Читать книгу Espérenme que ya vuelvo - Teodoro Boot - Страница 8

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Era casi de madrugada. De Santis acababa de terminar el recorrido, estacionó el Mack de 41 asientos en una de las cortadas frente a la estación Retiro y se quedó al volante, tratando de encontrar alguna comodidad en el asiento. Imposible, con ese respaldo tan recto. Debía ser una venganza de los ingleses por el gol del Grillo. Puteó a los ingleses, sin mucha convicción: el Mack bien podía ser norteamericano. Puteó entonces a los norteamericanos y, de paso, a los ingenieros y técnicos argentinos que deberían pensar un poco en el bienestar de los trabajadores.

—La reputa madre —declaró, aludiendo al asiento, los ingleses, los norteamericanos, los ingenieros flor de ceibo y, ya más específicamente, al clima.

Había llovido durante todo el día y el agua se acumulaba en grandes charcos sobre el desparejo adoquinado de la avenida Ramos Mejía, desbordaba las bocas de tormenta, bajaba en torrente desde la barranca de Plaza San Martín. Plaza de los Ingleses era un lago en el que las gotas se estrellaban formando globitos. Habría lluvia para rato. Y frío. Demasiado como para caminar hasta el barcito. Verdad que en el barcito no se veía luz, pero eso no era raro, si no se veía un carajo a la vela.

Los playones aledaños a la estación Retiro eran un inmenso cementerio de colectivos y ómnibus, y De Santis pensó en los restos de los barcos que asomaban escorados en el cauce del Riachuelo.

Algún tenue relumbrón denunciaba a lo lejos la presencia de un colega tratando de matar el tiempo con un cigarrillo. Sin embargo, la mayoría debía dormir. No era su caso: apenas tenía que esperar cuarenta minutos para desandar el camino hasta Liniers, donde se tomaría un café con un par de medialunas. Claro que podía estirar las piernas o recostarse en alguno de los asientos dobles, que era lo que seguramente hacía Friedman, unos pocos metros a su espalda, pero De Santis prefería quedarse en el asiento del conductor.

Buscó en el espejo, moviéndolo de un lado a otro, hasta que descubrió a Friedman tendido en el último asiento. Había dejado gorra y boletera en el piso y dormía a pata suelta.

—Ruso de mierda.

Lo dijo en voz baja, para no despertarlo. Al fin de cuentas, era su compañero. Y le tenía afecto, tal vez debido a su aspecto desvalido, a su aire a pájaro enclenque y un poco deforme.

Pequeño, esmirriado, con una gran nariz huesuda en un rostro enjuto, pálido como el de un cadáver, y una mata de pelo a la que el corte a la media americana hacía ver como una cresta rojiza, Friedman era una caricatura de los sobrevivientes de los campos de concentración que había visto en el noticiero de Sucesos Argentinos alguna vez que se detuvo una horita en el cine Tarico de la avenida San Martín.

Además, Friedman era tan feo. Feo y virgen, pobrecito.

De Santis había apoyado la cabeza contra la ventanilla y se quedó dormido. Lo descubrió cuando lo sobresaltaron un par de golpes en el vidrio. Había alguien afuera.

Abrió el ventilete, que era todo lo que los ingleses, confabulados con los norteamericanos y los ingenieros flor de ceibo, habían dispuesto como ventilación con el avieso propósito de que él se cagase de calor en el verano, y miró hacia afuera. Bajo la lluvia, un hombre alto y robusto, cubierto por un capote, hacía visera con una mano sobre sus ojos para evitar que el agua que se escurría por su tupida cabellera negra, brillante de gomina, le cayera sobre los ojos.

—A ver, mi amigo, si nos puede hacer una gauchada, que se nos quedó el Cadillac en un charco.

Gesticuló exageradamente al hablar y De Santis pudo ver, como en una alucinación, la inconfundible sonrisa que relumbraba en la oscuridad. Parecía dotada de luz propia.

Se puso de pie de un salto.

—¡Fríman! ¡Fríman! ¡Despertate! ¡Es Perón!

Algo dijo Friedman, una puteada que De Santis pasó por alto: ya tiraba de la palanca de la hidráulica que abría la puerta delantera.

—¡Suba, General, que se va a empapar!

