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Capítulo 9

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Alex

El pánico no es inmediato. Doy otra vuelta al patio y reviso cada centímetro. Una vez que estoy segura de que Lottie no está allí, vuelvo a entrar en el hotel y busco en todas las áreas públicas que salen del vestíbulo, incluido el comedor —siempre la primera parada de Lottie— y los baños. Subo las escaleras y compruebo que no ha vuelto a la habitación, aunque no tiene tarjeta de acceso, así que no podría entrar. No está por ninguna parte.

De pronto me siento muy sobria.

—Piensa —me digo en voz alta—. No tengas un ataque de pánico.

Lottie no está en el jardín. No está sentada fuera de la habitación ni en ninguna de las áreas públicas del hotel. Nunca habría ido a la playa sin mí, y aunque lo hubiera hecho, el personal del hotel que vigila la puerta tiene instrucciones específicas de no permitir que los niños salgan solos. Eso únicamente deja una opción lógica: debe de haber ido a jugar a la habitación de alguna de las otras damas de honor.

En realidad, quedan dos opciones, pero me niego a poner la segunda sobre la mesa.

Vuelvo al mostrador de recepción y le pido a la joven servicial sentada detrás los números de las habitaciones de las otras cuatro damas de honor.

—No puedo dárselos —responde—. Pero puedo llamar, si quiere.

Lottie no está en ninguna de las habitaciones de las otras familias.

Han pasado veinte minutos desde que volví de la playa; veintitrés o veinticuatro minutos desde que Zealy y Paul vieron a Lottie. Imagino esa pequeña certeza —“Estaba yendo al puesto de helados con otros niños”—como el punto azul brillante en el centro de un círculo. Con cada segundo que pasa, el radio de posibilidades se amplía.

¿Cuán lejos puede ir una niña de tres años en cinco minutos? ¿En diez? ¿En veinte?

¿Y si no está sola?

Ya no puedo seguir ignorando la segunda opción. Vuelvo corriendo al jardín, consumida por el miedo. Se está escondiendo, me digo. Tiene que estar escondida.

Sé que no está aquí, pero vuelvo a revisarlo todo: debajo de las mesas y detrás de los grandes maceteros de hormigón de las buganvillas, sin importarme que estoy empezando a llamar la atención. Me siento mareada, como si tuviera vértigo. Me duelen los ojos y tengo la garganta seca. Sé que, de alguna manera, mi búsqueda ya no es la misma.

Este será el momento que recordaré, una y otra vez. Las decisiones que tome ahora, si bajo a la playa, a pesar de que estoy segura de que no está allí, o salgo al aparcamiento frente al hotel por si se escabulló sin que el portero lo advirtiera; si recluto a los otros huéspedes para que me ayuden a buscarla y me arriesgo al caos o a la confusión o sigo buscando yo sola. Lo que haga a continuación será algo con lo que viviré el resto de mi vida.

—¿Todavía no la has encontrado? —inquiere Zealy mientras doy mi tercera vuelta por las mesas del bufé.

—No puede haber ido muy lejos —repito.

Excepto que eso ya no es cierto. En media hora, Lottie puede caminar un kilómetro y medio. Y eso suponiendo que se mueva por sus propios medios. Me imagino una mano que le tapa la boca y un brazo fuerte que la sujeta en el aire y tengo que hacer un esfuerzo para no vomitar.

Zealy se recoge su ridícula falda rosa y se acerca a grandes pasos al DJ que está a cargo de la música. Un momento después, Elton John enmudece y la gente se vuelve, sorprendida.

—Atención, por favor —anuncia Zealy, y da unas palmadas para captar la atención—. Parece que hemos perdido a una de nuestras pequeñas damas de honor. No hay nada de qué preocuparse, pero si pudieran ayudarnos a buscarla, se lo agradeceríamos.

Transmite la nota justa de preocupación contenida. Cuando los invitados empiezan a mirar a su alrededor, Zealy reúne a un par de empleados del hotel y los envía a la playa, por si acaso.

Una parte de mí está segura de que, en unos minutos, cuando Lottie haya sido descubierta escondida detrás de un exhibidor de postales o profundamente dormida en el vestíbulo, voy a desear que Zealy no hubiera dado la alarma antes de tiempo. Lottie debe de haber subido a la habitación y se ha perdido. Es probable que esté atrapada en el ascensor o sentada en las escaleras, esperando que alguien la encuentre.

—Jamás se acercaría al mar —le aseguro a Zealy—. No quiero perder el tiempo buscándola allí.

—Podría haberlo hecho si pensó que tú estabas allí.

Si me vio salir con Ian.

La playa es el único lugar donde no he buscado. Zealy y yo corremos hacia allí ahora, y ya ni siquiera pretendo estar tranquila.

