Читать книгу El último viaje - Terry Brooks - Страница 7
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ОглавлениеJuntos, el Morgawr y Sen Dunsidan recorrieron los pasillos de la casa del ministro, atravesaron las puertas del complejo y se adentraron en la noche. Ninguno de los guardas o de los sirvientes con los que se cruzaron les dijo nada. No parecía que los vieran siquiera. «Magia» pensó Sen Dunsidan, sin poder hacer nada. Reprimió el impulso de pedir ayuda a gritos, pues sabía que no recibiría ninguna.
Qué locura.
Pero ya había escogido.
Mientras caminaban por las calles vacías y oscuras de la ciudad, el ministro de Defensa trató de recuperar, poco a poco, la compostura que había perdido. Si quería sobrevivir a esa noche, debía hacerlo mejor que hasta ahora. El Morgawr ya creía que era un debilucho y un cretino; si pensaba que también era inútil, se desharía de él en un abrir y cerrar de ojos. Mientras andaba a un ritmo constante, con largas zancadas y respirando profundamente, Sen Dunsidan hizo acopio de valor y determinación. «Recuerda quién eres —se dijo—. Recuerda lo que está en juego».
A su lado avanzaba el Morgawr, sin mirarlo, sin hablar con él, sin dar señales de que tenía interés en él.
Las prisiones se erigían en el extremo occidental de los barracones del ejército de la Federación, cerca de las aguas rápidas del Rappahalladran. Conformaban una colección oscura y formidable de torres y muros de piedra picada. Hendiduras estrechas hacían las veces de ventanas y pinchos de hierro coronaban los parapetos. Sen Dunsidan, como ministro de Defensa, visitaba las prisiones con regularidad y había oído las historias. Nadie había conseguido escapar. De vez en cuando, los encarcelados encontraban el modo de llegar hasta el río, con la esperanza de nadar hasta la otra orilla y huir a través del bosque. Nadie lo lograba. Las corrientes eran traicioneras e impetuosas. Tarde o temprano, el río arrastraba los cuerpos hasta la orilla y los colgaban de los muros para que los demás integrantes de las prisiones los vieran.
A medida que se acercaban, Sen Dunsidan reunió la determinación suficiente para acercarse al Morgawr.
—¿Qué pretendéis hacer cuando entremos? —preguntó, en un esfuerzo por mantener un tono de voz firme—. Necesito saber qué decir si queréis evitar que hipnotice a toda la guarnición.
El Morgawr soltó una leve carcajada.
—¿Habéis recuperado un poco de vuestro aplomo habitual, ministro? Muy bien. Pues quiero una estancia en la que poder hablar con los posibles miembros de mi tripulación. Quiero que me los traigan uno por uno, empezando con un capitán o alguien con autoridad. Y quiero que estéis presente para ver qué ocurre.
Dunsidan asintió mientras trataba de no pensar en qué quería decir con eso.
—La próxima vez, ministro, pensáoslo dos veces antes de hacer una promesa que no pretendéis cumplir —siseó el otro, con voz áspera y tensa—. No tengo paciencia con los mentirosos y los cretinos. No me parecéis ni lo uno ni lo otro, pero bien es cierto que sois bueno en convertiros en quien necesitáis ser cuando tratáis con otros, ¿verdad?
Sen Dunsidan no dijo nada; no había nada que añadir. Se centró en lo que haría una vez entraran en las prisiones. Ahí, dominaría más la situación, estaría en un terreno más conocido. Ahí, podría hacer más para demostrar su valía a esa criatura monstruosa.
