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CAPÍTULO DOS

INÉS, INÉS, INESITA, INÉS

El timbre de la casa cuna rugió de madrugada. La hermana Javiera, veterana ya en la atención de la portería, sabía de sobra que el sonido de la campanilla a tan intempestiva hora solamente podía anunciar dos cosas: dolores de parto o una criatura muerta de frío abandonada en el suelo. Se levantó, malhumorada, buscando sus gafas de miope sin las que le era imposible desenvolverse; una vez las tuvo ajustadas sobre la ancha nariz picada de viruelas tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz y cubrió su viejo camisón de franela con una gruesa toquilla de lana para ir a abrir. Ni siquiera se molestó en quitarse la redecilla con que protegía durante la noche los caracoles rebeldes de su cabello casi blanco. Los huesos añosos ya no estaban para tanto trote. No, al menos, en los duros inviernos palentinos. Otra cosa sería si la hubiesen destinado a su tierra, San Sebastián, donde la cercanía del mar siempre suavizaba un poco las temperaturas. Pero habían tenido que enviarla a trabajar allí, donde el viento helado de la meseta ponía dolores en todos los rincones de su anatomía y pitidos, resuellos y fatigas entre sus gastadas costillas.

Se calzó y caminó hasta la puerta desde su celda, la única aneja a la portería. Era una habitación muy similar a las del resto de las hermanas: un espacio cuadrado con las paredes desnudas y pintadas de blanco, con una sencilla cama de madera, una mesilla, un flexo de aluminio para las últimas lecturas antes de dormir y las primeras del alba, un armario pequeño, una cruz de madera colgando de una alcayata sobre la cabecera del lecho y una solitaria y desnuda bombilla en el techo para ahuyentar un poco la oscuridad de la noche. Una monja no debía, en teoría, necesitar mucho más. El pasillo, oscuro, desangelado y lúgubre, estaba helado en comparación con la blanda tibieza del lecho que acababa de abandonar. La escasa distancia hasta la entrada constituía casi una travesía por terreno polar. Todo estaba en silencio, no se oía más ruido que el silbido del viento colándose por las rendijas; el ala de la casa donde tenían lugar los partos, el nido y las habitaciones de los críos estaban separadas del área en que residían las hermanas, y varias puertas cerradas aislaban ambas zonas. Además, a aquellas horas casi todos los habitantes de la casa cuna, excepto la religiosa de turno de la enfermería, estaban durmiendo.

Refunfuñando algo sobre los renglones torcidos y derechos del Señor, la hermana Javiera supuso que traían un recién nacido: el timbre solamente había sonado una vez. Una parturienta llama con desesperación, sin prudencia alguna, dejando el dedo pegado al pulsador, hasta que alguien la socorre y la recoge en un momento tan vulnerable. Sin embargo, quien deja un niño inconveniente suele dar un timbrazo y salir corriendo para no ser visto cometiendo un acto tan vergonzoso.

Con la torpeza inevitable de su larga edad, la religiosa descorrió los cerrojos de la gruesa puerta de madera oscura. Un cierzo mortal le acuchilló la cara al abrir; calculó que habría, al menos, cuatro o cinco grados bajo cero en la calle desierta. En el suelo, sobre el felpudo, lo esperado: un fardo con algún crío ilegítimo, un hijo del pecado llorón y latoso al que criar y al que buscar una familia. La hermana Javiera deseó, una vez más, haberse hecho clarisa, como dos de sus ocho hermanas. Así habría podido vivir en clausura, haciendo pasteles y yemas de ángel, y no quitando mocos y cambiando pañales, y mucho menos atendiendo parturientas solteras, prostitutas, amantes ilícitas y demás. No era lo suyo, desde luego, pero era lo que Dios le había encomendado como trabajo y no le quedaba más remedio que aceptarlo.

Se agachó, venciendo la resistencia del lumbago y la obesidad, y recogió del suelo el bulto inmóvil. Quizá la criatura estuviese ya muerta, el frío no conocía la clemencia y no sería la primera vez que, en lugar de una pequeña vida, encontrase en el umbral un diminuto carámbano helado. Sin querer mirar el contenido de aquel fardo caminó hasta la enfermería, donde la hermana Carmen estaba de guardia.

—A la paz de Dios, Carmen —saludó, desganada, la vasca.

—Que con nosotras sea, hermana —le contestó la otra con su dulce acento gallego—. ¿Qué me traes? Espero que no sea otro parto, con el de esta tarde ya tuve suficiente, la neniña quedó desgarrada de abajo arriba, costóme horrores coserla —se lamentó.

