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Durante las horas oscuras y frías que precedían a la madrugada, Quentin Leah enterró a Ard Patrinell y a Tamis. No disponía de una herramienta para cavar con la que abrir una tumba, así que los metió en la trampa para abominasquiones y la llenó de rocas. Le llevó mucho tiempo encontrar las rocas en la negrura y luego trasladarlas hasta el hoyo, a veces desde muy lejos, para colocarlas donde debía. El agujero era profundo y no se cubría con facilidad, pero se empeñó en terminar el trabajo, incluso después de que su cuerpo estuviera tan exhausto que se quejaba con cualquier movimiento que hacía.

Cuando hubo terminado, se arrodilló junto al túmulo agreste y les habló para despedirse como si todavía vivieran. Les deseó que encontraran la paz, les dijo que esperaba que ahora estuvieran juntos y les comunicó lo mucho que se les echaría de menos. Una elfa rastreadora y un capitán de la Guardia Real, malhadados en todos los sentidos de la palabra, quizá se habrían reencontrado donde fuera que estuvieran. Trató de evocar a Patrinell como capitán antes de su transformación, como un guerrero con habilidades de lucha inigualables, como un hombre de honor y coraje. Quentin no sabía qué les esperaba después de la muerte, pero pensaba que debía de ser algo mejor que la vida y que, quizá, ese algo les permitiría aprovechar las oportunidades perdidas y los sueños rotos.

No lloró, pues ya había derramado lágrimas suficientes. Con todo, se sentía vacío y desamparado; sentía una desolación tan penetrante que amenazaba con aniquilarlo.

Despuntaba el día cuando se puso de pie: por fin había terminado. Fue a buscar la espada de Leah, allí donde la había lanzado al terminar la lucha, y la recogió. Su superficie brillante y oscura no tenía marcas excepto por las vetas de sangre y suciedad. Limpió la hoja con cuidado mientras reflexionaba. Le parecía que la espada le había fallado estrepitosamente. Por muchas propiedades mágicas que tuviera, por muchos logros que se dijera que había cosechado a lo largo de su larga historia de renombre, había demostrado ser de poca utilidad aquí, en esta tierra desconocida. No había sido suficiente para salvar a Tamis ni a Ard Patrinell. No había sido suficiente para permitirle proteger a Bek, a quien había prometido defender pasara lo que pasara. Poco consuelo le ofrecía el hecho de que Quentin hubiera sobrevivido por el simple hecho de poseerla. Le parecía que había comprado su propia vida a costa de la de otros. No creía merecerlo. Se sentía muerto por dentro y dudaba de si algún día volvería a sentir algo más.

Envainó la hoja y se colgó la espada a la espalda. El sol había coronado el horizonte y tenía que decidir qué haría ahora. Encontrar a Bek era la prioridad, pero para conseguirlo debía abandonar el amparo que le ofrecía el bosque y regresar a las ruinas de Bastión Caído. Eso significaba arriesgarse a volver a toparse con escaladores y abominasquiones, y no sabía si sería capaz. Lo que sí que sabía era que necesitaba alejarse de este pozo de muerte y decepción.

Así, comenzó a andar y vio cómo las sombras que lo rodeaban retrocedían entre los árboles a medida que el sol se filtraba entre la bóveda de hojas y salpicaba el suelo del bosque. Descendió de las colinas que rodeaban Bastión Caído hasta las llanuras de las que había partido mientras huía de la abominasquión en la que habían convertido a Patrinell hacía dos días. Caminar le hizo sentir mejor, de algún modo. La desolación que le pesaba en el corazón no desapareció, pero la sensación de falta de dirección y de propósito desapareció a medida que se planteó las posibilidades que tenía. No sacaría nada si se quedaba de brazos cruzados. Lo que debía hacer, sin importar lo que le costara, era encontrar a Bek. La insistencia de Quentin de enrolarse en la travesía había convencido a su primo de acompañarlo. Si no conseguía otra cosa, al menos debía devolver a Bek a casa sano y salvo.

Aunque sabía a ciencia cierta que muchos otros miembros de la compañía habían muerto, estaba convencido de que este seguía con vida porque Tamis había estado con su primo antes de encontrarse con Quentin y porque, en el fondo, donde los instintos dictaban cosas que los ojos no veían, sabía que nada había cambiado. Sin embargo, eso no significaba que Bek no estuviera en peligro ni necesitara ayuda y Quentin estaba decidido a no decepcionarlo.

