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Capítulo 3

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Alex

Lottie se despierta mucho antes del amanecer, todavía con el horario de Londres. Le doy mi teléfono para ganarme otra valiosa media hora y me vuelvo a meter bajo las sábanas. De todas las pruebas de la maternidad, la falta de sueño es una de las peores.

Nunca quise tener un hijo. Eso no significa que no ame a Lottie con toda mi alma ahora que está aquí; ella es mi oxígeno, la razón por la que respiro. Pero no puedo ser la única mujer que no se imaginó a sí misma como madre hasta que ocurrió, y si he de confesar la dura verdad, durante bastante tiempo después de que hubiera nacido.

Para ser justa, tampoco me imaginaba mucho como esposa. Luca y yo nos conocimos hace casi cinco años, en marzo de 2015, unos meses después de que él se mudase a Inglaterra desde Génova, su ciudad natal en el norte de Italia, para dirigir la oficina del negocio familiar de importación de café en Londres. Por aquel entonces, yo alquilaba con un par de amigas un apartamento en planta baja a una calle de la estación de metro Parsons Green, en Fulham, y estábamos hartas de que los viajeros que dejaban sus coches en las calles cercanas antes de tomar el tren hacia el centro de Londres nos bloquearan la entrada del garaje del edificio.

Una tarde, cuando no pude ir a la fiesta de sesenta cumpleaños de mi padre en Sussex hasta que el dueño del automóvil que bloqueaba el mío regresó, me quedé esperando, echando humo y, luego, exploté en la cara del conductor.

Italiano hasta la médula, Luca estuvo a la altura. Según recuerdo, nuestra primera conversación consistió casi en su totalidad en insultos creativos en dos idiomas.

En algún momento mientras entraba en mi apartamento hecha una furia para tomar un envase de helado de Ben & Jerry y untárselo en el parabrisas, me di cuenta de lo atractivo que era. Nuestro encuentro descendió al cliché de las comedias románticas “chico conoce a chica”: me invitó a cenar, acepté y terminamos en la cama.

En ese entonces, yo tenía veinticuatro años y acababa de empezar a trabajar a tiempo completo en Muysken Ritter. Hacía jornadas de dieciocho horas, seis y, a menudo, siete días a la semana. No tenía tiempo para una relación.

Pero Luca era encantador, había viajado mucho y era divertido. Me gustaba pasar tiempo con él. El sexo era excelente y me sentía renovada y más productiva después de una noche juntos. Era fácil creer que estaba un poco enamorada de él.

O tal vez lo estaba en realidad; desde la distancia, es difícil estar segura.

Unos cuatro meses después de aquella primera noche que me produjo una cistitis, descubrí, gracias a un episodio de intoxicación alimentaria y los consiguientes antibióticos, que estaba embarazada de seis semanas. Si no tenía tiempo para una relación, era obvio que no podía lidiar con un bebé. Pedí cita para interrumpir el embarazo y se lo conté a Luca porque me parecía deshonesto no hacerlo, no porque pensara que él tuviera nada que decir al respecto.

Para mi sorpresa, se arrodilló y me pidió que me casara con él. Herí un poco su orgullo cuando me reí.

Era italiano, por supuesto, y católico: para él, la idea del aborto era un anatema. Me rogó que siguiera con el embarazo y me prometió que él se encargaría de cuidarlo y que yo “ni me daría cuenta de que estaba allí”.

Era apasionado, y convincente.

Y yo era lo bastante joven, y arrogante, para creer que de verdad podía tenerlo todo… y ocuparme de todo.

Y, luego, estaba mi hermana Harriet. Le habían diagnosticado cáncer de cuello de útero a los diecinueve años, y aunque el agresivo tratamiento de quimioterapia le salvó la vida, la dejó estéril. Fue imposible no pensar en su tragedia cuando tomé la decisión.

La siguiente vez que Luca me propuso matrimonio, le dije que sí. Me casé con él, dos veces. Nos mudamos a Balham, a una casa adosada de dos habitaciones, convertimos una de ellas en un cuarto para el bebé y nos dispusimos a crear nuestra pequeña familia. Y, cuando todo se desmoronó, como ocurrió de manera inevitable antes del segundo cumpleaños de Lottie, lo asumí y puse el matrimonio y los hijos en la lista de experimentos que vale la pena probar una vez, pero nunca repetir, junto con los monos harem y los vestidos de tarde floreados.