—Ya estoy hecho una sopa —explicó Perón en tono jovial mientras trepaba al Mack. Se veía, de lejos, que conservaba un excelente estado, pero ahora De Santis pudo comprobarlo con sus propios ojos.

Perón subió hasta el segundo peldaño de la escalerilla, desde donde saludó a Friedman alzando una mano hasta la altura de su cabeza.

—¡Qué nochecita!

Mientras trataba de dar arranque al perezoso motor del Mack, De Santis miró a Friedman por el espejo. De pie, con los ojos desorbitados, Friedman se había calzado la gorra y permanecía en posición de firmes.

—Vamos, Fríman, movete. Buscá la cuarta.

La cuarta era una cadena que por su propia iniciativa los choferes de Mack llevaban debajo del último asiento. En las madrugadas de invierno, con el motor en frío, muchas veces las baterías se agotaban antes de que se consiguiera dar arranque. Entonces había que cincharlos.

De Santis se lo explicó a Perón, que meneaba la cabeza.

—¡Estos norteamericanos...! —comentó—. No sé cómo hicieron para ganar la guerra.

Una vez que la carrocería comenzó a vibrar, De Santis colocó primera y avanzó bajo la lluvia.

—Agarre para allá —indicó Perón.

Al fin, unos doscientos metros más adelante, De Santis alcanzó a distinguir el Cadillac. Tenía las luces de posición encendidas y el capó abierto. Junto a éste, un hombre se afanaba en el motor, tratando de secar el distribuidor, conjeturó De Santis, mientras colocaba el Mack delante del automóvil, de un negro casi tan reluciente como la cabellera del General.

De Santis abrió la puerta y Perón saltó hacia la calle.

—A ver, Gilaberte, si se me deja de bartolear y se prepara, que estos muchachos nos van a dar una mano.

De Santis había bajado detrás de Perón y ya hacía lo propio Friedman, llevando, con esfuerzo, la pesada cadena.

—Se mojó el distribuidor... —dijo el tal Gilaberte.

Sin detenerse, y casi con displicencia, De Santis contestó:

—Le entró en tercera al charco.

Y se encontró con los ojos de Perón. Chispeaban. El derecho se cerró, con complicidad. Perón se daba cuenta: Gilaberte era un pelotudo. Y cómo no se iba a dar cuenta, si se daba cuenta de todo.

Friedman, más torpe que nunca, se había tirado debajo del Cadillac y, prácticamente sumergido en el charco, trataba de enganchar la cadena.

De Santis hizo un gesto de fastidio y se volvió hacia Perón.

—General, métase adentro. Llueve mucho.

Perón no se movió.

—Yo, como siempre, al pie del cañón.

—¡Vamos Fríman, movete! ¡Este boludo de Hitler debería haber hecho mejor las cosas!

Perón rio, con sus dos pequeñas manos entrelazadas sobre el abdomen.

Friedman salió de abajo del Cadillac, completamente mojado.

—Ya está —dijo— Y ahora, para variar, hace algo vos y enganchala al Mack.

—Así me gusta Fríman, que tengás caráter.

Afirmó la cadena al elástico del omnibus. Perón ya se había subido al Cadillac.

—¿Lo llevo a Tagle, General?

—No —dijo Perón—. Voy acá nomás, a Puerto Nuevo.

—Al dique A —agregó Gilaberte, sin que nadie le preguntase nada.

De Santis fingió no haberlo escuchado.

—A Puerto Nuevo, entonces.

Trepó al Mack y lo condujo de regreso por Libertador hasta Retiro. Dobló a la izquierda y tomó por Antártida Argentina, luego de cruzar, a excesiva velocidad, las desparejas vías del ferrocarril.

Friedman perdió equilibrio y cayó sobre un asiento. Atrás, en el Cadillac, Gilaberte protestó airadamente, con exagerados movimientos de brazos, pero esto pudo muy bien haber ocurrido sólo en la imaginación de De Santis: la lluvia distorsionaba las imágenes en el espejo lateral y el parabrisas del Cadillac estaba empañado.

La visibilidad era casi nula. Para peor, cada tanto tenía que mirar por el retrovisor derecho tratando de adivinar las señas de Perón quien, indiferente a la lluvia, sacaba el torso por la ventanilla para hacerle alguna indicación. En un par de oportunidades, De Santis debió detenerse, para consultarlo personalmente. Y hasta estuvo a punto de agarrar a Gilaberte del cogote cuando el muy imbécil se distrajo —“No ví la seña”, fue todo lo que se le ocurrió decir— y chocó el Cadillac contra el paragolpes trasero del Mack.

