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Ahora, meses más tarde y a miles de kilómetros de la costa del continente de Parcasia, la flota reunida por Sen Dunsidan, bajo la comandancia del Morgawr y sus mwellrets, y compuesta por la tripulación de muertos vivientes se materializó entre la neblina y se acercó a la Jerle Shannara. De pie en medio del barco, ante la barandilla de babor, Redden Alt Mer observaba el grupo de cascos negros y velas que llenaban el horizonte oriental como eslabones que conforman la cadena que los rodeaba.

—¡Soltad amarras! —espetó el capitán nómada a Spanner Frew, a la vez que levantaba el catalejo por enésima vez para asegurarse de lo que veía.

—¡No está lista! —soltó a su vez el maestro de aja.

—Está tan lista como debería. ¡Da la orden!

Barrió las naves que se acercaban con el catalejo. No llevaban insignia ni bandera. Eran buques de guerra sin marcas en una tierra que, hasta hacía unas semanas, nadie conocía. Enemigos, pero ¿de quién? Debía asumir lo peor: que los navíos los perseguían. ¿Ilse la Hechicera habría traído refuerzos además de la Fluvia Negra, naves que se habían mantenido lejos de la costa hasta ahora mientras aguardaban a que la bruja los llamara?

Spanner Frew gritaba a la tripulación y los ponía a todos en movimiento. Como Furl Hawken estaba muerto y Rue Meridian se había adentrado en el continente, no quedaba nadie más para ocupar el cargo de primer oficial. Nadie se lo cuestionó. Todos habían visto los buques. Las manos, obedientes, agarraron cabos y cabrestantes, soltaron amarras y la Jerle Shannara recuperó la libertad. Los nómadas comenzaron a cazar las pasaderas de radián y los acolladores. De este modo izaron las velas hasta las puntas de los mástiles, donde tomaban mejor el viento y captaban la luz. Conocedor de lo que se encontraría, Redden Alt Mer echó un vistazo en derredor. Contaba con ocho tripulantes, incluido Spanner y él mismo. No era suficiente, ni con mucho, para tripular un navío de guerra como la Jerle Shannara, y todavía menos para presentar batalla. Tendrían que huir y a toda prisa.

Corrió hasta la cabina del piloto y los mandos; las botas resonaban por la cubierta de madera.

—¡Descapotad los cristales! —gritó a Britt Rill y a Jethen Amenades cuando pasó volando ante ellos—. ¡El de proa a estribor no! Dejadlo encapotado. ¡Solo los de popa y los de en medio del barco!

No disponían de un cristal diapsón funcional en el tubo de disección de proa en el lado de babor, de modo que, para equilibrar la pérdida de energía de la izquierda, se veía obligado a mantener encapotado su opuesto. Les reduciría la energía un tercio, pero incluso en estas condiciones, la Jerle Shannara era lo bastante rápida.

Spanner Frew se colocó a su lado, tras trastabillar entre el mástil principal y el armero.

—No lo sé, Barbanegra, pero dudo que sean nuestros aliados.

Abrió los cuatro tubos de disección que tenía disponibles y transportó la energía de las pasaderas hasta los cristales. La Jerle Shannara dio una sacudida y tomó altura cuando empezó a convertir la luz ambiental en energía, pero el capitán nómada vio que iban demasiado lentos para escapar con seguridad. Casi tenían a los buques invasores encima: conformaban una colección peculiar, eran de todo tipo de formas y tamaños, ninguno era reconocible excepto por su diseño general. Advirtió que era un grupo heterogéneo: la mayor parte habían sido construidos por nómadas, pero había unos pocos de factura élfica. ¿De dónde habían salido? Veía las tripulaciones respectivas, que se paseaban por cubierta sin prisas, sin dar muestras de la agitación y el fervor que él tanto conocía. Tranquilidad a las puertas de la batalla.

Po Kelles, que montaba Niciannon, pasó volando junto a la cabina del piloto por el lado de estribor. El gran roc se ladeó tan cerca de Redden Alt Mer que este advirtió el brillo azulado de las plumas del ave.

—¡Capitán! —chilló el jinete alado mientras apuntaba con el dedo.

