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La figura emergió de las tinieblas que se arremolinaban en el rincón con tanta rapidez que Sen Dunsidan casi se tropieza con ella antes de darse cuenta de que había aparecido. El corredor que conducía a su dormitorio estaba a oscuras y atestado de las sombras que trae consigo el anochecer: las lámparas de la pared tan solo proyectaban halos de luz diseminados de un resplandor borroso. La iluminación no lo ayudó en este momento, y el ministro de Defensa quedó atado de pies y manos: no pudo huir ni defenderse./p>

—Querría hablar con vos, si podéis, ministro.

El intruso iba cubierto con una capa y una capucha y aunque Sen Dunsidan evocó al instante a Ilse la Hechicera, sabía, sin lugar a duda, que no era ella. Se trataba de un hombre, no de una mujer (demasiado grande y fornido para ser otra cosa y la voz era áspera y masculina). No tenía la figura esbelta y pequeña de la bruja, así como tampoco poseía su voz fría y suave. Esta se había presentado ante él hacía tan solo una semana, antes de partir a bordo de la Fluvia Negra para perseguir al druida Walker y a su compañía rumbo a un destino desconocido. Ahora, este intruso, que iba encapuchado y cubierto como solía ir la jurguina, se le había aparecido del mismo modo: por la noche y sin anunciarse. Enseguida se preguntó qué relación habría entre ellos.

Disimulando la sorpresa y el ápice de miedo que le atenazó el pecho, Sen Dunsidan asintió.

—¿Y dónde querríais hacerlo?

—Vuestros aposentos servirán.

Hombre corpulento y robusto donde los hubiera y todavía en la flor de la vida, con todo, el ministro de Defensa se sentía empequeñecido en la presencia del otro. Iba más allá de una mera cuestión de envergadura, era una cuestión de presencia. El intruso exudaba una fuerza y una confianza que no solían hallarse en un hombre normal y corriente. Sen Dunsidan no le preguntó cómo había conseguido adentrarse en el complejo amurallado y sumamente vigilado. Tampoco le pidió cómo había logrado llegar hasta la planta superior de sus dependencias sin que ningún guardia diera la alarma. No tenía sentido interrogarlo. Se limitó a aceptar que el intruso era capaz de eso y de mucho más, así que hizo lo que le pedía. Se adelantó a él y le dedicó un asentimiento en señal de deferencia, abrió la puerta de su dormitorio y con un gesto, le indicó al otro que entrara.

Las luces de la estancia también estaban encendidas, aunque no proyectaban una luz más potente que las del pasillo y el intruso se metió en las sombras nada más entrar.

—Sentaos, ministro, os diré lo que quiero.

Sen Dunsidan se acomodó en una silla de respaldo alto y se cruzó de piernas. La sorpresa y el miedo se habían esfumado. Si el otro quisiera hacerle daño, no se habría molestado en anunciarse. Quería algo que el ministro de Defensa del Consejo de la Coalición de la Federación le podía ofrecer, así que no había motivo evidente de preocupación. Al menos, no de momento. La situación podía revertirse si no era capaz de proporcionar las respuestas que el intruso buscaba. Sin embargo, Sen Dunsidan era todo un experto en decir lo que los demás querían oír.

—¿Un poco de cerveza fría? —ofreció.

—Echaos un poco vos, ministro.

Sen Dunsidan titubeó, sorprendido por la insistencia que había detectado en el tono de voz del otro. Entonces, se levantó y se dirigió a la mesa que tenía junto a la cama, donde se encontraba la cubitera que contenía la jarra de cerveza y varios vasos. Se quedó de pie y miró la cerveza mientras se la servía. La larga melena de pelo plateado le caía por detrás de los hombros excepto por la trenza que llevaba encima de las orejas, como dictaba la moda del momento. No le gustaba la sensación que lo embargaba ahora: la incertidumbre había reemplazado su confianza. Sería mejor que fuera cauto con este hombre, que se anduviera con cuidado.