Finalmente llegaron al dique A. Mientras Friedman bajaba dispuesto a desenganchar la cuarta, De Santis dejó el motor en marcha, colocó el freno de mano y salió del ómnibus. El muelle parecía desierto. La persistente lluvia y la niebla que se levantaba del río le impedían ver mucho más allá de la silueta del General, ahí donde Gilaberte empezaba a impacientarse. Perón se había detenido frente a ellos para decirles algo, seguramente agradecerles y darles una tarjeta de recomendación, pero Gilaberte le tironeaba de la manga del sobretodo.

—Vamos, General, que no hay tiempo —decía el pelotudo.

Perón se desprendió de Gilaberte y dio un paso adelante.

Friedman soltó la cadena del chasis del Cadillac y se paró junto a De Santis.

—Bueno, muchachos —mientras se les aproximaba, De Santis notó el pequeño maletín en su mano izquierda—, muy agradecido. La verdad, me sacaron de un apuro.

—Para servirle —dijo De Santis, listo para manotear la tarjeta, que Perón se demoraba en largar. Friedman se revolvía incómodo, mirando a su alrededor. La niebla era cada vez más espesa y parecían estar solos en el fin del mundo. Hasta la figura de Gilaberte se difumaba.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Friedman.

De Santis lo codeó

—Callate, ruso —dijo por lo bajo.

La sonrisa de Perón se había disuelto en una mueca que le pareció de disgusto. Friedman empezó a tartamudear, que era lo que le pasaba al ponerse nervioso. En cualquier momento se mandaría otra cagada. De Santis cerró los ojos. Y así, con los ojos cerrados y el upite fruncido, escuchó la voz de Perón.

—Es hora de renunciamientos, muchachos. ¿Saben qué pasa? Esos bárbaros son capaces de bombardear la destilería. Imagínense, ¡la obra de mi vida!

De Santis abrió los ojos y, de puro impulso, miró hacia el río. Un golpe de brisa había levantado el celaje y pudo ver, a lo lejos, un buque de extraño aspecto. Echaba humo por una única y gigantesca chimenea, ubicada en el centro del casco, inmediatamente detrás de un mástil rematado en lo que parecía un tanque de agua. Por los toldos extendidos en cubierta, que le daban un gran parecido a las bañaderas que paseaban turistas los fines de semana, pensó que se trataba de un barco de excursión. Fue Friedman quien advirtió los cañones. Y en la popa, una bandera azul, blanca y roja.

—¿Se va...?

Gilaberte había tomado el maletín de la mano de Perón y lo esperaba junto a la planchada. Perón asintió.

—Y nosotros —se atragantó de Santis— ¿qué hacemos?

Perón dio un paso, acercándose a los dos afiliados a la Unión Tranviarios Automotor. Le llevaba a De Santis una cabeza, y media más al esmirriado Friedman. Pero hasta De Santis, que a pesar de su juventud ya mostraba signos inequívocos de la gordura que iría adquiriendo por culpa de tanta mala sangre, se sentía un enclenque al lado del General.

Éste le puso una mano en el hombro, la derecha, mientras apoyaba la izquierda en el de Friedman.

—Ustedes despreocúpense, que yo ya vuelvo. Entre tanto, serán mis ojos y oídos en la Argentina.

De Santis sintió un nudo en el estómago. Y sin que supiera por qué, se le escaparon un par de lágrimas.

—¿Nosotros?

—Naturalmente. Les dejé una doctrina, una mística y una organización. Yo sé que usted y Friedman sabrán emplearlas cuando llegue la hora.

—Pero... —balbuceó De Santis, que no sabía qué decir— ... pero este, es judío.

—¡Tanto mejor! —exclamó Perón, y dando media vuelta, se perdió en la bruma.

—¡Hasta pronto! —escuchó De Santis —¡Y cuídense; no se me vayan a resfriar!

Permanecieron en el muelle, bajo la lluvia, que ya parecía eterna. Después de un rato, De Santis rodeó con un brazo la huesuda espalda del guarda.

—Ahora sí que estamos jodidos, ruso.

Espérenme que ya vuelvo

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