No señalaba a los navíos, sino a una oleada de puntitos que habían aparecido de repente entre estos, pequeños y con mucha más movilidad. Eran alcaudones de guerra, que avanzaban en contubernio con los buques enemigos, protegían los flancos y ocupaban la vanguardia. Ya los habían avanzado y se dirigían a toda velocidad hacia la Jerle Shannara.

—¡Sal de aquí! —le gritó a Po Kelles—. ¡Ve hacia el continente y encuentra a Rojita! ¡Avísala de lo que ocurre!

El jinete alado y su roc viraron y se alejaron tomando altura en ese cielo neblinoso. La mejor opción de un roc contra alcaudones era ganar altura y poner distancia. En las distancias cortas, los alcaudones llevaban las de ganar, pero todavía estaban demasiado lejos y Niciannon aumentó la distancia que los separaba. Con las directrices de navegación que Po Kelles le había dado, no tendría problemas para llegar hasta Hunter Predd y Rue Meridian. El peligro lo corría la Jerle Shannara. Las garras de un alcaudón podían reducir a jirones una vela. Y pronto, las aves tratarían de hacer precisamente eso.

Las manos de Alt Mer se deslizaron por los controles a toda velocidad. Alcaudones confabulados con buques de guerra enemigos. ¿Cómo podía ser posible? ¿Quién gobernaba a las aves? Sin embargo, supo la respuesta en cuanto se planteó la cuestión. Se requería magia para controlar alcaudones de este modo. Alguien o algo a bordo de esos navíos poseía esa magia.

Se preguntó si sería Ilse la Hechicera. ¿Habría salido de la península, donde se había adentrado para perseguir a los otros?

No tenía tiempo para pensar en ello.

—¡Barbanegra! —le gritó a Spanner Frew—. ¡Coloca a los hombres a ambos lados, en las portas de artillería! ¡Usad arcos y flechas y mantened a raya a los alcaudones!

Con las manos firmes en los mandos, observó cómo los buques de guerra y las aves se alzaban imponentes ante él, demasiado cerca para esquivarlos. No podía sobrepasarlos ni virar con la rapidez suficiente para poner la distancia necesaria entre ellos. No le quedaba otra opción: en esa primera pasada, tendría que cruzar entre la flota.

—¡Agarraos! —chilló.

Entonces, el buque de guerra que quedaba más cerca llegó hasta ellos; surgió de pronto de la neblina, enorme y oscuro, recortado contra la penumbra matinal. Redden Alt Mer ya había pasado antes por esto; sabía qué tenía que hacer. No trató de evitar la colisión. Al contrario, inició la maniobra para provocarla: viró la Jerle Shannara en dirección al navío más pequeño de la flota. Las pasaderas de radián zumbaban mientras canalizaban la luz ambiental hacia los tubos de disección y los cristales diapsón los convertían en energía con un ruidito característico. La nave respondió con un temblor cuando hizo palanca con los mandos, inclinó el casco levemente a babor y se llevó por delante el trinquete y las velas del buque enemigo; los desarboló de una sola pasada y mandó el navío a pique.

Los alcaudones revoloteaban a su alrededor, pero no podían atacarlos más de dos a la vez; mientras que los arqueros disparaban flechas con una precisión mortífera, les provocaban heridas y les arrancaban gritos de rabia.

—¡Timón, todo a babor! —gritó Rojote a modo de advertencia cuando un segundo navío trató de cerrarles el paso desde la izquierda.

Mientras la tripulación se preparaba, el capitán dio una vuelta entera al timón y apuntó los espolones hacia la nueva amenaza. La Jerle Shannara dio una sacudida y bandazos cuando los tubos de disección despidieron nuevas descargas de luz convertida y luego salió disparada hacia la popa del contrario, barrió la cubierta y arrancó trozos de barandilla como si fuera paja. Redden Alt Mer dispuso de unos segundos para echar un vistazo a la tripulación enemiga. Un mwellret se agarraba a la rueda del timón, agachado en la cabina para amortiguar el impacto de la colisión. Hizo un gesto y dio órdenes a voz en grito a sus hombres, pero la reacción de estos fue de una lentitud rara y mecánica, como si salieran de un letargo, como si necesitaran más información antes de pasar a la acción. Redden Alt Mer observó los rostros que se habían girado hacia él, carentes de expresión y vacíos, desprovistos de cualquier rastro de emoción o reconocimiento. Sus ojos se clavaron en él, duros y lechosos como las piedras del mar.

