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Animales que he conocido

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En la primavera de 1974, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dio la razón, en el caso Village of Belle Terre contra Boraas, a una ordenanza urbanística de Long Island. Por sorprendente que parezca, William O. Douglas —quien durante varios años se había caracterizado por emitir un voto disidente— fue quien redactó la sentencia.

No estoy «cuestionando», como suelen decir los jueces, las virtudes de la sentencia de Douglas: dicha sentencia ordenó a seis estudiantes de Belle Terre que desalojaran una vivienda unifamiliar basándose en que no estaban, según establecía la ordenanza municipal, «emparentados entre sí por vínculos de sangre, adopción o matrimonio».

Pero la sentencia del juez Douglas incluía ciertas palabras que me hicieron preguntarme si ese punto de vista extraordinariamente conservador no tendría algo que ver con aquella vez en que se topó con el cordero de Elizabeth.

Una noche de verano, el juez Douglas estaba sentado a nuestra mesa cenando cuando, de repente, se abrió la puerta y entró el cordero de Elizabeth. El cordero se fue derechito hacia el juez Douglas, lo empujó suavemente y luego, tras abrirse paso a la fuerza, se coló bajo la mesa y se tumbó delante de la silla del juez. Dobló primero las patas delanteras y se quedó inmóvil, como suelen hacer los corderos, junto a los pies del juez.

Creo que el juez Douglas se sorprendió, pero no expresó contrariedad y nadie dijo nada excepto Elizabeth, que comentó que el cordero se llamaba Digno.

Sin embargo, el juez comentaría más tarde ese suceso en el transcurso de conversaciones con amigos y haría hincapié en el curioso hecho de que el cordero había entrado sin que nadie pusiera objeción alguna. Lo definió —y creo que lo definió acertadamente— como «extraño».

Recuerdo bien el incidente y también la profunda irritación que sentí cuando Digno entró en el comedor. Pero sabía perfectamente que no era buena idea tratar de impedírselo. No sé cuánto tiempo llevaba el juez Douglas sin vérselas con uno de esos animalitos, pero cuando un cordero entra en un comedor, es extremadamente difícil echarlo de allí. Los corderos no acuden cuando se les llama, no siguen indicaciones gestuales, son rápidos y listos a la hora de escurrirse y, si los atrapan, se quedan —literalmente— inmóviles.

Mi opinión es que el motivo por el cual nadie de mi familia dijo nada cuando Digno se tumbó a los pies del juez Douglas es porque todo el mundo sabía que no había nada que hacer. Tratar de sacar a Digno del comedor mientras la mesa siguiera puesta —y, por si eso fuera poco, con el mantel bueno que Joan había comprado en Irlanda rozando prácticamente el suelo, es decir, a la altura de Digno— habría dado pie a una escena mucho peor que la que el juez Douglas había presenciado. Y también bastante más perturbadora de lo que podría tolerar el temperamento judicial.

Así que no dijimos nada ni tampoco hicimos nada. Y entiendo que el juez pensara que eso resultaba «extraño».

En fin, en el caso Village of Belle Terre contra Boraas, Douglas —respaldado por primera vez en muchos meses por jueces como Bruger, C. J. Blackmun, Powell y Rehnquist, que por lo general expresaban una opinión distinta— habló a favor de las facultades policiales para diseñar lugares que, por utilizar las palabras del propio juez Douglas, «la bendición del silencio y del aislamiento... convierte en un santuario...».

Y, a continuación, el golpe de gracia, en forma de cita del juez Douglas: «Incordio puede ser simplemente la cosa correcta en el lugar equivocado... ¡como un cerdo en el salón y no en la pocilga!».

Para tratarse de una sentencia del tribunal, el lenguaje era vívido y casi explosivo. Y puede que solamente sea cierto bochorno lo que hace pensar que el autor de dicha sentencia pudiera tener en la mente la imagen de un cordero bajo la mesa durante la cena.

