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Rue Meridian pilotó la Fluvia Negra durante las últimas horas de la noche y las primeras luces del alba antes de iniciar la búsqueda por las ruinas de Bastión Caído. Habría empezado antes, pero tenía miedo de emprender una tarea complicada sin disponer de la luz suficiente para ver lo que hacía. Las aeronaves eran mecanismos complicados y hacer volar una ella sola, incluso a partir de los mandos de la cabina del piloto, no era tarea sencilla. Mantener la nave en el aire requería de toda su concentración. Para divisar algo en la oscuridad, tendría que colocarse ante la barandilla, fuera de la cabina y lejos de los mandos. Y así no habría durado mucho.

Aunque contaba con la ayuda de Hunter Predd, el jinete alado no era un marinero y casi no sabía nada sobre el funcionamiento de las aeronaves. Podía realizar tareas menores, pero nada de la envergadura necesaria si algo salía mal. Además, necesitaba que montara a Obsidiano si querían encontrar a los miembros desaparecidos de la compañía. Los ojos del roc eran mejores que los suyos y el ave había sido entrenada para buscar y encontrar todo aquello que se perdía. Por ahora, ese pájaro gigante mantenía el ritmo de la aeronave y planeaba junto a las velas mientras surcaban de un lado a otro los cielos, a la espera de que su jinete regresara a su lomo.

—Supongo que no hay ninguna posibilidad de convencer al comandante de la Federación o a cualquier miembro de su tripulación de que nos ayuden —se aventuró a apuntar Hunter Predd en una ocasión con expresión dubitativa incluso después de haber formulado la afirmación.

Rue Meridian sacudió la cabeza.

—Dice que no hará nada que contradiga sus órdenes y eso incluye echarnos un mano. —Se echó apartó algunos mechones alborotados del cabello pelirrojo—. Tienes que entenderlo. Aden Kett es un soldado de los pies a la cabeza, ha sido entrenado para seguir órdenes y respetar la jerarquía de la comandancia. No es un mal hombre, pero se rige por los principios equivocados.

La tripulación encarcelada de la Federación no había dado señales de vida desde que los habían encerrado en el pañol bajo la cubierta. En dos ocasiones había mandado al jinete alado a comprobar que todo fuera bien, y en ambas este le había informado de que, aparte de una conversación sorda, no se oía nada más. Al parecer, la tripulación había decidido que, por el momento, era mejor esperar a que la situación se solucionara por sí sola. Y la piloto estaba encantada de que así fuera.

Pese a todo, habría estado muy bien tener algo de ayuda. En cuanto hubiera luz suficiente, tenía intención de mandar a Hunter a lomos de Obsidiano en busca de Walker, Bek y los demás. En una búsqueda sin rumbo, él tenía más posibilidades que ella de divisar a alguien. Si lo conseguía, la piloto acercaría la Fluvia Negra lo suficiente como para rescatarlos. El riesgo para la aeronave era mínimo. Con la luz del día, en la seguridad que le ofrecía el cielo, era capaz de avistar algo en kilómetros a la redonda. Era bastante improbable que algo se acercara lo suficiente para suponer una amenaza, sobre todo ahora que controlaba el buque de Ilse la Hechicera.

Por supuesto, no descartaba la posibilidad de que la bruja dispusiera de otras armas que alcanzaran una aeronave incluso en pleno vuelo. La bruja estaba ahí abajo, en algún punto de las ruinas, buscando a Walker, y tal vez tendrían la mala suerte de encontrarla mientras trataban de encontrarlos. Rue Meridian debía mantener la esperanza de que Obsidiano divisaría cualquier indicio de la presencia de la bruja antes de acercarse lo suficiente a ella como para que esta les provocara algún daño. También debía mantener la esperanza de que encontrarían a Bek, a Walker o a cualquiera de los otros con vida antes de que lo hiciera la jurguina.

