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CAPÍTULO SEIS

AQUÍ MANDO YO

Ignacio Besteide apuró de un trago su copa de orujo. Formaba parte de su actividad como ganadero y tratante: los acuerdos comerciales se cierran con un apretón de manos en la feria, pero se firman en el bar, frente a una copa y con un buen puro en la boca. Así había sido siempre y así debía seguir siendo. Septiembre era fecha obligada para el negocio: la feria de Fonsagrada reunía los mejores ejemplares de vacuno que se podían encontrar en el país. Las frisonas, fantásticas productoras de leche traídas de Holanda, eran las estrellas del cotarro y él acababa de vender dos buenas vacas, sacando un jugoso beneficio por ellas. Eso había que mojarlo pero, como de costumbre en los últimos años, se le había ido la mano con la celebración. Aunque, claro, no estaba tan borracho como para no poder conducir hasta su casa. Era un hombre, podía aguantar el alcohol, la carretera y lo que hiciera falta. Se vestía por los pies, «tenía cojones», no hacía falta más.

Lo de ser ganadero le había venido por herencia: era el único hijo varón que había tenido su padre. El establo, el tractor, los campos, la casa y los animales, todo le fue dado a él porque lo natural era que fuera él quien lo heredase. Su progenitor ya se había encargado de casar a sus hermanas para dejarlas bien colocadas. Evidentemente, si se hacía una valoración objetiva de lo que había recibido Ignacio respecto de lo que heredaron ellas, lo suyo era mucho más. Pero ellas eran mujeres y las mujeres podían trabajar con las vacas y en los campos, pero ni mucho menos soñar con ser sus propietarias. Ellas están para faenar, fregar, guisar y abrir las piernas, no para mandar. Para eso fue creado el hombre, lo decía la Biblia, lo decían los curas, lo decía el Generalísimo y era más que sabido. Solamente de pensar en una mujer haciendo tratos con los otros ganaderos para vender un animal o para organizar una monta con el semental, le entraba la risa. Era de todo punto ridículo.

Con el fajo de billetes en el bolsillo de su americana de paño, Ignacio fue a buscar su coche. Él fue uno de los primeros del pueblo en tener automóvil propio. Lo compró bien llamativo, amarillo con dos rayas grises longitudinales que le daban un aire deportivo. Era un Seat 1400 que había hecho traer de Barcelona el año anterior, en 1955, apenas las primeras unidades de ese modelo salieron de la fábrica; no encontró automóvil más adecuado a su carácter ostentoso y prepotente. Así, por allá por donde pasara todos sabrían que Ignacio Besteide había salido de feria, de copas o de putas. En toda la provincia de Lugo le conocían bien, era generoso invitando en los bares, tanto más cuanto más borracho estuviese, y no había club de alterne donde las chicas no supiesen de él. Las mujeres más expertas avisaban a las nuevas pupilas cuando le veían entrar: «ojito con Besteide. Si te vas con él trátalo bien porque tiene la mano larga». Por eso cuando asomaron su mentón prominente y sus ojos vidriosos por la puerta de El Cisne, su local favorito, la madame trató de endilgarle un par de whiskies más antes de que subiese para montar torpemente a la chica que estuviese libre: cuanto más ebrio y confuso, menos daño a la mercancía.

Al ser domingo, a pesar de lo temprano de la hora, el local estaba lleno. Todas las lámparas rojas, con sus flecos igualmente carmesíes, esparcían luz mortecina sobre las mesas lacadas en negro y ocupadas por los clientes. Camareras semidesnudas pululaban entre las butacas con las bandejas llenas de copas de coñac de garrafón y falso bourbon con mucho hielo. Los parroquianos no se relacionaban entre ellos aunque se conocieran. De hecho la mayoría se conocían. Apenas se saludaban con un ligero gesto de la cabeza al pasar unos junto a otros en el salón. Allí se iba a lo que se iba, para hablar estaban el bar y las partidas de mus, no la casa de putas. Y lo que pasaba allí dentro no se contaba fuera, era una norma no escrita que todos aquellos «caballeros» respetaban. Muchos de los presentes aquella tarde eran también ganaderos que venían del recinto ferial con los bolsillos llenos de billetes frescos, ávidos de disfrutarlos antes de volver a sus hogares con sus esposas. El ambiente, sórdido y lleno de humo, casi se podía cortar.

