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CAPÍTULO CUATRO

JACQUELINE

El día que supo de la muerte de Marisol Promesas, Jacqueline lloró. Llevaba sin hacerlo mucho tiempo. Aquel lejano día en que huyó de Francia jurando que jamás volvería a derramar una sola gota de sus ojos porque ya había llorado para tres o cuatro vidas era consciente de que no podría cumplir ese compromiso de forma rigurosa, pero lo había intentado, desde luego; en contadas ocasiones se había permitido a sí misma el llanto, casi ninguna en los últimos años. «Estoy senil, cumplir los ochenta años me ha vuelto débil, debe ser que ya chocheo», pensó mientras leía la invitación a la cremación de la peluquera. «No pienso ir», refunfuñó mientras sacaba una maleta del armario. «No, no iré», protestó para sí al tiempo que metía en ella un par de mudas, un traje de chaqueta y pantalón color burdeos y unos zapatos cómodos. «Ni hablar, yo no voy a funerales. No pienso ir siquiera al mío», gritó con su voz aguardentosa y anciana sin dejar de buscar su boina negra y el girasol de tela que se pondría en la solapa de la chaqueta.

Deambuló por el caserío como perdida. «Las mujeres como Marisol deberían ser eternas, maldita sea, con la falta que hacen todavía en este mundo», pensó mientras marcaba el número de teléfono de su agente de viajes. El desplazamiento hasta Alicante era una dura prueba para sus octogenarias posaderas, así que tomaría el tren hasta Bilbao y desde allí un vuelo. Impensable, como en anteriores ocasiones, emprender semejante viaje de otro modo. Había hecho aquel trayecto docenas de veces, de noche, de día, en tren, en autobús y en automóvil, y por mucho que hubiesen mejorado autovías y líneas férreas en el tiempo que llevaba sin recorrer la distancia entre su casa y la de Marisol, la posibilidad de someter a su caduca anatomía a una paliza de ese calibre ni siquiera se le pasó por la imaginación.

Desde luego, aquello no era lo que debía ser. Siempre pensó que sería ella la primera en partir: era mayor, no tenía hijos que la echasen de menos, y así como Marisol había muerto aún en la lucha, ella la había abandonado años atrás, concretamente el veintiocho de diciembre de 2004, justo el día en que se aprobó la ley orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género. Ese día eligió bajarse del barco, en parte porque pensó que ya había armas legales suficientes como para que aquella monstruosidad que tantas veces había visto, en carne propia o ajena, pero casi siempre en carne de mujer, pudiera combatirse con eficacia. Y en parte también porque se encontraba muy, muy cansada. Terminó hastiada de clandestinidades y secretos, de mensajes en clave, de triquiñuelas legales, papeles falsos y noches en vela, y pensó que ya la guerra estaba ganada. Tardó poco en darse cuenta de que se había equivocado, pero no quería esperar la muerte en la trinchera sino tranquila en casa, como una veterana soldado con su cupo de combates completo y el pecho lleno de medallas. Medallas en forma de flor. Girasoles luminosos y brillantes, tantos como para haber perdido la cuenta.

Había elegido aquel lugar para vivir un tiempo después de llegar a España, y lo había hecho por múltiples razones. Algunas seguían vigentes en la actualidad, como el hecho de que aquel entorno rural vizcaíno era lo más parecido a su Bretaña natal que había encontrado en suelo español, y la consolaba de la nostalgia que pudiese sentir. También porque allí la gente era poco amiga de hacer preguntas y de meter la nariz en asuntos ajenos, los muros eran gruesos y la lluvia mantenía a los vecinos en sus casas gran parte del tiempo. Así ella podía vivir con una cierta tranquilidad. De aquel viejo caserío le gustaba el huerto, donde todavía tenía fuerzas para plantar coles, pimientos, lechugas y puerros. Y le gustaban la hiedra y el manzano, y el jardín lleno de hortensias azules y macizos de calas blancas, y los rosales, y el gallinero. Barcelona, en cambio, había sido harina de otro costal: cuando llegó a la Ciudad Condal, recién huida de Francia, se encontró demasiado extraña, demasiado extranjera. Sus calles no le ofrecían la serenidad de París ni el aire indómito y marinero de Brest. Allí no se sentía en casa ni tampoco segura: alguien podía reconocerla, aunque dudaba que hubiesen encontrado el cadáver de Bertrand. Él había sido muchas cosas, pero no estúpido; su plan para acabar con ella y ocultar el cuerpo estaba calculado al detalle, sin dejar cabos sueltos. Jacque solo tuvo que volverlo en su contra.