La joven bostezó y flexionó los dedos dentro de los guantes tras haber pasado horas agarrada a las palancas de los controles. Llevaba veinticuatro horas despierta y ya notaba los efectos de la falta de sueño en el cuerpo. Aunque la ropa de cuero para volar le protegía las herida, sentía cómo le palpitaban y le dolían; y se le cerraban los ojos por la necesidad de dormir. Pero no había nadie que la relevara al mando, así que no tenía sentido obcecarse con sus penurias. Tal vez tendría un golpe de suerte y encontraría a Bek con el amanecer. Él podría pilotar la Fluvia Negra, Rojote lo había instruido bien. Con Bek al mando, ella podría descansar un poco.

Su hilo de pensamiento se centró en el muchacho unos instantes. No, no era un muchacho, se corrigió enseguida. Bek ya no era un muchacho, no de forma significativa. Sí que era joven, pero ya había acumulado mucha experiencia vital. Sin duda, era más maduro que los alcornoques de la Federación que había soportado en el Prekkendorran. Era listo, divertido y destilaba una confianza genuina. Evocó sus conversaciones durante el vuelo que los había conducido hasta ahí y recordó cómo habían bromeado y se habían reído, cómo habían compartido historias y confidencias. Tanto Hawk como su hermano se habían sorprendido. No comprendían la atracción que existía entre ellos. Con todo, su amistad con Bek era distinta de aquellas a las que estaba acostumbrada. Se cimentaba en sus personalidades, que eran tan similares. Bek era su mejor amigo. Tenía la sensación de que podía confiar en él. Tenía la sensación de que podía contarle cualquier cosa.

Sacudió la cabeza y sonrió. Bek la tranquilizaba y no era algo que muchos hombres hicieran. No la había invitado a ser otra persona más que ella misma. No esperaba nada de ella. No pretendía competir ni quería impresionarla. Sí que se sentía un poco intimidado por ella, pero ya estaba acostumbrada. Lo importante era que él no dejaba que eso interfiriera o afectara su amistad.

Se preguntó dónde estaría. Se preguntó qué le habría ocurrido. De algún modo, había caído en manos de los mwellrets e Ilse la Hechicera, lo habían subido a bordo de la Fluvia Negra y lo habían encarcelado. Entonces, alguien lo había liberado. ¿Quién? ¿Había perdido realmente la voz, como le había contado Aden Kett, o tan solo lo simulaba? Tanta ignorancia la frustraba. Tenía muchas preguntas y carecía del modo de descubrir las respuestas si no hallaba a Bek primero. No le gustaba imaginárselo en medio de una persecución. No obstante, Bek era un hombre con recursos, era capaz de encontrar el modo de eludir peligros que intimidarían a otros hombres. Estaría a salvo hasta que lo encontrara.

Hawk se habría reído de ella si estuviera aquí. «Tan solo es un muchacho —le diría sin hacer la distinción que ella había hecho—. Ni siquiera es uno de nosotros, no es un nómada».

Eso no importaba. Al menos, no para ella. Lo verdaderamente relevante era que Bek era su amigo y era consciente, aunque nunca lo admitiría ante nadie, de que no le sobraban los amigos.

Abandonó esa línea de pensamientos y centró su atención en lo que hacía. Los primeros atisbos de luz despuntaban tras el horizonte, entre los huecos de las montañas. Dentro de una hora empezarían la búsqueda. Al anochecer, tal vez podrían abandonar esta tierra.

Hunter Predd, que llevaba un rato desaparecido, se materializó a su lado.

—He ido a echar un vistazo abajo. No ha pasado nada. Algunos están durmiendo. No he visto señales que indiquen que han intentado escapar. De todos modos, esta situación sigue sin gustarme.

—A mí tampoco. —Cambió de posición para dar un respiro a los músculos que le dolían y le daban calambrazos—. Tal vez, Rojote nos alcanzará antes de que acabe el día.

—Tal vez. —El jinete alado miró hacia el este—. Cada vez hay más luz. Debería empezar a buscar. ¿Estarás bien sola?

La otra asintió.

—Vayamos en su busca, jinete. A todos los que dejamos atrás. Bek, por ejemplo, todavía está vivo; él y quien fuera que lo rescatara de manos de los mwellrets. Eso lo sabemos, al menos. Quizá haya unos cuantos más. Pase lo que pase, no podemos abandonarlos.