—¡Diantres! —susurró el capitán nómada.

Eran ojos de muertos, aunque los hombres se movían. Por un momento, se quedó tan petrificado que perdió por completo la concentración. A pesar de haber visto muchas cosas extrañas, nunca había visto muertos vivientes. No creía que llegaría a hacerlo. Con todo, era lo que veía en ese momento.

—¡Spanner! —le gritó al maestro de aja.

Spanner Frew también los había visto. Miró a Redden Alt Mer y sacudió la cabeza negra y tupida como si fuera un oso enfadado.

Entonces, la Jerle Shannara sobrepasó el segundo buque y se elevó por encima de los demás. Alt Mer la hizo virar y puso rumbo a la península, lejos de la reyerta. Los navíos enemigos los persiguieron al instante y se dirigieron hacia ellos desde todos los flancos, pero estaban demasiado esparcidos por la costa y demasiado lejos como para cortarles el paso de forma efectiva. Se preguntó cómo les habrían encontrado, para empezar. Durante unos segundos, se planteó la posibilidad de que uno de sus hombres lo hubiera traicionado, pero enseguida descartó la idea. Magia, seguramente. Quien fuera que comandara esa flota era capaz de esclavizar a alcaudones y de revivir a los muertos, por lo que seguro que también podría encontrar una tripulación de nómadas con facilidad. Era más que probable que hubiera usado a los alcaudones para seguirles la pista.

O había sido ella, si se daba el caso de que Ilse la Hechicera hubiera regresado.

Maldijo su ignorancia, a la bruja y a una retahíla de circunstancias imprevisibles mientras dirigía la aeronave hacia el interior de la península y sobrevolaba las montañas. Tendría que virar hacia el sur pronto para mantener el rumbo. No podía fiarse de la ruta más corta por tierra. Corría demasiado peligro de perderse y no encontrar a Rojita y a los demás. Y no podía permitirse abandonarlos a su suerte con estos seres tras ellos.

Un golpe repentino se impuso al viento cuando la pasadera de radián de en medio del barco del lado de babor se rompió y empezó a dar latigazos por cubierta como si fuera una serpiente en pleno ataque. Los nómadas, que todavía estaban en cuclillas en las portas de artillería, se tumbaron para protegerse. Spanner Frew se parapetó detrás del palo mayor cuando la pasadera flageló el aire, se enrolló sola alrededor de la porta de popa y, luego, el maestro de aja la soltó de un tirón.

Enseguida, la aeronave empezó a perder energía y equilibrio, ambos ya reducidos por la pérdida de las pasaderas de proa, ahora desaparecidas por completo después de que todo el sistema de babor se hubiera desprendido. Si no cobraban enseguida los cabos, la nave viraría hacia los buques enemigos y quedarían en manos de los muertos vivientes.

Redden Alt Mer evocó esos ojos lechosos y vacíos, desprovistos de toda humanidad, carentes de cualquier percepción del mundo que los rodeaba.

Sin pararse a reflexionar, cortó la energía de mitad del barco del lado de estribor y empujó la palanca de babor al máximo. O la Jerle Shannara aguantaba lo suficiente para darles la oportunidad de escapar o se desplomaría por completo del cielo.

—¡Barbanegra! —le gritó a Spanner Frew—. ¡Ponte tú al timón!

El maestro de aja subió los escalones con pesadez, se metió en la cabina del piloto y sus manos nudosas agarraron los mandos. Redden Alt Mer no dedicó ni un solo segundo a explicarle nada, salió a toda prisa hacia las escaleras que conducían a cubierta, directo hacia el palo mayor. Se sentía estimulado y resuelto, como si cualquier cosa que hiciera no fuera una temeridad que debía plantearse dos veces. Tampoco era tan descabellado, decidió. El viento, fuerte y sibilante, le azotó la melena pelirroja y los pañuelos de colores vivos. Notaba cómo la aeronave se balanceaba bajo sus pies, mientras trataba de mantener la estabilidad y de no caer en picado. Había perdido tres pasaderas, ya debería estar desplomándose. Otra nave no habría durado tanto.

