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LAS ALAS DE MAMÁ

Pau no era un niño como los demás. Bueno, por fuera sí lo era, pero si alguien se hubiese molestado en mirar por dentro… eso habría sido harina de otro costal. Concretamente de un costal de centeno áspero, oscuro y amargo. Pero nadie supo, o nadie quiso verlo a tiempo.

A su corta edad apenas sabía escribir un renglón sin torcerse, pero ya era un maestro en el arte del disimulo. No le decía a nadie lo que pasaba en su casa, y si aparecía en su carne algún cardenal sabía cómo taparlo o cómo disfrazarlo de torpeza infantil. Aunque, a decir verdad, Pau solamente recibía algún golpe esporádico, no todos los días ni todas las semanas. Solamente si se metía en medio, en ese «medio» en el que su padre no quería que se metiese y en el que su madre le rogaba para que no se metiese.

No era un niño de costumbres extrañas ni de manías. No coleccionaba cromos, como sus amigos, ni se quedaba a jugar a las canicas ni salía a montar en bicicleta por el pueblo como hacían los demás. Su único afán era recoger plumas. Le daba igual que fueran de las tórtolas que anidaban en los pinos del barranco, de las gallinas de los corrales aledaños, de la familia de abubillas que volaban por la finca de Don Tomás o de la infestación de cotorras verdes que tenían su paraíso en el casetón del viejo motor del riego comunitario. En sus frecuentes paseos, siempre solo por los caminos del término municipal del que nunca se alejaba, no había pluma perdida que se escapase a su vista de niño y que no terminase escondida en la bolsa que guardaba, como un tesoro, en el altillo del armario que había en su habitación.

Llevaba ya más de dos años recogiendo plumas, pero juzgaba que aún no eran bastantes para el propósito que tenía en mente. Su plan, que se iba agrandando en su cabeza, que se perfeccionaba y se llenaba de detalles noche a noche, estaba en vías de materializarse. Pero tenía que ser pronto. Con el paso de los días advertía que debía darse prisa o no llegaría a tiempo. Las tormentas cada vez era más grandes, los truenos más frecuentes y ruidosos y los relámpagos, en forma de puño, caían como furiosas granizadas sobre la cara y el cuerpo de su madre, cada vez con más frecuencia. Con angustiosa, hiriente, demoledora frecuencia. No le quedaba mucho tiempo.

Tuvo que robar una sábana del tendedero de la vecina; fue la única manera que se le ocurrió de conseguir la tela que necesitaba. Después visitó la mercería. «Mi madre me ha encargado hilo amarillo y agujas de coser», dijo. Había roto su hucha. No debía ser tan difícil eso de coser, había visto a la abuela hacerlo cientos de veces. Descubrió que cortar el lienzo grueso de algodón no era tarea sencilla cuando solamente se cuenta con unas tijeras escolares, pero no se atrevió a coger las de la cocina, lo tenía prohibido. Además, emplear esas tijeras bastas que su madre usaba para limpiar el pescado no era lo más apropiado. Los peces solamente nadan, no vuelan. ¿Y si los residuos de esos animales contaminaban su trabajo y lo que iba a construir no funcionaba? No podía arriesgarse. Las sábanas, cuando las inflaba el viento, parecían volar. Las plumas eran lo que permitía a las aves desplazarse por el aire. Cualquier cosa que no fuera eso no le servía.

Una noche de gritos y cristales rotos, escondido bajo la cama, dibujó sobre la tela robada dos grandes alas. Trabajosamente, haciéndose ampollas en sus dedos de niño aterrorizado, cortó con sus diminutas tijeras de colegial, sacó la bolsa de las plumas y empezó a coser. Las prendía de una en una, muy seguidas, para no dejar trozos de tela a la vista. A los pájaros no se les veía la piel, de modo que aquellas alas tampoco debían tener vacíos o no servirían. Se quedó dormido bajo la cama varias noches seguidas, agotado de coser, de llorar y de escuchar las voces, los ruegos, los insultos, las débiles quejas de su madre, los golpes, las patadas, los muebles volcados. La violencia le agotaba las fuerzas. El tiempo se acababa, podía percibirlo.

La última noche se durmió, agarrotado y vencido, a falta de una pluma por coser. Demasiado tiempo de infierno para un niño de apenas ocho años. Despertó al alba, prendió esa última pluma de rayas blancas y negras con dos alfileres, abandonó su refugio bajo el lecho y corrió a la cocina con las alas en la mano. Iba a ponérselas en la espalda a su madre para que pudiera salir volando de la casa. Solo así él no podría alcanzarla. Solo así sería libre y él no podría pegarle nunca más. Él era muy pequeño, no podía defenderla con su cuerpo ni con sus puños, pero con su ingenio y aquellas alas iba a conseguir salvarla, alejarla del monstruo que la estaba matando por episodios, como los malos seriales de la radio.

Cuando llegó la policía le encontró arrodillado en el suelo de la cocina, cosiendo aquellas alas inútiles a la ropa que llevaba puesta su madre. Le hablaba dulcemente, como si rezase. «No te preocupes, mami. Con estas alas vas a volar lejos y ya verás cómo él no vuelve a pegarte. Cuando te hayas ido haré unas nuevas para mí e iré a reunirme contigo donde nunca nos pueda encontrar. No te preocupes, mami, yo te salvaré», musitaba. Ni siquiera se había dado cuenta de que ella ya estaba muerta.

Secretos a golpes

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