Hunter Predd asintió.

—Y no lo haremos.

Salió de la cabina del piloto y cruzó la cubierta en dirección a la barandilla de popa. Rue Meridian observó cómo hacía señales a la noche y luego se dejaba caer por la borda con la ayuda de un cabo. En unos segundos, apareció a lomos de Obsidiano y le ofreció un saludo tranquilizador antes de fundirse con la penumbra. Apenas lo distinguía recortado contra la oscuridad recesiva. Hizo virar la Fluvia Negra en la misma dirección que el jinete había tomado. Dejaron atrás las colinas boscosas y planearon con suavidad hacia el paisaje desolado de las ruinas.

Rue Meridian echó un vistazo rápido hacia abajo: todo era plano y gris. Tendría que haber mucha más luz para que ella atisbara a alguien. E incluso así, dudaba llegar a hacerlo. Rescatar a los miembros desaparecidos de la compañía de la Jerle Shannara sería tarea, casi por completo, del jinete alado y su roc.

«Por favor, no les fallemos —pensó—. Otra vez no».

Inspiró hondo y se colocó de espaldas al viento.

* * *

Hunter Predd se deslizó por el cabo desde la borda de la aeronave, su vista aguda distinguía a la perfección la elegante silueta de Obsidiano, que tomaba altura, obediente, en la oscuridad. El roc se colocó justo debajo y luego se alzó para que el jinete lo montara con comodidad. Una vez Hunter Predd notó el arnés entre las piernas, buscó las sujeciones, soltó el cabo y, con un apretón de rodillas, hizo que su montura tomara altura.

El alba era un borrón gris tenue al este, pero su luminosidad se apoderaba del paisaje. Al sobrevolar las ruinas, vacías y en silencio, distinguió los edificios derrumbados y las calzadas llenas de desechos. Obsidiano debía de ver mucho más. Incluso así, la búsqueda no sería fácil. Le daba la impresión de que Rue Meridian creía que lo único que tenían que hacer era un barrido completo de la ciudad y que así encontrarían a cualquiera que hubiera sobrevivido. No obstante, Bastión Caído era enorme. Había kilómetros y kilómetros de escombros y muchas probabilidades de que fracasaran en su intento de desentrañar sus secretos. Los compañeros a los que buscaban deberían encontrar el modo de exponerse si querían divisarlos más que por casualidad. Y para lograrlo, tendrían que mirar al cielo para ver al roc. Habían transcurrido casi dos semanas desde que la compañía desaparecida había desembarcado de la Jerle Shannara en la orilla de la bahía y habían emprendido su camino hacia las ruinas. A estas alturas, era posible que ya hubieran perdido toda esperanza de que los encontraran. Tal vez, ya no buscaban ayuda. Quizá, ya no estaban vivos.

De nada servía especular. Había venido con la nómada para encontrar a cualquiera que hubiera sobrevivido, así que ahora no tenía sentido que pusiera obstáculos a la búsqueda antes de haberla empezado. Al fin y al cabo, Obsidiano había encontrado motas más pequeñas todavía en grandes extensiones de tierra con probabilidades mucho menores. Había posibilidades de encontrarlos, lo único que tenía que hacer era aprovecharlas al máximo.

Voló describiendo círculos cada vez más amplios mientras el sol despuntaba en el horizonte y, de paso, trataba de atisbar algún tipo de movimiento en tierra que pareciera fuera de lugar e indicara la presencia de algo ajeno a esa tierra. Mientras lo hacía, pensó en su decisión de emprender este viaje y se preguntó si habría hecho mejor al quedarse en casa. No se lo planteaba solo porque la travesía había sido una catástrofe, sino porque parecía que no habían conseguido nada a pesar de lo mucho que les había costado. Si Walker había muerto, entonces, seguir el mapa de Kael Elessedil habría sido en vano. Peor, se habían malogrado vidas que podrían haberse salvado. Los jinetes alados creían firmemente en dejar que las cosas siguieran su curso, en vivir su propia vida y no entrometerse en las de los demás. Había tenido que transigir mucho para embarcarse en esta travesía y le resultaba un gran esfuerzo seguir hasta el final. El sentido común le decía que debía dar media vuelta y volver a casa, que cuanto más se quedaba, menos probabilidades había de que partiera. Sin duda, los nómadas debían de sentirse igual. Los nómadas y los jinetes alados se parecían: eran trotamundos por elección y mercenarios de profesión. Su lealtad y su sentido de la obligación se compraban y pagaban, pero nunca dejaban que eso interfiriera con su sentido común.

