Читать книгу Secretos a golpes - Susana R. Miguélez - Страница 8

Оглавление

CAPÍTULO TRES

SI NO LA HUBIERA CONOCIDO

Esteban miró por el amplio ventanal que daba al mar. Su casa era como su fortín, aunque estuviese hecha, en gran medida, de cristales. ¿Cómo si no se podía aprovechar aquella luz? ¿Cómo si no se podía admirar los azules de aquel trozo de Mediterráneo tan bello y tan inspirador? Para un artista de su talla la luz era imprescindible, por eso se había hecho construir aquella casa de aquella manera.

Recogió la copa, ya vacía de vino, los cubiertos y el plato de porcelana pintada a mano que había usado en su cena. Le gustaba tomar la última comida del día en la terraza que dominaba el mar, a sabiendas de que, desde algunos chalets y apartamentos de las urbanizaciones de enfrente, le observaban. A veces lo hacían incluso con prismáticos, sin asomo alguno de prudencia, con la curiosidad insana de averiguar quién vivía en aquella gran pecera enclavada en una roca, entre pinos retorcidos y escandalosas cigarras veraniegas. El arquitecto ya se lo advirtió cuando le explicó dónde y de qué manera quería construir su casa. «No se puede vivir en un chalet singular, hecho de cristal casi todo, en una de las colinas costeras de la turística Altea. Te mirarán mientras ves la tele, te mirarán mientras comes, mientras lees, a no ser que lo llenes todo de estores, persianas y cortinas. Y ya me dirás para qué quieres tanto ventanal si luego vas a cubrirlos…». Pero Esteban Urreta, el gran cirujano plástico, el Velázquez del bisturí y el bótox, el gurú de los retoques de las «famosas que juran no haber pasado jamás por quirófano», tenía muy claras las ideas respecto a eso. Quería luz, quería mar, quería transparencia, y solamente mientras se vestía y mientras dormía opacaba los cristales de su casa.

Pasó de la terraza a la gran cocina sin hacer ruido. Los mocasines de gamuza que siempre usaba eran silenciosos y envolventes, como una segunda piel, y le gustaba la sensación de llevarlos en los pies sin calcetines. Depositó su servicio en el fregadero de acero inoxidable y lo lavó de inmediato, dejándolo cuidadosamente colocado en el escurridor. Después pasó la bayeta por la encimera de granito rosado, revisó que todo estuviese en orden y apagó la luz para dirigirse al cuarto de baño. Allí se cepilló despacio la cuidada dentadura, refrescó su rostro de septuagenario bien conservado, peinó sus ya escasos cabellos color arena y se miró a los ojos. Era un ejercicio que ella le había enseñado cuando su cuerpo aún era un campo de batalla; antes de que se tendiera en la mesa de operaciones para que él le tocase todo lo físico, Marisol ya había paseado por los rincones más profundos de la mente torturada del cirujano. «Tus ojos son los más hermosos que existen. No dejes de mirarlos a menudo. Míralos bien, porque ellos serán los que te abran al mundo y te lo enseñen. Fíate solo de lo que ellos te digan y niégaselos a quien no los merezca. Míralos y verás en ellos la mirada de una persona valiente, de un hombre con mucho que aportar. Te dijeron que no eras nadie, que no valías nada. Que no merecías el aire que respirabas ni el agua que bebías. Te convencieron de que eras estúpido, un estorbo, un ser sin más utilidad que servir de desahogo a los puños, como los sacos de arena que usan en los gimnasios. Mira tus ojos, comprueba que en ellos no hay nada de todo eso. Te llamaron basura, desecho, te encerraron en un sótano oscuro y húmedo desde el que solamente podías oír el llanto de tu madre y los latigazos del cinturón de tu padre en su espalda cuando la tuya ya estaba tan llena de surcos y marcas que no parecía siquiera una espalda. Te hicieron creer que todo era culpa tuya, que labrabas tu desgracia cada vez que abrías la boca, que te merecías los golpes, los insultos, las humillaciones, las quemaduras. Pero sobreviviste. Mírate a los ojos y comprueba que son los de alguien que ha vencido a la vida y que va a disfrutar de ella a fondo porque merece todo lo mejor. Mírate a los ojos y vuelve a convencerte, como cada día, de que existes porque sin ti muchas vidas no podrán seguir adelante. La bestia infernal que casi acaba contigo ya no está, y son tus ojos y no otros los que se abrirán cada día para derrotar a otras bestias infernales igual de crueles, incluso peores. Mírate a los ojos y piensa en todo lo que has hecho y en todo lo que harás». La echaba de menos. ¡Dios, de qué manera!

