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Capítulo 11

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Quinn

Quinn tarda unos instantes en darse cuenta de que no ha sido enterrada viva. Tiene la nariz pegada contra una tabla de madera astillada, pero también la mejilla izquierda y, por lo que sabe, las convenciones exigen algún tipo de almohada para el descanso eterno.

Se pone de espaldas y observa la parte de abajo del techo de un porche. La pérdida de su ojo derecho el año pasado ha alterado su conciencia espacial, pero incluso ella puede ver que el techo se inclina hacia fuera en un ángulo precario. La última vez que se despertó en los escalones del porche de la casa de su exnovia tuvo intenciones de decirle a Marnie que lo arreglara.

Todavía no ha amanecido; la niebla matinal de octubre se extiende por los campos de rastrojos grises que rodean la granja. Quinn se pasa la lengua por los dientes que le quedan. Su boca parece el fondo de una cueva de murciélagos. Odia dormirse sin usar el hilo dental, aunque a estas alturas equivaldría a repintar las barandillas del Titanic.

Su teléfono vibra en el bolsillo trasero, pero lo ignora. Debe de ser de News Desk, y no tiene ninguna intención de interrumpir su resaca para volver a Washington. Que manden a uno de los corresponsales más novatos a rastrear la última carnada que el presidente acaba de lanzar al agua.

La mosquitera de la puerta se abre.

—Mierda —exclama Marnie—. ¿Otra vez?

Quinn trata de sentarse haciendo fuerza con el brazo que aún tiene operativo.

—Tienes que arreglar el techo del porche.

—¿Qué carajo estás haciendo aquí, Quinn?

—¿Vendiendo galletas de las niñas exploradoras?

Marnie jala de Quinn para que se ponga de pie.

—No estoy bromeando. Esto tiene que acabar.

No la invita a entrar, pero tampoco le cierra la puerta en las narices. Quinn la sigue al interior de la cálida cocina, se siente como un gato vagabundo al que han dejado entrar en la casa después de una noche en la calle.

—No puedes seguir emborrachándote y viniendo aquí —prosigue Marnie, y empuja una taza de café sobre la encimera hacia ella—. Vas a terminar en una zanja. Y para serte honesta, tienes un aspecto de mierda.

Quinn sonreiría si pudiera, pero ha perdido casi todos los músculos del lado derecho de la cara.

—Para eso ya es tarde —responde sin un rastro de autocompasión.

Le había pedido a una de las enfermeras que le llevara un espejo solo tres días después de que una bomba casera explotara bajo su jeep en Siria. No pudo decirle a la mujer lo que quería, por supuesto: su mandíbula aún estaba cosida. Tuvo que escribirlo con la mano izquierda en la libreta que le habían dado. El lado positivo de todo esto: el brazo que tiene paralizado es el derecho, y es zurda.

El deseo de ver su aspecto no fue provocado por la vanidad: Quinn es una reportera de televisión. Puede que los televidentes no esperen que sus corresponsales de guerra sean presentadoras rubias y atractivas, pero tampoco quieren que les quiten las ganas de cenar.

La gerencia de la INN le dijo todo lo que quería oír después de la evacuación médica que la trasladó de regreso a casa; le aseguraron que conservaría su puesto de trabajo y que le pagarían atención médica privada y una rehabilitación particular, pero en cuanto se miró al espejo, Quinn supo que su carrera había terminado.

Y tuvo suerte: su cámara, el mediador y el traductor habían muerto a causa de la bomba en la carretera, junto con los dos soldados estadounidenses que los acompañaban. Quinn “solo” perdió un ojo, la mandíbula inferior derecha y el noventa por ciento del uso de su brazo derecho. Los cirujanos plásticos la parchearon bastante bien, pero la INN no pensaba volver a sacarla al aire nunca más en el horario de máxima audiencia.

En cambio, el psiquiatra de la empresa la incluyó en la lista de reporteros con trastorno de estrés postraumático y la compañía le ofreció un puesto que no esperaba que aceptara como jefa de la oficina de Washington. En teoría, era un ascenso.

Quinn es consciente de que se ha convertido en un cliché: la periodista amargada que busca redimirse y regresar a la primera división, pero no piensa ser la primera en aflojar. La confrontación ha durado hasta ahora quince meses. La INN la envía a hacer notas de poca monta que solo aparecen en los boletines informativos de los cementerios. Quinn les devuelve las llamadas suficientes para que no puedan despedirla.

Marnie se cruza de brazos y la observa beber un sorbo de café.

—Podrías haberte muerto congelada. Anoche hubo temperaturas bajo cero.

—El alcohol no se congela. Córtame las venas y sangraré bourbon puro.

—No es gracioso, Quinn.

Incluso con los ojos adormilados y las mejillas arrugadas por la almohada, Marnie sigue siendo la mujer más hermosa que Quinn haya visto jamás, con una antorcha de pelo rojo y una delicada estructura ósea celta. Se conocieron hace nueve meses en una estación de servicio en la zona rural de Maryland; Quinn había estado luchando con un solo brazo para cambiar una rueda pinchada y Marnie se había detenido para ayudar.

La conversación había llevado a la cena, y la cena a la cama.

Las lesiones que desfiguraban a Quinn no habían desanimado a la otra mujer. Lo que había puesto fin a la relación, después de poco más de seis meses juntas, fue la incapacidad de Quinn de mantenerse sobria durante más de ocho horas seguidas.

Quinn se estira para levantar la jarra de café de la placa caliente y rodea la taza con su mano disfuncional mientras la rellena. Ha aprendido por las malas que añadir la señal no visual del sentido del tacto ayuda a su cerebro a juzgar la distancia y la ubicación con mayor precisión.

—¿Cuánto tiempo esta vez? —pregunta Marnie.

—¿Qué día es hoy?

—Domingo.

Quinn tiene muchos defectos, pero decir la verdad cueste lo que cueste está en su ADN.

—Tres días —admite.

—Maldita sea, Quinn. Si quieres arruinar tu vida, hazlo. Pero no pienso sentarme a ver cómo lo haces.

Quinn era un desastre mucho antes del accidente con el explosivo. Sufrió un golpe de gracia cuando tenía siete años y sus padres se divorciaron y, luego, pelearon para no tener la custodia. Obligada a pasar su infancia entre una casa en Londres y otra en Escocia, en ninguna de las cuales era bienvenida, no lo lamentó mucho cuando murieron de cáncer, con seis meses de diferencia, mientras ella estaba en la universidad. Quinn es una experta en desenterrar todo lo oscuro y feo en la naturaleza humana, porque es lo que conoce.

Su teléfono vuelve a sonar.

—Contesta —la urge Marnie.

Quinn reprime las ganas de tomar un trago de Eagle Rare de la petaca que lleva en el bolsillo interno de su chaqueta y atiende la llamada de News Desk.

Robada (versión latinoamericana)

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