Nadie se había extrañado de que alguien como ella comprase el caserío de los Yrurtzun y se trasladase allí sola: muchos vascos vivían en suelo francés y muchos franceses lo hacían en suelo vasco, no era nada fuera de lo normal. La gente de por allí la tenía por una especie de artista rara y medio loca que escuchaba discos de música clásica y hacía esculturas de barro para procurarse el sustento, ¡qué ingenuos! El horno de alfarero que dormía en el cobertizo la hizo escultora, porque cuando llegó no había trabajado con barro más que como aficionada. Aunque claro, un artista siempre es un artista, y ella lo era: hasta la irrupción de Bertrand en escena, su existencia había bailado siempre sobre las cuerdas del violín. Después de él, teniendo por necesidad que empezar de cero, podía haber elegido cualquier otro oficio, pero la idea de trabajar en casa le vino de repente al ver aquel horno, con su boca tiznada y su aspecto de vientre de ladrillo listo para preñarse de todo lo que su imaginación quisiera engendrar. Era ideal y le permitió también justificar los frecuentes viajes que tuvo que hacer debido a su «otra» actividad. Porque Jacqueline había venido a España para esconderse de la justicia francesa, pero terminó desafiando a la justicia española también. Todo con tal de evitar que otras mujeres se vieran obligadas a elegir entre convertirse en homicidas o en carne de morgue. Ninguna, ni de este lado de los Pirineos ni de aquel ni de ningún otro lugar, debería verse nunca en la tesitura de tener que matar para no morir.

La luna del armario, en su dormitorio, le devolvió su propia imagen mientras metía en la maleta, que esperaba abierta sobre la alegre colcha de la única camita que había en la habitación, el neceser y el secador de viaje. Se miró un momento, la corta melena blanca y alborotada, las orejas pequeñas con los mismos dormilones de coral rojo que llevaba siempre, los ojos de color café tostado llenos todavía de brillo. Ella era vieja, pero su mirada no. Nunca fue muy alta y su menuda estatura había mermado con la edad, haciéndola sentir casi pigmea. Una pigmea alba y caduca, aunque con los ojos jóvenes, una especie de manzana Golden seca y arrugada, pero sana y con buen sabor. Si se miraba fijamente el fondo de las pupilas aún podía soñarse en los años en que, vestida de negro y con traje largo bordado de lentejuelas, pisaba los escenarios de París, Nueva York, Berlín o Buenos Aires con su violín entre las manos, vibrando con él, meciéndose poseída por la música de los más grandes compositores y recibiendo aplausos. Después de aquello jamás se volvió a poner una falda y jamás volvió a vestir de negro. Si no había violín, ni los trajes de noche ni la elegancia tenían sentido en su vida. Adoptó el pantalón como único atuendo y una bata azul oscura como uniforme de trabajo.

«Jamás, jamás, jamás. Llenaste mi vida de jamases, maldito cabrón. Bien te encargaste de que nunca pudiese olvidarte. Ni siquiera ella pudo borrar tu huella en mí. Todavía no entiendo cómo te di permiso para condenarme de esta manera, y aún entiendo menos a todas las Jacquelines que hoy en día dan licencia a sus Bertrands para disponer de su vida y de su muerte. Entonces no sabíamos nada, pero esta juventud, tan lista y tan preparada, sigue sin saber un carajo. No sé para qué hemos trabajado tanto, vieja amiga, tú con tus peluquerías, yo al frente de la Organización. No entiendo que hayamos expuesto el pellejo tantas veces y que no haya servido para que esto acabe». La soledad y la vejez hacían que Jacqueline hablase sola. Divagaba durante horas, cada vez más a menudo, hablando con los vivos ausentes, con los muertos presentes y con todos sus fantasmas, que eran muchos. Por fortuna en aquel lugar todo el mundo tenía secretos, oscuros en su mayoría, de modo que los suyos estaban a salvo.