Carmen, con su bata y su cofia blancas de matrona, era una de las monjas más expertas en aquellas lides pese a su juventud. Había perdido la cuenta de las mujeres a las que había atendido y de los niños a los que había ayudado a nacer; sin embargo, tantas vidas que pasaron por sus manos no fueron capaces de agotar su sentido de la piedad, que era enorme. Compadecía a cada madre sola, a cada chiquilla aterrorizada que se tendía en la camilla empujando a una nueva vida a la que no vería crecer, a cada bebé que se le moría, a cada criatura que se entregaba en adopción. Sentía compasión y ternura por todos ellos. Era la única de las monjas en aquella casa cuna a la que los niños podían ver como a una madre. Su trabajo consistía en asistir a las parturientas, atender a los recién nacidos allí y a los que les traían de fuera y no hacer preguntas. Los años habían enseñado a aquella lucense pequeñita y morena que, en asuntos como los que ellas atendían, cuanto más se sabe, peor. No le interesaba, por tanto, si la muchacha que gritaba en el potro era soltera o casada, si quien la tumbó en el colchón nueve meses atrás era su novio, su primo o un cliente. Para ella no era más que una mujer que se había equivocado y que en el pecado iba a llevar la penitencia: dar a luz un bebé que quedaría en la inclusa hasta que alguien lo quisiera adoptar y del que nunca más sabría nada. No imaginaba sufrimiento mayor para nadie que toda una vida de dudas.

—Es una criatura, pero no he mirado. Me da miedo. Hace un frío del demonio, no entiendo cómo se atreven a dejar los niños así, en plena noche. Tanta prisa en deshacerse de ellos, pues. Lástima que la gente no rezara más y fornicara menos.

La hermana Carmen, con gesto experto, le cogió el bulto de las manos para valorar el estado de la criatura, sin perder por ello la ocasión de reconvenir a la hermana portera, con la que no se llevaba demasiado bien.

—Déjeme con el rapaz y vuélvase a la cama, Javiera. Y rece usted por ellos, que para eso se hizo religiosa. Non es nuestro traballo juzgar, sino ayudar. Esta pobriña criatura non tene culpa de lo que sus padres hicieran o dejaran de facer. Ande, yo me ocupo.

Una vez la hermana Javiera hubo desaparecido por el oscuro pasillo con su paso torpe y vacilante y su murmullo de eterna protesta, Carmen comenzó a desatar la manta que protegía al pequeño. La carita amoratada hizo a la monja temer lo peor; encendió la estufa, despojó al bebé de los trapos en que estaba envuelto y comenzó a masajear su pecho mientras le hablaba con dulzura. Tenía el cordón todavía colgando, atado con un cordel basto. No debía hacer ni dos horas que la parieron. Era una hembra.

«¡Asístame Nuestra Señora de los Ojos Grandes! Vamos, rapaciña, venga, reacciona —la animaba mientras frotaba con sus manos, menudas y hábiles, los miembros de la niña—. Venga, pequeña, venga, que yo te cuido, pero tenes que xorar, meniña». La criatura permanecía yerta, aterida, apenas respiraba. Continuó dándole calor mientras voceaba para despertar a su ayudante, una novicia de inteligencia algo limitada a la que, veinte años antes, ella misma ayudó a nacer en el paritorio contiguo.

—Ángela, despierta y prepara un biberón para recién nacido. Tenemos una inquilina nueva, pero no sé si saldrá adelante. Muertiña de frío nos la han dejado a la puerta, con la helada que está cayendo —la monja hablaba sin parar de frotar la piel del bebé; dio la vuelta a la niña para calentarle la espalda—. ¡Vamos, muévete, muller!