A Digno lo bautizamos por la Biblia y sí, puede que el nombre fuera un sacrilegio, pero desde luego también era apropiado. Porque Digno era el cordero cuando una nochebuena lo llevé a casa para Elizabeth. Ella lo alimentó con biberones de leche caliente durante una semana o más y él dormía sobre un almohadón al lado de su cama.

Todo el mundo quería mucho a Digno y soportó los lastimeros balidos que salían del sótano durante los meses de invierno, hasta que en primavera llegó el momento de dejarlo fuera para que retozara a su aire. Inevitablemente, despertaba gran interés entre quienes pasaban por allí.

—Durante la guerra, Woodrow Wilson tenía unos cuantos corderos en los jardines de la Casa Blanca —me dijo un anciano—. Le ahorraban trabajo.

Charlamos durante un rato. Una de las ventajas de tener un cordero es que se convierte en una excusa para conocer a los vecinos. Los agentes de policía también se paraban al verlo. Uno de ellos incluso nos hizo una visita para mostrarnos la normativa sobre animales en un grueso libro que llevaba. La normativa prohibía «la cría de ganado» y el agente y yo hablamos largo y tendido sobre si un solo cordero podía definirse como «ganado». Concluimos que tal vez sí o tal vez no, pero que Digno no molestaba a nadie, así que al final el agente se marchó.

Digno no molestó jamás nadie, excepto a mí y puede que al juez Douglas, y el motivo era que Digno se negaba a considerarse ganado a sí mismo.

—No parece que a ese le guste mucho la hierba —me había dicho el anciano.

Y no le gustaba. No salía al jardín a pastar, como los corderos de Woodrow Wilson, sino que se quedaba en la puerta trasera con los perros, esperando las sobras. Comía como los perros (en una ocasión, para mi horror, lo vi comer restos de cordero). Corría hasta la valla con los perros cuando pasaban otros perros por la calle y, lo peor de todo, entraba en el salón con los perros cada vez que alguien se dejaba la puerta entreabierta y él conseguía empujarla con su hocico negro.

Supongo que todo el mundo sabe que, a diferencia de los perros, los corderos no aprenden a hacer sus necesidades fuera. Así pues, el paso de Digno por la casa siempre dejaba un rastro. Como veterano limpiador de alfombras que soy, debo admitir que era relativamente sencillo eliminar el rastro. Sin embargo, y como es habitual con esa clase de rastros, era susceptible de ser pisado y, en ese caso, eliminarlo requería lógicamente más trabajo.

Durante muchos años, cuando los niños aún eran pequeños, me correspondió a mí encargarme de esa tarea. Los más pequeños no eran capaces de hacerlo bien y a Joan le horrorizaba tanto que ella también era incapaz de hacerlo. Ahora pienso que en realidad no le horrorizaba tanto como yo creía: a lo mejor me engañó para que yo le demostrara que a los hombres no nos da miedo ensuciarnos las manos.

A medida que los niños iban creciendo, asumían la tarea. El algunos casos, despacio y a regañadientes. En otros, con una aplicación insuficiente de soda y sal. Y, siempre, con muchas discusiones acerca de qué animal era el responsable y de quién era responsabilidad aquel animal.

Con Digno no había discusiones, supongo que porque tampoco había remedio. En pocas palabras, Digno fue un error, tal vez el peor error que he permitido, aunque no el único.

Nunca he sabido qué decirle a un niño que trae a casa otro perro, otro gato u otro pájaro. O —aunque solo sea para recordar otro error— una enorme boa constrictor.

En realidad, no fue Susan quien trajo a casa la boa constrictor. Una noche, después de cenar, alguien llamó a la puerta. Cuando abrimos, entraron en casa dos muchachos, compañeros de instituto de Susan, que llevaban una jaula enorme. Estaba hecha a mano, eso se veía a la legua, aunque los barrotes y la malla de alambre le daban un aspecto bastante sólido.