El guardia de la puerta los dejó entrar sin preguntar al reconocer a Sen Dunsidan al instante. Se pusieron en posición de firmes y descorrieron los cerrojos de las puertas. Dentro olía a humedad, a podredumbre y a excrementos humanos, nauseabundos y repugnantes. Sen Dunsidan pidió al oficial de servicio una sala de interrogación específica, una que conocía bien, que estaba alejada de todo, situada en las profundidades de las prisiones. Un carcelero los condujo por un largo pasillo hasta la sala que había pedido, una estancia grande con paredes llenas de humedad y un suelo que se había combado. Una mesa que tenía cadenas de hierro y abrazaderas ocupaba el centro de la habitación. A un lado, un aparador de madera lleno de instrumentos de tortura colgaba de una pared. Una sola lámpara de aceite iluminaba la penumbra.
—Esperad aquí —dijo Sen Dunsidan al Morgawr—. Dejad que persuada a los hombres adecuados para que vengan.
—Empezad con uno —ordenó el Morgawr y se alejó hacia las sombras.
Sen Dunsidan titubeó, luego salió por la puerta con el carcelero. Este era un hombre grande y deforme que había servido siete periodos marciales en el frente, un soldado de toda la vida en el ejército de la Federación. Tenía cicatrices tanto físicas como emocionales: había sido testigo y había sobrevivido a atrocidades que habrían destruido la psique de otros hombres. Nunca hablaba, pero sabía de sobra qué ocurría y parecía no estar preocupado. Sen Dunsidan lo había usado alguna vez para interrogar a prisioneros contumaces. Al hombre se le daba bien infligir dolor e ignorar a quien le suplicaba piedad, tal vez era mejor todavía a la hora de mantener la boca cerrada.
Por extraño que pareciera, el ministro nunca lo había llamado por su nombre. Aquí, todo el mundo lo llamaba Carcelero, como si el título de por sí fuera nombre suficiente para un hombre que se dedicaba a esto.
Recorrieron muchos pasadizos y cruzaron unas cuantas puertas hasta llegar al lugar donde se encontraban las celdas principales. Las más grandes encerraban a los prisioneros apresados en el Prekkendorran. Algunos conseguirían su libertad a cambio de un rescate o se intercambiarían con prisioneros que tenían los nacidos libres. Algunos morirían aquí. Sen Dunsidan indicó al carcelero con una señal la celda que albergaba a aquellos que llevaban más tiempo presos.
—Ábrela.
El carcelero obedeció sin mediar palabra.
Sen Dunsidan sacó una antorcha del tedero de la pared.
—Cierra la puerta cuando entre. No la abras hasta que te lo indique—ordenó.
Entonces, con audacia, entró.
La celda era grande, húmeda y la inundaba el olor de los hombres encerrados. Cuando entró, un montón de cabezas se volvieron a la vez. La misma cantidad de cuerpos se incorporaron en los camastros sucios que había en el suelo. Otros hombres se removían a intervalos. La mayoría siguieron durmiendo.
—¡Despertad! —les espetó.
Sostuvo la antorcha de forma que vieran quién era y luego la metió en un montante que había en la pared junto a la puerta. Los hombres se levantaron mientras intercambiaban susurros y gruñidos. Esperó hasta que se despertaron todos, un grupo harapiento de ojos muertos y rostros destrozados. La mayor parte había perdido cualquier esperanza de salir de allí. Los ruiditos de sus movimientos hacían eco en ese silencio profundo e impuesto, recordatorio constante de lo indefensos que estaban.
—Sabéis quién soy —les dijo—. He hablado con muchos de vosotros. Hace mucho que estáis aquí, demasiado. Y os voy a ofrecer a todos la oportunidad de salir. No para volver a luchar en la guerra. Tampoco para iros a casa, al menos no durante un tiempo. Pero estaríais fuera de estos muros y a bordo de una aeronave. ¿Os interesa?
El hombre que esperaba que hablara en nombre de los demás dio un paso adelante.
—¿Qué pretendéis?