Casi todas las «otras» chicas, las que no servían copas, estaban trabajando arriba, en los dormitorios, de modo que apenas había ninguna en el salón. Mencía, la prostituta de los grandes pechos y los lunares en la barbilla, hizo una mueca de desagrado cuando vio a Ignacio, con su pelo negro y su puro maloliente entre los dedos, la corbata de rayas aflojada y el cinturón desabrochado, sentado en una de las butacas rojas de terciopelo. Lanzó una mirada suplicante a la madame, a la que esta contestó con un enérgico gesto que quería decir «te toca, no hay discusión». La última vez que tuvo que subir a hacerle un servicio él estaba tan bebido que ni siquiera consiguió una erección aceptable. Se empleó a fondo, con toda su experiencia de puta curtida en mil batallas, pero fue inútil. Frustrado y herido en lo que más estimaba, es decir, su virilidad, Ignacio había orinado sobre la mujer. Solo de pensarlo a Mencía se le erizaba el vello. «Zorra inútil, tú tienes la culpa. Si no sabes complacer a un hombre dedícate a otra cosa o métete monja», le había dicho. Aún recordaba con asco su aliento apestoso y etílico sobre ella, sus movimientos torpes y sus insultos. Con un suspiro de resignación, la meretriz se soltó la bata de rayón que la cubría para dejar entrever su ropa interior negra y se acercó a él. Hedía a alcohol y a farias, a mierda de vaca y grasa rancia tapada con loción de afeitar, pero aun así le pasó el brazo sobre los hombros y se sentó en sus rodillas.

—Hola, guapo. ¿Qué tal te han ido los negocios hoy?

—De cojones, rapaza. Vamos arriba y pórtate bien que a lo mejor te doy propina. Y dile a tu jefa que no me eche tanta agua a los whiskies, que no estoy tan mamado como para no darme cuenta de que siempre trata de estafarme.

Después hundió el hocico en el escote de Mencía mientras esperaba a que otro cliente dejase una de las camas libres.

Cuando salió de El Cisne se puso de nuevo al volante de su coche para ir a casa. Debían ser más de las nueve de la noche y llovía con fuerza. Laura seguramente tendría la cena ya preparada. Apenas se tenía en pie cuando llegó; la esposa había acostado al pequeño Nacho, que aún no andaba, y se había sentado a esperar a su marido. Tenía hambre, pero no se habría atrevido a cenar antes de que llegara él, aunque fuese a una hora indecente; la última vez que lo había hecho se había ganado un castigo difícil de olvidar. Aquella fea noche de escalofriante recuerdo también había bebido, venía con la bragueta abierta y el pelo revuelto, eran más de las doce y ella, cansada de esperarle, había cenado y se había acostado. Estaba ya tan avanzada en su embarazo que apenas se veía los pies, pero él la hizo levantar de la cama a empujones. «A tu marido le pones la cena caliente en la mesa y le esperas a cenar. A tu marido le sirves porque para eso te casaste, holgazana asquerosa, si no estuvieras preñada te metía una paliza que te ibas a enterar, vaga de mierda. ¡Aquí antes que yo no come ni el perro! ¿Me has entendido?» Laura, sumisa y obediente, se había levantado con dificultad, había calentado la cena, había puesto la mesa y le había servido. Después había recogido el plato y los cubiertos, los había lavado, y antes de poder acostarse le había tenido que hacer una felación tratando de disimular el asco que sentía: él no quería penetrarla por si dañaba al niño, pero sin su ración de sexo no se iba a quedar, que para eso se había casado. A Laura ya le daba igual: con no recibir ningún golpe se daba por contenta, pero cuando él eyaculó en su boca sintió una poderosa arcada y vomitó sobre el mismo suelo en el que estaba arrodillada. Ignacio estrelló su puño cerrado contra el ojo derecho de su mujer, rompiéndole el pómulo y produciéndole un derrame que hizo que en dos semanas no se atreviese siquiera a salir de casa. «¿Te da asco tu marido? ¡Puta! ¡Lo que yo te dé a tragar, te lo tragas! Maldita seas, ¿quién me mandaría a mí casarme con semejante burra? Seguro que te follas hasta al cartero, pero tu marido te da asco, ¿verdad? Ya te enseñaré yo a ti lo que es estar casada y obedecer. Y por tu bien espero que la criatura que llevas dentro sea un varón, porque como sea otra guarrilla como tú, por mis cojones que os mato a las dos, ¿está claro?» Después de aquella noche jamás habría osado cenar antes que él. Por eso en cuanto oyó la llave en la puerta todos sus sentidos se pusieron en alerta, se levantó aprisa para que la encontrase en la cocina y no sentada (eres una puta holgazana), se puso el delantal (ponte el uniforme de trabajo, a ver si vas a manchar la ropa que yo te compro) y fingió una sonrisa para él (a tu marido ponle siempre buena cara si no quieres que te la parta) mientras rezaba para que no quisiera besarla.

