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El calor y la luz dieron paso a una oscuridad gélida, la sensación tan peculiar de cosquilleo se convirtió en entumecimiento y el presente se tornó pasado cuando el poder de la espada de Shannara se adueñó de Ilse la Hechicera. Se encontraba en el corazón de las catacumbas de Bastión Caído, a solas con su enemigo, el druida Walker, rodeada de los escombros de otra era. De repente, se había adentrado tanto en su interior que no sabía dónde estaba. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser una criatura de carne y hueso a poseer la misma sustancia que los pensamientos que la asolaban.

Tan solo dispuso de un segundo para preguntarse qué le ocurría, nada más.

Se adentró sola en la negrura, pero era consciente de la presencia de Walker junto a ella, no con una silueta reconocible, ni siquiera completamente formada, sino más bien en forma de una sombra, un espectro que la seguía como la caída de su larga melena oscura. Notaba el pulso del druida en el talismán al que se aferraba como si de un salvavidas se tratara. Walker era tan solo una presencia etérea, pero la acompañaba y la observaba.

Cuando Ilse la Hechicera emergió de las tinieblas, se encontró en otro lugar y en otra época que reconoció al instante. Estaba en la casa de su infancia, de donde la habían arrancado cuando solo era una niña. Creía que nunca más la vería, pero ahí estaba, tal y como la recordaba, envuelta en las sombras del amanecer que se acercaba, sumida en el silencio y rodeada de peligro. Notó la frescura del aire de la madrugada y le llegó la fragancia intensa de los arbustos de lilas. Reconoció el instante al momento: se había trasladado a la época en que sus padres y su hermano habían muerto y a ella la habían secuestrado.

Contempló cómo se desarrollaban de nuevo los acontecimientos de aquella fatídica mañana, pero esta vez como espectadora, como si le ocurriera a otra persona. Volvieron a matar al viejo Ladrido cuando salió a investigar. Las formas encapuchadas pasaron de nuevo junto a su ventana bajo la tenue luz del alba cuando se dirigían hacia la puerta de entrada. Ella volvió a salir corriendo en vano. Escondió a su hermano en la bodega y trató de eludir el mismo sino que sus padres. No obstante, las figuras encapuchadas la esperaban. Vio cómo la apresaban mientras su casa se quemaba envuelta en una humareda rojiza. Observó cómo se la llevaban, inconsciente e indefensa, hacia el sol naciente.

Había ocurrido tal y como lo recordaba. Pese a todo, también había sido distinto. Fue testigo de cómo unas siluetas negras hacían un corrillo para debatir mientras ella yacía atada, con los ojos vendados y amordazada. Sin embargo, había algo que no cuadraba. Esos no parecían los metamorfóseos que ella sabía que se la habían llevado. Tampoco había rastro del druida Walker. ¿Había visto cómo pasaba ante las ventanas de su casa esta vez, como ella recordaba? Le parecía que no. ¿Dónde estaba?

Como si pretendiera responder a su pregunta, una figura emergió de entre los árboles, alta, negra y encapuchada, como sus captores. Tenía la apariencia de un druida: se fundía con la noche que retrocedía y prometía la llegada de la muerte. Hizo un gesto a sus secuestradores, los llamó junto a él, les dijo algo que no alcanzó a oír y luego se apartó. De pronto, se produjo un trajín de actividad: sus captores se pusieron en guardia, como si fueran combatientes, y lucharon unos contra otros. Sin embargo, su lucha no era encarnizada y brutal; tan solo era un ejercicio. De vez en cuando, alguno se detenía para echar un vistazo a la niña, como si pretendiera calcular los efectos de la simulación. La figura encapuchada dejó que siguieran durante un rato mientras esperaba y, entonces, de golpe, la agarró, la alzó y desaparecieron entre los árboles, alejándose de ese extraño panorama.

Mientras la silueta corría, la bruja entrevió sus antebrazos. Eran escamosos y veteados. Eran reptilianos.

La cabeza le empezó a dar vueltas cuando cayó en la cuenta. «¡No!».

La figura oscura y encapuchada la condujo hasta el interior del bosque, a un lugar tranquilo, y la dejó en el suelo. Contempló cómo le revelaba su identidad y no era el druida, como ahora ya sabía, pues era consciente de que no podía ser otro que el Morgawr. «¡Traidor!». La palabra le retumbó en la mente. «¡Mentiroso!». Pero era algo mucho peor. Ninguna palabra era suficiente para describirlo, no era ni humano. Era un monstruo.