Regresó a su silla y volvió a repantigarse mientras tomaba sorbos de cerveza. Sus facciones marcadas se volvieron hacia la figura, una presencia apenas visible entre la penumbra.

—Debo pediros algo —dijo el intruso con suavidad.

Sen Dunsidan asintió e hizo un gesto amplio con una mano.

El intruso cambió ligeramente de posición.

—Tened cuidado, ministro. No tratéis de apaciguarme con promesas que no pensáis cumplir. No he venido a perder el tiempo con cretinos que pretenden despacharme con palabras vacías. Si percibo que me engañáis, os mataré y se acabó. ¿Lo entendéis?

Sen Dunsidan inspiró hondo para tranquilizarse.

—Lo entiendo.

El otro no añadió nada más durante unos segundos y luego emergió de la oscuridad hasta detenerse en el filo de la luz.

—Me llaman el Morgawr. Soy el mentor de Ilse la Hechicera.

—Ah. —El ministro de Defensa asintió. No se equivocaba con las similitudes que había detectado en su aspecto.

La figura encapuchada se acercó un poco más.

—Vos y yo estamos a punto de iniciar una colaboración, ministro. Una nueva asociación que sustituirá la que teníais con mi pupila. Ella ya no os necesita. No volverá a visitaros. Pero yo sí. Y a menudo.

—¿Lo sabe ella? —preguntó Dunsidan con un hilo de voz.

—No sabe ni la mitad de lo que se piensa. —El tono del otro era severo y bajo—. Ha optado por traicionarme y será castigada por su deslealtad. Yo mismo le administraré el castigo la próxima vez que la vea. Pero esto no debe importaros, excepto por la parte en la que debéis saber que no volveréis a verla. Durante todos estos años, yo he sido la fuerza que la impulsaba. Yo he sido quien le ha brindado el poder para forjar alianzas como la que había entablado con vos. Pero ha roto mi confianza y, por tanto, ya no tendrá mi protección. La bruja ya no me sirve de nada.

Sen Dunsidan tomó un trago largo de cerveza y dejó el vaso a un lado.

—Me perdonaréis, señor, si expreso un poco de escepticismo. A vos no os conozco, pero a ella sí. Sé de lo que es capaz. Sé qué les ocurre a los que la traicionan y no tengo ninguna intención de convertirme en uno de ellos.

—Tal vez sería mejor que me tuvierais miedo a mí. Yo soy quien está ahora ante vos.

—Tal vez. Pero la Dama Negra suele presentarse cuando menos se la espera. Traedme su cabeza y estaré más que dispuesto a negociar un nuevo acuerdo.

La figura encapuchada se rio levemente.

—Bien dicho, ministro. Ofrecéis la respuesta de un político a una exigencia elevada. Aun así, creo que debéis reconsiderarlo. Miradme.

Se llevó las manos a la capucha y la retiró para dejar su rostro al descubierto. Era el rostro de Ilse la Hechicera, joven, delicado y cargado de peligro. Sen Dunsidan se sobresaltó sin poderse contener. Entonces, el rostro de la joven transmutó, casi como si de un espejismo se tratara, y se convirtió en el de Sen Dunsidan: con los rasgos muy marcados, esos ojos azules penetrantes, el pelo largo y plateado y la media sonrisa que parecía estar dispuesta a prometer cualquier cosa.

—Somos muy parecidos, ministro.

El rostro volvió a mudar. Otro ocupó su lugar, el semblante de un hombre joven, pero no era el de alguien que Sen Dunsidan conociera. No tenía nada notable, era tan anodino que era fácil de olvidar, desprovisto de cualquier rasgo interesante o memorable.

—¿Soy así de verdad, ministro? ¿Es este mi verdadero rostro? —Hizo una pausa—. ¿O en realidad soy así?