Se llamaba Darish Venn. Era un fronterizo que había capitaneado una de las primeras naves de los nacidos libres que luchó en el Prekkendorran. Había destacado en batalla muchas veces antes de que su nave se precipitara y lo capturaran. Los otros hombres lo respetaban y confiaban en él. Como oficial superior, los había dividido en grupos y les había asignado posiciones, insignificantes para los que eran hombres libres, pero de importancia crucial para los que estaban encerrados.
—Capitán. —Sen Dunsidan lo saludó con un asentimiento de cabeza—. Necesito hombres para emprender un viaje al otro lado del Confín Azul. Una larga travesía, de la que algunos no regresarán. No os voy a negar que encierra peligros. No tengo marineros de sobra para asignarles esta misión, ni el dinero para contratar mercenarios nómadas. Pero la Federación puede prescindir de vosotros. Soldados de la Federación acompañarán a quienes accedan a las condiciones que os presento, de modo que se os ofrecerá algo de protección y se impondrá orden. Sobre todo, saldréis de aquí y no tendréis que volver. El viaje os llevará un año, tal vez dos. Seréis vuestra propia tripulación, vuestra propia compañía, siempre y cuando hagáis lo que se os ordena.
—¿Por qué nos ofrecéis esto ahora, después de tanto tiempo? —preguntó Darish Venn.
—Eso no os lo puedo decir.
—¿Por qué deberíamos confiar en vos? —inquirió otro con descaro.
—¿Por qué no? ¿Qué diferencia hay, si os saca de aquí? Busco marineros dispuestos a emprender una travesía. Y vosotros queréis la libertad. Me parece que este trato es aceptable para ambas partes.
—¡Podríamos haceros prisionero y entregaros a cambio de nuestra libertad y no tendríamos que aceptar nada! —le espetó el hombre en tono inquietante.
Sen Dunsidan asintió.
—Podríais, pero ¿qué consecuencias tendría? Además, ¿creéis que bajaría aquí y me expondría al peligro sin protección?
Se produjo un rápido intercambio de susurros. Sen Dunsidan se mantuvo firme y no alteró su expresión impasible. Se había expuesto a mayores peligros que este y no tenía miedo de esos hombres. Las consecuencias de no lograr hacer lo que el Morgawr le había pedido lo asustaban en extremo.
—¿Nos queréis a todos? —preguntó Darish Venn.
—Todos los que elijan venir. Si os negáis, os quedáis aquí. La elección es vuestra. —Hizo una pausa un momento, como si se lo pensara. Su perfil leonino se recortó contra la luz y una expresión meditabunda se adueñó de sus facciones marcadas—. Haré un trato con vos, capitán. Si lo deseáis, os enseñaré un mapa del lugar al que vamos. Si aprobáis lo que veis, os enroláis al momento. Si no, podéis volver y contárselo a los demás.
El fronterizo asintió. Tal vez estaba demasiado agotado y el encarcelamiento lo había embotado de tal modo que no se lo estudió a conciencia. Tal vez estaba desesperado por encontrar una escapatoria.
—De acuerdo, iré.
Sen Dunsidan dio unos golpes en la puerta y el carcelero la abrió. Hizo señas al capitán Venn para que cruzara primero, y luego salió de la celda tras él. El carcelero cerró la puerta con llave y Dunsidan oyó unos pasos que correteaban cuando los prisioneros se parapetaron contra la puerta para escuchar.
—Al final del pasillo, capitán —le informó en voz alta para que lo oyeran—. Os serviré un vaso de cerveza también.
Recorrieron el pasillo hasta la sala donde aguardaba el Morgawr; los pasos resonaban en el silencio. Nadie abrió la boca. Sen Dunsidan miró al fronterizo de soslayo. Era un hombre grande, alto y de espaldas anchas, aunque caminaba encorvado y había adelgazado debido al encarcelamiento, tenía el rostro esquelético y la piel pálida y recubierta de llagas y suciedad. Los nacidos libres habían intentado ofrecer un trato por su libertad muchas veces, pero la Federación era consciente del valor que tenían los capitanes de aeronaves y prefería mantenerlo encerrado y lejos del campo de batalla.