Sabía que contemplaba la verdad. Se lo decía su instinto, por mucho que dudara que fuera cierto. Las imágenes que evocaba la magia de la espada de Shannara no podían ser falsas. Lo presentía, y tenía todo el sentido del mundo. ¿Cómo no lo había sabido antes? ¿Cómo se había dejado engañar con tanta facilidad?

Se recordó que, con todo, en aquel entonces solo tenía seis años. No era más que una niña.

Atormentada por las emociones que la desgarraban como una manada de lobos famélicos, habría chillado a causa de la rabia y la desesperación si hubiera podido. A pesar de ello, era incapaz de dar voz a lo que sentía; solo podía seguir mirando. La magia de la espada no le permitía hacer más.

Oyó cómo el Morgawr le hablaba con voz suave, con intención de seducirla, con un tono traicionero. Vio cómo ella misma, poco a poco, aceptaba sus mentiras, se creía quien él afirmaba que era y que había sido víctima de las maquinaciones de un druida. Fue testigo de cómo se la llevaba a lomos de un alcaudón hasta su guarida subterránea en el corazón del valle de los Indómitos. Contempló cómo ella misma cerraba la puerta de su propia prisión, ingenua y solícita, y se convertía en un títere en una confabulación que empezaba a vislumbrar por primera vez. Observó cómo iniciaba una nueva vida; una niña pequeña engañada que se dejaba llevar por el odio y la determinación. Se contempló consciente de que nunca volvería a ser la misma; que nunca sería capaz de evitarlo, de hacer algo que no fuera desesperarse por el destino que la aguardaba.

Aun así, las imágenes no dejaron de sucederse, de exponer la verdad que le habían negado durante todos estos años. Vio cómo un metamorfóseo hurgaba entre los escombros calcinados a los que había quedado reducida su casa para salvar a su hermano, que aún vivía. Contempló cómo se lo llevaba a una fortaleza que se erguía solitaria y que, de inmediato, reconoció como Paranor. Fue testigo de cómo entregaba a su hermano al druida Walker, quien, a su vez, lo llevaba hasta las Tierras Altas de Leah y se lo confiaba a un hombre de rostro amable y a su mujer, que ya tenían hijos propios y una deuda pendiente con el druida. Vio cómo su hermano crecía con esa familia y cómo la carita de bebé le cambiaba con el paso de los años hasta exhibir unos rasgos que, poco a poco, empezó a reconocer.

Habría soltado un grito ahogado o incluso habría chillado al darse cuenta de que estaba viendo al muchacho que había venido a esta tierra lejana con Walker, el chico que se había enfrentado a ella y había afirmado ser Bek. No había confusión posible. Era el mismo muchacho al que no había creído, el mismo al que había perseguido con el caull y que casi había matado. Bek era el hermano que estaba tan segura de que había muerto en el incendio…

Fue incapaz de terminar de formular el pensamiento, cualquiera. Apenas era capaz de obligarse a enfrentarse a la realidad. Tampoco disponía del tiempo necesario para realizar un examen equilibrado, para aceptar lo que veía. Enseguida brotaron otras imágenes, una oleada que la embistió de tal forma que le oprimió el pecho y no la dejaba respirar bajo su peso aplastante.

Ahora, las imágenes reflejaban su formación con el Morgawr, su instrucción prolongada y severa, su dominio de la autodisciplina y su férrea determinación mientras se disponía a aprender cómo acabar con Walker. Vio cómo se convertía en una muchacha, pero sin la misma libertad vital y espiritual de la que había gozado Bek. Al contrario, fue testigo de cómo ella misma se desprendía de su humanidad y se convertía en algo tan parecido al Morgawr que, al final, tan solo se diferenciaba de este por su apariencia exterior, si es que su piel la distinguía de las escamas del otro. Se había vuelto tan oscura, tan llena de odio y tan cruel como él. Había aceptado con los brazos abiertos las posibilidades ponzoñosas que le ofrecía la magia con el mismo entusiasmo y determinación salvaje que el Morgawr.

Contempló cómo aprendía a usar su magia como si fuera un arma. Toda su experiencia dilatada y tormentosa desfiló ante sus ojos con un detalle abrumador y escalofriante. Presenció cómo mutilaba y asesinaba a quien se interponía en su camino. Vio cómo destruía a los que se atrevían a enfrentarse a ella o a cuestionarla. Observó cómo les arrancaba las esperanzas y la valentía y los esclavizaba. Vio cómo destruía a gente solo porque sí o porque favorecía a sus propósitos. La Víbora había muerto para que ella controlara a Ryer Ord Star. Su espía en casa del sanador de Fronda Águila había muerto para que nunca revelara su conexión con ella. Allardon Elessedil había muerto para que la travesía que el druida Walker pretendía emprender careciera del apoyo élfico.