La joven novicia se incorporó hasta quedar sentada en la camilla en la que se había acostado a descansar. Era un poco lenta de entendederas, seguramente como consecuencia de la consanguinidad: la muchacha que la había dado a luz, dejándola luego al cuidado de las monjas, dijo que el autor de la preñez era su propio padre, de modo que no era de extrañar que a Ángela le faltase un hervor. Ingresar en la orden como novicia había sido su única salida al crecer, nunca había conocido otro ambiente que el de la casa cuna ni más madres que las monjas. Con su discapacidad mental nadie quiso adoptarla, ningún colegio la admitió interna, casarla habría sido imposible y tampoco habrían conseguido colocarla como criada en casa alguna, de modo que la empujaron a la vida religiosa para protegerla del mundo exterior. La propia hermana Carmen terminó de convencerla un par de años atrás. «Mira, Ángela, yo sé que ahí fuera no hay sitio para ti. La gente se burla y abusa de las niñas como tú, e non quero verte en mi mesa de partos como veo a las otras, sola y engañada, o peor, procedente de un burdel. Toma os hábitos, te enseñaré a atender os nenos y me ayudarás aquí. No te faltará techo ni comida; sirviendo a Dios serás mucho más feliz que de ninguna otra manera». Ángela, con sus ojos pequeños y su inocencia inmensa, había aceptado. Ya sabía lo que era el desprecio, el resto de niños a los que había conocido no habían perdido ocasión de mofarse de su retraso. Conocía el abandono y la crueldad, de modo que Dios y las monjas eran su camino más fiable.

Sacudiéndose el sueño, Ángela cogió una de aquellas botellas de vidrio que tenía hervidas bajo unas gasas limpias, calentó el agua y le añadió la medida de polvos que correspondía. Después ajustó una tetina pequeña de goma, vertió unas gotas sobre la cara interior de su muñeca y le entregó el biberón a la Hermana Carmen. Mientras esta trataba sin éxito de alimentar a la niña, la novicia se quedó mirando el cuerpecillo de la recién nacida. Debía ser, como mucho, sietemesina.

—Madre, qué pequeñina es. Mire, mire qué cara más redondina y cuánta pelusilla tiene en las mejillas. Parece un albaricoque —comentó con su habitual sonrisa boba—. ¿Cómo se llama?

—¿Cómo diantres quieres que sepa yo cómo se llama? —rezongó la monja—. Anda, llégate a la ropería y trae gasas y una toquilla gruesa para vestirla. Non sé si sobrevivirá, ha pasado mucho frío y non está acabada de hacer del todo. Tal vez la muller que parió aquí esta tarde acceda a darle pecho un par de veces antes de marchar, mejor calostro que leche de bote. Mientras tanto, y por si acaso, calentaré un poco de agua para darle un bautizo rápido en o fregadero. Si se va, que sea cristianiña, no quede en el limbo por mi culpa.

—Hermana Carmen, ¿traigo el mantón? —preguntó la aspirante a religiosa—. Déjeme que lo intente, ya funcionó la otra vez con aquel chiquillo que no tenía hechas ni las cejas. Sabe que no me importa, no sirvo para otra cosa.

Carmen miró a Ángela con cariño. Siempre le maravillaba el comportamiento de aquella muchacha: tenía la mentalidad de una niña de ocho años y el cuerpo de una campesina, pero también un corazón enorme que hacía que estuviera siempre dispuesta para cualquier trabajo por penoso que fuese. Lo que le estaba proponiendo era cargar con aquella niña prematura y aterida día y noche, atándola desnuda con el mantón a su pecho. Así, dándole su calor todo el tiempo, la piel de una contra la de la otra como una sola, quizá el bebé consiguiera completar su desarrollo y sobrevivir. Eso implicaría dormir mal, trabajar con cuidado, condicionar su vida durante semanas, tal vez más de un mes. Un sacrificio del que solamente es capaz una madre. Una madre y Ángela.

—Tráelo, niña. Y que Dios te bendiga.

Así vivió la criatura sin nombre durante casi ocho semanas: pegada al cuerpo de la novicia, dormida con el vaivén de su ajetreo diario, escuchando sus rezos y sus canciones, calmada con su latido y con su hablar suave, porque buen cuidado tenía la muchacha de no vocear para no asustar al comino que llevaba sobre sus pechos vírgenes. Ángela solamente la separaba de su piel para cambiarla, asearla y dársela a alguna de las mujeres recién paridas para que la alimentase. Después, cuando ya sus fuerzas fueron aumentando, la criatura comenzó a tolerar los biberones, y al fin, una mañana, consiguió abrir los ojos y emitir una especie de gruñido. No era llanto, pero sí un signo más de recuperación. Ganaba peso, el lanugo que cubría sus mejillas había ido desapareciendo y tenía mejor color. Ángela seguía llamándola «mi albaricoque» porque la cara redondita y la nariz minúscula del bebé le seguían recordando a esa fruta, pero la hermana Carmen, que no era de las que cantan victoria a las primeras de cambio, seguía sin dar orden de inscribirla en el registro. Aún temía que cogiera alguna infección o que se descompusiera y muriera. Con los prematuros nunca se sabía.