Cuando llegaron a la sala donde esperaba el Morgawr, Sen Dunsidan abrió la puerta para que pasara Venn, le indicó con un gesto al carcelero que esperara fuera y cerró la puerta tras de sí. El fronterizo echó un vistazo a los instrumentos de tortura y a las cadenas y luego miró a Dunsidan.
—¿De qué va esto?
El ministro de Defensa se encogió de hombros y le ofreció una sonrisa que pretendía desarmarlo.
—Ha sido lo mejor que he podido encontrar. —Señaló uno de los taburetes de tres patas que había bajo la mesa—. Siéntate, vamos a charlar.
No había ni rastro del Morgawr. ¿Se habría ido? ¿Habría decidido que todo aquello era una pérdida de tiempo y que sería mejor hacerse cargo de las cosas él solo? Durante unos segundos, Sen Dunsidan fue presa del pánico. Pero entonces vio que algo se movía entre las sombras; bueno, notó» sería más pertinente que «vio».
Se dirigió al extremo de la mesa opuesto a Darish Venn, de modo que atraía la atención del capitán y la alejaba de la oscuridad que se arremolinaba tras él.
—El viaje nos conducirá bastante lejos de las Cuatro Tierras, capitán. —Adoptó una expresión seria. Tras Venn, el Morgawr comenzó a materializarse—. Serán necesarios muchos preparativos. Alguien con tu experiencia no tendrá ningún problema para llenar de provisiones las naves que pretendemos llevarnos. Creo que serán necesarias una docena o más.
El Morgawr, enorme y negro, salió con sigilo de las sombras y se acercó a Venn por la espalda. El fronterizo no lo oyó ni lo percibió, por lo que no dejó de mirar a Sen Dunsidan.
—Por supuesto, dirigirás a tus hombres, decidirás quiénes realizarán las tareas…
Una mano emergió de los ropajes negros del Morgawr, nudosa y cubierta de escamas. Se cerró sobre la nuca de Darish Venn y el capitán de aeronaves soltó un grito ahogado. Se revolvió y retorció para tratar de liberarse, pero el Morgawr lo agarraba con firmeza. Sen Dunsidan retrocedió, las palabras se le truncaron mientras contemplaba la lucha. Darish Venn tenía los ojos clavados en él, llenos de furia y de impotencia. La otra mano del Morgawr apareció, resplandeciente con un halo verdoso y siniestro. Despacio, esa garra se dirigió hasta la parte trasera de la cabeza del fronterizo. Sen Dunsidan contuvo el aliento. Los dedos se alargaron, le tocaron el pelo y luego la carne.
Darish Venn chilló.
Los dedos se introdujeron en la cabeza tras atravesar el pelo, la piel y el hueso como si de arcilla blanda se tratara. A Sen Dunsidan se le formó un nudo en la garganta y se le encogió el estómago. El Morgawr había penetrado hasta el interior del cráneo y lo revolvía despacio, como si buscara algo. El capitán había dejado de gritar y de revolverse. La luz le había desaparecido de la mirada y el rostro se le había quedado flácido. Tenía un aspecto apagado e inerte.
El Morgawr retiró la mano del interior de la cabeza del fronterizo y, cuando la volvió a esconder bajo los ropajes negros, estaba mojada y humeaba. El Morgawr respiraba tan fuerte que Sen Dunsidan lo oía: era una suerte de jadeo extasiado, plagado de ruiditos de satisfacción y placer.
—No podéis saber, ministro —susurró—, lo bien que sienta alimentarse de la vida de otro. ¡Qué gozo!
Dio un paso atrás y soltó a Venn.
—Ya está. Hecho. Ahora es nuestro, hará lo que queramos. Es un muerto viviente sin voluntad propia. Hará todo lo que se le ordene. Conserva sus habilidades y su experiencia, pero ya no piensa por sí mismo. Una herramienta muy útil, ministro. Miradlo bien.