Se había casado con aquel hombre porque «era un buen partido», según su padre. Con lo que había heredado y sabiendo trabajar con las vacas desde niño, amén de su capacidad de relaciones públicas, parecía el marido ideal para una joven como Laura. Ella era la hija de Antonio, el del colmado, un comerciante hecho a sí mismo y con unas inmensas ganas de medrar; casar a su hija mayor con un ganadero de renombre como Besteide le reportaría múltiples beneficios. Por eso se la ofreció. Ella no dijo nada, la habían educado para pensar que el amor no es estrictamente necesario antes de pasar por el altar sino que también puede llegar a través de la convivencia. Así fue entre sus padres y así sería para ella. Además, las órdenes de un padre no se discuten: se obedecen y punto. El día que se lo presentaron incluso llegó a resultarle atractivo: era alto y fuerte, moreno, de pelo en pecho, la piel cetrina, bien plantado y curtido por el trabajo. Tenía fama de ocurrente y gracioso, era conocido en toda la provincia y no había nadie del negocio de las vacas que no gustase de compartir mesa y un trago de vino con él. Fuera de casa era un hombre encantador. Lo malo comenzaba cuando llegaba al hogar y cerraba la puerta tras de sí, pero cuando alcanzase a descubrir eso ya sería demasiado tarde para ella.

Solo tenía veinte años cuando la vistieron de novia, y para Laura Marín, que no había estado a solas con ningún hombre en su vida, que no había tenido ningún novio antes de Ignacio Besteide y que nunca había salido de su pueblo ni de la sombra de su madre, el verse convertida en una mujer casada la llenaba de ilusión, pero le daba un poco de miedo. La habían criado para ser esposa y madre, sabía coser, guisar, era piadosa y obediente. Se había esforzado en mantenerse delgada, en protegerse del sol para conservar la piel blanca y en tener una melena larga y sedosa, como hacían las hijas de buena familia de Madrid que había visto en el periódico a veces. Era una de las muchachas más bonitas y discretas de la zona, y con eso y la dote que su padre podía aportar sería suficiente para cazar al que creían el «soltero de oro» del lugar. Creyó que podría llegar a enamorarse de Ignacio, creyó que todo iba a ser como en los meses en que él la cortejó, siempre en compañía, jamás sin luz ni sin carabina. Sabía que tendría que atenderle a él, aprestar su ropa, limpiar su casa, cocinar sus comidas y darle hijos, sabía que tendría que cumplir con su «obligación matrimonial» en la cama (aunque tuviera una idea un poco vaga de ello porque nunca nadie le había explicado la mecánica del asunto) y ser paciente con él, ayudarle con los animales en caso de necesidad, y creyó que él correspondería a sus cuidados con amor. ¡Con amor! ¿Qué menos? Pero no fue eso lo que encontró cuando él la empujó a la cama y le levantó la falda del vestido de novia. Ni siquiera esperó a que ella se preparase ni a que se pusiera el camisón que con tanto esmero había bordado para estrenarlo en la «mágica» noche de bodas. No le dio opción a tomar un simple vaso de agua para apaciguar los nervios ni le dedicó un beso, una caricia, una palabra tierna. «Llevo meses aguantándome las ganas con tu madre pegada al culo como una ladilla para vigilar que no te tocara. Ignacio Besteide no está acostumbrado a esperar». Desde aquella negra ocasión en que se quitó sola el vestido y se lavó los restos del apresurado asalto, tan alejado de lo que ella había soñado, mientras él ya roncaba la borrachera del banquete nupcial tumbado de bruces sobre la cama de matrimonio, Laura no pasó un solo día sin llorar.