Una parte de él comprendía que su intensidad nacía de la necesidad de aferrarse a algo para salvarse a sí mismo. Era consciente de que, si flaqueaba, la desesperación lo abrumaría. La desolación sería tan absoluta que no podría obligarse a moverse. Si se derrumbaba, estaba perdido. Tomar cualquier dirección, marcarse un propósito le evitaba precipitarse al vacío. No sabía hasta qué punto era realista tratar de encontrar a Bek, solo y sin la ayuda de una magia útil, pero las probabilidades no importaban si se mantenía cuerdo.

No estaba lejos de las ruinas cuando divisó una aeronave que surcaba el cielo, distante y pequeña, recortada sobre el horizonte. Le sorprendió tanto que, durante unos segundos, se quedó petrificado y la contempló, incrédulo. Estaba demasiado lejos para que pudiera identificarla, pero decidió que debía ser la Jerle Shannara, que buscaba a los miembros de la expedición. Lo embargaron esperanzas renovadas y se dirigió hacia la nave enseguida.

Sin embargo, en cuestión de segundos, la aeronave planeó rumbo a la neblina de un banco de nubarrones que procedía del este hasta que desapareció de su vista.

El joven se encontraba en un claro mientras trataba de localizarla de nuevo, cuando oyó que alguien lo llamaba:

—¡Tierralteño! ¡Espera!

Giró sobre sus talones, sorprendido, tratando de identificar la voz y el origen de esta. Todavía escudriñaba las colinas cuando Panax surgió de entre los árboles que había a sus espaldas.

—¿Dónde has estado, Quentin Leah? —le pidió el enano, entre jadeos y colorado por el esfuerzo—. ¡Llevamos buscándote desde ayer! ¡Te he visto por pura casualidad!

Llegó frente a Quentin y le estrechó la mano calurosamente.

—Bien hallado, tierralteño. Estás hecho un desastre, espero que no te importe que te lo diga. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondió Quentin, aunque no fuera cierto—. ¿Quiénes me habéis buscado, Panax?

—Kian y yo, Obat y un puñado de rindge. La abominasquión los ha destrozado a consciencia. La aldea, a los lugareños, todo. La tribu ha quedado desparramada por toda la geografía, al menos, aquellos a los que no mató. Obat reunió a los supervivientes en las colinas; tenían la intención de reconstruir la aldea y seguir como antes, pero ya no. No van a volver. Las cosas han cambiado.

De pronto, se detuvo, observó con más detenimiento el rostro de Quentin y descubrió algo en lo que todavía no había reparado.

—¿Dónde está Tamis? —inquirió.

Quentin sacudió la cabeza.

—Ha muerto. Ard Patrinell también. Se mataron el uno al otro. No pude salvar a ninguno de los dos. —Le temblaban las manos y era incapaz de pararlo. Clavó la mirada en el suelo, confundido—. Le preparamos una trampa entre Tamis y yo. Nos escondimos en el bosque, junto a uno de los hoyos, y dejamos que la abominasquión nos encontrara con la esperanza de hacer que cayera en la trampa. Usamos un señuelo, un ardid para atraerla. Funcionó, pero salió del hoyo y Tamis…

Se le apagó la voz, incapaz de continuar y las lágrimas se le agolparon en los ojos por enésima vez, como si fuera un niño que revive una pesadilla.

Panax agarró las manos de Quentin entre las suyas, las aquietó y se las sujetó hasta que los temblores se detuvieron.

—Parece que tú también escapaste por los pelos —observó en tono calmado—. Supongo que no podías hacer más para salvarlos que no hubieras probado ya. No te exijas demasiado, tierralteño. La magia no siempre proporciona las respuestas que buscamos. El druida lo habrá descubierto por sí mismo, esté donde esté. A veces, debemos aceptar que tenemos limitaciones. Hay cosas que no podemos evitar. La muerte es una de ellas.

Le soltó las manos y lo asió de los hombros.

—Siento mucho lo de Tamis y Ard Patrinell, de verdad. Seguro que lucharon por sus vidas, tierralteño, pero tú también. Creo que, tanto a ellos como a ti mismo, les debes hacer que haya servido de algo.

Quentin miró los ojos marrones del enano y volvió paulatinamente en sí, mientras forjaba una nueva determinación. Evocó el rostro de Tamis al final, el espíritu feroz con el que se había enfrentado a su propia muerte. Panax tenía razón: derrumbarse ahora, entregarse a la tristeza, sería traicionar todo por lo que la elfa había luchado. El joven inspiró hondo.