A su izquierda, las pasaderas enredadas daban latigazos y se soltaban, amenazando con desprenderse en cualquier momento. Se arriesgó a echar un rápido vistazo por encima del hombro. Sus perseguidores se les habían acercado tras sacar provecho de los problemas que estaban teniendo. Casi tenían a los alcaudones encima.

—¡Mantenedlos a raya! —les gritó a los nómadas que estaban agachados en las portas de artillería, pero el viento se llevó sus palabras.

Escaló el palo mayor por las clavijas de hierro hundidas en la madera, se apretó contra el grueso mástil para evitar que el viento lo arrancara de un soplo y lo lanzara al vacío. Su ropa de piloto de cuero, contribuía a protegerlo, pero incluso así el viento era despiadado, soplaba desde las montañas y asolaba la costa con corrientes gélidas y despiadadas. No miró atrás ni hacia las pasaderas. Los peligros eran evidentes y no podía hacer nada al respecto. Si las pasaderas se soltaban del todo antes de que llegara hasta ellas, podían asestarle tales latigazos que lo descuartizarían. Si los alcaudones se acercaban lo suficiente, lo arrancarían de la percha y se lo llevarían. No valía la pena invertir tiempo pensando en ninguna de esas posibilidades.

De reojo, le pareció advertir un parpadeo oscuro. Por el rabillo del ojo vio otro que le pasaba cerca, veloz como un rayo. Otro hendió el aire. Eran flechas. Los buques enemigos estaban lo bastante cerca y podían usar ya los arcos. Tal vez, los mwellrets y los muertos vivientes no dominaban esas armas lo suficiente. Tal vez, parte de la suerte que lo había salvado en tantas otras ocasiones lo salvaría ahora.

Quizá la suerte era todo lo que le quedaba.

Por fin llegó a la punta del mástil y rodeó el penol hasta donde estaba atada la pasadera traidora. Se agarró a este con los dedos entumecidos y magullados, las fuerzas lo abandonaban a golpe de ráfaga glacial. En cubierta, los rostros de sus hombres alternaban de las alturas al objetivo: disparaban flechas a los alcaudones que se acercaban y luego alzaban la vista para comprobar cómo avanzaba su capitán. Advirtió la preocupación en esos rostros curtidos. «Bien», pensó. Sería una desgracia que no fueran a echarlo de menos.

Un alcaudón se lanzó en picado hacia él mientras chillaba. Le clavó las garras en la espalda y le arrancó y desgarró el cuero. Un latigazo de dolor lo sacudió cuando las zarpas del ave le destrozaron la piel. Se soltó de un lado y por poco cayó; perdió pie, de modo que quedó colgando del penol agarrado solo con las puntas de los dedos. La vela se hinchó contra él como un globo y se apoyó en ella mientras hacía acopio de fuerzas. Mientras la tela lo rodeaba, otro alcaudón se lanzó hacia él, pero no llegó lo bastante cerca. Viró y se alejó, frustrado.

«No te detengas —se dijo a pesar del cansancio y el dolor que lo embargaban—. ¡No te des por vencido!».

Subió como pudo al penol y se arrastró hasta un extremo, se dejó caer con un balanceo sobre la percha y se deslizó bajando por la pasadera del centro del barco hasta el punto en el que se había enredado en la popa. Desenmarañaba los cabos con las botas a medida que descendía. Maltrecho y destrozado, pero aferrándose desesperado a ambos estayes, pidió ayuda a gritos a la tripulación. Dos marineros salieron de las troneras y se colocaron a ambos lados en cuestión de segundos, agarraron las pasaderas y las cobraron en los mismos tubos de disección de los que se habían soltado, ignorando a los alcaudones que se lanzaban en picado hacia ellos y la lluvia de flechas que disparaban los buques que los perseguían.

Redden Alt Mer se desplomó sobre la cubierta, la espalda le ardía de dolor y la tenía mojada de sangre.