Durante los primeros meses de su convivencia apenas la golpeó. Era duro con ella, exigente, pero sin demasiadas agresiones físicas graves. Todo en ella parecía molestarle, todo lo hacía mal, nada estaba a su gusto: ni las comidas, ni el planchado de las camisas, ni la limpieza de la casa, pero aún era soportable. Laura, en una visita a sus padres, había aprovechado unos instantes en que se quedó a solas con su madre para preguntarle si aquello era lo normal: que no fuera cariñoso, que a veces la insultase, que hubiese llegado incluso a abofetearla, que no le permitiese ver a su familia si él no estaba delante. «Hija, las mujeres no tenemos más remedio que conformarnos con lo que nos toca. Ya estás casada, hay que aguantarse. Esfuérzate más por tenerle contento, procura no irritarle y así quizá se ablande su carácter. También tu padre, al principio, decía que las comidas no estaban tan buenas como las de su madre, pero luego se acostumbró. Esos roces son normales, de empezar a vivir juntos». Normales. Aguantarse. Esfuérzate. Conformarnos. Exactamente las mismas palabras que escuchó de labios de don Carlos, el cura, cuando fue a confesarse. Nadie pensaba ayudarla. Después, el día a día fue haciendo que su marido subiese, uno a uno, los escalones de la violencia. Un golpe, luego dos, un insulto, otro peor, hasta hacer de cada conversación un violento monólogo, de cada noche un castigo, de cada encuentro sexual una desagradable agresión, de cada día una tortura. A veces, cuando pasaba por la plaza y los hombres que tomaban el sol a la puerta del bar la veían taparse para disimular un ojo morado o un labio roto, comentaban entre ellos: «Besteide ya le ha vuelto a dar lo suyo a la parienta». Lo suyo, qué ironía. Como si fuera lo natural. Estaba sola ante un monstruo contra el que no podía luchar.

Las cosas mejoraron algo cuando ella le dijo que se le estaba retrasando el periodo. Solo entonces el colérico Ignacio sujetó algo su ira para no malograr a la criatura que venía. «Va a ser un machote, seguro. Como su padre. Él me ayudará a llevar el negocio, cuidará conmigo del ganado y, cuando sea mayor, modernizaremos la estabulación y el ordeño con esas estaciones automáticas que han inventado los alemanes. Yo le enseñaré cómo hay que tratar a las vacas y a las mujeres, que son las dos razas de animal más estúpidas que existen». Laura, al oírle, bajaba la cabeza y rezaba para sí misma: «Por favor, Dios, que sea un niño, porque como sea una niña es capaz de matarme». Por fortuna para ella, después de un larguísimo parto atendido en casa por la matrona del pueblo, lo que alumbró fue un varón. Besteide, en cuanto se lo dieron, lo despojó de los pañales para examinar sus atributos. «Así me gusta, con unos buenos cojones, como tu padre». Y sin dar siquiera un beso a su esposa, que yacía en la cama agotada y débil por la brutal pérdida de sangre, se marchó al bar a celebrarlo con los amigos. Tardó dos días en volver.

Laura pensó que quizá la llegada del tan deseado hijo la elevaría a los ojos de su marido, que la respetaría un poco más. Pero fue al contrario. Ignacio comenzó a sentir unos celos terribles del recién nacido y no podía soportar que ella dejase cualquier cosa que estuviese haciendo para ir a darle de mamar, cambiarle los pañales o acunarle. En cuanto el niño despertaba y comenzaba a llorar, su padre detenía el gesto de Laura de ir a atenderlo dando un violento puñetazo en la mesa. Tenía que esperar su permiso si no quería recibir algún castigo. «Irás cuando termines de servirme la comida. El jodido crío tendrá que aprender a esperar a que los mayores acaben de comer». Ella apretaba los dientes y no decía nada. No tenía sentido suplicar, su marido no tenía piedad ninguna. Llegó a dudar que tuviese corazón. Por las noches era aún peor: si el bebé lloraba y le despertaba se ponía furioso, de tal modo que muchas noches las pasó Laura sentada en una silla de la cocina con el niño en brazos para que él durmiera. Era mejor eso que tenerlo de mal humor todo el tiempo porque si él tenía un mal día, no habría loción de árnica suficiente en las boticas de toda la comarca para aliviar la colección de morados que florecerían en el cuerpo de ella.

En poco tiempo la situación llegó a un extremo insostenible. Si el niño mamaba de un pecho, Ignacio exigía mamar del otro. Si lloraba, sujetaba a Laura por una de las muñecas para obligarla a permanecer en la cama junto a él y que dejase llorar al bebé hasta la extenuación; si le suplicaba que la dejara ir a consolarle, se quitaba el pantalón del pijama para obligarla a «cumplir con su obligación matrimonial» y se recreaba en ello mientras Laura aguantaba el dolor sin ser capaz ya siquiera de fingir excitación alguna, tratando de contener las lágrimas, porque si la veía llorar posiblemente sería aún más duro penetrándola. Y después, cuando él terminaba, pedía permiso, se levantaba y tomaba en brazos al niño, temblando, incapaz de controlar los sollozos que se mezclaban con los del pequeño Nacho, que se aferraba a su pecho hiriéndola al mamar con tanta ansia.

