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Capítulo 10

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Alex

La niña que Paul ha encontrado no es Lottie.

Resulta que ha confundido a mi hija con una de las otras damas de honor, Olivia Everett, de cinco años, que se había quedado dormida en la sala de juegos del hotel. Tardo un momento en darme cuenta de la importancia de su error, y cuando lo hago, siento como si un abismo se hubiera abierto a mis pies.

—¿Fuiste tú o Paul quien vio a Lottie en el puesto de helados justo antes de que yo volviera de la playa? —pregunto a Zealy con urgencia.

Zealy mira a Paul y, luego, a mí otra vez a medida que ella también toma conciencia de la gravedad del error.

—Fue Paul.

Paul, que ha confundido a Olivia con Lottie. Ha estado confundiéndolas toda la noche. No se parecen: el pelo de Olivia es mucho más oscuro, un rubio más parecido al castaño claro, y es mucho más delgada que Lottie. Pero para un hombre de treinta años sin hijos, todas las niñas rubias con vestidos rosas se parecen mucho.

Lo que significa que no fue a mi hija a quien vio que “estaba yendo al puesto de helados con otros niños” hace una hora y diez minutos.

Era Olivia.

Para la secuencia con la que hemos estado trabajando, con el punto azul en el centro del círculo de posibilidades, ya no vale ni el dónde ni el cuándo que habíamos pensado. Todo debe ser recalibrado. Debemos volver sobre nuestros pasos hasta el principio.

El miedo corta el delgado hilo de esperanza al que me he estado aferrando. Lo sé, lo sé, Lottie ha sido secuestrada. La culpa es una sensación física, un constante y nauseabundo repiqueteo de dolor en mis oídos: dejé a mi hija y ahora ha desaparecido. Le he fallado en lo más básico y fundamental: no pude mantenerla a salvo. Y mi error se ve amplificado por la espantosa revelación de que ni siquiera sé cuándo se la llevaron. He caído en la misma trampa que Paul, me han cegado las faldas rosas.

¿Cuándo fue la última vez que vi a Lottie con certeza? No un atisbo de tafetán rosa revoloteando entre las mesas del bufé o desapareciendo por las esquinas, sino a la propia Lottie.

Me doy cuenta, con un escalofrío, de que no la he visto con absoluta certeza desde la ceremonia de la boda en la playa, cuando estaba sentada en su silla dorada a unas cuantas filas delante de mí.

No hace una hora y quince minutos.

Hace cuatro horas.

Mi hija puede haber estado desaparecida desde hace cuatro horas y yo ni siquiera me di cuenta.

Incluso mientras reprimo mi pánico, fijo esa imagen en mi mente, sabiendo que puede que sea la última vez que haya visto a mi hija con vida: Lottie con sus ojos clavados con intensidad en el océano, la cesta de flores vacía aferrada en su regazo, y su trenza platino despeinada por la brisa.

Será la primera pregunta que haga la policía cuando llegue: ¿cuándo vio a su hija por última vez? Y cuando les diga esta nueva verdad, afectará todos los aspectos de la investigación.

En cualquier caso como este, una desaparición o un homicidio, la primera persona bajo sospecha es siempre la más cercana a la víctima o la más querida por ella. Pero cuando la policía sepa que perdí de vista a mi hija hace cuatro horas, pasarán de considerarme una sospechosa rutinaria a una grave. Perderán el tiempo indagando en mi historia, en mis antecedentes como madre, cuando deberían estar ahí afuera, buscándola.

Le he fallado a mi hija doblemente.

—Por el amor de Dios, ¿dónde está la maldita policía? —exclama Zealy justo cuando dos policías uniformados entran en la recepción del hotel.

La naturaleza acusativa del sistema jurídico significa que, como abogada que defiende a algunas de las personas menos favorecidas del mundo, estoy acostumbrada a ver a la policía como el enemigo. He visto las consecuencias de las redadas al amanecer: niños arrancados de los brazos de sus padres, personas decentes tratadas como delincuentes, propiedades destruidas. Pero nunca me había alegrado tanto de ver un uniforme de policía como ahora.

Una oficial se queda atrás, hablando por la radio que lleva en el pecho. El otro se presenta.

—Oficial Spencer Graves, señora. Tengo entendido que su hija ha desaparecido.

—Alguien la ha secuestrado —respondo.

—¿Fue usted testigo del secuestro, señora?

—No, pero hemos buscado por todas partes. ¡Sé que se la han llevado!

—¿Qué edad tiene su hija, señora?

—Tres años. Cumplirá cuatro en febrero.

—Estamos perdiendo el tiempo —interpone Zealy—. ¡Tienen que enviar una alerta y bloquear las carreteras antes de que sea demasiado tarde!

—Señora, solo tenemos que establecer algunos hechos —explica Graves—. ¿Es posible que se haya alejado por su cuenta?

—Ya la habríamos encontrado —replico—. La mitad del personal del hotel está buscándola. Tenemos un centenar de invitados registrando la playa. Solo tiene tres años, no podría ir muy lejos sola.

—¿Podría estar con otro miembro de la familia?

Mi frustración se intensifica. El tiempo no es mi aliado. Con cada segundo que pasa, quienquiera que se haya llevado a mi hija se aleja más, y el área que hay que registrar, el diámetro de posibilidades, se amplía de manera exponencial.

—No hay ningún otro familiar aquí. ¡Le digo que alguien la ha secuestrado!

—¿Y el padre, señora? ¿Es posible que esté con él?

—Está muerto —declaro con brevedad.