Había muchos más; tantos, que enseguida perdió la cuenta. De la mayoría, ni siquiera se acordaba. Contempló cómo aparecían, como si fueran espectros de su pasado, y fue testigo de cómo morían otra vez. De su propia mano o porque lo había ordenado, todos morían. Y si no lo hacían, a menudo acababan con el aspecto de hombres y mujeres que desearían haberlo hecho. Percibía su miedo, su impotencia, su frustración, su terror y su dolor. Experimentaba su sufrimiento.

Ella, que era Ilse la Hechicera, que nunca había sentido nada, que se había asegurado de resguardarse de cualquier tipo de emoción, se desmoronó como un castillo de naipes con un soplo de brisa.

«Basta —oyó que suplicaba—. ¡Por favor! ¡Por favor!».

Las imágenes se transformaron por enésima vez y ahora contemplaba, no los actos directos que había perpetrado, sino sus consecuencias. Cuando un padre había muerto para satisfacer sus necesidades, una madre y sus hijos habían terminado en la calle, muertos de hambre. Cuando había subvertido a una hija para su propio beneficio, un hermano, sin darse cuenta, se había puesto en peligro y había acabado aniquilado. Cuando había sacrificado una vida, había arruinado dos más.

Pero no terminaba aquí. Al doblegar por capricho a un comandante nacido libre, había privado a su nación de su valentía y la había dejado sin líder durante años. La hija de un político que se encontraba en pleno conflicto entre dos facciones fue encarcelada cuando su sabiduría habría puesto fin a la disputa. Niños habían desaparecido en otras tierras, secuestrados por sus acólitos para controlar a los padres, hundidos por la pena. Tribus de gnomos, desprovistos de las tierras sagradas de las que ella se había apoderado para el Morgawr, habían acusado a los enanos, que a partir de ese momento se habían convertido en sus enemigos. Como las ondas en cadena que provoca una piedra que se lanza a las aguas tranquilas de un estanque, las consecuencias de sus actos egoístas y depredadores se extendían mucho más allá de su impacto inicial.

Durante todo ese tiempo, notaba cómo el Morgawr la vigilaba desde la distancia, una presencia silenciosa que saboreaba los resultados de sus maquinaciones arteras, de sus mentiras y engaños. La manipulaba como si fuera su títere, controlada por los hilos que él manejaba. Había encauzado su rabia y su frustración y nunca le había dejado olvidar hacia quién debía dirigirlas. Todo lo que ella había hecho, había sido con el fin de destruir al druida Walker. No obstante, al contemplar ahora su pasado, sin mentiras y expuesto a plena luz, era incapaz de comprender cómo había vivido tan engañada. Nada de lo que había hecho le había brindado su supuesto objetivo. Ninguna acción era justificable. Todo había sido una farsa.

La capa de autoengaño con la que se revestía se rompió en mil pedazos ante ese torrente de imágenes y, por primera vez, se vio a sí misma tal y como era en realidad. Era repugnante. Era el peor ser que podía imaginar, una criatura cuya humanidad había sacrificado debido a la falsa creencia de que no tenía ningún valor. Sacrificada en pro del monstruo en el que se había convertido, había renunciado a todo lo que había formado parte de la niña que había sido.

Lo peor de todo era darse cuenta de lo que le había hecho a Bek. Al asumir que había muerto entre las cenizas de su casa, había hecho algo peor que traicionarlo. Había hecho algo peor que no creer que era la persona que afirmaba ser cuándo se había enfrentado a ella. Había tratado de matarlo. Le había dado caza y por poco lo había asesinado. Lo había hecho prisionero, se lo había llevado a la Fluvia Negra y se lo había entregado a Cree Bega.

Lo había abandonado.

Otra vez.

En el silencio de la magia sosegada de la espada de Shannara, las imágenes se esfumaron por un momento y se quedó sola con la verdad, con su crudeza y su filo cortante. Walker todavía estaba ahí, cerca, su presencia tenue observaba cómo aceptaba quién era. La jurguina lo percibía como un palio, y no podía deshacerse de él. Trató de liberarse de la red de engaños, traiciones y fechorías que la enredaba como una gran telaraña. Le costaba respirar ante la oscuridad sofocante de su propia vida. No consiguió ni lo uno ni lo otro; estaba tan atrapada como sus víctimas.

