Читать книгу Con ocho basta - Thomas Braden - Страница 10
ОглавлениеCómo no tener bebés
Cuando un hombre tiene ocho hijos, es normal que se le mezclen un montón de cosas en la cabeza. Por ejemplo, nunca recuerdo cuántos años tiene cada niño, ni su fecha de nacimiento.
Pero sí recuerdo muy bien el día en que cada uno de ellos nació. Una preciosa y radiante mañana de junio en que las hojas de los árboles aún estaban frescas y las azaleas habían florecido. Así fue el día en que nació Joannie. Y, después de eso, hubo un día de mayo en que hacía frío: lo recuerdo bien porque, mientras Joan estaba en el hospital haciendo lo que tenía que hacer, yo me concentré inconscientemente en una actividad de compensación.
Aparqué el coche delante del hospital, llené cubos de agua en una gasolinera cercana y, tras comprar una esponja, procedí a lavar el coche. Se tarda en lavar un coche a mano más o menos lo mismo que tarda Joan en tener un bebé. Así fue el día en que nació Susan. Pero el día que mejor recuerdo, un día mucho más frío y poco halagüeño, fue el día en que nació Elizabeth. Todo en aquel día parecía cargado de feos presagios, como si en los idus de marzo de Julio César una leona hubiera parido en la calle.
Joan no tuvo la culpa de que Elizabeth fuera la quinta niña consecutiva, como tampoco la tuvo Elizabeth. Además, a mí tampoco es que me deprimiera que fuera la quinta niña consecutiva y me encantó la mata de pelo rojo que le vi en la cabeza. Y, sin embargo, el suceso en sí parecía tenso e irritante. Yo paseaba de un lado a otro, nervioso y angustiado mientras Joan y yo charlábamos, hasta que al final ella me dijo:
—¿Por qué no te vas a casa?
Creo que Joan tenía la sensación de haber fracasado. Yo había hecho un comentario un tanto inapropiado cuando me había inclinado para darle un beso.
—Vaya, otra niña.
No era lo más adecuado. Cuando Joan tiene un bebé, tengo que andarme con pies de plomo. Tengo que decirle que es el bebé más guapo del mundo, más aún que el anterior. Y que el bebé tiene a la madre más guapa del mundo. Tengo que decirle a Joan que el camisón que lleva, comprado especialmente para la ocasión, es un camisón realmente bonito, y tengo que decirlo de manera que ella piense que me metería en la cama con ella en ese mismo instante, cosa que lógicamente no hago, teniendo en cuenta que aún está débil y medio adormilada por el Demerol, y que junto a ella duerme una cosita muy pequeña y muy vulnerable. ¿Y si la aplastara sin querer? Es un momento asexual, pero tengo que fingir que no lo es, a menos que quiera que Joan se eche a llorar.
Que es exactamente lo que hizo en aquella ocasión y con toda la razón del mundo. Yo estaba, según dijo ella, «rabioso». Había sido brusco. No hacía más que caminar de un lado para otro. Y había dicho cosas como «Bueno, será mejor que me vaya».
Eso último fue bastante insensible por mi parte. Había algo que Joan y yo siempre hacíamos en honor de nuestros bebés: cenar juntos en la habitación del hospital todos los días que ella permaneciera ingresada. La primera noche, yo siempre salía a comprarme algo y me lo comía allí, porque aquella primera noche Joan tenía que cenar la comida del hospital o lo que el doctor dijera. Pero a partir de la segunda noche, las cenas mejoraban. Nada de comida de hospital, esa era nuestra regla. Yo me iba a un buen supermercado y compraba algo adecuado para comer: por ejemplo, rosbif, pan casero y consomé, que me llevaba a casa y luego traía frescos de la nevera. A veces compraba un botellín de champán y, en una ocasión, hasta una pequeña lata de caviar. Lo de tener un bebé se convertía en una fiesta.
Pero no con Elizabeth.
—Bueno, será mejor que me vaya —dije, y Joan se echó a llorar. No en voz alta, ni tampoco quejándose, sino más bien en voz baja, en solitario.