El rostro titiló y se convirtió en algo monstruoso, un semblante reptiliano con un morro romo y hendiduras en lugar de ojos. Unas escamas rugosas y grises cubrían ese rostro curtido y una boca ancha y dentada se abrió para dejar al descubierto unos dientes muy afilados. La mirada penetrante, cargada de odio y veneno, refulgió con un ardor verdoso.

El intruso volvió a cubrirse con la capucha y su semblante desapareció entre la oscuridad. Sen Dunsidan se quedó inmóvil en la silla. Era plenamente consciente de lo que se le había revelado: este hombre dominaba una magia muy poderosa. Como mínimo, era capaz de cambiar de forma y era muy probable que pudiera hacer mucho más. Era un hombre que disfrutaba de los excesos del poder tanto como el ministro de Defensa y que lo usaría voluntad para conseguir lo que quería.

—Os he dicho que somos parecidos, ministro —susurró el intruso—. Ambos parecemos una cosa cuando en realidad somos otra. Sé cómo sois. Os conozco tanto como me conozco a mí mismo. Haríais cualquier cosa para amasar más poder dentro de la jerarquía de la Federación. Os dais el gusto de cosas que están prohibidas para otros hombres. Ansiáis lo que no podéis tener y conspiráis para apoderaros de ello. Sonreís y fingís amistad cuando, en realidad, sois la serpiente que vuestros enemigos temen.

Sen Dunsidan no alteró su sonrisa de político. ¿Qué demonios quería esa criatura de él?

—No os lo digo para haceros enfadar, ministro, sino para asegurarme de que no confundís mis intenciones. He venido a ayudaros a satisfacer vuestras ambiciones a cambio de la ayuda que me podéis prestar. Quiero perseguir a la bruja. Quiero estar presente cuando se enfrente al druida, como sé que ocurrirá. Quiero atraparla con la magia que está buscando, porque pretendo arrebatársela y luego quitarle la vida. Sin embargo, para conseguirlo, necesitaré una flota de aeronaves y su correspondiente tripulación.

Sen Dunsidan lo miró de hito en hito: no se lo podía creer.

—Lo que me pedís es imposible.

—Nada es imposible, ministro. —Los ropajes negros se agitaron con un suave frufrú cuando el intruso cruzó la estancia—. ¿Acaso lo que pido es más imposible que lo que queréis?

El ministro de Defensa vaciló.

—¿Y qué es lo que quiero?

—Convertiros en primer ministro. Tomar el control del Consejo de la Coalición de una vez por todas. Gobernar la Federación y, al hacerlo, regir las Cuatro Tierras.

Los pensamientos se agolparon en la cabeza de Sen Dunsidan, pero, al final, solo predominó uno. El intruso tenía razón. Sen Dunsidan haría cualquier cosa para convertirse en primer ministro y controlar el Consejo de la Coalición. Ilse la Hechicera incluso conocía esa ambición, aunque nunca la había verbalizado de ese modo, de una forma que sugería que podía llegar a hacerse realidad.

—Ambas me parecen imposibles —respondió con cautela.

—No estáis viendo lo que trato de deciros —empezó el intruso—. Os estoy explicando por qué yo sería un mejor aliado que la brujita. ¿Qué se interpone entre vos y vuestro objetivo? ¿El primer ministro, que es fuerte y tiene una salud de hierro? Cumplirá un mandato que durará años antes de dimitir. ¿El sucesor que ha elegido, el ministro de Hacienda, Jaren Arken? Es un hombre más joven que vos e igual de poderoso y despiadado. Aspira a convertirse en ministro de Defensa, ¿verdad? Trata de arrebataros vuestra posición en el Consejo.

Un acceso de furia poseyó a Sen Dunsidan al oírlo. Sí, todo era cierto. Arken era su peor enemigo, un hombre tan poco fiable y esquivo como una serpiente, de sangre fría y reptiliano de pies a cabeza. Lo quería muerto, pero todavía no había atinado con el modo de hacerlo. Le había pedido ayuda a Ilse la Hechicera, pero por muchos tipos distintos de favores que ella estuviera dispuesta a intercambiar, siempre se había negado a matar para él.