Me despierto por segunda vez cuando Lottie me arroja el teléfono a la cabeza. El golpe es brutal, me incorporo con brusquedad y me froto donde me ha impactado.

—¡Mierda! —exclamo—. ¿Por qué lo has hecho?

—No me estás escuchando —replica Lottie.

—Mierda, Lottie. Me has hecho daño.

—No quiero ser dama de honor.

Echo hacia atrás las mantas de la cama.

—Me importa un bledo lo que quieras. Dijiste que lo harías y lo harás.

—Mi mamá azul dice que no tengo que hacerlo.

No tengo ni idea de qué está hablando.

—Bueno, esta mamá dice que sí.

Necesito hacer pis, pero cuando trato de abrir la puerta del baño, está atascada. Me arrodillo y quito las docenas de pedazos de papel que Lottie ha metido por debajo, un hábito irritante que adoptó poco después de la muerte traumática de su padre. Lo hace con cualquier puerta que no cierre bien al ras del suelo, convencida de que los monstruos se van a deslizar por la rendija. Se niega incluso a entrar en la cocina de mis padres, porque la puerta que da al sótano tiene una rendija de casi dos centímetros que no puede bloquear.

—Por el amor de Dios, Lottie. Pensé que ya habíamos hablado sobre esto.

Ella se encoge de hombros, saca la mandíbula hacia afuera y me mira con expresión obstinada.

Voy al baño y, cuando regreso, me siento en el borde de su cama.

—¿Qué pasa, Lottie? —le pregunto con tono enérgico—. Has estado esperando esta boda durante meses.

—Marc ya no me gusta.

—¿Desde cuándo?

Su gesto de enfado se intensifica.

—Me tocó.

Nada, pero nada, en más de diez años de amistad me ha dado motivo para dudar de Marc. Ni una mirada, ni una insinuación ni un cometario fortuito han dejado entrever que le gustan los niños. Pero cuando tu hija te dice que un hombre la tocó, te lo tomas en serio.

—¿Qué quieres decir? —inquiero con brusquedad—. ¿Cuándo?

—Anoche. No me gustó.

Se me seca la boca. Jamás hubiera creído que Marc sería capaz de algo así, pero siempre son los que una menos espera.

Lottie tiene muchos defectos, pero no es mentirosa. Por regla general, dice la verdad aunque duela. La idea de que alguien pueda haberla tocado, herido, es suficiente para despertarme una rabia asesina. Haría lo impensable por proteger a mi hija.

—¿Dónde te tocó? —pregunto con toda la calma de la que soy capaz.

—No te voy a decir.

Tengo ganas de tomarla de los hombros y sacudirla hasta que me cuente todos los detalles, pero si la presiono, se negará a hablar. El silencio a modo de venganza más largo que mantuvo hasta la fecha duró tres días completos, cuando me castigó por tratar de averiguar lo que quería para su tercer cumpleaños. No fue ella quien cedió para poner fin al enfrentamiento.

—De acuerdo —respondo y me pongo de pie.

—Estuvo muy grosero —comenta.

—¿Grosero cómo?

—¡Me apretó!

—¿Te apretó? ¿Quieres decir que te abrazó?

—¡No! —Se toma un puñado de su amplia barriga en cada mano—. ¡Aquí! ¡Así! ¡Dijo que me estaba poniendo gordita!

Más tarde me ocuparé del puto tema de la vergüenza de la gordura. Ahora mismo, me siento aliviada de no tener que acusar a mi mejor amigo de abusar de mi hija el día de su boda.

—Lo dice porque se va a casar con una tabla de planchar —le digo.

—Es verdad, se parece a una tabla de planchar —coincide Lottie encantada.

—En realidad deberías sentir pena por él.

—Está bien. Seré dama de honor.

—Así me gusta —respondo con suavidad.

El ensayo de la boda comienza esta tardea las seis, una hora antes de la puesta del sol, el mismo horario que la ceremonia de mañana. Todavía no son las siete de la mañana, así que tengo que llenar once horas sin que Lottie coma hasta sentirse mal, se ahogue, le dé una insolación o le corte el pelo a alguna de las otras cuatro damas de honor (algo bastante probable; tuvimos un incidente más bien desastroso con las tijeras en su primer trimestre en la guardería).

No soy optimista.

Robada (versión latinoamericana)

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