Ahora sé por qué me comporté como me comporté: estaba nervioso e impaciente, no conseguía quedarme sentado ni concentrarme en nada durante mucho tiempo, ni siquiera quedarme en un mismo sitio durante mucho tiempo. Y todo porque había dejado de fumar.
Un hombre no debería dejar de fumar cuando su mujer está a punto de tener un bebé. El efecto que dejar de fumar le produce no es nada fuera de lo normal. Dicho de otro modo, la habitual lista de torturas: incapacidad para relajarse; incapacidad para trabajar; incapacidad para mantener una conversación normal; arranques de ira; pérdida de confianza en uno mismo; timidez; estreñimiento; tendencia a desarrollar acné... Pero todo eso no tiene ni punto de comparación con los efectos que dejar de fumar tiene en la esposa de ese hombre. Yo no era el mismo y Joan tampoco era la misma y, como resultado, el nacimiento y los primeros días de vida de Elizabeth fueron traumáticos.
Al principio, no me di cuenta de lo traumáticos que estaban siendo. Solo Joan lo sabía, pero ella había estado expuesta a información que yo desconocía. Hasta poco antes de que Elizabeth naciera, Joan había estado trabajando en una de esas comisiones básicamente decorativas que tanto abundan en Washington y que proporcionan viajes gratuitos y habitaciones de hotel a las clases laicas del interior del país, para que visiten la capital y «den consejos». Antes de que nos mudáramos de Washington a California, Joan había sido ayudante ejecutiva de la primera secretaria del Departamento de Salud, Educación y Bienestar, una mujer brillante y muy guapa llamada Oveta Culp Hobby. Cuando Joan presentó su dimisión, la señora Hobby la nombró miembro público del Consejo de Asesoramiento Neurológico de los Institutos Nacionales de la Salud.
Este no es el lugar idóneo para criticar el sistema mediante el cual el Gobierno paga a personas que no saben nada de un tema concreto para que acudan a Washington a escuchar a personas que sí saben de ese tema concreto. Puede que el sistema de membresía pública de los consejos científicos sea el monumento que los estadounidenses levantamos en honor de nuestra fe en el sentido común de las personas. Puede que Joan no supiera ni una palabra de enfermedades neurológicas y, por lo que yo mismo pude observar, tampoco sabían nada los demás miembros públicos del Consejo Neurológico. Y, sin embargo, acudían a Washington cuatro veces al año para que los médicos que sí entendían de neurología les dijeran por qué se gastaban los fondos públicos en lo que se los gastaban y por qué necesitaban más fondos.
Fue durante uno de esos encuentros, el más reciente, cuando Joan asistió a una conferencia y vio imágenes de cómo se comportaban los niños que padecían enfermedades neurológicas. Dice que me lo contó —con todo detalle, además— no solo antes de que naciera Elizabeth, sino también después, y más de una vez. Supongo que yo no le presté demasiada atención. Para captar la atención de un hombre que ha dejado de fumar, hay que hacer o decir algo insólito. Y Joan, finalmente, lo hizo.
Una noche, durante la primera semana después de que Joan volviera a casa del hospital, me desperté a las tres de la madrugada al escuchar el ruido de unos pies descalzos que paseaban arriba y abajo por el pasillo, delante de nuestro dormitorio. Joan llevaba a Elizabeth en brazos y lloraba.
—¿Pasa algo? —le pregunté con suavidad desde la cama.
No respondió. Salí al pasillo, en pijama, y parpadeé, deslumbrado por la luz.
—¿Qué pasa? —volví a preguntar.
Joan caminaba despacio de un lado para otro, con las mejillas bañadas en lágrimas. Cuando llegó hasta donde estaba yo, bloqueándole el paso, se apoyó en mí y la abracé con fuerza.
—No tiene cura —dijo en voz baja—. La parálisis cerebral no tiene cura.
Aquella idea me golpeó con fuerza y, en algún lugar en lo más profundo de las entrañas, el golpe me dolió. Me aparté un poco de Joan para poder mirarla.