—¿Cuál es vuestra oferta, Morgawr? —le pidió sin rodeos, cansado de ese juego.

—La siguiente: mañana por la noche, los hombres que se interponen en vuestro camino desaparecerán. No os veréis implicados en ninguna culpa ni sospecha. La posición que tanto ansiáis quedará libre para que os apoderéis de ella. Nadie se enfrentará a vos. Nadie cuestionará vuestro derecho a gobernar. Esto es lo que puedo ofreceros. A cambio, debéis hacer lo que os pido: darme naves y los hombres para tripularlas. Un ministro de Defensa puede hacerlo, y más si va a convertirse en primer ministro.

La voz del otro se volvió un susurro:

—Aceptad la colaboración que os ofrezco, de modo que no solo podamos cooperar ahora, sino que podamos ayudarnos el uno al otro cuando sea necesario.

Sen Dunsidan dedicó unos minutos a plantearse lo que le pedía. Ansiaba con todas sus fuerzas convertirse en primer ministro. Haría cualquier cosa para lograrlo. No obstante, no se fiaba de esta criatura, este tal Morgawr, un ser no del todo humano, poseedor de una magia que podía matar a un hombre antes de que este se diera cuenta de lo que ocurría. Todavía no estaba convencido de la conveniencia de hacer lo que este le pedía. Tenía miedo de Ilse la Hechicera; aunque no lo admitiría ante nadie. Si conspiraba contra ella y esta se enteraba, era hombre muerto: lo perseguiría y aniquilaría. Por otro lado, si el Morgawr iba a acabar con ella como decía, entonces Sen Dunsidan hacía bien en replanteárselo.

Todo el mundo sabía que era mejor pájaro en mano que ciento volando. Si tenía vía libre hasta obtener el cargo de primer ministro del Consejo de la Coalición, valía la pena correr casi cualquier riesgo.

—¿Qué tipo de aeronaves necesitáis? —preguntó, tranquilo—. ¿Cuántas?

—¿Hemos pactado una colaboración, ministro? Sí o no. No uséis subterfugios. No le pongáis condiciones. O sí o no.

Sen Dunsidan todavía no estaba seguro, pero no podía dejar escapar la oportunidad de prosperar. Con todo, cuando pronunció la palabra que selló su sino, le pareció como si respirara fuego:

—Sí.

El Morgawr se movió como si fuera noche líquida y se deslizó por el dormitorio sin separarse del filo de las sombras.

—Que así sea. Volveré tras el ocaso de mañana para haceros saber la parte del trato que debéis cumplir.

Acto seguido, atravesó el umbral y desapareció.

* * *

Sen Dunsidan durmió mal esa noche, acosado por pesadillas y desvelos, abrumado por el conocimiento de haberse vendido por un precio que todavía había que descubrir y que podía resultar ser demasiado elevado. No obstante, mientras yacía despierto entre periodos de sueño inquieto, reflexionaba sobre la enormidad de lo que iba a ocurrir y no podía evitar entusiasmarse. Sin duda, no había precio demasiado alto si con ello conseguía convertirse en primer ministro. Tan solo un puñado de aeronaves y su respectiva dotación de hombres: cosas que no le preocupaban en demasía; para él no eran nada. En realidad, para controlar la Federación, habría ofrecido mucho más. La verdad es que habría pagado cualquier precio.

Sin embargo, aún podía quedar en nada. Tal vez se demostraría que tan solo se trataba de una fantasía que ponía a prueba su disposición de abandonar su alianza con la bruja.

No obstante, después de levantarse, mientras se vestía para presentarse en las salas del Consejo, le informaron de que el primer ministro había muerto. El hombre se había acostado y nunca había vuelto a despertar, el corazón se le había parado mientras dormía. Era extraño, puesto que gozaba de buena salud y todavía era relativamente joven, pero la vida estaba llena de sorpresas.