—De acuerdo.

Panax asintió y retrocedió.

—Bien. Necesitamos que seas fuerte, Quentin Leah. Los rindge llevan explorando desde esta madrugada, desde antes del amanecer. Se han adentrado en las ruinas. Bastión Caído está plagado de escaladores, pero no funciona ninguno. Ya no funcionan los filamentos de fuego. Al parecer, Antrax ha muerto.

Quentin lo miró de hito en hito sin comprender nada.

—Pues muy bien, dirás, pero mira ahí. —El enano señaló al este, al banco de nubarrones que se avecinaba, como una cortina de oscuridad que llenaba el horizonte—. Lo que se avecina es un cambio en el mundo, de acuerdo con los rindge. Tienen una profecía que lo anuncia. Si Antrax es destruido, el mundo volverá a ser como era. ¿Recuerdas que los rindge insistían en que Antrax controlaba el tiempo? Bien, pues antes de que lo hiciera, esta tierra solo era hielo y nieve, hacía un frío gélido y era casi inhabitable. Tan solo se volvió cálida y frondosa después de que Antrax la cambiara hace eones. Y ahora, está volviendo a su estado original. ¿Notas el fresco?

Quentin no se había dado cuenta antes, pero Panax tenía razón. El ambiente se enfriaba a un ritmo constante, a pesar de que el sol hubiera salido ya. Ese ambiente fresco era de los que anunciaban la llegada del invierno.

—Obat y su pueblo cruzarán las montañas hasta el interior de Parcasia —continuó el enano—. Allí hace mejor tiempo y la región es más segura. Si no encontramos el modo de salir de aquí enseguida, creo que lo mejor será acompañarlos.

De repente, Quentin se acordó de la aeronave.

—Justo acababa de ver a la Jerle Shannara, Panax —dijo, y atrajo la atención del otro hacia el frente—. Ha estado visible durante unos segundos, justo por ahí. La he visto justo cuando me has encontrado, pero luego la he perdido entre esas nubes.

Escudriñaron juntos la oscuridad durante unos minutos, pero no vieron nada. Entonces, Panax se aclaró la garganta.

—No quiero ponerte en duda, que conste, pero ¿estás seguro de que no se trataba de la Fluvia Negra?

Tal posibilidad no se le había ocurrido a Quentin. Tenía tantas ganas de que fuera la Jerle Shannara, suponía, que en ningún momento se había parado a pensar que podía ser la aeronave enemiga. Se había olvidado de su némesis.

Sacudió la cabeza lentamente.

—No, no estoy seguro.

El enano asintió.

—No pasa nada, pero tenemos que ir con cuidado. La bruja y sus mwellrets todavía andan por aquí.

—¿Y qué me dices de Bek y los demás?

Panax parecía incómodo.

—Todavía no hemos encontrado ni rastro de ellos. No sé si los encontraremos, tierralteño. El pueblo de Obat no quiere volver a las ruinas; dicen que es la cuna de la muerte, aunque ya no exista Antrax ni estén activos los escaladores ni los filamentos de fuego. Dicen que está maldito, que nada ha cambiado. He tratado de convencerlos para que me acompañaran esta mañana, pero, después de lo ocurrido, han vuelto a las colinas a esperar. —Sacudió la cabeza—. A ver, no los culpo, pero tampoco es de mucha ayuda.

Quentin se enfrentó a él.

—No pienso abandonar a Bek, Panax. Ya estoy harto de huir, de ver a la gente morir y no hacer nada para evitarlo.

El enano asintió.

—Seguiremos buscando, tierralteño. Todo lo que podamos, no dejaremos de buscar. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

—Está vivo —insistió Quentin.

El enano no respondió, su rostro curtido y franco no revelaba sus pensamientos. Clavó la mirada en el cielo, en dirección al norte, y Quentin copió su gesto. Una línea de manchas negras había aparecido en el horizonte, y avanzaba en paralelo a la tormenta, desplegadas sobre el cielo matutino.

—Aeronaves —anunció bajito Panax, con cierta afectación en la voz áspera.

Contemplaron cómo las manchitas se agrandaban y tomaban forma. Quentin no comprendía cómo habían salido tantas aeronaves, al parecer de la nada, en un momento. ¿Ante quién respondían? Miró a Panax, pero el enano estaba tan confundido como él.