El suelo de la caja estaba cubierto por una capa de piedras blancas, algunas de las cuales cayeron al suelo cuando los chicos giraron para empezar a subir la escalera y dirigirse a la habitación de Susan. Me agaché para recoger las piedrecillas que habían caído sobre la alfombra del recibidor y fue entonces cuando vi que la jaula contenía una enorme serpiente, más gruesa que mi antebrazo y de unos dos metros y medio de largo.

—Es una boa constrictor, el regalo de cumpleaños de Susan —dijo Andy, el más educado y fornido de los amigos de Susan—. No les va dar ningún problema.

Era obvio que habían dedicado mucho trabajo y dinero al cumpleaños de Susan. ¿Cómo iba a protestar?

En fin, el caso es que Andy tenía razón... al menos al principio. Ben Boa era una serpiente muy buena y educada. Durante toda aquella primavera (el cumpleaños de Susan es en mayo) y todo aquel verano se quedó en su jaula. De vez en cuando se enroscaba alrededor de los barrotes, pero por lo demás no daba problemas.

Confieso que no me gustaba ver comer a Ben Boa. Una vez al mes, Susan iba en bici a la tienda de mascotas y compraba por un dólar un pequeño hámster blanco, que luego metía en la jaula de Ben Boa. La primera vez vi lo que ocurrió, pero a partir de aquel momento ya no volví a mirar ni quise escuchar nada de boca de mis hijos más pequeños, quienes no solo disfrutaban mirando, sino también contando después los hechos con todo detalle.

Pero aparte de comer una vez al mes, lo cual es, al fin y al cabo, lo que se espera de cualquier serpiente doméstica, Ben Boa no nos dio ningún trabajo hasta que la señora Longworth se interesó por ella. A partir de entonces, se convirtió en un gran problema.

La señora Longworth oyó hablar de Ben Boa una noche, mientras cenaba en casa, y se acordó de inmediato de la serpiente doméstica que tenía en la Casa Blanca. Se llamaba Mabel y había sido un auténtico quebradero de cabeza para el padre de la señora Longworth, el presidente Theodore Roosevelt.

—Aunque lo cierto es que no era justo que se quejara —les contó la señora Longworth a los niños, entornando los ojos con esa expresión pícara que adopta cuando está narrando una victoria—, porque él mismo nos había dicho, a los miembros más jóvenes de la familia, que debíamos amar a los animales e incluso nos había dado permiso para traer una mascota a casa.

»Así pues... ¿qué podía decir mi padre cuando fui a comprarme una culebra?

»Sin embargo, yo sabía que padre estaba esperando su oportunidad. Un día, cuando yo tenía dieciséis años, me invitaron a una fiesta a bordo del yate Iselin y llevé a Mabel enrollada al cuello. Lógicamente, la prensa se hizo eco y salió en todos los periódicos. Padre me envió un telegrama: “Alice, yo te dije que amaras a los animales. No te dije que amaras la publicidad”.

Cuando la señora Longworth se enteró de la existencia de Ben Boa, insistió inmediatamente en verla. Y no solo eso, sino que la sacó de la jaula y se la enrolló en torno a la cintura, procedimiento cuyo objetivo, según ella misma describió, era darle «calor». A los niños les encantó la idea y, desde entonces, la boa solía estar fuera de su jaula, recibiendo calor.

Y, muy especialmente, cuando la señora Longworth venía a cenar. Una de esas noches y gracias al procedimiento de darle calor a la serpiente, aprendí algo sobre el carácter del primer ministro israelí, Isaac Rabin, que por entonces era embajador.

Rabin es un hombre bajo y rubio, con unos ojos intensamente brillantes, azules y fríos, y unos modales tímidos y aparentemente inseguros. Había sido comandante de tanque durante la guerra de los Siete Días, pero no posee esa fanfarronería que los estadounidenses —quizá gracias al general George Patton— asociamos al oficio.

Es, sin embargo, un hombre de decisiones rápidas, como tuve ocasión de comprobar mientras tomábamos una copa y charlábamos en el salón.

Elizabeth entró en el salón, procedente de otra estancia, y se acercó rápidamente a nosotros con los ojos muy abiertos.