El suelo de brillante cerámica gris perla estaba impoluto. Todo en la casa daba esa misma sensación de espejo limpio: los muebles minimalistas, los sofás tapizados en blanco roto, las lámparas de acero y metacrilato, lisas y sin adornos… En el dormitorio se repetía el esquema de líneas sencillas, colores claros y ausencias: no más cojines que los necesarios, no más muebles que los imprescindibles, no más cuadros que los verdaderamente especiales. Ni siquiera la puerta del vestidor, una habitación tan grande como una alcoba, destacaba de los paneles de madera lacada en crudo que revestían la pared. Había hecho cubrir los anaqueles y estanterías en las que almacenaba sus películas, discos y libros con discretas persianas para resguardarlos del polvo y de la vista. La casa entera parecía un quirófano, pero así es como Esteban se sentía cómodo. No había recuerdos de viajes ni figurillas de porcelana ni animales ni flores. Lo único que tenía vida en toda la casa era él.

Encendió el televisor para ver el programa. Le había dado permiso a Lauro para hablar con libertad; él ya no tenía nada que perder porque con Marisol había muerto la única persona que lo sabía todo, la única junto a la cual las pesadillas y los terrores no lograban tocarle. Lo más parecido a una pareja que había tenido nunca. Se sentía viudo sin ella, pero le había prometido que se mantendría entero y que seguiría con su trabajo mientras tuviese pulso y vista, y no pensaba faltar a su palabra. Dijera lo que dijera Lauro, aunque le nombrase, no significaría ningún cambio en su vida: las clientas más fieles seguirían buscando su buen hacer y su discreción, y tenía dinero ahorrado como para vivir holgadamente el tiempo que le quedase hasta reunirse con ella al otro lado de la laguna Estigia.

Se miró las manos, limpias y con las uñas limadas y pulcras. Unas manos que la tocaron mil veces, por dentro y por fuera, para repararla, para reconstruirla, para borrar las huellas y facilitarle un cuerpo sin aquel pasado. Ella fue su mejor trabajo. Todas las demás, las que aparecían de pronto, en mitad de la noche, escondidas bajo su ala protectora, fueron consecuencias de ese amor que Marisol y él llegaron a tenerse. Las sesenta y cuatro tuvieron que pasar por sus manos, algunas varias veces, algunos de sus niños también. Con ellas y de ellas aprendió que hay muchos infiernos y que la clave para salir de ellos es la fe en uno mismo. Marisol les enseñó a todas, igual que hizo con él, a mirarse a los ojos y a encontrar en ellos el valor para afrontar un futuro.