—Mira —dijo Panax mientras señalaba.

La aeronave que Quentin había visto hacía un rato había reaparecido entre la oscuridad y surcaba el cielo a toda velocidad rumbo al este, hacia las montañas. Esta vez no había lugar a dudas: se trataba de la Fluvia Negra. El grito de socorro murió en los labios del tierralteño, que se quedó petrificado donde estaba cuando esta los sobrevoló y se perdió en la distancia. Ahora veían que trataba de cortarle el paso a otra nave, más adelantada. La inclinación distintiva de los tres mástiles les reveló que no era otra que la Jerle Shannara. La bruja y sus mwellrets daban caza a los nómadas y los otros buques les pisaban los talones a ambas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Quentin, tanto para sí como para Panax.

Al cabo de unos segundos, la flota perseguidora se dividió en dos grupos: uno se fue tras la Fluvia Negra y la Jerle Shannara y la otra se dirigió hacia las ruinas de Bastión Caído. Este segundo grupo era más pequeño, pero estaba capitaneado por la aeronave más grande. En formación lineal, los buques planearon sobre las ruinas y se prepararon para aterrizar.

—No creo que debamos quedarnos aquí, expuestos de esta manera —sugirió Panax al cabo de unos instantes.

Enseguida, buscaron el amparo de los árboles y se retiraron hacia las colinas, donde encontraron un punto de avanzada desde donde observar lo que sucedía. No tardaron mucho en admitir que habían tomado la decisión correcta. Las aeronaves lanzaron escaleras de cuerda, que colgaban a pocos metros del suelo, y puñados de mwellrets las descendieron y se esparcieron por la zona. A bordo de las aeronaves, la tripulación se quedó en sus puestos. Sin embargo, había algo raro en su porte. Estaban quietos, petrificados, como estatuas, no había trajín ni hablaban con los demás compañeros. Quentin los observó durante un buen rato, con la intención de detectar algún tipo de reacción en ellos. No se produjo ninguna.

—Dudo que sean aliados —anunció Panax en voz baja. Hizo una pausa—. Mira eso.

Un elemento nuevo había aparecido: un puñado de criaturas que carecían de una identidad reconocible. Las colocaban en redes de carga y las hacían descender mediante cabestrantes desde la aeronave mayor, una tras otra. Parecían humanos demasiado crecidos, con unas espaldas y brazos enormes, las piernas gruesas y los torsos peludos. Caminaban encorvados, usando las cuatro extremidades, como los primates del viejo mundo. Sin embargo, las cabezas tenían un aspecto lobuno: tenían el morro estrecho y marcado, las orejas puntiagudas y unos ojos penetrantes. Incluso desde la distancia, esos rasgos eran inconfundibles.

—¿Qué son? —dijo Quentin, que soltó una bocanada de aire.

Las partidas de búsqueda se abrieron en abanico por las ruinas, con una docena de mwellrets en cada una, armados y protegidos: sin duda, era un invasor hostil. Llevaban esas peculiares criaturas encorvadas atadas de largas cadenas y les habían dado la orden de buscar, como si fueran perros. Con el hocico amorrado al suelo, avanzaron entre los escombros en distintas direcciones y los mwellrets las siguieron. En las ruinas no se produjo ninguna reacción por parte de Antrax. No aparecieron escaladores y ningún filamento de fuego hendió el aire. Al parecer, los rindge tenían razón sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, eso tan solo consiguió que Quentin no dejara de pensar en lo que le habría sucedido a Bek.

Kian, el elfo fornido de tez morena, surgió de repente de entre los árboles y se acercó a ellos. Saludó a Quentin con un asentimiento de cabeza, pero no dijo nada.

—Tenemos un problema, tierralteño —anunció Panax sin mirarlo.

Quentin asintió.

—Nos están buscando. Y tarde o temprano, nos encontrarán.

—Y yo diría que será más temprano que tarde. —El enano se irguió—. No podemos quedarnos aquí. Hay que irse.

Quentin Leah observó cómo sus perseguidores se adentraban en la ciudad, a lo lejos, eran figuritas, como juguetitos. Quentin entendía a Panax, pero no quería expresarlo en voz alta. Panax le sugería que debían abandonar la búsqueda de Bek, que tenían que poner tanta distancia como pudieran entre ellos y quienes los estuvieran persiguiendo.