Una ola de regocijo y expectativas asaltó a Sen Dunsidan ante tales noticias. Se permitió creer que lo impensable podía llegar a ocurrir, que la promesa que le había hecho el Morgawr sería mejor de lo que se había permitido esperar. «Primer ministro Dunsidan» susurró para sí en lo más profundo de su ser, donde guardaba sus secretos más oscuros.

Llegó a las salas del Consejo de la Coalición antes de enterarse de que Jaren Arken también había muerto. El ministro de Hacienda, al saber que el primer ministro había fallecido de forma repentina, había salido corriendo de su casa, sin duda con la posibilidad de llenar el vacío que se había producido en el liderazgo en mente, había caído en los escalones que llevaban a la calle. Se había dado un golpe en la cabeza con la piedra tallada del rellano. Para cuando los sirvientes llegaron a él, ya había exhalado el último suspiro.

Sen Dunsidan se tomó esta noticia con calma, ya no le sorprendía, sino que estaba complacido y entusiasmado. Adoptó una expresión doliente y ofreció respuestas de político a cualquiera que se le acercara, y ahora muchos lo hacían, puesto que era el miembro del Consejo a quien empezaban a recurrir todos. Se pasó el día disponiendo funerales y homenajes, hablando con unos y otros sobre la pena y la desilusión que sentía, a la vez que consolidaba su poder. Dos líderes tan importantes y eficaces muertos de golpe; debía encontrarse un hombre fuerte que pudiera llenar el espacio que habían dejado sus respectivas defunciones. Se ofreció a sí mismo y prometió hacerlo lo mejor que pudiera en nombre de aquellos que lo apoyaran.

Al anochecer, ya no se hablaba sobre los fallecidos; la comidilla era él.

Se sentó a esperar en sus dependencias tras el ocaso, mientras especulaba sobre lo que sucedería cuando el Morgawr regresara. Que lo haría para cobrarse el favor era algo seguro. Lo que le pediría a cambio ya no lo era tanto. No lo amenazaría, pero la amenaza existía de todos modos: si podía deshacerse con tanta facilidad de un primer ministro y un ministro de Hacienda, ¿cuán difícil iba a ser deshacerse de un ministro de Defensa recalcitrante? Ahora, Sen Dunsidan estaba metido en este asunto hasta el cuello. No podía echarse atrás. Lo mejor que podía esperar era rebajar el precio que el Morgawr pretendía cobrarse.

Era casi medianoche cuando apareció el otro, quien atravesó en silencio el umbral del dormitorio, con sus ropajes negros y su porte amenazador. Para entonces, Sen Dunsidan ya había tomado varios vasos de cerveza y se estaba arrepintiendo.

—¿Impaciente, ministro? —preguntó con suavidad el Morgawr, que se fundía con las sombras—. ¿Creíais que no vendría?

—Sabía que vendríais. ¿Qué queréis?

—¿Tan al grano? ¿No tenéis ni tiempo para un «gracias»? Os he convertido en primer ministro. Lo único que os falta es la votación del Consejo de la Coalición, y es un mero trámite. ¿Cuándo tendrá lugar la votación?

—Mañana o en un par de días. Bien, habéis cumplido con vuestra parte del trato. ¿Cuál es mi parte?

—Naves del frente, ministro. Naves que puedan resistir un largo viaje y después, una batalla. Naves que puedan transportar a los hombres y el equipo necesarios para conseguir lo que haga falta. Naves que puedan traer los tesoros que espero encontrar.

Sen Dunsidan sacudió la cabeza con aire dubitativo.

—Naves así son difíciles de conseguir. Todas las que tenemos están asignadas al Prekkendorran. Si fuéramos a retirar, digamos, una docena…

—Dos docenas se acercaría más a lo que tenía en mente —lo interrumpió con suavidad el otro.