Al fin una tarde, cuando la separaron de su «ángel de cría» para bañarla, hizo un mohín, abrió los brazos y se echó a llorar con fuerza. Lloraba, y las dos monjas, en cambio, reían. Ahora sí estaban seguras: la niña viviría. Ángela la lavó, la secó deprisa y se la ató al pecho para su última noche juntas mientras le cantaba una canción infantil, la que a ella más le gustaba, con su voz de campo palentino y cuna prestada:

Tres hojitas, madre, tiene el arbolé, la una en la rama, las dos en el pie, las dos en el pie, las dos en el pie. Inés, Inés, Inesita, Inés, Inés, Inés, Inesita, Inés…

Al día siguiente, concretamente el 19 de marzo de 1940, le adjudicaron un lecho y fue inscrita en el registro con el nombre de Inés. Parecía natural llamarla así, dado que ya toda la casa asociaba la presencia de la novicia con la niña a cuestas a esa canción que Ángela repetía una y otra vez mientras fregaba los interminables pasillos, hacía las camas de los pequeños o abastecía los armarios de la enfermería y el paritorio. Sobre el apellido que ponerle no había dudas: Expósito. No tenía linaje, era un ser de desecho, una vida que alguien no quiso, y por ello había que marcarla con ese Sambenito. Los Expósitos lo eran hasta que alguien tenía piedad de ellos, los adoptaba y les dotaba de apellidos de verdad. O, en el caso de las mujeres, hasta que se casaban y tomaban el patronímico del marido. Expósito era una especie de señal de que esa persona no estaba completa, como si hubiera sido culpa suya el terminar en una inclusa, como si tuviera que llevar la vergüenza de un origen poco honroso escrita en su partida de nacimiento y en su cédula de identidad para siempre. No era, desde luego, la mejor manera de comenzar a vivir y a labrarse un futuro, pero era la ley y las monjas la respetaban escrupulosamente. Inés sería Expósito hasta que un hombre, como padre o marido, se hiciera cargo de ella.

Pronto se dieron cuenta de que no era una niña como las demás. No fue la hermana Javiera, desde luego, quien advirtió las cualidades de la chiquilla; ella se ocupaba de la portería, no le gustaban los críos, y como ya tenía una edad estaba dispensada de atender los trabajos pesados de la casa cuna. Pero sí lo percibió la Hermana Mercedes, la superiora, y por supuesto, la Hermana Carmen y Ángela, que eran quienes más trato tenían con ella. La pequeña Inés, tras aquel primer llanto que fue su grito de victoria sobre el desafío de comenzar a vivir, ya no lloró más. Se arrullaba a sí misma en la cuna cuando se sentía sola, cuando le dolía la tripa o tenía hambre; allí llorar no le servía de mucho ya que solamente se alimentaba a los bebés a la hora correcta, se les daba la medida justa, a veces menos por falta de recursos. Se les cambiaba una vez tras cada toma sin importar si se ensuciaban en otro momento, no había brazos para acunar llantos gratuitos ni para consolar encías inflamadas ni cólicos de gases. No era una cuestión de escasa empatía ni de ausencia de piedad. Ni siquiera de falta de instinto maternal porque, tanto la hermana Carmen como Ángela, y de parecida manera la hermana Amalia, o la hermana Joaquina, las otras parteras de la casa, o cualquiera de las religiosas destinadas allí no dejaban de ser mujeres: aunque se hubieran negado a sí mismas la maternidad, el instinto de auxiliar y proteger a un bebé estaba tan impreso en sus genes como en los de cualquier otra hembra de nuestra especie. El problema era la falta de tiempo, el exceso de trabajo y también, en gran medida, el miedo a amar a esos niños para tenerlos que entregar después sin saber cómo y en calidad de qué iban a ser tratados el resto de sus vidas. Por eso, muchas veces, mientras los otros pequeños lloraban hasta herniarse el ombligo reclamando una atención que tardaba en llegar, Inés dormía o se tocaba las mejillas con sus diminutas manos mientras emitía una especie de quedo ronroneo, como de gatito tranquilo, que subía y bajaba de intensidad de un modo que recordaba a los mantras hindúes o los rezos de los indígenas americanos.