Notó que una parte de sí mismo se marchitaba y se moría ante la perspectiva de volver a abandonar a Bek, pero sabía que, si se quedaba, lo encontrarían. Con eso, no conseguiría nada de provecho y podría acabar muerto. Trató de reflexionar sobre ello a fondo. Quizá Bek poseía magia, Tamis así lo afirmaba. Lo había visto usarla, un poder con el que podía hacer trizas a los escaladores. Su primo no estaba completamente indefenso. En realidad, era posible que él tuviera más opciones que ellos de salir con vida. Quizá incluso había encontrado a Walker, así que, tal vez, estaban juntos. Tal vez ya habían salido de las ruinas y habían huido a las montañas.

Se detuvo, enfadado. Lo estaba racionalizando. Trataba de hacerse sentir mejor por abandonar a Bek, por romper su promesa por enésima vez. Pero, en realidad, no se creía ni una palabra de lo que se decía. El corazón no se lo permitía.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó al final, resignado a realizar la única cosa que se había prometido que no haría.

Panax se rascó la barbilla, ya cubierta con una barba incipiente.

—Nos adentraremos en el Arca Aleutera, esas montañas que quedan detrás, con Obat y su pueblo. Nos adentramos en el corazón de Parcasia. Las aeronaves se dirigían hacia allí; tal vez alcancemos alguna. Quizá podamos hacerle señales. —Se encogió de hombros, cansado—. Tal vez podamos sobrevivir.

No mencionó una palabra sobre volver a por Bek y los demás o sobre reanudar la búsqueda más adelante. El joven comprendió que algo así no ocurriría, que quizá nunca regresarían a las ruinas, y no le haría una promesa que no podría cumplir.

Nada de eso ayudaba a Quentin a desembarazarse de su sentimiento de traición, pero era mejor ser realista con las perspectivas que había que aferrarse a falsas esperanzas.

«Lo siento, Bek», se dijo a sí mismo.

—Vienen hacia aquí —anunció Kian de pronto.

Uno de los grupos de batida había aparecido en el extremo de las ruinas que había más abajo y había encontrado los cuerpos de los rindge que la abominasquión de Patrinell había matado hacía dos días. Las criaturas encorvadas ya olisqueaban el suelo en busca de un rastro. Una cabeza lobuna se alzó y miró en la dirección en la que se encontraban ellos, agachados entre los árboles, como si fuera consciente de su presencia, como si fuera capaz de divisarlos.

Sin mediar palabra, el enano, el elfo y el tierralteño se mezclaron con los árboles y desaparecieron.

* * *

Les llevó casi una hora llegar hasta el claro donde estaban reunidos Obat y los rindge. Se encontraban en la ladera de la colina que se alzaba ante el Arca Aleutera, que atravesaba Parcasia de noroeste a sureste como una espina dorsal escarpada. Los rindge tenían aspecto andrajoso y desalentado, aunque no conformaban un grupo desorganizado o poco preparado. Habían apostado centinelas y se encontraron con ellos antes de llegar a la columna de rindge. Habían recuperado las armas, así que los hombres iban todos equipados. Sin embargo, la mayor facción de supervivientes estaba formada por mujeres y niños; algunos de estos solo eran bebés. Al menos había un centenar de rindge, aunque era más probable que se acercarán a los doscientos. Sus pertenencias formaban montones a su alrededor, atadas en fardos o metidas en sacos de paño. La mayor parte de ellos estaban sentados y quietos en las sombras, mientras charlaban entre ellos y aguardaban. En la luz moteada del bosque, parecían tener las cuencas de los ojos vacías y que fueran espectros indefinidos.

Obat se acercó a Panax y se puso a hablar con él de inmediato. Panax lo escuchó y le respondió con la antigua lengua de los elfos que había usado con buenos resultados cuando se habían conocido. Obat le escuchó y sacudió la cabeza. Panax lo volvió a intentar y señaló la dirección de la que procedían. Para Quentin era evidente que le explicaba que habían llegado los intrusos que habían visto en las aeronaves. No obstante, a Obat no le hacía ninguna gracia lo que oía.

Con la exasperación cincelada en el rostro, Panax se volvió hacia el tierralteño:

—Le he dicho que tenemos que irnos a toda prisa, que deben dejar todas las pertenencias aquí. Tal y como están las cosas, nos costará bastante trasladar a toda esta cantidad de gente sana y salva sin tener que, además, lidiar con todas sus cosas. Pero Obat dice que es todo lo que les queda, que no lo dejarán.

Se volvió hacia Kian:

—Vuelve al camino con un par de rindge y montad guardia.