—Murió en el derrumbe del puente de Génova el pasado agosto —agrega Zealy.

—Lamento escuchar eso, señora.

Una de esas muertes fortuitas y sin sentido cuando te llega la hora. Luca estaba visitando a sus padres en Génova tras el reciente diagnóstico de demencia de su madre. Dio la casualidad que estaba cruzando el puente Morandi, el puente principal que atraviesa la ciudad, cuando se rompieron los cables de los tirantes del sur. Fue una de las cuarenta y tres personas que murieron ese día. Su cuerpo quedó destrozado, pero su bello rostro no tenía ninguna marca salvo un corte pequeño y profundo sobre el ojo derecho.

Cuando lo vi tendido en su ataúd ante el altar en la misma iglesia donde nos habíamos casado, cerca del pueblo natal de su madre en Sicilia, recuerdo que pensé que parecía dormido. En cualquier momento abriría sus hermosos ojos y sonreiría por todo el lío que había causado.

No podía apartar los ojos de sus padres, rotos y hundidos en el dolor. Perder a un hijo. No se puede ni imaginar.

—Por favor —ruego—. Lottie no se ha alejado ni se ha perdido. Alguien se la llevó.

Graves me estudia fijamente y luego regresa con la oficial. Los observo durante unos minutos, cada vez más nerviosa. Está claro que creen que estoy exagerando. Otra madre histérica convencida de que su hija ha sido secuestrada cuando la niña acaba de quedarse dormida en algún rincón. La parte racional de mi cerebro no los culpa: noventa y nueve de cada cien veces tienen razón.

La radio de la oficial crepita y la mujer vuelve a salir.

—Estoy seguro de que no hay nada de qué preocuparse —señala Graves, y se vuelve hacia mí—. En estos casos, casi todos los niños aparecen sanos y salvos. Pero su hija es muy pequeña. Es un poco tarde para que ande sola, así que vamos a pedir refuerzos a Delitos contra Menores.

“Tiene tres años”, quiero gritar. “¡Es demasiado pequeña para andar sola, sea tarde o no!”.

Reprimo las ganas de destrozar el hotel con mis propias manos, de volver corriendo a la playa y revisar debajo de cada grano de arena. Tengo que esperar, esperar a que los lentos engranajes del procedimiento se pongan en marcha.

Zealy se niega a dejarme sola, pero insisto en que Paul vuelva a salir y siga buscando con los demás. Cada par de ojos suma. No puedo quitarme el miedo de que estamos haciendo todo mal. Este es el momento que recordaré, los minutos cruciales cuando tuve la oportunidad de salvar a mi hija y que, sin embargo, dejé que se me escapara de las manos.

Es casi medianoche cuando llegan dos detectives más. Me lanzan siglas a la cara y, luego, cuando Zealy exige claridad, explican que son de la división de Delitos contra Menores de la Oficina de Operaciones de Investigación de la oficina del comisario del condado de Pinellas. Una vez más, son una pareja hombre-mujer, pero esta vez, una mujer de unos cuarenta y tantos años es la oficial de mayor rango, una tal teniente Bamby Bates. Es un nombre ridículo, un nombre de estríper, pero parece astuta y eficiente, con unos ojos negros intensos que no pasan nada por alto, y siento que por fin alguien me toma en serio.

—Emitiremos una alerta de menor desaparecido —me informa—. Ya lo hemos notificado al DPF… el Departamento de Policía de Florida —agrega—. Debería activarse en unos minutos.

—¿En qué consiste? —pregunto.

—Significa que los datos de Lottie saldrán en los medios de comunicación —explica—. Se difundirán por radio y televisión y a través de alertas de mensajes de texto. También aparecerán en los paneles electrónicos de las autopistas interestatales. Esto no es Portugal —aclara—. Lottie no va a desaparecer por un fallo del sistema.

Esta mujer policía sabe el nombre de mi hija. Sabe lo que le pasó a Madeleine McCann y dónde. Me está diciendo que tiene experiencia y está bien informada; sabe lo que hace. Su departamento no pisoteará pistas vitales ni permitirá que se pierdan rastros.

—¿Tiene alguna foto reciente en su móvil? —añade la teniente—. Podemos incluirla en la alerta de menor desaparecido.

Busco la foto que Zealy me envió esta tarde, la que convertí en fondo de pantalla, y se la reenvío a Bates. Lottie lleva puesto el vestido rosa con el que se la vio por última vez y mira a la cámara con su fiereza habitual y el pelo rubio rebelde que se escapa de su trenza francesa. No es una foto que la favorezca, pero es Lottie, la esencia misma de ella.

—¿Qué hay de los medios? —pregunto—. ¿Debería hacer un llamamiento público por televisión?

—No es el momento aún —responde Bates—. Sé que esto es muy difícil, Alexa, pero tiene que confiar en mí. Voy a encontrar a su hija.

Nada es reconfortante. Nada me hace sentir menos desesperada. Pero reconozco que esta mujer es la cuerda salvavidas de Lottie, y que sabe lo que está haciendo.

—No va a poder dormir —continúa Bates, y su voz se suaviza—. Y sé que quiere estar ahí afuera, buscando. Pero tiene que dejarnos hacer nuestro trabajo.

Hay un repentino alboroto en el jardín. El anciano padre de Marc, Eric, se precipita en nuestra dirección tan rápido como puede. Lleva algo en la mano, pero no alcanzo a ver lo que es hasta que está casi encima de nosotros.

Un pequeño zapato rosa.

Robada (versión latinoamericana)

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