Se dispuso a sentarse en el sofá, frente al aparato de televisión, cuando se vio una mancha en el pantalón; la salsa del pescado de la cena había salpicado una de las perneras. Dejó instantáneamente de sentirse cómodo, de modo que fue al dormitorio, sacó un pantalón de pijama limpio y se cambió. Después depositó en el cesto de ropa sucia la prenda manchada, apagó la luz y volvió al salón. Se daba cuenta de que estaba lleno de manías y rituales: el orden, la limpieza, la luz, el aire, los colores… Todas eran una respuesta refleja, el modo que su mente tenía de combatir los recuerdos de una vida que primero creyó perder, luego temió perder y por último deseó perder hasta que el monstruo, afortunadamente, desapareció. Fueron tantos los golpes, las noches sucio, envuelto en su propia sangre sin una triste camiseta vieja para cambiarse, encerrado en aquel sótano oscuro, maloliente e infecto, arrumbado entre los trastos mohosos como si fuese uno de ellos, que ahora se veía impulsado a eliminar de inmediato todo lo que le recordase aquello. Esa fue otra de las enseñanzas de Marisol. «Ahora mandas tú, eres el dueño de tu vida. Cambia lo que odias, eso hará que puedas estar tranquilo. El pasado se irá diluyendo si el presente es hermoso, de modo que embellece lo que te rodea y disfruta de ello». No sabía si a ella la había embellecido porque no la había conocido antes de su calvario. Quizá de muchacha había sido una mujer espectacular, eso nunca lo sabría; cuando llegó a él por medio de Mina era un fantasma deshecho con dos bultos temblorosos bajo su gabardina. Después de pasar por sus manos, desde luego, sí había conseguido ser hermosa por fuera. Lo único que no había cambiado en su rostro eran los ojos, aquellas amadas pupilas negras que guardaban un universo entero. «Mírate a los ojos, verás que eres alguien valioso. Mírate a los ojos y encuentra en ellos la fuerza para seguir». Se miró mucho en aquellos ojos y ella se miró mucho en los de él. «Me gusta el gris de tus pupilas, son como nubes que esconden el sol, pero sé que el sol está ahí y saldrá para alumbrar a los demás». Y sí, el sol salía cada vez que ella le hacía sonreír. No era siempre, pero era a menudo. Ahora, tras su muerte, le costaba mucho más hacer salir el sol.

Volvió a sentarse. Comenzaba una de esas interminables tandas de anuncios que preceden a los programas en prime time. Le daba tiempo de cerrar un poco los ojos y pensar en ella, de modo que se preparó una infusión de manzanilla con anís y miel, se arrellanó en la blanca blandura del sofá y recordó. Se volvió a ver en el piso de la Avenida Diagonal, estudiando los apuntes de la residencia de su carrera de Medicina. En cuanto la terminase marcharía a Rio de Janeiro para especializarse en cirugía estética y reparadora junto al doctor Pitanguy. Elegir esta especialidad no había sido algo casual sino una decisión consciente. Aún se sentía culpable cuando miraba el rostro de su madre: todas las veces que intentó protegerlo de niño, cuando su padre llegaba ebrio de vino y violencia, fue ella quien recibió los golpes. Golpes que hubiera preferido sentir en su propia carne antes que verla con los ojos morados, con cortes en las mejillas, con los dientes rotos, aunque lo cierto era que aquel animal tenía brutalidad de sobra para que a ninguno de los dos le faltara su ración diaria de lesiones. Tenía que reparar todo aquel daño y lo haría en cuanto volviese de Brasil y obtuviese la licencia para ejercer. Entonces ya conocería las técnicas idóneas para ir borrando, poco a poco, las huellas de su padre en ella. Ya le quedaban pocos meses para el viaje cuando aquella tarde, mientras repasaba sus notas en casa, sonó el teléfono. La voz de su madre le apremió desde el otro lado de la línea.

—Esteban, soy mamá. Ha venido a verme Arancha, necesitan tu ayuda.

—¿Qué ha pasado? ¿Han vuelto a rajar a alguna de las chicas? Mamá, estoy estudiando, me queda poco tiempo para el último examen. ¿Es muy grande la herida?

—No, hijo, no es eso —le apremió ella—. No es una de las prostitutas a las que atiende. Es… es mejor que lo veas, hijo. No podemos dejarla así.