«¿Dos docenas?». El ministro de Defensa exhaló despacio.

—Dos docenas, entonces. Pero que desaparezcan tantas naves del frente no pasará desapercibido y suscitará preguntas. ¿Cómo voy a explicarlo?

—Estáis a punto de convertiros en primer ministro. No tenéis que dar explicaciones. —Su voz áspera rezumaba impaciencia—. Coged las de los nómadas si vais tan escasos.

Dunsidan bebió otro sorbo de la cerveza que no debería estar tomando.

—Los nómadas son neutrales. Son mercenarios, pero neutrales. Si les confisco las naves, se negarán a construir más.

—Yo no he dicho que se las confisquéis. Robádselas y echadle las culpas a otro.

—¿Y la tripulación correspondiente? ¿Qué tipo de hombres necesitáis? ¿También debo robarlos?

—Sacadlos de las prisiones. Necesito hombres que hayan navegado y que hayan luchado a bordo de aeronaves. Elfos, fronterizos, nómadas, no me importa. Dadme los suficientes para conformar las tripulaciones. Pero no esperéis que os los devuelva. Cuando los haya usado, pretendo deshacerme de ellos. No servirán para nada.

El pelo de la nuca de Sen Dunsidan se erizó. Doscientos hombres, desechados como si fueran zapatos viejos. Destrozados, rotos, inservibles. ¿Qué significaba? De pronto, le entraron unas ganas irrefrenables de salir de la estancia y echar a correr hasta que estuviera tan lejos que no recordara de dónde venía.

—Necesitaré tiempo para disponerlo todo, una semana tal vez. —Trató de mantener un tono de voz firme—. Dos docenas de naves desaparecidas de cualquier lugar darán que hablar. Se notará que faltan hombres en las prisiones. Tengo que pensar cómo hacerlo. ¿Necesitáis tanto de ambos para emprender vuestra travesía?

El Morgawr se quedó quieto.

—Parecéis incapaz de hacer nada de lo que os pido sin cuestionarlo. ¿Por qué? ¿Acaso os pedí cómo deshacerme de esos hombres que os impedían convertiros en primer ministro?

De pronto, Sen Dunsidan se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.

—No, no, claro que no. Es solo que…

—Me entregaréis a los hombres esta noche —lo interrumpió el otro.

—Pero necesito tiempo.

—Los tenéis en las prisiones, aquí, en la ciudad. Disponed su libertad ahora.

—Existen unas leyes que rigen la liberación de los prisioneros.

—Rompedlas.

Sen Dunsidan se sentía como si estuviera sobre unas arenas movedizas y se hundiera a toda velocidad, sin encontrar el modo de salvarse.

—Dadme las tripulaciones esta noche, ministro —siseó el otro—. Vos, personalmente. Será una muestra de confianza para demostrarme que mis esfuerzos por deshacerme de los hombres que se interponían en vuestro camino han sido justificados. Enseñadme que vuestra entrega para con nuestra cooperación no es mera palabrería.

—Pero si…

El otro salió de repente de las sombras y agarró al ministro de la camisa.

—Creo que necesitáis una demostración. Un ejemplo de qué les ocurre a quienes me cuestionan. —Aferró la tela con tanta fuerza que los dedos parecían varas de hierro que elevaron a Sen Dunsidan hasta que únicamente rozó el suelo con las puntas de las botas—. Veo que tembláis, ministro. ¿Puede que sea porque ahora, por fin, tengo toda vuestra atención?

Sen Dunsidan asintió sin abrir la boca, estaba tan asustado que no se atrevía a hablar.

—Perfecto. Acompañadme.

Sen Dunsidan soltó el aire de golpe cuando el otro lo liberó y se alejó.

—¿Adónde?

El Morgawr lo adelantó, abrió la puerta del dormitorio y lo miró desde las sombras de la capucha.

—A las prisiones, ministro, para que me deis mis hombres.

El último viaje

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