Afortunadamente había comenzado por fin la época de ferias y montas, Ignacio estaba fuera de casa muchos días y Laura pudo al fin respirar tranquila. El niño ya tomaba papillas y dormía toda la noche de un tirón, gateaba con energía incansable y todo parecía funcionar un poco mejor. Hasta la noche de domingo en que él llegó de Fonsagrada borracho y con ganas de continuar la fiesta.

Cenó con auténtica glotonería la dorada tortilla de patatas que Laura había terminado de cuajar un rato antes, en cuanto le oyó llegar. Si no estaba recién hecha era capaz de estrellarla contra la pared, no sería la primera vez. Ella comía a su lado, en silencio, esperando no cometer ningún error que la hiciera merecedora de un castigo. Él se sirvió un nuevo vaso de vino tinto.

—¿No me preguntas qué tal me ha ido en la feria?

—Claro, Ignacio —respondió, sumisa—. Perdona, estaba pensando en mis cosas. ¿Qué tal te ha ido la feria, cariño? ¿Vendiste bien los dos animales que llevabas?

—Por supuesto, estúpida. ¿Con quién te crees que estás hablando? Soy el mejor criador y el mejor tratante de la provincia y el negociante con más huevos de todo Lugo. No me podía ir mal.

—Perdóname, cariño. No me expresé bien, no dudaba de ti. ¿Fue agradable la comida con tus amigos? —Laura y su voz se iban haciendo pequeñas en la silla a medida que hablaba. No había querido hacerle enfadar.

—Pues ya que lo preguntas, sí. Mucho. La fulandanga del bar de Castro cocina la ternera bastante mejor que tú. Debí casarme con ella y no contigo, que ni un arroz con leche decente sabes hacer. Además, tiene un culo estupendo, para perderse en él —continuó, mientras hacía con las dos manos un gesto grosero—. No como el tuyo, que estás más escurrida que la mojama.

Laura intentó desviar la conversación; sabía que cualquier cosa que dijera le iba a traer consecuencias, de modo que trató de distraerle cambiando de tema.

—Hoy el niño se puso de pie él solo. Se agarró de una silla, lo intentó varias veces y al fin lo consiguió. Mi madre… —La mujer detuvo en seco la siguiente palabra que iba a pronunciar. Acababa de meter la pata y lo sabía. Él le tenía prohibido ver a su familia si no estaba presente para controlar lo que les decía y lo que no. E Ignacio, aunque estaba borracho, no pasó por alto el error.

—¿Tu madre? ¿Tu madre qué? Ha estado aquí, ¿verdad? Aprovechando que yo no iba a venir en todo el día te ha faltado tiempo para llamar a tu mamá y hacer que viniera para contarle lo malo que es tu marido, ¿verdad? —Se puso de pie violentamente y volcó la mesa de la cocina, con el consiguiente estrépito de vidrios rotos—. ¿A ti cómo hay que decirte las cosas? ¡No quiero que vengan si no estoy yo! ¡Antes que su hija eres mi mujer, y harás lo que yo diga! ¿Entiendes? —tronó.

—No han venido, Ignacio, déjame explicarte. Quería decir que mi madre ya me había prevenido de que en cualquier momento el niño se pondría de pie él solo, no me has dejado acabar la frase —quiso encogerse hasta desaparecer—. No han venido, cariño, no te enfades, por favor.

Tarde. El mecanismo de la furia ya estaba en marcha. El primer golpe lo recibió en la boca. Sintió de nuevo el sabor metálico de la sangre. No se atrevió a llorar.

