, Ángela o la Superiora la quisieran, podía percibir su cariño cuando las abrazaba. Pero ese amor no era desinteresado e incondicional como el suyo. Era un vínculo que disfrazaba de generosidad cristiana el egoísmo. Inés dudó seriamente que Dios estuviese de acuerdo con aquello. El pequeño mundo emocional de la niña acababa de venirse abajo por primera vez. Luchando por conservar la calma y no dejar salir las lágrimas que le llenaban ya los ojos, Inés intuyó que no debía confesarle al padre Amancio que había escuchado aquella conversación.

La niña acababa de sufrir una de las decepciones más grandes de su vida, un golpe que le hizo tomar la primera de las grandes decisiones conscientes de su existencia: nunca sería una monja. Saldría de la casa cuna en cuanto le fuera posible y lo haría como mujer seglar. Le daba igual el modo, pero se marcharía, formaría su propia familia, tendría hijos y no los abandonaría jamás, ni tampoco decidiría su futuro de forma interesada. No haría nada, nada en absoluto de lo que habían hecho con ella. Pero hasta que ese día llegase nadie podía saber que estaba al tanto de los planes de las religiosas. Debía aprovechar, aprender, crecer y hacerse la tonta. Y, llegado el momento, ya diría lo que tenía que decir.

Aquella misma noche Ángela fue a hablar con Inés. Llevaba en las manos una pequeña maleta de cartón en la que fue colocando cuanto pensó que la niña podía necesitar mientras estuviese en casa del farmacéutico: su camisón, ropa interior, una blusa limpia, dos delantales, el cepillo de dientes. Mientras tanto, fue dándole a la pequeña las instrucciones que le habían ordenado transmitirle.

—«Albaricoque», tienes que ir unos días a ayudar a la mujer del farmacéutico. Es muy buena, ya verás, tiene tantos niños que te parecerá que no has salido de aquí. Está a punto de dar a luz, ya sabes, de tener otro bebé. Como lo que hacen las mujeres que vienen aquí, eso que te he explicado muchas veces pero que las monjas no te dejan ver.

—¿Eso de abrir las piernas y gritar y que salga un niño desnudo? —inquirió Inés. A pesar de vivir en una maternidad, las hermanas nunca habían dejado que entrase en los paritorios, no había visto nunca un parto. Su curiosidad natural acerca del hecho en sí y de los gritos que escuchaba hacían que preguntase frecuentemente, pero solo Ángela, con su falta de malicia, le respondía. Para las demás hermanas el misterio de la vida debía ser para ella eso, un misterio hasta nueva orden.

—Eso. Pero mejor que a las de aquí, porque esa tiene marido y dinero y echará el bebé en su cama, con un médico y toallas limpias. Y no se lo tendrá que dar a las monjas, porque el niño tiene papá y lo querrán mucho, como a sus otros hijos. ¿Entiendes?

—Pero, ¿para qué me envían allí? ¿Tengo que ayudarla a tener el niño? Yo no sé hacer eso, Ángela.

—No, tonta —le respondió la joven dándole un cariñoso cachete en la cabeza—. Solo has de entretener a los otros hijos, darles de comer, hacer las camas y limpiar y eso. Como aquí pero en su casa. ¿Lo entiendes?

—Sí, lo entiendo. Me portaré bien. A lo mejor cuando me conozcan deciden adoptarme y ser mis papás. ¿Tú crees que querrán hacerlo?

La monja soltó una sonora carcajada.

—¿Adoptarte? ¿A ti? No te hagas ilusiones, Inesita. Somos tontas y mayores, y la gente pide bebés pequeños y listos. Nadie nos querrá nunca. Cuanto antes te acostumbres a esa idea más feliz serás. Y anda, acuéstate, que vendrá un coche a buscarte en cuanto toquen a Maitines.

«Somos tontas y mayores». Las palabras de Ángela se quedaron, como un eco, rebotando en la mente de Inés. La querida, la pobre Ángela, con su bendita inocencia, creía todo lo que le decían. Pero ella ya sabía la verdad, sabía que en su caso no había falta de luces. Era mayor para ser adoptada, pero no tonta. Tenía que esperar, esperar el momento oportuno para dejar atrás aquel teatro de secretos, intereses y conveniencias que habían tejido a su alrededor. Algún día saldría al mundo de verdad y entonces su vida comenzaría a tener sentido. Pensando en ello cerró los ojos, con la cabeza morena apoyada en la almohada, y soñó con ser mayor y tener alas. Alas para volar libre.

2 Conejo

Secretos a golpes

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