Cerró la maleta y bajó lentamente la escalera para dejarla en la entrada. Tendría que hacer venir un taxi: ya no era capaz, como cuando joven, de ir hasta la estación a pie. Antaño lo hacía con los bocetos en una carpeta, las maquetas de sus esculturas en un estuche, una bolsa de viaje y el paraguas, y podía con todo. «Merde, maldita vejez», masculló de nuevo. En los últimos tiempos esa frase era como un mantra para Jacqueline, que se sintió de pronto muy cansada. Llevaba casi una década sin ver a Marisol y aquella invitación había hecho que toda la ausencia le cayese encima súbitamente. Debió hacer por verla desde lo de la ley. La había llamado aquel día para decirle que con aquello terminaba su etapa como jefa de la Organización y, como era veintiocho de diciembre, Lauro, que fue quien atendió el teléfono, pensó que estaba de broma. «No, hijo. Anda, dile a tu madre que me llame cuando llegue, necesito decírselo yo misma, ya está bien de mensajeros». ¿Por qué había sido la última conversación entre las dos si se debían casi la vida la una a la otra? No lo sabía y estaba demasiado cansada para pensar. Quizá era mejor que subiera a acostarse un rato.

Quitó la colcha de su camita para cubrirse; en aquella zona hasta en verano había que taparse un poco. Sus huesos añosos padecían de alergia al frío. No había querido, desde el principio, tener una cama más grande porque no pensaba volver a compartir colchón con nadie en su casa, de modo que aquel lecho casi infantil la había cobijado noche tras noche desde los años sesenta hasta la fecha, y pensaba morir en él. «La educación sentimental» de Flaubert, en francés y edición de lujo, la miraba desde la mesilla. Toda la vida con intención de leer ese libro y toda la vida sin abrir sus tapas rojas. Diez años queriendo llamar a Marisol y una década sin hacerlo. Se miró la mano izquierda, las pecas que la edad había depositado, como oscura nieve, en el dorso, y los muñones de los dedos índice y corazón. Quizá si ellos no hubiesen desaparecido su vida habría sido distinta, pero la culpa no era de sus dedos. Era de Bertrand, claro. Todo, todo fue culpa de Bertrand. Él la convirtió en asesina.

Cuando despertó ya era de noche. Había vuelto a soñar con aquel atardecer en el barco, pero ya estaba acostumbrada y no le daba miedo. Eso era algo que también le debía a Marisol Promesas: ella fue quien le enseñó que, cuando un recuerdo es imborrable, vivir atormentada por él es peor que la muerte. «Tu mente solo sobrevivirá a esto si aprende a convivir con el recuerdo de lo que hiciste. No debe haber culpa en ti y lo sabes. Mírate a los ojos: ¿son los de una asesina? ¡No! Son los de una superviviente. O tú o él, pero no los dos, te lo dijo bien claro. Es normal y humano que sientas que quizá debiste darle otra oportunidad. Esa era su baza, su as en la manga, el prometerte cambiar, el jurarte que todo aquello era amor. Mírate a los ojos: ¿eres la misma que antes de que él pasase por tu vida? Te robó tu futuro, te lo quitó todo para que solamente respirases para él, y cuando tuvo el convencimiento de que no lo harías decidió que no merecías vivir. Tu amante no estaba enfermo y tú jamás habrías podido curarle. El recuerdo volverá a tus sueños muchas noches, lo hará durante toda tu vida. Pero realmente él no está, ya no puede hacerte daño. Si no aprendes a verle como una sombra inofensiva no sobrevivirás a esto. Y amiga, con todo lo que has luchado, con todo lo que has sufrido, mereces salir victoriosa. No se puede vivir sin dormir, Madame Maréchal». Para entonces ya llevaba más de un año en España y no había logrado conciliar el sueño más de tres horas seguidas desde la muerte de Bertrand. Estaba enloqueciendo, tenía horribles pesadillas, grandes bolsas cárdenas bajo los ojos y los nervios destrozados. Él la perseguía después de muerto, la llamaba asesina, le gritaba que la amaba, que siempre la amó y que cuanto hizo fue por no perderla. Y Jacque, la gran Jacqueline Duvalier, ahora Madame Maréchal merced a los papeles falsos que Sonia le proporcionó, alcanzó a pensar que se había precipitado. Que Bertrand pudo cambiar y ella no le dio tiempo. Que los enfermizos celos de él los provocaba ella inconscientemente, que debió mejorar para él, que la culpa de que todo entre los dos se hubiese podrido era suya. Por fortuna llegó Marisol, con sus largas conversaciones, su calmo abrazo y su capacidad de hacer que los demás pensasen con claridad, sin tener el discernimiento condicionado por la emoción que obnubila, el miedo que acobarda o el dolor que atenaza. A su lado todos los contornos se dibujaban y las realidades se veían con extrema evidencia. Las realidades y también las soluciones. «Ay, amiga. Me llamaron para ayudarte y fuiste tú quien me salvó la vida. ¿Quién carajo decidió que tú debías morir antes que yo? Te voy a añorar demasiado. ¡Merde de vejez! ¡Me está haciendo faltar a mis propios juramentos!», se quejó mientras se secaba de nuevo las lágrimas.