El elfo cazador giró sobre los talones sin mediar palabra, gesticuló a un par de rindge para que lo acompañaran y desapareció entre los árboles al trote.

Panax se volvió hacia Obat y lo intentó de nuevo. Esta vez realizó ademanes que no dejaban lugar a dudas sobre lo que pasaría si los rindge iban demasiado lentos al escapar. Su rostro ancho estaba sonrojado y mostraba enfado; alzó la voz. Obat lo miró de hito en hito, impertérrito.

«Estamos perdiendo el tiempo, —pensó Quentin, de pronto—. Un tiempo del que ya no disponemos».

—Panax —lo llamó. El enano se volvió—. Diles que agarren sus cosas y empiecen a caminar. No tenemos tiempo de seguir discutiendo. Deja que descubran por sí mismos si vale la pena o no cargar con sus posesiones. Marca un paso que las mujeres y los niños puedan seguir y vete. Déjame una docena de rindge. Veré qué puedo hacer para entorpecer el avance de nuestros perseguidores.

El enano lo miró con detenimiento y luego asintió.

—De acuerdo, tierralteño, pero yo también me quedo. Y no me lo discutas. Como tú bien dices, no tenemos tiempo para discutir.

Entonces, intercambió unas rápidas palabras con Obat, quien se volvió hacia su pueblo y empezó a gritar órdenes. Los rindge se reunieron en un abrir y cerrar de ojos, con sus pertenencias a cuestas. Guiados por un pequeño grupo de hombres armados, caminaron por un sendero estrecho del bosque hacia las colinas, en silencio y con determinación. Quentin se sorprendió al ver lo rápido que se habían puesto en marcha. No hubo titubeos ni confusión. Todo el mundo parecía saber qué tenía que hacer. Tal vez ya lo habían hecho otras veces. Quizá estaban mejor preparados para moverse de lo que Panax creía.

En cuestión de segundos, el claro se vació de gente y tan solo quedaron Quentin, Panax y más o menos una docena de guerreros rindge. Obat también había optado por quedarse. Quentin no estaba seguro de que fuera una buena idea, puesto que era evidente que Obat era el líder de la tribu, y perder su presencia podría resultar desastroso. Sin embargo, no era una decisión que él debiera tomar, así que no dijo nada.

Se volvió para mirar en la dirección de las ruinas a la vez que se preguntaba de cuánto tiempo dispondrían antes de que los mwellrets y esas criaturas encorvadas los descubrieran. Quizá no ocurriría con tanta rapidez como se temía. Habría otros rastros que los distraerían, otras huellas que seguirían. Tal vez elegían alguna que los conduciría hacia otra dirección, pero no se lo creyó ni por un segundo.

Entonces, pensó en las desgracias que habían acontecido desde que había partido de las Tierras Altas de Leah, de las oportunidades que había desperdiciado y las cuestionables elecciones que había tomado. Había partido con grandes expectativas. Había creído que sería capaz de dictar la dirección de su vida. Se había equivocado. Al final, solo había conseguido mantenerse a flote en el mar de confusión que lo rodeaba. Ni siquiera había podido decidir cómo usaría la magia de su espada tan aclamada para proteger. La usaría para ayudar a aquellos a quienes el destino ponía a su alcance y, a veces, ni siquiera a ellos.

Los rindge se contaban entre estos. Podía dejarlos y seguir adelante, porque, al fin y al cabo, no tenían nada que ver con él ni con sus razones para ir a Parcasia ni con la promesa que le había hecho a Bek. Si acaso, eran un estorbo. Si esperaba tener la oportunidad de llegar hasta una de las aeronaves y encontrar el modo de salir de esta tierra, la velocidad podría marcar la diferencia. Sin embargo, tras su incapacidad de salvar a Tamis y a Ard Patrinell y de encontrar a Bek, sentía la necesidad imperiosa de ayudar a alguien, quien fuera. Los rindge le ofrecían tal oportunidad. No podía darles la espalda. No permitiría que nadie más resultara herido por su culpa.

Haría lo que pudiera por aquellos a quien podía ayudar. Si apoyar a los rindge era la oportunidad que le había brindado la fortuna, tendría que ser suficiente.

Panax se colocó a su lado.

—¿Y ahora qué, Quentin Leah? ¿Cómo evitaremos que esas cosas atrapen al pueblo de Obat?

«Ojalá lo supiera», pensó el tierralteño.

El último viaje

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