Las imágenes se sucedieron de nuevo, pero ya no lo soportaba más. Perdida en el caleidoscopio de las atrocidades que había cometido, no era capaz de imaginar cómo se le podría conceder el perdón. No concebía que tuviera derecho siquiera a pedirlo. Se sentía despojada de esperanzas o clemencia. Encontró por fin la voz y soltó un grito fruto de la desesperación y el odio que sentía por sí misma. El sonido y la impetuosidad del grito hicieron estallar su propia magia, tenebrosa, veloz y certera. Acudió a ayudarla de improviso, chocó con el poder de la espada de Shannara y estalló en su interior en una conflagración abrasadora. Sintió que ella misma explotaba en un torbellino de imágenes y sentimientos. Entonces, todo se sumió en una espiral enorme de oscuridad y la apresaron volutas de sombras que se alargaban hasta el infinito.

* * *

Bek Ohmsford se puso rígido al oírlo.

—¿Lo has oído? —le preguntó a Truls Rohk.

Se trataba de una pregunta innecesaria, nadie lo habría ignorado. Se encontraban en el corazón de las catacumbas de Bastión Caído en busca de Walker. Habían descendido desde las ruinas, tras haber encontrado unas puertas, que antes estaban cerradas, abiertas de par en par. Los filamentos de fuego y los escaladores ya no protegían esos dominios. No quedaba ni rastro de vida. El mundo de Antrax era ahora una tumba de esqueletos de metal y máquinas inertes.

Truls Rohk, tapado y encapuchado incluso en el corazón de Bastión Caído, despacio, echó un vistazo a su alrededor, mientras el eco del grito se extinguía.

—Aquí abajo todavía queda alguien vivo.

—Una mujer —se aventuró Bek.

El metamorfóseo gruñó.

—No estés tan seguro.

Bek sondeó el aire con su magia mientras tarareaba con suavidad y buscaba el rastro de la magia. Grianne había recorrido este mismo camino no hacía demasiado tiempo, su presencia era inconfundible. La seguían convencidos de que ella perseguía a Walker. Una los conduciría al otro. Si se daban prisa, llegarían hasta ellos a tiempo. Sin embargo, hasta el momento, no estaban tan seguros de que quedara alguien vivo. Desde luego, no habían encontrado ninguna prueba que indicara lo contrario.

Bek retomó la marcha y se pasó la mano por el pelo, nervioso.

—Ha ido por aquí.

Truls Rohk avanzó con él.

—Me has dicho que tenías un plan. Para cuando la encontremos.

—Para capturarla —anunció Bek—. Para apresarla con vida.

—Qué ambicioso eres, muchacho. ¿Y tienes intención de ilustrarme con los detalles en algún momento o…?

Bek siguió adelante y se tomó unos segundos para pensar en su explicación. Con Truls, uno no quería complicar más las cosas. El metamorfóseo estaba predispuesto a dudar de la posibilidad de que cualquier plan funcionara. En cambio, pensaba en modos de matar a Grianne antes de que esta tuviera la oportunidad de hacer lo propio con él. Lo único que lo evitaba era la exigencia vehemente de Bek de que Truls le diera una oportunidad a su plan.

—No puede hacernos daño a menos que use la magia —empezó con un hilo de voz sin mirar a su compañero mientras seguían caminando. Pisaba con cuidado entre cables caídos y trozos de hormigón que se habían desprendido del techo debido a una explosión que lo había hecho temblar todo y que habían notado incluso desde sobre el nivel del suelo—. No puede usar la magia a menos que emplee la voz. Si evitamos que hable, cante o emita cualquier tipo de sonido, conseguiremos hacerla prisionera.

Truls Rohk se escurría entre las sombras y las luces parpadeantes como un gato enorme.

—Podemos conseguir lo que queremos si la matamos. Déjalo correr, muchacho. No volverá a ser tu hermana. No aceptará lo que es.

—Si logro distraerla, tú podrías acercarte por la espalda —continuó Bek, que hizo caso omiso de la intervención del metamorfóseo—. Podrías cubrirle la boca con las manos y acallarla. Podrías hacerlo si somos capaces de evitar que descubra que estás aquí. Creo que es viable. Estará concentrada en encontrar al druida y en enfrentarse a mí. No te buscará.

—Tú sueñas despierto. —Truls Rohk no sonaba convencido—. Si el plan fracasa, no tendremos una segunda oportunidad. Ni tú ni yo.

Algo pesado cayó al suelo del pasadizo que se extendía ante ellos con un estrépito y se sumó a los montones de escombros que ya se hacinaban. El vapor siseaba al emanar de tuberías rotas y olores peculiares se arremolinaban en los huecos y se filtraban a través de las grietas de las paredes. Dentro de las catacumbas, todos los pasillos parecían idénticos. Era un laberinto y, si no hubieran seguido el aura tan característica de Grianne, haría tiempo que se habrían perdido.