La anciana Jacqueline comenzó a echar de menos a Marisol de repente; no era lo mismo saber que estaba ahí para poder llamarla en cualquier momento que constatar que esa posibilidad se había esfumado de pronto. No habían hablado en diez años, pero mantenía fresca en la memoria su última conversación. Después el tiempo fue pasando, la rutina y la calma se adueñaron de su vida y se dejó mecer por ellas. Ya no había llamadas de madrugada ni movilizaciones a escondidas. Ya no salía a toda prisa y casi con lo puesto, ya no se repitieron aquellas locuras de documentaciones falsas, de búsqueda de nuevas ubicaciones, de esquivar a la policía y reclutar mujeres válidas para la lucha. Era tan agradable descansar, cuidar del huerto, modelar el barro y ver pasar los días… Ella fue más valiente, desde luego. Ella no dejó de trabajar hasta el último momento. Ni ella ni sus hijos. «Esos chicos, qué grandes, maldita sea. Dignos de una madre como ella. A veces Dios, o quien diablos mande en este tinglado de mundo, sabe lo que se hace. Aunque en ocasiones haya que ayudarle un poquito», murmuró mientras sacaba una botella de pacharán para servirse un dedal de licor.

La llamada de la agente de viajes interrumpió sus pensamientos. Aquella voz alegre y juvenil le recordó la suya propia, la que tenía antes de Bertrand.

—¿Madame Maréchal? Soy Patricia Ruiz, de Viajes Sextante —anunció la voz sonriente.

—Sí, dígame, soy Jacqueline Maréchal.

—¿Tiene papel y bolígrafo para anotar o desea que le mande por correo electrónico la información?

—Anotaré, señorita Ruiz. Esos inventos modernos son para jóvenes como usted. La mayoría de viejas como yo nos manejamos mejor con el lápiz que con el ratón. Con honrosas excepciones de las cuales yo no soy un ejemplo, dicho sea de paso. Dígame, ¿cómo ha organizado mi viaje?

Después de apuntar cuidadosamente los horarios, el código de su vuelo y la clave para la facturación, colgó el teléfono y buscó en la agenda el número de Arancha. Con un poco de suerte, cuando su avión aterrizase en el aeropuerto de El Altet, en Alicante, ella estaría allí, con su cola de caballo, sus ojos convertidos en ranuras por la amplitud de su sonrisa, y su coche para llevarla a Calpe sin necesidad de coger un autobús. Miró el plan: taxi de Ondarroa a Deba, tren hasta Bilbao, autobús al aeropuerto de Sondika, el vuelo… Le dio un poco de vértigo pensar que algo pudiese fallar en todo aquel itinerario. «Si pierdo el avión ya no llegaré a despedirla. Igual da, ella sabe que no me gustan los funerales, si no me ve allí lo entenderá. Le dimos esquinazo a la muerte una vez, amiga, pero al final la putain osseuse1 te encontró. No tardará mucho en encontrarme también a mí». Y se sirvió un nuevo dedal de pacharán mientras esperaba oír la voz de Arancha al otro lado del hilo telefónico.