No obstante, no se iría. No abandonaría a quienes habían desembarcado, no importaba las probabilidades que hubiera de encontrarlos, si es que existía alguna de que siguieran con vida. Sin embargo, no dejaba de cuestionar sus propias decisiones, aunque no supusiera ninguna diferencia respecto a lo que él consideraba que era el compromiso que había adquirido con sus compañeros desaparecidos. ¿Y si…? ¿Y si…? Era el tipo de ejercicio al que uno se dedicaba si pasaba mucho tiempo solo y en circunstancias peligrosas, pero tan solo era una distracción.

El sol asomó por encima de las montañas y la luz del nuevo día bañó el territorio; las ruinas se extendían tan silenciosas y vacías como antes. Echó la vista atrás, hacia la Fluvia Negra, que pilotaba Rue Meridian, la figura solitaria que ocupaba la cabina del piloto. Estaba tan cansada que era peligroso, y el jinete no estaba seguro de hasta cuándo podría pilotar la aeronave sola. Hacerse con la nave de Ilse la Hechicera había sido una idea acertada, pero se convertiría en un lastre si no conseguían ayuda para Rue Meridian enseguida. Con todo, no estaba seguro de dónde la sacarían. Él se la prestaría si pudiera, pero no sabía casi nada sobre aeronavegación. Lo mejor que podía hacer era sacarla de cubierta si las cosas empeoraban.

Divisó algo extraño en el extremo norte de las ruinas y descendió para verlo más de cerca. Descubrió un montón de cuerpos desparramados, pero no eran los cadáveres de sus compañeros de la Jerle Shannara, ni siquiera lo eran de gente con la que se hubiera topado alguna vez en su vida. Esas personas tenían la tez bruñida, el pelo bermejo y vestían como los gnomos. Nunca había visto a nadie así, pero su atuendo les confería cierto aspecto tribal y asumió que se trataba de indígenas. Cómo habían terminado así era un misterio, pero era como si una fuerza extraordinaria los hubiera desmembrado. Escaladores, tal vez.

Sobrevoló los cuerpos inertes durante unos segundos más con la esperanza de atisbar algo más que lo ayudara a descubrir qué había sucedido. Se le ocurrió que tal vez valdría la pena descender para ver si había algún rastro de la implicación de miembros de la compañía de la Jerle Shannara, pero al final decidió que no. Tal información no le serviría de nada a no ser que tratara de seguir el rastro a pie y era demasiado peligroso. Echó un vistazo por encima del hombro hacia la Fluvia Negra, que planeaba a unas cuantas decenas de metros de distancia empujada por el viento. Indicó con un gesto a Rue Meridian que virara para echar un vistazo y luego se alejó en dirección a las ruinas. La nómada ya decidiría qué hacer; él continuaría. Si no encontraba nada más, ya volvería luego.

Apenas había adoptado un ritmo ligero de vuelo sobre la gran extensión de la ciudad cuando, por el rabillo del ojo, detectó unas figuras que se acercaban volando hacia ellos desde el noreste. Obsidiano también las había visto y soltó un chillido al reconocerlos.

Era Po Kelles a lomos de Niciannon.