—¿Te crees que soy imbécil? ¿Cómo cojones voy a confiar en ti si le abres la puerta a cualquiera en cuanto me doy la vuelta? ¡He dicho que aquí no entra nadie si no estoy yo, y nadie es nadie! —Otro golpe, esta vez sobre la oreja izquierda. Laura sintió el estallido de dolor y un zumbido sordo que se apoderaba de su oído. El zumbido subía y bajaba de intensidad con el bombeo de sangre de su corazón, que latía desbocado por efecto del pánico. Pensó en su hijo—. Hoy han sido tus padres, ¿y los otros días? ¿A quién más le abres la puerta? —La cogió del pelo para obligarla a levantarse de la silla en la que permanecía acurrucada para después empujarla contra la pared de azulejos de la cocina. Una mancha de sangre de su boca quedó impresa, como una flor aplastada, sobre el alicatado blanco—. Seguro que te follas a todo el que se acerca por aquí. Al repartidor de los piensos —el puño contra el pómulo, los huesos rotos—, al del camión cisterna que viene a por la leche —el puño contra el costado, la respiración entrecortada, las rodillas ya en el suelo lleno de trozos de vajilla, restos de comida y vino mezclados con su sangre—, al veterinario…

El pequeño Nacho se despertó y comenzó a llorar llamando a su madre. Ella, en el suelo, trataba de cubrirse inútilmente de la tormenta de golpes que Ignacio, ciego de cólera y celos, soliviantado por el alcohol y espoleado por el llanto del niño, dejaba caer sobre ella como una granizada furiosa y destructora. Mientras, él seguía bramando, completamente descontrolado. «Puta, más que puta, seguro que todo el mundo se ríe de mis cuernos y tú te los follas a todos riéndote también, eres una maldita guarra, mira en qué me has convertido, en un jodido cornudo de mierda al que nadie respetará nunca más, inútil, zorra, puta, mentirosa, te vas a pudrir en el infierno, traicionarme a mí, que te hice mujer, te hice madre y te mantuve, me las vas a pagar, zorra de mierda…». Ella casi no le oía ya. Su salmodia era como un eco lejano que apenas le llegaba al cerebro. Se asfixiaba por efecto de las patadas, que le habían fracturado varias costillas. Los huesos clavados en el pulmón le llenaron las pleuras de líquido y sangre, tenía la nariz también rota y ensangrentada, no había forma humana ya de respirar. El dolor era monstruoso, pero intuyó que terminaría pronto. Él, mientras tanto, ciego, sordo, fuera de sí, continuaba pateándola con saña. El oxígeno ya no llegaba al cerebro, el corazón bombeaba a toda velocidad sangre envenenada por todo su cuerpo. Las neuronas morían por millares cada segundo. Pensó en su niño con los últimos hilos de lucidez que le quedaban. Intentó pronunciar el nombre de su hijo, de su amado trocito de vida, pero de su boca solamente salió un vómito de sangre seguido de un agónico gorgoteo.

Ignacio Besteide tardó un rato largo en darse cuenta de que ya no estaba golpeando a su esposa, sino a un cadáver. Solo cuando tuvo la certeza de que la había matado fue cediendo en la intensidad de sus patadas hasta detenerse. Después se sentó en el suelo junto al cuerpo, hiriéndose con un trozo del plato de su cena. Desorientado, enterró la cara entre las manos y se echó a llorar. «¿Ves lo que me has obligado a hacer, puta? ¡Todo esto es por tu culpa! ¡Por tu culpa!». Pasados los primeros minutos de desconcierto, el hombre se fue a dormir la borrachera al sofá, dejando el cuerpo de Laura tirado en la cocina en la misma postura en que había quedado después del último golpe, haciendo caso omiso del niño, que no dejaba de llorar agarrado a los barrotes de la cuna. Por la mañana, cuando se hubo despejado, se duchó, se afeitó y se vistió. Pensó en darle algo al crío, pero no sabía qué, de modo que cerró la puerta de la habitación y lo ignoró. Ya se haría cargo de él alguien más tarde. Él tenía que ir a ordeñar las vacas, como todos los días.

No le llevó más de dos horas la tarea, pero tuvo tiempo suficiente para decidir lo que haría a continuación. Sacó el cadáver de Laura hasta colocarlo en la puerta del cobertizo; era necesario quitarla de enmedio para poder arreglar aquel «inconveniente». Limpió concienzudamente la cocina, incluida la mancha de sangre de la pared. Tiró los trozos de loza y los cristales rotos al estercolero del patio de atrás, puso la mesa en su sitio y buscó las llaves del tractor. Cuidadosamente, sacó el monstruo agrícola marcha atrás hasta pasar por encima del cuerpo con las enormes ruedas, detuvo el motor y se bajó del vehículo. Por último dio varias vueltas al patio corriendo para provocarse una agitación respiratoria que resultase convincente, entró en la casa, descolgó el teléfono y llamó a la Guardia Civil pidiendo auxilio. «Ayúdenme, he atropellado accidentalmente a mi esposa».

Secretos a golpes

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