—¿Dónde estás? —El tono suplicante de la madre le había encendido todas las alarmas. Ese deje en su voz solo aparecía cuando su padre andaba cerca. Llevaba mucho tiempo sin oír el quejido, la angustia asfixiante, el miedo agazapado en el fondo de sus palabras, pero no podía ser: a él, diez años atrás, le habían dado lo suyo con una navaja de Albacete durante una riña de borrachos, gracias a eso madre e hijo habían sobrevivido. Aquel «sirlero» les había hecho un favor inmenso; solamente era cuestión de tiempo que cualquier noche acabase con ellos de una forma u otra, pero el destino torció las cosas y la esquela prevista y temida cambió de nombre. Después de enterrarlo descubrieron que el difunto tenía en propiedad dos edificios de apartamentos en Cambrils de los que nada sabía su familia, que los alquilaba y obtenía por ellos jugosos ingresos, que era famoso en toda Barcelona por su afición al juego y que quizá el navajazo no había sido tan casual como pensaban. De pronto no solamente se habían visto libres de sus palizas, sino también con el futuro prácticamente resuelto.

—En la pensión del Raval. Anda, hijo, date prisa. Y procura que no te vea nadie.

Recordó el traqueteo del autobús y la furia de la lluvia en los cristales. Barcelona era una ciudad mimética: se vestía del color del cielo. Aquel principio de otoño casi todos los días se había puesto traje gris. Entró en el Raval a pie, con paso apresurado y los cuellos de la chaqueta de entretiempo levantados, como si fuera un joven cliente de alguno de los prostíbulos del barrio. No se detuvo hasta llegar al portal de la pensión. La propia Mina le abrió la puerta.

—Pasa, Esteban. Están dentro —le susurró—. No hagas ruido, hay tres habitaciones ocupadas, no quiero que nadie sospeche.

Para ser la regente de una pensión de «encuentros amorosos clandestinos», Mina se vestía de un modo muy discreto. Un sobrio vestido de color oscuro hasta media pierna, chaqueta, un moño sencillo recogiendo su cabello teñido de cobre sobre la nuca, poco maquillaje… No parecía una madame, aunque tampoco lo era. Ella no arreglaba las citas; alquilaba por horas habitaciones limpias con sábanas limpias y baño propio para que las prostitutas ejerciesen su profesión en ellas con unas mínimas garantías de higiene. A Mina le daba igual quién fuera la chica y quién fuera el cliente. Solamente tenía una norma: no admitía en su casa mujeres con chulo. Si no eran independientes no les abría la puerta. «Yo ya fui puta antes que posadera —solía decir—. Si veo entrar a uno solo de esos cabrones en mi fonda le lleno el culo de postas de sal con la recortada». La norma estaba clara y todo el barrio la conocía, de modo que la famosa escopeta nunca tuvo que salir del taquillón de roble de la entrada.

El pasillo estaba lleno de puertas blancas y cuadros de flores y mariposas. Había lámparas cada pocos metros, pero la mitad de ellas estaban apagadas. No era, precisamente, un lugar al que se fuera a buscar luz, sino penumbra cómplice. El suelo era una sucesión de hexágonos gastados de un linóleo verdoso. Siguió a Mina hasta traspasar la puerta del fondo, la única de color oscuro y la única con cerradura: era la que daba a su vivienda particular. El «negocio» del que vivía quedaba fuera, y el ambiente en el interior cambiaba de forma radical: aquella mujer había hecho tapizar de rosa las paredes hasta media altura y había hecho pintar de blanco el resto, de modo que su apartamento parecía una gran tienda de helados de nata y fresa. Las pantallas de las lámparas, con sus flecos de pasamanería, los jarrones, el tresillo y las cortinas, rosa y blanco, blanco y rosa hasta el hartazgo. Parecía empeñada en que algo en su vida fuera del color tradicionalmente asignado a la felicidad.

Las cuatro puertas que daban a aquel salón estaban cerradas. Correspondían al aseo, la cocina y dos dormitorios. Mina le señaló una de ellas. «Está ahí con tu madre. Ayúdala, por favor. Es una antigua amiga. Arancha intentó hacerle unas curas pero está deshecha. No podemos acudir a un médico de verdad».

