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Capítulo 14

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Alex

Otra falsa alarma. La niña en la parte trasera de la camioneta en la estación de servicio no es Lottie. Se parece a ella. Tiene la misma edad, la misma contextura. Su cabello es largo y rubio como el de mi hija, pero incluso a pesar de la imagen gris y granulada del circuito cerrado de televisión, sé que no es el del mismo tono nórdico platino que el de Lottie.

Podría ser mi hija. Pero no lo es.

La teniente Bates me presiona para estar segura. La niña en el video parece estar bajo algún tipo de coacción. Lleva una falda almidonada y elegante que se parece mucho al vestido de dama de honor de Lottie, una ropa inusual para un viaje a la playa. ¿Estoy absolutamente segura…?

Lo estoy.

La repentina esperanza y, luego, la cruel decepción me dejan destrozada. Mi miedo e impotencia llegan al límite; me siento como un animal enjaulado y enloquecido. Esto es, sin duda, la más cruel de las torturas. No soy consciente de que estoy gritando y descargando los puños sobre el mostrador de mármol de la recepción hasta que Marc me rodea con sus brazos y me sujeta físicamente para que no me haga daño. Me derrumbo contra él y libero mi agonía con sollozos roncos y salvajes. Es como si me hubieran arrancado el corazón. No me había dado cuenta hasta este momento que la hija que nunca quise tener se ha convertido en mi razón de vivir.

Zealy y Marc me ruegan que suba a descansar, pero sé que dormir es imposible. Solo cuando Bates señala que debo tener la mente despejada para la conferencia de prensa de esta tarde acepto al menos intentarlo.

Zealy me ayuda a quitarme el vestido de cóctel azul pálido que llevo puesto desde ayer por la tarde. Está irreconocible: rasgado y manchado por horas de búsqueda entre la maleza y los matorrales.

Lo arrojo al cubo de basura y Zealy selecciona de mi armario una camiseta blanca limpia y unos pantalones de lino gris con cordón. Intenta convencerme de que me duche antes de ponérmelos, pero me niego. No tengo paciencia.

Permanezco acostada en el dormitorio a oscuras mientras ella dormita en un sillón después de negarse a dejarme sola, pero no puedo dormir. No me imagino durmiendo de nuevo hasta encontrar a mi hija. Tengo que mantenerme en vela por Lottie.

Entro y salgo de una penumbra intermitente y agotadora, perseguida por imágenes angustiantes del cuerpo manchado de mi hija, frío e inmóvil sobre una mesa de mármol, con la cara ensangrentada y magullada. Me despierto con el corazón acelerado y la ropa empapada de sudor. Incluso cuando me levanto y me cambio de camiseta, no puedo librarme de las imágenes que bailan en el fondo de mi mente. No sé si podré volver a cerrar los ojos.

Bates y su colega, el sargento Lorenz, quieren hablar conmigo antes de la rueda de prensa. En las últimas horas, la policía ha ocupado el centro de negocios que da a la piscina. Dos pequeñas habitaciones están siendo utilizadas como salas de interrogatorios, mientras que en la sala principal de conferencias, la foto de Lottie que les di ha sido ampliada y pegada a una pared de vidrio.

Fotografías más pequeñas de los principales actores de este drama —yo, Marc, Sian, las damas de honor y los padrinos, incluso una vieja foto de Luca, que supongo que fue descargada de las redes sociales— están clavadas en un semicírculo alrededor de Lottie. Flechas codificadas por colores nos conectan de maneras que no puedo descifrar.

Están construyendo un cronograma detallado: rellenando los huecos, reconstruyendo los últimos movimientos conocidos de Lottie a partir de los relatos de los testigos presenciales y las fotografías de los móviles de la gente.

Mientras sigo a Bates hacia las salas de interrogatorios, me dice que creen que la última persona que habló con Lottie fue la madre de Sian, Penny; varios invitados vieron a Lottie conversando con ella justo cuando todo el mundo subió de la playa al hotel. Pero Penny no tiene nada útil que añadir. Ni siquiera recuerda el encuentro.

Después de eso, el rastro se pierde.

La policía no puede encontrar a una sola persona que recuerde haber hablado con Lottie después de la ceremonia. No hay ni una foto de ella en la recepción, a pesar de que muchos de nosotros la vimos —o creímos verla— yendo y viniendo entre el bufé y el puesto de helados.

Las náuseas me dan vértigo. Me he estado aferrando como un ahogado a la esperanza de que Lottie estaba en la fiesta, aun cuando no la vi; de que no estuvo desaparecida durante horas antes de que yo diera la alarma.

Es posible, por supuesto, que no aparezca en ninguna de las fotos. Pero en vista del volumen que la policía ha obtenido de los teléfonos de docenas y docenas de invitados, por no hablar del fotógrafo oficial, las posibilidades de que no aparezca en el fondo de al menos algunas de ellas son muy escasas. Mucho más probable es la aterradora verdad de que la niña rubia de vestido rosa que algunos alegan haber visto no era Lottie después de todo.

Todos cometimos el mismo error que Paul: todas las niñas con vestidos rosas abultados se parecen mucho entre sí.

Incluso, de manera inexplicable, para su madre.

Mientras he estado arriba, intentando dormir, la policía ha secuenciado las fotos. La última que tienen de ella fue tomada a las 18:33, por Flic Everett, quien estaba fotografiando a Olivia.

Bates me la muestra: la empuja a través de la mesa de formica que hay entre nosotras. Lottie está sentada en su silla dorada al final de la primera fila en la playa, sin mirar a la cámara, como si algo —o alguien— hubiera llamado su atención fuera de cámara. Si supiéramos de qué o de quién se trataba, tal vez podríamos saber dónde se encuentra ahora. Están comparando todas las fotografías que tienen, dice Bates, para tratar de encontrar el objeto de la atención de Lottie, pero es un proceso lento y laborioso y mientras tanto, mi hija sigue desaparecida.