—Creo que por hoy se han terminado las heroicidades, capitán —gruñó Britt Rill, que apareció de la nada y lo agarró de un brazo para ponerlo en pie—. Abajo se ha dicho.

Alt Mer se opuso, pero tenía la garganta tan seca que era incapaz de pronunciar palabra. Peor: las fuerzas lo habían abandonado por completo. Lo único que podía hacer era seguir en pie, y solo con la ayuda de Rill. Lo miró y asintió. Había hecho todo lo que había podido. El resto ya era cosa de la nave, y habría apostado por ella en cualquier carrera.

Bajo la cubierta, Britt Rill lo ayudó a desnudarse y le limpió y curó las heridas.

—¿Es muy grave? —preguntó Redden Alt Mer con la cabeza inclinada hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, con todo el cuerpo en tensión debido al dolor—. ¿Me ha desgarrado los músculos?

—No, no es tan grave, capitán —le respondió el otro en voz baja—. Tan solo son unos cuantos cortes profundos que os darán historias que contar a vuestros nietos, en caso de los tengáis algún día.

—Ni hablar.

—Y el mundo os lo agradece, supongo.

Rill les aplicó un ungüento a las heridas, las vendó con tiras de algodón, les echó un buen chorro del pellejo de cerveza que llevaba a la cintura y dejó que el otro decidiera por sí mismo qué hacer ahora.

—Los demás me necesitan —dijo Rill mientras salía por la puerta del camarote.

«Y a mí», pensó Alt Mer. Sin embargo, no se movió de inmediato. Se quedó sentado en la cama durante varios minutos más mientras escuchaba el viento que repiqueteaba contra la ventana, que tenía los postigos cerrados, y notaba el movimiento de la nave. Gracias al balanceo y a cómo planeaba, sabía que hacía lo que debía, que había suficiente energía de nuevo para mantenerla en el aire y en movimiento. No obstante, la batalla todavía no había terminado. Sus perseguidores, poseedores de una magia tan poderosa como para controlar alcaudones y comandar a muertos vivientes, no se darían por vencidos con facilidad.

Al cabo de unos minutos, subió a cubierta, con el cuero desgarrado colocado de nuevo en su lugar. En cuanto salió a merced del viento, echó un vistazo en derredor unos instantes para comprobar su posición, luego se dirigió hasta la cabina del piloto y se colocó junto a Spanner Frew. Satisfecho con dejar que el maestro de aja los guiara, no le pidió que le devolviera el timón. Durante unos minutos observó la nube de siluetas negras que todavía los perseguían, pero que empezaban a difuminarse entre la niebla. Incluso los alcaudones parecían haber abandonado la caza.

Spanner Frew lo miró, tomó nota de las condiciones del capitán y no dijo nada. El aspecto del capitán nómada no invitaba a la conversación.

Alt Mer alzó los ojos al cielo que los rodeaba. Todo eran tonos grises y niebla, con franjas más oscuras que anunciaban lluvia. Las montañas se alzaban amenazadoras a ambos lados mientras se adentraban en la península, hacia los glaciares que debían atravesar para llegar hasta Rue y los demás.

Entonces, divisó un grupo de puntos negros desperdigados ante ellos, por el lado de estribor, donde la costa se curvaba hacia el interior en una serie de calas profundas.

—¡Barbanegra! —le dijo al oído mientras le tiraba del hombro y señalaba hacia delante.

Spanner Frew miró donde le indicaba. Los puntos de enfrente cobraron forma y les salieron alas y velas.

—¡Más! —gruñó el hombretón, con un ligero rastro de incredulidad en la voz—. Y también alcaudones, si no me engaña la vista. ¿Cómo nos han adelantado?

—¡Los alcaudones conocen la costa y los acantilados mejor que nosotros! —Alt Mer tenía que esforzarse para oír por encima del rugido del viento—. Han encontrado una vía para cortarnos el paso. Si mantenemos el rumbo, nos atraparán. Tenemos que adentrarnos más en la península y hay que hacerlo ya.

Su compañero echó un vistazo a las montañas envueltas en niebla.