A regañadientes, Sen Dunsidan lo hizo. No era una invitación; era una orden. Observó los ojos vacíos y sin vida del otro y su repugnancia dio paso al horror cuando vio que perdían el color y la nitidez y se volvían lechosos y huecos. Dio la vuelta a la mesa con cautela, en busca de la herida que debía haber en la parte trasera de la cabeza del fronterizo, donde el Morgawr había metido la garra. Para su sorpresa, no había ninguna; el cráneo estaba intacto. Era como si no hubiera ocurrido nada.
—Ponedlo a prueba, ministro —dijo el Morgawr entre risas—. Ordenadle que haga algo.
Sen Dunsidan se esforzó por mantener la compostura.
—En pie —le ordenó a Darish Venn con una voz que apenas reconocía como propia.
El fronterizo se levantó. No miró a Sen Dunsidan en ningún momento ni dio señales de saber qué ocurría. Sus ojos siguieron blancos y vacíos, y su rostro, desprovisto de toda expresión.
—Es el primero, pero el primero de muchos —siseó el Morgawr, ahora con tono ansioso e impaciente—. Nos espera una larga noche. Idos, traedme otro. ¡Ya tengo ganas de carne fresca! ¡Venga! Traedme seis, pero que entren uno por uno. ¡Venga, rápido!
Sen Dunsidan salió de la sala sin mediar palabra. Tenía grabada a fuego la imagen de la mano escamosa humeante y mojada con materia gris humana y no podía sacársela de la cabeza.
Esa noche, llevó más hombres a la sala, tantos que perdió la cuenta. Los llevaba en grupos pequeños y los hacía entrar de uno en uno. Contemplaba cómo el Morgawr les profanaba el cuerpo y les destruía la mente. Se quedaba quieto, sin mover un dedo por ayudarles mientras estos dejaban de ser hombres y se convertían en meros receptáculos huecos. Era extraño, pero después de Darish Venn, era incapaz de recordar sus rostros. Para él, todos eran lo mismo. Eran el mismo hombre.
Cuando la sala estaba demasiado llena, se le ordenó que los condujera fuera y se los entregara al carcelero para que los colocara en una estancia más espaciosa. El carcelero los llevó sin hacer ningún comentario, sin siquiera mirarlos. Sin embargo, en una ocasión, tal vez cuando ya llevaban unos cincuenta, Sen Dunsidan se topó, en ese rostro destrozado y de mirada dura, con una expresión que le rompió el corazón. Los ojos reflejaban culpa y acusación, horror, desesperación y, sobre todo, una rabia absoluta. Esos ojos le decían que lo que hacían estaba mal. Superaba cualquier cosa imaginable. Era una locura.
Con todo, el carcelero tampoco hizo nada.
Ambos eran cómplices de un crimen atroz.
Ambos eran participantes silenciosos de la perpetración de un daño monstruoso.
Sen Dunsidan ayudó a corromper a muchos hombres que se dirigieron a su destrucción sin nada con lo que poder defenderse, engañados con las palabras vacías de un político y sus miradas tranquilizadoras. No sabía cómo lo había conseguido. No sabía cómo había sobrevivido a lo que todo ese horror le había hecho sentir. Cada vez que la mano del Morgawr emergía húmeda y goteando tras terminar otro festín, el ministro de Defensa creía que saldría corriendo y gritando. Sin embargo, la presencia de la muerte era tan sobrecogedora que trascendía cualquier otra cosa durante las terribles horas que duró aquello, y lo paralizaba. Mientras el Morgawr se daba un atracón, Sen Dunsidan observaba, incapaz de desviar la mirada.
Hasta que, por fin, el Morgawr estuvo saciado.
—Ya es suficiente por ahora —siseó, empachado y borracho de vidas arrebatadas—. Mañana por la noche, ministro, terminaremos lo que hemos empezado.