El resto del tiempo hasta la hora de la cena Jacqueline se ocupó en hacer una lista. No quería olvidarse de ningún detalle y su memoria ya no era la misma de antaño, cuando aprendía complicadas partituras en tiempo récord para interiorizarlas, pasarlas por el «tamiz Duvalier» y dejar después que fluyesen desde su sensibilidad hacia sus dedos, al arco y a las cuerdas de su amado violín. Una pieza en sus manos era algo diferente y único, distinto de lo que aparecía escrito en el papel pautado. Ella convertía las notas en alondras que volaban desde sus manos hacia los auditorios, llenos para escucharla. Ella, tan menuda, tan pequeña, se hacía grande acariciando el violín. Ella, la gran Jacqueline Duvalier que recibía ramos de rosas por docenas tras cada concierto, que tuvo pretendientes a cientos, se dejó ganar por un ramo de exóticas orquídeas de color azul con una nota que decía: «Usted ha cambiado mi vida con su música. Déjeme cambiar la suya con mis besos. B.C.» Cuando leyó semejante atrevimiento anotado con letra alargada y muy inclinada hacia la izquierda en aquella tarjeta soltó una carcajada, tiró la cartulina a la basura y se llevó las flores a casa. Fue en París, tras un recital. Pero recibió similares ramilletes con una nota igual después de actuar en Lisboa, una semana más tarde en Milán y luego en Estocolmo y Viena. El caballero de las orquídeas no se perdió una sola actuación de toda la gira por Europa, de modo que, al volver a París, Jacqueline aceptó recibirle. Tan rendida admiración y semejante gasto tenían que venir de alguien muy especial. Sentía curiosidad por ponerle cara al dueño de aquellas iniciales: B.C. Y también a ella, como al gato del refrán, la mató la curiosidad.

Anotó en su lista: «Regar el huerto y los rosales». La televisión había dicho que no llovería en los próximos dos días, de modo que antes de irse debía dar de beber a sus plantas. «Dejar comida y arena al gato». Si no, el pobre Gastón iba a pasar un poco de hambre, circunstancia a la que el gran felino de rayas anaranjadas, que le servía de confidente y compañero, no estaba acostumbrado. Era, de hecho, una mole peluda y perezosa que dormitaba en el sofá casi todo el día; si veía pasar algún ratón no hacía ni el gesto de ir a por él, pero en realidad Jacqueline no lo tenía consigo para que le mantuviera el caserío limpio de roedores, sino para no sentirse del todo sola. Además, en algún lugar había oído que los gatos detectan a los fantasmas que rondan a las personas, y tenerlo cerca hacía que se sintiese protegida por un guardaespaldas de cuatro patas: si a Bertrand le daba por aparecer, Gastón la avisaría a tiempo y podría defenderse. «Poner rosas frescas a Sonia», un ritual al que no había faltado desde que guardaba las cenizas de aquel ángel en el jardín. El día que le dijeron que esa amiga tan querida viajaba en uno de los trenes de Atocha el once de marzo de 2004 no lloró, solamente maldijo. Al inventor de los explosivos, al del teléfono móvil, al Islam, a los terroristas, a sus madres, padres, abuelos y antepasados remotos. Maldijo con las peores palabras que se le ocurrieron a los inconscientes cuyos delirios de grandeza habían provocado tan monstruosa represalia, maldijo a las guerras, a los guerrilleros, a los comerciantes de armas y a cuantos se le ocurrió que pudieran tener algo que ver con semejante monstruosidad. Maldijo y maldijo sin descanso y durante horas, como una demente sin freno. Sintió tanta rabia, tanta ira que le subía en oleadas atenazándole la garganta, que quiso gritar y el grito no salió, quedándosele atragantado durante semanas. Seis días tardaron en identificar sus restos, y fueron necesarios una infinidad de trámites para que le permitiesen a ella incinerar el cuerpo y llevarse la urna a casa, pero cuando por fin cerró la puerta tras su espalda enjuta, Jacque había gritado su dolor como nunca antes lo había hecho por nadie, ni por Bertrand ni por sus dedos ni por ella misma. Sonia no tenía familia de sangre, solo las tuvo a ellas, las componentes activas de la Organización, y las quiso tanto o más que si hubiesen sido sus hermanas. La misma Marisol, Arancha, Mina y las demás habían sido, de algún modo, hermanas. Hermanas en la lucha, unidas por un vínculo más fuerte que la propia genética. Todas perdieron aquel once de marzo un pedazo de sí mismas, por eso renovaba sin falta su pequeño altar de flores frescas cada semana. Era como mantener a Sonia viva en la memoria y lo necesitaba. Aurelia, que había muerto ya muchos años atrás, tenía a su hijo para que visitase su tumba. Mina también tenía al suyo, aunque él no lo supiera aún. Marisol tenía a Lauro y a Cory, pero Sonia solo las tenía a ellas. «Nadie que haya sido tan bueno merece que le olviden después de muerto. Y tú menos que nadie, Chispita», murmuró mientras terminaba de anotar el recordatorio de sus rosas en la lista. Continuó escribiendo: «sacar la basura», «cerrar la llave de paso del agua y el gas», «echar el candado al garaje», «comprobar las ventanas», «avisar al lechero». Eso era todo. Al día siguiente, antes de salir, repasaría metódicamente cada concepto para asegurarse de que todo estaba en orden. La vejez la obligaba a elaborar aquellas listas para no dejarse nada por hacer; ya no se fiaba de sí misma, en alguna ocasión había olvidado la sartén al fuego y se había ido a comprar el pan, poniendo en peligro su casa. Le preocupaban aquellos olvidos, no quería tener que ir a parar a una residencia con el cerebro lleno de túneles y los ojos vacíos de imágenes vividas. Prefería, si conseguía detectar a tiempo una demencia senil o la aparición del temido Alzheimer, tomarse el veneno para caracoles que usaba en el huerto y morir en casa con dignidad y rapidez, si es que el suicidio es digno, aunque sea rápido. Era una mujer de fuerte carácter e ideas claras. Desde lo de Bertrand, desde que tuvo que recuperar las riendas de su vida por la fuerza, no había dejado que nadie decidiese por ella en ninguna circunstancia. Y esta no iba a ser una excepción.