—Si nos dirigimos hacia allí con esta niebla, nos estamparemos.

Alt Mer le sostuvo la mirada.

—No tenemos otra opción. Dame el timón. Adelántate y hazme señales cuando creas que lo necesito. Pero no hagas ningún ruido, la voz nos delataría. Hazlo lo mejor que puedas y evita que nos despeñemos.

Tras haber reparado las pasaderas rotas y haberse desecho de los destrozos, la tripulación estaba atenta junto a los cabos. Spanner Frew los llamó cuando pasó ante ellos, los mandaba a sus puestos y les advertía de lo que iba a ocurrir. Nadie respondió. Se habían criado de acuerdo con la tradición nómada de mantener la fe en quienes poseían la suerte. Nadie tenía más suerte que Redden Alt Mer. Embarcarían en una nave en llamas rumbo a un incendio si él les ordenaba que lo hicieran.

Este inspiró hondo y echó otro vistazo a las formas que se cernían ante ellos y que los perseguían. Eran demasiadas para esquivarlas o plantarles cara. Viró el timón a babor hacia el banco de niebla. Dejó que la aeronave mantuviera la velocidad hasta que se adentraron en la bruma, entonces la redujo hasta casi punto muerto, mientras veía cómo el vapor se arremolinaba y difuminaba, delicados mantos blancos que cubrían las aristas más oscuras de las montañas. Si chocaban con un pico a esta altura, con esta niebla, desprovistos de una tercera parte de la energía, estaban acabados.

Con todo, los alcaudones no podían seguirles el rastro, y sus perseguidores se enfrentaban al mismo problema que ellos.

Un silencio peculiar reinaba en la neblina, desprovista como estaba de cualquier ruido mientras la Jerle Shannara, acunada por los peñascos, planeaba como un ave. Las montañas que los cercaban parecían flotar, macizos oscuros que aparecían y se esfumaban como si fueran espejismos. Alt Mer consultó la brújula y luego la guardó. Tendría que navegar guiándose por cálculos aproximados e instinto puro y luego esperar que pudiera recuperar el rumbo cuando se disipara la bruma. Si es que se disipaba. Podía seguir así incluso en el interior de la península, al otro lado de los peñascos. Si ese era el caso, estaban tan perdidos como si no hubieran tenido rumbo desde el principio.

A duras penas divisaba la silueta de Spanner Frew de pie en la proa. El nómada corpulento estaba inclinado hacia delante, con la concentración puesta en las volubles capas de blanco. De vez en cuando, hacía una señal con la mano (a la izquierda, a la derecha, más lento) y Redden Alt Mer toqueteaba los mandos siguiendo sus instrucciones. El viento silbaba con ráfagas bruscas hasta que se extinguió, cortado por la cara de un acantilado o difuminado en las corrientes de aire. La niebla se arremolinaba en las cumbres, vacía y sin dirección. Solo la Jerle Shannara perturbaba su composición etérea.

La lluvia regresó: un banco de nubes negras pronto se convirtió en un torrente de agua. Envolvió la aeronave y a su tripulación, los caló hasta los huesos, los sometió a una capa de humedad y penumbra y los dominó como el mar se apodera de un navío que zozobra. Alt Mer, que había capeado tormentas peores, trató de no pensar en el modo en que la lluvia distorsionaba las figuras y las distancias, pues creaba la ilusión de obstáculos que no existían y daba a entender que había vía libre en lugares repletos de paredes de roca. Confiaba en sus instintos más que en sus sentidos. Había sido marinero toda la vida; conocía de sobra las ilusiones que formaban el viento y la lluvia.

Tras él, la niebla y la oscuridad los cercaban. No quedaba ni rastro de sus perseguidores; de hecho, de nada que no fuera el cielo, las montañas, la lluvia y la niebla que lo llenaban todo.

Spanner Frew regresó a la cabina del piloto. No tenía sentido que siguiera en proa; el mundo que los rodeaba había desaparecido.

El maestro de aja miró a Redden Alt Mer y le ofreció una sonrisa de oreja a oreja. El capitán nómada se la devolvió. No tenían nada que decirse.

La Jerle Shannara continuó navegando las tinieblas.

El último viaje

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