—¿Parálisis cerebral? —le pregunté—. ¿A qué viene lo de la parálisis cerebral?
—Mira —respondió ella.
Sostuvo al bebé delante de ella. Era un bebé muy pequeño, con una especie de flequillo rojo por encima de las orejas y una fina pelusilla roja en la coronilla. Cuando Joan la sostuvo delante de ella, Elizabeth dejó caer la cabeza hacia de-lante.
Me quedé inmóvil, bajo las resplandecientes bombillas, y traté de conservar la calma y la sensatez. Cogí a la niña y la sostuve en brazos. Estaba adormilada, pero no lloró, y le di unas suaves palmaditas en la espalda. Y luego, con movimientos lentos y delicados, fui deslizando la mano derecha desde su nuca y la sostuve justo por encima de la cintura con ambas manos, delante de mí. Y, de repente, la cabeza le cayó hacia delante. Joan me miró, desesperada, y en ese momento, vestida con su camisón, me pareció muy pequeña e indefensa.
—¿Lo ves? —se limitó a decir.
Debía asumir el control de la situación. Quitarle importancia era mejor que echarse a llorar.
—Mira —le dije—, esto es una barbaridad. Yo no sé ni una palabra acerca de la parálisis cerebral, ni tampoco creo que tú te hayas convertido en una experta después de haber asistido a una conferencia y haber visto una película. Vete a la cama. Vete a la cama ahora mismo.
—Voy a llamar al doctor Harvey —respondió Joan.
—No —le dije—. Son las cuatro de la madrugada y no hay nada que él pueda hacer ahora mismo. Vete a la cama.
Me tendí junto a ella y acerqué los pies a los suyos, como suelo hacer porque Joan siempre tiene los pies fríos. Permanecimos así largo rato, sin hablar.
—Tom, ¿y si es verdad? —dijo finalmente ella, en un susurro.
Me senté muy erguido en la cama.
—Nos olvidamos de ella —le respondí—. La metemos en algún sitio y nunca volvemos la vista atrás. Hasta hace cuatro días ni siquiera formaba parte de nuestras vidas y si tiene parálisis cerebral, jamás formará parte de nuestras vidas. Ahora deja de preocuparte, duerme y mañana ya lo descubriremos.
Lo que dije sobre Elizabeth fue espantoso, ahora que lo pienso. Y, desde luego, tampoco era lo mejor que podía decirle a Joan en aquel momento. Creo que ninguno de los dos durmió aquella noche. A las ocho de la mañana llamé al doctor Harvey.
—Me parece que estás diciendo bobadas. Creo que algo así no se me habría pasado por alto, pero traedla de todas formas.
Y allí estábamos, en la minúscula consulta. Stub cogió a Elizabeth y la sostuvo delante de él. La cabeza le cayó hacia delante y el doctor se echó a reír a carcajadas. Se volvió a observarnos con un centelleo en la mirada.
—¿Qué os creíais? A los bebés hay que sujetarles la cabeza. Elizabeth aún no tiene suficiente fuerza en los músculos para aguantar la cabeza ella solita. Joan, estás cansada, te voy a recetar unas pastillas para dormir. —Y luego, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Se puede saber qué te pasa? Después de seis hijos, tendrías que saber unas cuantas cosas más sobre la nuca de los bebés.
Elizabeth tiene ahora quince años y una nuca perfecta, que solo le veo de vez en cuando si se recoge en lo alto su melena pelirroja para presumir o parecer mayor. Siempre lleva la cabeza muy alta, gesto de singular gracilidad en esta muchacha tan singularmente grácil.
Así que, en realidad, a Elizabeth no le pasaba nada y a Joan tampoco. Pero cualquier mujer que acabe de tener un bebé tiene derecho a preocuparse sin motivo, a deprimirse de vez en cuando e incluso a sufrir alucinaciones.
A quien sí le ocurría algo era a mí. Había alterado la paz de Joan después de la forma en que me había comportado en el hospital. A veces, cuando pienso en Elizabeth, me siento culpable y me alegro de poder atribuir la culpa de mi comportamiento al hecho de haber dejado de fumar.