—Papá —dijo—, la serpiente le ha dado cuatro vueltas a la cintura de la señora Longworth.

Elizabeth estaba entusiasmada, porque cuatro vueltas era todo un récord de calor para Ben Boa. Isaac Rabin oyó lo que acababa de decir Elizabeth y también se entusiasmó, aunque en otro sentido.

Los ojos azules le brillaron aún más, hasta que tuve la sensación de que no tardarían en escupir fuego.

—Una serpiente en torno a la cintura de la señora Longworth —repitió despacio.

Y, mientras pronunciaba esas palabras, introdujo la mano derecha bajo la sisa de la manga izquierda. Ya había dado dos pasos hacia la otra habitación antes de que yo pudiera alcanzarlo por detrás y farfullar una explicación.

Lo atrapé antes de que me diera tiempo a averiguar qué llevaba bajo la axila izquierda, debajo del abrigo, pero tengo mis propias sospechas y casi lo admiré por ir tan bien preparado. No le habría servido de gran cosa, desde luego, pero daba la impresión de ser un hombre dispuesto a luchar, con armas o sin armas, en cuanto la ocasión lo exigiera.

Dado que a Ben Boa la sacaban cada vez con más frecuencia de su jaula, era inevitable que a alguien se le olvidara volver a meterla. Cuando eso sucedía, la tarea de buscarla recaía habitualmente en Susan. Pero un día no la encontró.

De todos los niños de nuestra familia, Susan es la que posee una mayor calma y fortaleza interior. Al principio, la desaparición de Ben Boa no la preocupó demasiado. Buscó con calma en los lugares habituales —en los cajones, detrás de las puertas, en los estantes de los armarios, en los conductos de la calefacción—, pero sin resultado. Todas las noches, a la hora de cenar, yo preguntaba si había noticias. Y todas las noches me respondían que no. Hasta Susan empezó a preocuparse y a evocar mentalmente imágenes tan vívidas como fatales: Ben Boa en la acera aproximándose a algún vecino, tal vez con la esperanza de que le diese «calor»; el vecino corriendo hacia un agente de policía; el agente de policía empuñando una pistola...

Aquellas escenas entraban dentro de lo posible, como nos reveló la señora Longworth con su ensayada malevolencia al enterarse de que Ben Boa había desaparecido.

—Hay una enorme —comentó ante un numeroso grupo de mujeres congregadas por ella misma en mi salón con motivo de no sé qué causa benéfica— serpiente suelta por la casa. —Y luego, volviéndose hacia las tres mujeres sentadas en el sofá, añadió—: Ya saben ustedes que les encanta esconderse debajo de los cojines.

Yo no estaba delante cuando la señora Longworth hizo ese comentario, pero Joan me contó aquella noche que las tres señoras en cuestión se pusieron muy pálidas y que la reunión terminó casi de inmediato.

—En realidad, ya casi había terminado —me dijo Joan—. La señora Longworth creía que ya era hora de irse.

La descripción que de los acontecimientos de la tarde hizo Joan nos dio una pista. Susan y Nancy se fueron arriba y empezaron a levantar colchones. Bajo el de Susan, completamente estirada sobre los muelles de acero, estaba Ben Boa, fría e inerte.

Es triste despedirse de un ser querido, aunque ese ser sea una serpiente y se sienta cierta culpabilidad al pensar que esa despedida podría haberse evitado. Las boas constrictor, tal y como descubrí tras una llamada al Zoológico Nacional, necesitan una temperatura de 30 ºC. En la jaula de Ben Boa había una bombilla que le proporcionaba cierto calor, pero al parecer no el suficiente. Fuera de la jaula, cuando deambulaba por casa, estaba a unos veinte grados y eso es una temperatura muy fría para una boa constrictor. Pero durante aquel invierno, Susan —sin saberlo— había expuesto a Ben Boa a algo mucho peor. Sin dudarlo ni un segundo, afirmó con toda exactitud la causa de la muerte.