Grito el nombre de Lottie hasta quedarme ronca mientras giramos y corremos en direcciones opuestas. La arena, que parecía tan hermosa hace unas horas antes, se ha convertido en un pantano traicionero que solo sirve para demorarme. Es como una de esas pesadillas horribles en las que intentas correr, pero te encuentras atrapada en arenas movedizas y tus piernas se mueven en cámara lenta mientras un perseguidor sin rostro te da caza.

El sonido del mar es más fuerte en la oscuridad. Alumbro con la linterna de mi móvil entre las tumbonas, por si Lottie estuviera escondida allí, demasiado asustada para moverse. Debe de estar aterrada. A pesar de toda su valentía, sigue siendo una niña de tres años sola en la oscuridad.

No sé hasta dónde alejarme en la playa. El pánico estruja mi corazón. ¿Y si estoy yendo en la dirección equivocada? ¿Y si me estoy apartando de Lottie en lugar de acercarme?

Delante de mí, alcanzo a vislumbrar un catamarán sobre la playa. Corro hacia él. En mi mente, imagino a Lottie en cuclillas detrás de él, perdida y asustada, con las rodillas apretadas contra el pecho y el pelo rubio enredado por el viento. La visión es tan real que cuando me acerco a los flotadores de fibra de vidrio, no tengo duda de que Lottie está allí.

El grito“¡La encontré!” se muere en mis labios. Mi decepción es tan visceral que me apoyo en el catamarán y vomito en la arena.

Me paso el dorso de la mano por la boca y doy vueltas alrededor del catamarán. Hay tantos lugares en los que podría estar, tantas direcciones en las que podría haberse ido. A mi derecha está el mar oscuro; a mi izquierda, las luces brillantes de la calle principal de St. Pete Beach. Delante y detrás de mí se extienden kilómetros de arena irregular cubierta de sombras. Giro en círculos, el pánico me ahoga. Podría estar en cualquier parte.

Con cualquiera.

Una voz grita mi nombre. Marc se acerca corriendo por la playa.

—¿La has encontrado? —pregunta.

—¿Dónde está, Marc?

Se detiene frente a mí y me aprieta los hombros.

—La encontraremos. No puede estar lejos.

—Había un hombre —menciono recordando de pronto.

—¿Qué hombre?

No puedo creer que se me haya olvidado.

—Ayer por la tarde, cuando estábamos en la playa, lo vi hablando con Lottie. Tenía la mano en su hombro. —Con un gesto de concentración trato de recordar los detalles—. Cuarenta y tantos años y con entradas. Delgado. Vestido con elegancia, demasiado elegante para la playa. Había algo raro en él.

—Tenemos que llamar a la policía —dice Marc. Llamar a la policía significará que esto es real. Que mi hija no está perdida ni escondiéndose de mí. Que está desaparecida—. Más vale prevenir que curar —añade—. Para cuando lleguen, estoy seguro de que la habremos encontrado.

Ahora hay gente dispersa por toda la playa, gritando el nombre de Lottie. El ambiente en el hotel ha cambiado cuando Marc y yo regresamos, desesperados por alguna noticia. Los reflectores del patio están encendidos y han quitado las mesas. El gerente está hablando con el personal congregado en un apretado grupo junto al mostrador de la recepción. Les está dando instrucciones para que revisen el interior de cualquier lugar adonde un niño pueda arrastrarse, donde pueda esconderse, estar dormido o del que no pueda salir: armarios, montones de ropa sucia, electrodomésticos grandes, edificaciones anexas y espacios pequeños.

Ha desaparecido una niña. Hay que hacer todo a un lado hasta encontrarla.

Marc habla con el gerente. Ya ha pasado una hora. Si estuviera en el hotel, la habrían encontrado. Se ha dado aviso a la policía. Mi mundo ya se está dividiendo en un antes y un después.

Sé —todos lo sabemos— que cuando desaparece una persona, las primeras setenta y dos horas son cruciales. De esas preciosas horas, la primera es la más importante de todas. Ya la hemos perdido. Cada momento que pasa aleja más a mi hija de mí. Las posibilidades de que regrese sana y salva se irán reduciendo hora a hora, minuto a minuto, hasta que todo lo que quede sea la esperanza de un milagro.

Luca y yo solíamos bromear sobre un posible secuestro de Lottie. Si alguien se la llevara, solíamos decir, la devolvería enseguida.

Zealy me toma de la mano y no me la suelta. Nos sentamos en el sofá del vestíbulo del hotel a esperar que llegue la policía. Esto es Estados Unidos, me digo. La policía de aquí sabe lo que hace. Tienen el FBI y la tecnología más sofisticada del mundo. Si alguien se ha llevado a mi hija, lo atraparán.

Se oye un grito repentino desde el pasillo.

—¡La encontré! —grita Paul.

Nos levantamos de un salto. Todos corremos hacia él.

Lleva en los brazos un bulto de tafetán rosa. La cabeza rubia de una niña cae sobre su hombro.

Es imposible saber si está viva.

Robada (versión latinoamericana)

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