Las hermanas atendían a muchas parejas que iban allí a buscar niños ante la imposibilidad de concebir hijos propios; en la mayoría de esas adopciones los pequeños crecerían ignorantes de su verdadero origen, queridos y bien cuidados. Algunos, incluso, si los padres tenían buena posición social y económica, llegarían a tener estudios superiores y serían personas importantes. En esos casos las parejas solían pagar bien para que sus requisitos fueran observados: varón, sano y «no de burdel». Las niñas solamente podían ser futuras esposas y madres, y los nacidos de las prostitutas podían venir con alguna tara oculta por culpa de las enfermedades propias del oficio: gonorreas, sífilis y otras infecciones de transmisión sexual podían mermar la inteligencia de los niños, de modo que eran etiquetados y rechazados por muchos adoptantes. Los críos que ya nacían tullidos o deformes eran derivados a los orfanatos locales en cuanto alcanzaban la edad escolar. Y las niñas, las que tenían suerte, eran adoptadas como hijas por familias con varios varones o por parejas que querían asegurarse alguien que les cuidase en la vejez. Las más desafortunadas eran recogidas para hacer de sirvientas de familias ricas. Pero, en cualquiera de todos estos supuestos, las monjas temían encariñarse con aquellas criaturas para perderlas después. Inés, sin embargo, no tuvo ninguno de esos destinos.

Esa facultad que tenía la diminuta bebé de arrullarse a sí misma, de calmarse sola, era contagiosa. Lo descubrió la hermana Amalia de manera accidental gracias a otro timbrazo de madrugada. El niño venía en una vieja caja de madera que había contenido carretes de hilo, envuelto en una toquilla raída y sucia. Después de lavarlo y alimentarlo buscó una cuna para acomodarlo, pero no encontró ninguna libre. El niño no dejaba de llorar y ella no estaba dispuesta a tenerlo en brazos toda la noche, de modo que lo acostó en la cunita de Inés, que de tan menudita que era aún no ocupaba ni la mitad del espacio. La niña oyó a su compañero y abrió los ojos para mirarlo; el otro, desorientado y aún con el trauma del abandono atravesado en su garganta, lloraba con un desconsuelo conmovedor, pero la monja, impaciente y deseosa de acostarse a descansar, ya tenía callo en los oídos para ese tipo de llantos. No albergaba ninguna intención de malcriarlo acunándolo. Inés tampoco quería ser molestada, de modo que pasó su bracito por encima del pecho de su accidental mellizo, le acercó su cara y comenzó a arrullarle con aquel sonido que solo ella sabía emitir. El niño, poco a poco, fue disminuyendo la intensidad de sus bramidos y su hipo hasta quedar los dos dormidos, tranquilos y abrazados.

La hermana Amalia, cuyos ojos pequeños de comadreja no habían visto cosa igual en todos sus años de servicio como enfermera y matrona, comentó la anécdota con la hermana Carmen y las dos observaron a la niña detenidamente durante varios días. La misma Ángela se lo confirmó como un hecho cierto que ella misma había experimentado cuando la llevaba a cuestas, unas semanas que siempre recordó como las más felices, placenteras y tranquilas de su vida, pero para asegurarse lo comprobaron varias veces, con otros bebés y con ellas mismas: cualquiera que estuviese en contacto con Inés recibía a través de su piel un bálsamo invisible que aplacaba llantos, anulaba nervios, suavizaba dolores, volatilizaba histerias, pánicos y ansiedades. Incluso la hermana Servanda, que vivía retirada allí al cuidado de sus compañeras religiosas y que por sus muchos años y su tremenda sordera no podía ver ni oír a la criatura, percibía sin embargo aquella invisible onda de paz que Inés emitía en cuanto se la ponían en el regazo y, por fuerte que fuera la crisis nerviosa que su demencia senil le estuviese provocando en ese momento, se veía aplacada en pocos minutos sin necesidad de recurrir a los fármacos habituales. Esa benéfica influencia hacía que uno tuviese la certeza de que todo iba a ir bien. Por eso, cuando alguna otra criatura lloraba con insistencia o lo hacía durante la noche, hora en que solamente había ganas de dormir para reponer las fuerzas gastadas en la jornada de trabajo, la metían en la cuna de Inés y ya ella, con su balbuceo arrullador y su bracito diminuto, se encargaba de irradiar consuelo. En aquella camita de barrotes, desde que las religiosas advirtieron su don, ya casi nunca estaba sola. Y por eso «el pequeño albaricoque» llegó a ser un ser tan útil y tan valioso en aquella casa desde tan temprano. Tanto que no se la quisieron dar a nadie.

Secretos a golpes

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