—Papá, no tendría que haber dormido tantas noches con las ventanas abiertas.

Para Susan debió de ser muy triste preparar a Ben Boa para el entierro. Sacó a la serpiente de entre los muelles de la cama y la metió en una funda de almohada. Pero cuando yo llegué a casa la tarde siguiente, Susan no parecía nada triste. Más bien estaba sin aliento.

—Nancy y yo hemos cavado un agujero detrás de las azaleas y estábamos metiendo a Ben Boa dentro cuando la funda de almohada se ha movido. Así que la hemos metido en el coche y nos hemos ido enseguida al zoo, pero nos hemos metido por la entrada que no era y un señor del zoo nos ha parado y entonces le hemos explicado lo que pasaba. Y él ha cogido a Ben Boa y se la ha llevado, y nos hemos quedado allí esperando, hasta que ha salido con la funda de almohada vacía y nos ha dicho que Ben Boa se iba a poner bien.

Y así fue. De hecho, los niños van a verla de vez en cuando y en algún lugar de mis archivos conservo una carta oficial del zoo en la que me agradecen la donación de una boa constrictor, valorada en ochenta dólares. Vaya, parece que a Andy le gustaba mucho Susan.

Ojalá despedirse de todas las mascotas tuviera un final tan feliz. Me parece imposible haber asumido, durante mi modesta vida, la responsabilidad en última instancia sobre trece perros, cinco caballos y dieciocho gatos, además del cordero y la boa constrictor.

Y eso que no cuento ni los pájaros ni un mono de efímera existencia llamado Fagin, cuya tos extraña y gutural confundí con el parloteo habitual de un mono, cuando en realidad tendría que haberme hecho pensar en una neumonía.

Todos han muerto —todos excepto cuatro perros y un gato— y quiero creer que sus almas descansan en paz, porque todos sin excepción recibieron un buen trato en este mundo: se les medicó, vacunó, alimentó, cepilló, lavó, ejercitó, mimó, adiestró y, cuando las circunstancias lo requirieron, se les enseñó a hacer sus necesidades fuera de casa.

Y se les dio sepultura. He sido portador del féretro en muchos funerales y también principal consolador de los afligidos. Hay algo en la combinación de los términos «animal» y «familia» que hace presagiar una tragedia, pues los animales suelen morir pronto. Se mueren pese a los cuidados y el cariño, pese a las vallas y el adiestramiento. Mueren atropellados y, si no mueren atropellados, mueren de viejos cuando los niños que los aman aún son muy jóvenes.

Y así es como los niños aprenden qué es la tragedia. Pero antes han aprendido lo que significa cuidar, dar de comer, lavar, adiestrar y llevar al veterinario. Han aprendido qué es el hambre y el hastío, la felicidad pura, la enfermedad y la recuperación. Han aprendido qué es envejecer. ¿Por qué no deberían, entonces, aprender qué es la muerte? Dado que los caminos del Señor siguen siendo misteriosos, ¿acaso no sirven para eso las mascotas?

Hubo una época, antes de tener niños, en que tenía un pastor alemán grande y precioso y en que me incomodaba el famoso comentario sobre los perros que había hecho Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa. «El perro —escribió Veblen— se gana nuestro favor porque nos permite ejercitar nuestra inclinación al dominio y, como es también un artículo costoso y no sirve por lo común a ninguna finalidad industrial, ocupa en el concepto del hombre un lugar firme como objeto de buena reputación».

Puede que eso sea cierto en el caso de ancianitas con perros salchicha o de hombres solteros con pastores alemanes. Pero después de haber conocido tantos animales —perros, sobre todo—, yo reformularía la frase de Veblen de la siguiente manera: « El perro se gana nuestro favor de un modo que nos cuesta admitir y es que al poseer una enorme capacidad de afecto y amistad, y tener una vida corta, expone a nuestros hijos, de la forma más delicada posible, a la tristeza y la inevitabilidad de las despedidas».

Con ocho basta

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