Compuso su frugal cena en pocos minutos; un puré de verduras que tenía ya preparado desde la mañana, algo de queso, una pera de agua y tres nueces. Aquellos tres frutos secos sabrosos y arrugados que comía cada noche también formaban parte de uno de sus rituales. No los tomaba porque fueran sus favoritos ni para fortalecer el corazón o la memoria o los huesos: los tomaba porque Bertrand los odiaba. No podía soportar el ruido que se hacía al quebrar la cáscara. Ella las empleaba para desafiarle cuando el amor entre ambos aún era un tira y afloja en el que Jacque podía replicar a su amante. Eso fue justo antes de la época en que quedó reducida a nada, a una cosa sin ilusión a merced de sus manos, sus cambios de ánimo, su opinión y su larguísima lista de prohibiciones. Al final ya ni siquiera se atrevía a comprar nueces temiendo su estallido de cólera. Al final todo la hacía temblar como un cachorro asustado que no sabía de qué lado le iba a venir el primer golpe. Al final, justo antes de matarlo, Jacqueline Duvalier ni siquiera se reconocía a sí misma, no tenía voluntad, no tenía carácter, no tenía futuro. Solamente tenía culpa. Y cicatrices. Esas tres nueces reafirmaban su identidad cada noche y no renunciaría a ellas. Nunca.

Dejó todo limpio y ordenado en la cocina antes de subir al dormitorio. De ese modo, al día siguiente solamente tendría que fregar el tazón del desayuno, repasar la lista y llamar a un taxi. Cerró las alegres cortinas de la ventana que, situada sobre el fregadero de mármol, miraba al jardín. Le gustaba tenerlas abiertas cuando estaba en casa porque amaba la luz, pero prefería echarlas mientras estaba fuera para evitar que el sol se comiese el color de los cojines marrones que había colocado en las sillas. Echaría de menos a los petirrojos que venían cada mañana a saludarla atraídos por las miguitas que sembraba para ellos en el alféizar. Echaría de menos también su tazón de loza y su almohada en la cama. Y encontrar la botella de leche fresca que le dejaba el repartidor cada dos días. Y también los colores anaranjados de su salón, el sofá y la lectura acompañada de un buen disco de música clásica. «Merde de vejez, cada vez me cuesta más hacerme a la idea de salir de casa», murmuró. Después, con paso lento, subió la escalera de madera sujetándose al pasamanos, y pensó que pronto tendría que trasladar el dormitorio a una de las habitaciones de abajo para evitar que, en la guerra entre años y peldaños, ganasen los segundos y le procurasen alguna dolorosa fractura.

1 Puta huesuda

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