Se levantó, se alejó y se llevó la muerte hacia la noche hasta convertirse en una sombra que arrastra el viento.
Llegó el amanecer y un nuevo día, pero Sen Dunsidan no lo vio. Se encerró y no salió. Se quedó tendido en su dormitorio y trató de deshacerse de la imagen de la mano del Morgawr. Dormitó y trató de olvidar el modo en que se le erizaba la piel al oír el mínimo sonido de voz humana. Había quien preguntaba por su salud. Se requería su presencia en las salas del Consejo. La votación para el cargo de primer ministro era inminente. Se buscaba algún tipo de seguridad. Pero a Sen Dunsidan ya no le importaba. Ojalá nunca se hubiera puesto en esta posición. Ojalá estuviera muerto.
Al anochecer, quien estaba muerto era el carcelero. Incluso a pesar de la dura vida que había tenido y la resistencia de su mente, no había sido capaz de soportar lo que había presenciado. Cuando nadie lo vio, bajó hasta las profundidades de la prisión y se colgó en una celda vacía.
¿O lo había hecho otro? Sen Dunsidan no estaba seguro. Tal vez se trataba de un asesinato enmascarado de suicidio. Quizá el Morgawr no quería que el carcelero siguiera viviendo.
Tal vez Sen Dunsidan era el siguiente.
Pero ¿qué podía hacer para salvarse?
El Morgawr regresó a medianoche y, de nuevo, Sen Dunsidan lo acompañó a las prisiones. Esta vez, Dunsidan despachó al nuevo carcelero y se encargó él mismo del trabajo superfluo. A estas alturas, ya se había insensibilizado, se había hecho inmune a los gritos, a la mano humeante y mojada, a los gruñidos de horror de los hombres y a los suspiros de satisfacción del Morgawr. Ya no formaba parte de aquello; se había retraído en otra parte, en un lugar tan lejano que lo que ocurría allí, en ese lugar durante esa noche, no significaba nada. Al alba, habría terminado y, cuando hubiera acabado, Sen Dunsidan se convertiría en otro hombre con otra vida. Se sobrepondría a esta situación y la olvidaría. Empezaría de nuevo. Se reharía a sí mismo de un modo que lo libraría del daño que había cometido y de las atrocidades a las que había contribuido. No sería tan difícil. Era lo que hacían los soldados cuando regresaban a casa tras la guerra. Así era como una persona olvidaba lo imperdonable.
Más de doscientos cincuenta hombres entraron en esa sala y perdieron la vida que habían conocido. Desaparecieron como si se hubieran convertido en humo. El Morgawr los transformó en seres muertos que todavía respiraban, en criaturas que habían perdido cualquier sentido de identidad y de objetivo en la vida. Los desvirtuó, los transfiguró en seres inferiores a un perro y ni siquiera lo sabían. Los convirtió en la tripulación de sus aeronaves y se los llevó para siempre. A todos, hasta el último. Sen Dunsidan no los volvió a ver jamás.
En cuestión de días, consiguió las aeronaves que el Morgawr le había pedido y se las entregó para cumplir con su parte del trato. Al cabo de una semana, el Morgawr había desaparecido de su vida tras los pasos de Ilse la Hechicera, en busca de venganza. A Sen Dunsidan no le importaba. Ojalá se destruyeran el uno al otro. Rezó para que no volver a verlos jamás.
Con todo, las imágenes no se esfumaron con él, evocadoras, inquietantes y terribles. Era incapaz de borrarlas de su mente. Era incapaz de sobreponerse al horror. Nunca las relegaba lo suficiente, nunca desaparecían de su vista. Sen Dunsidan no durmió durante semanas. No volvió a disfrutar de un momento de tranquilidad.
Se convirtió en el primer ministro del Consejo de la Coalición de la Federación, pero había perdido el alma.