Llamó con los nudillos. «Ábreme, mamá. Soy Esteban». Aurelia, con el espanto dibujado en los ojos, le besó nada más entrar. No era la primera vez que atendía allí, de forma absolutamente confidencial, a alguna de las prostitutas del barrio, evitando así que tuviesen que acudir a un médico colegiado o a un hospital, donde darían parte a la policía; esa era la manera más rápida de terminar detenidas por ejercer la prostitución. Y, por supuesto, ni pensar en denunciar al agresor: las que lo intentaban terminaban con una sábana blanca por encima más pronto que tarde. La ley y la sociedad daban la espalda a aquellas mujeres, nadie quería ayudarlas, igual que había pasado con ellos cuando su padre vivía. Aurelia intentó huir con él una noche, cuando aún estaba entero, y a pesar de las evidentes heridas, a pesar de las cicatrices y los hematomas, la policía les obligó a volver a casa con su verdugo. «Señora, su marido es su tutor legal, y además es el padre del niño. Usted se puede ir si quiere, pero la denunciará por adulterio y por abandono de hogar y terminará en prisión. Y, por supuesto, ni sueñe con llevarse al crío. Ande, váyase a casa y pórtese bien con él. No tendrá que corregirla tanto si no le da razones para ello». No tenían adónde ir ni nadie que les amparase, de modo que volvieron. Fue la peor noche de su vida. Si por entonces la Organización ya hubiese existido las cosas habrían sido diferentes. Les habrían protegido, les habrían ayudado. Pero quedaron a merced de la cólera alcohólica de la bestia, y aquella misma madrugada le dio la brutal paliza que definió el resto de su vida.

Fueron tantas las patadas que no le daba tiempo a respirar entre una y otra. La última le reventó un testículo, y los dos días que pasó tirado en aquel sótano sirvieron para que todo el tejido circundante se inflamara de forma monstruosa para terminar necrosándose por la falta de atención médica del trauma. Cuando aquel maldito permitió que Aurelia, maltrecha también por los golpes, bajase a buscarle, lo había encontrado inconsciente, medio muerto. En el hospital solamente pudieron extirpar el saco escrotal con todo su contenido y tratar de vencer la infección con antibióticos. Le preguntaron al padre. «Se cayó por la escalera y no dijo nada». A ella no le preguntaron, a pesar de que su piel gritaba en colores la verdad.

Sabía que no debía, pero había cosido ya unas cuantas caras rajadas por clientes, proxenetas y lumpen en general. En aquellas prostitutas reproducía las suturas que aprendía en el hospital. El instrumental, las sedas, desinfectantes y anestesias los traía Arancha, «el ángel del Raval», que también se encontraba en la habitación. En la cama, exhaustos por el viaje, dormían una mujer y dos niños. Miró sus rostros y le entraron ganas de vomitar, de modo que salió de la habitación, presa de las arcadas, buscando el cuarto de baño. Aurelia y Arancha salieron tras él para ayudarle a recuperar la compostura antes de despertar a los tres durmientes y comenzar a tratar sus lesiones.

Es curioso cómo los sabores nos traen a veces recuerdos a la mente. Rememoró la conversación que tuvieron los cuatro en aquel sofá rosa, cuando él hubo vaciado el contenido de su estómago y tuvo entre las manos una taza de manzanilla con anís y miel preparada por Mina, igual que la que ahora saboreaba en su cómodo salón de Altea. Arancha, con la melena castaña recogida en una cola de caballo y vestida con los modernos pantalones de campana que le gustaba usar y un poncho de lana verde tejido por ella misma, hacía verdaderos esfuerzos por contener las lágrimas. En los cuatro años que llevaba ayudando de tapadillo a las prostitutas de la zona había visto muchas cosas, pero nada parecido a aquello. Se estaba metiendo en un buen lío y lo sabía, pero no podía mirar hacia otra parte. Había estudiado enfermería porque le gustaba ayudar a la gente, y desde que había comenzado a atender a aquellas mujeres se sentía doblemente útil, pero hasta entonces todo habían sido asuntos menores. Aún no tenían medios para afrontar aquello. Aurelia, sentada junto a ella, temblaba. De rabia, de miedo, de impotencia. Se colocaba y recolocaba la corta melena teñida de negro mientras murmuraba «pobre chica, pobres niños» una y otra vez. Fue Mina, la que más entera estaba, quien rompió el hielo.