18:33.

Casi cuatro horas completas antes de denunciar su desaparición.

Antes de que me diera cuenta de que había desaparecido.

Ahora entiendo por qué el tono de las preguntas de Bates y Lorenz ha cambiado con sutileza y por qué estoy en una sala de interrogatorios y no sentada en el sofá de la recepción.

Comprendo la lógica: desde el punto de vista estadístico, soy la persona con más probabilidades de haber hecho daño a mi hija. Pero mientras sondean en busca de lagunas en mi historia y me preguntan cómo era Lottie cuando era bebé o si me resulta difícil sobrellevar la situación como madre soltera, no están ahí afuera, buscándola.

—¿Dejó que una niña de tres años volviera sola al hotel? —inquiere Lorenz. Es la tercera vez que ha hecho la misma pregunta, aunque de forma diferente—. ¿Le pareció bien?

—¡No estaba sola! Todas las damas de honor siguieron a Sian y a Marc por el pasillo y, luego, todos los invitados volvieron en un gran grupo. ¡Era una boda!

—¿Pero no fue a buscarla cuando llegó a la fiesta?

—Es una niña muy inteligente —digo, e incluso para mis propios oídos, sueno a la defensiva—. No necesita que la vigile cada cinco minutos.

Y entonces Bates me pregunta qué estaba haciendo yo en el momento decisivo de las 18:33, cuando Flic Everett tomó esa última foto de Lottie, y a las 22:28, cuando la policía registró la primera llamada telefónica que denunciaba su desaparición.

Le dije la verdad: estaba manteniendo relaciones sexuales en la playa con un desconocido.

No tardamos mucho: aprovechamos la intimidad que ofrecían las tumbonas con parasol, y, además, Ian era un amante atlético. Tuve dos orgasmos, en una sucesión intensa y brusca, antes de que Ian tuviera el suyo con un gruñido. Veinte minutos, de principio a fin.

Pasamos otros veinte minutos, media hora a lo sumo, contemplando las estrellas y hablando. Estuve ausente de la fiesta menos de una hora.

No me avergüenzo del sexo: soy soltera, con tanto derecho como cualquier hombre a disfrutar de un encuentro sin ataduras.

Pero también soy madre, y está claro para todos los presentes en esta sala que me prioricé a mí misma sobre mi hija. No fui a buscarla una vez que terminó la ceremonia porque estaba demasiado ocupada bebiendo champán y coqueteando con un desconocido.

Aunque no haya tenido nada que ver con su desaparición, soy culpable.

—¿Qué sabe de Ian Dutton? —pregunta Lorenz.

—Es un amigo de Marc. Nunca había hablado con él antes de anoche.

—¿Fue idea de él ir a la playa?

—No, fue mía.

Clavo la mirada en la fotografía de Lottie que yace sobre la mesa entre nosotros.

—Ian no puede haber tenido nada que ver con esto —agrego—. Estaba conmigo cuando ella desapareció.

—Está suponiendo que hay un único responsable —interviene Bates.

Sus palabras evocan imágenes que no quiero en mi cabeza. Redes de trata de personas y de pedófilos, hombres que trabajan de común acuerdo para hacer desaparecer niños en sótanos oscuros y colchones manchados.

—Entiendo que tengan que hacer estas preguntas —concedo mientras trato de mantener la voz firme—. Pero yo no le hice daño a Lottie, ni tampoco ninguno de nuestros amigos. Les hablé acerca de ese hombre que vi hablando con ella en la playa. ¿Lo han investigado?

Lorenz se reclina en la silla.

—Estamos estudiando todas las posibilidades.

—Dice que Lottie es una chica inteligente —precisa Bates.

—Lo es. No se alejó caminando ni se perdió. Nunca se habría acercado al agua. Y no es el tipo de niña que se deja engañar por historias sobre cachorros perdidos. Alguien se la llevó.

—¿Un desconocido?

—¡Desde luego!

—Verá, esto es lo que me confunde —continúa Bates—. Lottie desapareció en medio de una boda y, sin embargo, nadie parece haberse dado cuenta. Nadie vio nada, nadie escuchó nada.

La sangre me ruge en los oídos. De pronto entiendo lo que está diciendo y siento como si un tren se estrellara contra mi estómago a toda velocidad.

Si un desconocido hubiera tomado a Lottie por la fuerza a plena luz del día, habría atraído mucha atención. Mi hija tiene solo tiene tres años, pero el mero hecho de intentar meterla en la silla del coche es como luchar contra un caimán. Habría gritado, despotricado, creado tal escena que nadie podría haberla ignorado.

Secuestrarla en la fiesta al amparo de la oscuridad y la música alta podría haber sido más fácil. Pero el acceso habría sido mucho más difícil. La playa es pública, pero el área junto a la piscina donde se celebró la recepción estaba restringida a los invitados de la boda, y la seguridad del hotel estaba encargada de garantizar esa restricción. La falta de fotografías de mi hija en la recepción y el hecho de que nadie la haya visto con certeza allí refuerza la teoría de que nunca volvió al hotel.

—Es posible que haya dejado la playa por sus propios medios, por supuesto —reflexiona Bates—. De lo contrario, me parece más plausible que haya estado con alguien que conocía y en quien confiaba.

No sé si eso no es peor.

—La vamos a encontrar —afirma Bates.

Pero ambas sabemos que el tiempo se está acabando. Nadie ha visto a Lottie durante casi veinticuatro horas. No hace falta que me digan que si no la encuentran en las próximas cuarenta y ocho, tal vez no la encuentren nunca más.

Robada (versión latinoamericana)

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