* * *

Rue Meridian acababa de ejecutar una maniobra con la Fluvia Negra sobre el abanico de cuerpos que había desparramados a un extremo de las ruinas y se preguntaba qué hacer cuando miró a Hunter Predd y vio al segundo jinete alado. Sabía que tenía que tratarse de Po Kelles y eso reavivó sus esperanzas de que su presencia era señal de que su hermano a bordo de la Jerle Shannara estaba a punto de llegar. Con dos aeronaves buscando, tendrían más posibilidades de encontrar a Bek y a los demás. Tal vez podría quedarse con un par de nómadas para que la ayudaran a pilotar la Fluvia Negra y que ella pudiera descansar unas cuantas horas.

Observó cómo los dos jinetes describían círculos en tándem mientras hablaban y gesticulaban a lomos de sus respectivos rocs. Sin alterar el rumbo, la piloto escudriñó la costa para tratar de divisar el otro navío. Sin embargo, todavía no había nada que ver, así que devolvió su atención a los jinetes alados. La discusión se había animado y la embargó una vaga sensación de intranquilidad. Había algo en la forma en que se comunicaban, incluso desde la distancia, que le hacía pensar que algo no iba bien.

«Son imaginaciones tuyas», se dijo.

Entonces, Hunter Predd se alejó de Po Kelles y se dirigió hacia la nave, viró para colocarse junto a ella y descendió hasta quedar por debajo de la borda de popa. Se agarró al cabo que había dejado colgando antes, desmontó el roc y trepó, mano sobre mano, hasta volver a bordo. Con un gesto indicó al roc que se alejara hasta quedar junto a la nave y mantuviera su misma velocidad.

Rue Meridian aguardó mientras el elfo se apresuraba a llegar hasta la cabina del piloto y entró. Incluso bajo la tenue luz matinal, advirtió que parecía alterado.

—Escúchame bien, Rojita. —Exhibía una expresión tranquila pero tensa en ese semblante curtido—. Tu hermano y los demás se dirigen hacia aquí, pero los persiguen. Una flota de aeronaves enemigas apareció en la costa ayer al amanecer. La Jerle Shannara ha escapado por los pelos. Han volado de este modo desde entonces con la intención de darles esquinazo, pero, por rápidos que vayan, no pueden rehuirlos. Los han perseguido por las montañas, hasta la península, aunque han ido cambiando el rumbo, y ahora están a punto de llegar aquí.

¿Aeronaves enemigas? ¿Aquí, tan lejos de las Cuatro Tierras? Se tomó unos segundos para asimilar la información.

—¿Quiénes son?

El otro le quitó importancia con un ademán.

—No lo sé. Nadie lo sabe. No enarbolan ninguna bandera y sus tripulaciones parecen muertos vivientes. Caminan, pero no parecen ver nada. Ayer, Po Kelles les echó un vistazo de cerca cuando los nómadas aterrizaron para descansar, creyendo que los habían eludido. No había pasado una hora y ya volvían a pisarles los talones. Los miembros que vio eran hombres, pero no actuaban como tal. Actuaban como máquinas. No parecían estar vivos: iban rígidos y tenían la mirada vacía, desenfocada. Sabían adónde iban, pero no parecían necesitar un mapa para encontrarnos.

Rue Meridian echó un vistazo a su alrededor, el día se iluminaba, y observó las ruinas que había en tierra mientras sus esperanzas de proseguir con la búsqueda se evaporaban.

—¿A cuánta distancia los tenemos?

—No llega a media hora. Tenemos que salir de aquí. Si te atrapan en la Fluvia Negra sola, estás perdida.

La piloto lo miró unos segundos sin mediar palabra, bullía de rabia y frustración. Comprendía la necesidad de huir, pero nunca había llevado bien permitir que la obligaran a hacer nada. Su instinto le decía que se quedara y presentara batalla, no que huyera. Detestaba dejar en la estacada por enésima vez a quienes buscaban, abandonarlos a una suerte incierta a manos, no solo de los mwellrets e Ilse la Hechicera, pero ahora también a las de esta nueva amenaza. ¿Hasta cuándo aguantarían solos? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que ella regresara y les ofreciera ayuda?

—¿Cuántos son? —preguntó.

El jinete alado sacudió la cabeza.

—Más de una veintena. Demasiados, Rojita, para enfrentarnos a ellos.