Bek no alteró su tono de voz.

—Walker querría que lo hiciera —se atrevió a decir. Echó un vistazo a la silueta negra del metamorfóseo—. Y lo sabes.

—Solo el druida sabe lo que quiere. Tampoco significa que eso sea necesariamente lo correcto. De momento, no hemos conseguido demasiado con ello.

—Y, precisamente, por eso decidiste acompañarlo en esta travesía —sugirió Bek, tranquilo—. Por eso lo habías acompañado tantas veces. ¿Me equivoco?

Truls Rohk no respondió, desapareció dentro de sus ropajes de modo que tan solo quedó la sombra encapuchada que avanzaba en la penumbra, más presencia que sustancia, tan leve que parecía que desaparecería en un abrir y cerrar de ojos.

Ante ellos, la galería se ensanchaba. Los daños eran más severos ahí que en cualquier otro sitio por el que habían pasado. Pedazos enteros de techo y pared se habían desmoronado. Había cúmulos de cristal hecho añicos y metales retorcidos. A pesar de que las lámparas que ardían sin llama iluminaban el corredor con una luz tenue, esta apenas penetraba la densa oscuridad.

Al final del pasillo había una sala enorme y cavernosa con un par de cilindros gigantescos cuyo revestimiento de metal estaba hendido de cabo a rabo como si fuera fruta madura. El vapor siseaba a través de las grietas como sangre que se derrama de un cuerpo. Los extremos de cables cortados chisporroteaban y estallaban con pequeñas explosiones. Los puntales y las vigas, descabaladas, emitían crujidos largos y lentos.

—Ahí —dijo Bek con un hilo de voz mientras tocaba la capa del otro—. Está ahí.

No advirtieron ningún ruido ni movimiento, no detectaron ningún indicio de que un ser vivo esperara al final del pasillo, entre esa destrucción extrema. Truls Rohk se quedó petrificado unos segundos mientras aguzaba el oído. Entonces, retomó la marcha y esta vez la encabezaba él, ya no se fiaba de Bek. Tomó el control de una situación que era potencialmente mortífera. El muchacho lo siguió callado, sabedor de que ya no era él quien abría el camino y que lo mejor que podía esperar era disponer de la oportunidad de que las cosas salieran como él creía.

Un silbido repentino rompió el silencio, una ruido interrumpido por golpes secos y crujidos. Los sonidos despertaron la imagen de animales que se alimentaban de los huesos de una res muerta en la mente de Bek.

Cuando llegaron a la entrada de la sala, Truls Rohk se dirigió con prontitud hacia las sombras que proyectaba una pared e indicó con gestos a Bek que se mantuviera apartado. Reacio a romper el contacto con él, Bek retrocedió un paso, si cabe. Se apretó contra una pared lisa y se esforzó por detectar algún sonido que fuera más allá de los ruidos mecánicos.

Entonces, el metamorfóseo se fundió con una zona de sombras y desapareció. Bek supo al momento que trataba de llegar a Grianne antes que él y se lanzó tras él, temeroso de haber perdido la oportunidad de salvar a su hermana. Se abrió paso entre los escombros que había en la entrada de la sala a toda prisa y se detuvo en seco.

La cámara estaba en ruinas, todo eran montones de restos de metal y cristal, de escaladores hechos trizas y máquinas rotas. Grianne estaba arrodillada en el centro junto a Walker, que yacía inerte. Su cabeza sobresalía de las sombras de su melena oscura y el parpadeo suave de los cables rotos que chisporroteaban le iluminaban el rostro pálido. La jurguina tenía los ojos abiertos, clavados en el techo, pero no veía nada. Las manos agarraban con fuerza la empuñadura de la espada de Shannara, cuya hoja caía perpendicular al suelo liso de metal.

Había sangre en esas manos y también en la empuñadura y en la hoja. Había sangre por doquier, tanto en sus ropajes como en los de Walker. Había sangre en el suelo, encharcado, que formaba un río carmesí que discurría en regueros que se dirigían hacia los escombros.

Bek contempló la escena, horrorizado. No pudo evitar pensarlo: Walker estaba muerto y Grianne lo había matado.

Por el rabillo del ojo vio el destello de la hoja afilada de una daga entre las sombras y en la oscuridad. Unas tinieblas aun más profundas avanzaron hacia delante en silencio.

Truls Rohk había llegado a la misma conclusión que él.

El último viaje

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