—Nadie sabe que están aquí. Yo misma le dije una vez que me buscase si tenía problemas, no voy a dejarla tirada. Le debo un favor muy gordo y soy mujer de pagar mis deudas.

—Mina, debe de hacer días que desaparecieron. Los estará buscando. Si da con ellos tendremos muchos problemas —advirtió la enfermera—. La ley lo dice muy claro, hasta que eso cambie no hay letrado en el mundo que pueda defenderlos.

Esteban miró a su madre, que seguía murmurando la misma salmodia: «Pobre chica, pobres niños, pobre, pobre chica». No necesitaba preguntar, con el primer vistazo a los tres cuerpos que dormían en la habitación ya había sabido que ella era una mujer casada y maltratada y que había huido de su marido junto con los niños. Él debía estar furioso, la Guardia Civil les andaría buscando. En cuanto la encontrasen y se la devolviesen, era mujer presa. O mujer muerta.

—¿De dónde vienen? —preguntó el médico en ciernes bajando la voz. Mina negó con la cabeza.

—De ninguna parte. No vienen de ninguna parte ni tienen nombre —había una firme determinación en su voz, un tono que no admitía ni réplicas ni dudas. Comenzó a dar órdenes, lo que hizo que todos se desbloqueasen—. Arancha, en mi bolso hay una agenda. Busca el nombre de Jacqueline Maréchal, llámala de mi parte y dile que tenemos una mujer con dos niños que necesitan ayuda. Ella sabrá qué hacer.

Las órdenes llegaron desde el otro lado del auricular con precisión. Aquella mujer era única organizando. «Papeles. Yo llamaré a Sonia, la chica que trabaja en Gobernación, en Madrid, para que les consiga todo, partidas de nacimiento de los niños, cédula de identidad de ella y pasaportes. Hay que inventarles un pasado para que tengan un futuro. Aurelia, necesitaremos dinero. Yo pondré lo suficiente para conseguir la documentación. Adelanta tú lo necesario para las primeras necesidades que tengan: ropa, medicinas, comida, lo que sea. Esteban, te harán falta medicamentos, material de curas. Una parte te la conseguirá Arancha, pero habrá cosas que tendrás que distraer del hospital. Si vais a la farmacia a por todo lo que precisáis comenzarán a hacer preguntas y no podemos levantar la liebre; si hace falta recurre al mercado negro, tu sais. Y ahora, en marcha. Cada uno a lo suyo».

Una vez Mina hubo salido del apartamento para atender su negocio, Arancha y Esteban fueron a despertar a la joven. Era preferible que los niños continuasen durmiendo, de modo que Aurelia se quedó con ellos mientras médico, enfermera y paciente pasaban al dormitorio contiguo, el de la dueña de la casa. La mujer se desnudó y se tumbó en la cama. Cerró los ojos para no ver el espanto en las pupilas de quienes la estaban mirando. No sentía vergüenza. Solo dolor.

La sintonía del programa sacó a Esteban de sus recuerdos, trasladándole desde la habitación rosa y blanca de aquella tarde de otoño hasta su blanco sofá. Sonrió al ver a Lauro disfrazado de hombre de negocios y repeinado como un comulgante. Debía sentirse tremendamente incómodo en aquel papel.

Secretos a golpes

Подняться наверх