Tenía razón, por supuesto. En todo. Debían abandonar la búsqueda y huir antes de que los intrusos los vieran. Con todo, no podía evitar presentir que Bek y los demás estaban ahí abajo. Una parte de ellos, al menos, aguardaba a que les llegara algo de ayuda. No podía evitar sentir que lo único que necesitaba era un poco más de tiempo. Unos cuantos minutos más serían suficientes.

—Dile a Po Kelles que monte guardia por nosotros —ordenó—. Busquemos un poco más antes de parar.

El otro se quedó estupefacto. La joven sabía que no tenía ningún derecho a darle órdenes y el jinete se debatía entre hacérselo notar o no. También sabía que comprendía cómo se sentía.

—El tiempo también está cambiando, Rojita —dijo con tacto mientras se lo señalaba.

Así era. Nubarrones oscuros se acercaban desde el este, empujados por los vientos de la costa, y tenían un aspecto amenazador incluso desde la distancia. Se sorprendió de no haber reparado en ellos antes. La temperatura también había bajado. Se acercaba un frente y venía acompañado de tormenta.

Rue Meridian le devolvió la mirada.

—Intentémoslo, jinete alado. Hasta que podamos. Les debemos eso, como mínimo.

Hunter Predd no necesitaba preguntar a quién se refería. Asintió.

—De acuerdo, nómada, pero ten cuidado.

Bajó de la cabina del piloto de un salto y corrió por cubierta hasta la borda de popa, donde saltó. Obsidiano ya se había colocado donde lo necesitaba y, en cuestión de segundos, ya volaban hacia Po Kelles para avisarlo. Rue Meridian viró la nave hacia las ruinas, se adentró en ellas y escudriñó entre los escombros.

Entonces se le ocurrió, de forma un tanto repentina y sorprendente, que pilotaba una aeronave enemiga y los que estaban en tierra no sabían que era ella. En lugar de salir y quedar al descubierto, se esconderían todavía más. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Si lo hubiera hecho, quizá habría ideado el modo de comunicarles sus intenciones. No obstante, ahora ya era demasiado tarde. Tal vez, la presencia del jinete alado indicaría a cualquiera que mirara al cielo que no se trataba de Ilse la Hechicera. Quizá, comprenderían lo que trataba de conseguir.

«Solo unos minutos más —no dejaba de decirse—. Dadme unos minutos más».

Y tuvo esos minutos, y unos cuantos más, pero no divisó ni un solo indicio de que hubiera alguien. Los nubarrones se aproximaron y taparon el sol. El ambiente se tornó tan gélido que, aunque se cubrió con la capa, no dejó de temblar. El paisaje se llenó de sombras y, allá donde miraba, todo tenía el mismo aspecto. Seguía buscando, determinada a no rendirse, cuando Hunter Predd se colocó justo enfrente de ella y le hizo señales.

Se volvió para mirar. Dos docenas de aeronaves habían aparecido entre la penumbra; eran motas negras en el horizonte. Una encabezaba a todas las demás: la perseguida que, por su silueta, supo que se trataba de la Jerle Shannara. Po Kelles ya volaba a lomos de Niciannon hacia la nave y Hunter Predd le indicaba a la piloto que virara hacia el este y se dirigiera a las montañas. Tras echar un último vistazo hacia abajo, eso hizo. La Fluvia Negra dio una sacudida cuando tiró con fuerza de las palancas de dirección y la oleada de energía pura de las pasaderas de radián llenó los tubos de disección y los cristales diapsón. La aeronave se estremeció, se enderezó y cobró velocidad. Rue Meridian oía los gritos de la tripulación encarcelada de la Federación, pero ahora no tenía tiempo para ellos. Habían elegido su bando y ahora tenían que aceptar las cosas tal y como eran, les gustaran o no.

—¡Silencio! —chilló, no tanto a los hombres, sino al viento que le azotaba los oídos, burlón y agresivo.

Voló hacia las montañas a toda velocidad; su rabia era un catalizador que la predisponía tanto a luchar como a huir.

El último viaje

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