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Por qué todo se descontroló

Probablemente, jamás debería haber tenido ocho hijos. Parece raro pensar que, hace tan solo diez años, nadie miraba mal a las familias numerosas. Mi madre tenía seis hermanos. Mi padre era el menor de trece. Hoy en día, según la Oficina del Censo, las familias estadounidenses tienen una media de 2,2 hijos. No es que ya no esté de moda ser prolífico en cuestión de hijos, sino que se considera un auténtico delito contra el medioambiente. Lo entiendo. Estoy de acuerdo en que es un cambio necesario y recuerdo muy bien la primera vez que pensé que con ocho basta.

Estábamos en la cama en Oceanside, California, y Joan estaba dándole el pecho a Nicholas, nuestro octavo hijo. Primero habíamos tenido un niño y luego cinco niñas. Y aunque jamás he admitido tener preferencia por uno de los dos sexos, la llegada de Elizabeth, la quinta niña, me pareció en su día un poco redundante.

Pero entonces había ocurrido algo extraño: Elizabeth resultó ser pelirroja, lo cual la hacía muy distinta. Y luego habían llegado Tommy y, después de él, Nicholas. Stub Harvey, mi compañero de golf y fútbol americano, además de médico de toda la familia, hizo su propia apuesta.

—A partir de ahora, solo tendréis varones —dijo.

En fin, aquella mañana llegó el correo y nos lo trajo a la cama uno de nuestros hijos. Joan lo abrió, se entretuvo leyendo un telegrama y, por último, se echó a reír.

—Fantástico —dijo, mientras me lo pasaba.

Haciendo gala de la cortesía debida a una mujer con un recién nacido, obvié comentar que el telegrama iba dirigido a mí. Lo firmaba el fiscal general de Estados Unidos, Robert F. Kennedy.

«Felicidades —decía—. Me rindo».

Me hizo reír y me sentí orgulloso. ¿Cuántos hijos tenían los Kennedy? ¿Siete? Pero, entonces, me asaltó una aterradora idea. ¿Cuánto dinero tenían los Kennedy? Había leído en alguna parte que tanto el fiscal general como sus hermanos tenían más dinero del que podía gastarse en varias vidas. ¿Por qué aceptaba yo la felicitación de un Kennedy por haber tenido más hijos que un Kennedy? Con ocho, me pareció en aquel momento, basta.

Fue, tal y como lo recuerdo, mi mayor duda y, cuando finalmente se convirtió en una decisión, los Kennedy me resultaron de gran utilidad. Por ejemplo, recuerdo un verano en Aspen, Colorado, adonde solíamos llevar a los niños de vez en cuando. Una mañana, antes de empezar la excursión, Susan, que por entonces tenía diez años, entró en la habitación del motel con un café para su madre y un ejemplar del Post de Denver. Me di cuenta de que estaba nerviosa mientras observaba fijamente la taza rebosante que llevaba en una mano.

—Mamá —dijo—, ha pasado algo terrible. Los Kennedy nos han alcanzado.

Y allí estaba, un breve en la portada. «El octavo de Ethel». Los chicos decidieron, por unanimidad, que yo debía hacer algo al respecto enseguida. A Joan le pareció divertido. Yo fingí echarme a reír, pero por dentro ya había tomado una decisión.

¿Aquella broma sobre la rivalidad con los Kennedy se había convertido, en la mente de los niños, en una rivalidad auténtica, incluso en hostilidad? Durante uno de los siguientes veranos, la familia Kennedy también pasó las vacaciones en Aspen: Bobby, Ethel, Joan y yo fuimos al cine y dejamos a todos los niños Braden y a todos los niños Kennedy en una casa alquilada. Al volver, descubrimos que los niños Braden se habían atrincherado dentro de la casa y la habían convertido en un fuerte, mientras los niños Kennedy estaban fuera, a oscuras. Algunos de ellos tiraban piedras para cubrir a sus hermanos, que lanzaban asaltos periódicos a la casa con la esperanza de entrar por la fuerza.

Si vuelvo la vista atrás, quiero pensar que era todo muy inocente y eso fue, por supuesto, lo que fingimos en aquel momento. Pero no era inocente. Las piedras eran de verdad. ¿Acaso las familias numerosas desarrollan una especie de profunda lealtad tribal y una conciencia territorial superior a la media? ¿Tienen tendencia, pues, a mostrarse peleonas y agresivas cuando, en tanto que tribu, se les coloca cerca de otra tribu de poder y autoestima similares?

No me había gustado nada aquel momento en que las piedras volaban en la oscuridad. Demasiadas piedras. Demasiados niños.

Pero estábamos en 1963. No fue hasta finales de 1966 cuando mi resolución se convirtió en bochorno y me di cuenta de que se me podía acusar de consumir en exceso los recursos naturales del planeta.

—Eres la clase de hombre que admira —me había dicho Kirk Douglas, refiriéndose a Charlton Heston—. Yo pienso que llegará al menos a los mil dólares.

Douglas había organizado una fiesta benéfica y los fondos recaudados iban a ser para mí, porque me presentaba a vicegobernador por California. Kirk había apoyado incondicionalmente mi campaña y aquella tarde había llenado su casa de amigos y conocidos para que todo el mundo contribuyera. Y entonces, mientras pasaba el sombrero, Kirk condujo a Heston a un rincón de la sala para una charla privada. Solo Heston y yo. Heston rompió el hielo hablando de planificación familiar y ya no salimos de ahí. Resultó ser un acérrimo defensor de esa cuestión, un miembro entregado a la causa. Me contó que participaba en la lucha contra el crecimiento de la población. Tenía frescas en la memoria las cifras que demostraban la sensatez de la causa. En algún momento de la conversación, sacó un cheque, lo apoyó en la pared y escribió una cantidad. Antes de marcharse, me lo entregó, doblado. Solo después de habérselo entregado a Kirk y haber visto la decepción reflejada en su rostro recordé que, en un momento determinado, la conversación con Heston había derivado hacia un terreno más personal.

—¿Cien dólares? —dijo Kirk, incrédulo—. ¿Se puede saber qué narices le has dicho?

—Solo me ha hecho una pregunta —le respondí—. Le he dicho que tenía ocho.

Y sigo teniendo ocho. Precisamente ayer me lo recordaron. Tenía que escribir una columna, preparar la declaración de impuestos, hacer un programa de radio y comer con el embajador indio, además de atender un montón de llamadas telefónicas. A las siete de la tarde, me senté en el sillón de cuero marrón para tomar una copa con mi esposa y repasar el día. Había ocurrido lo siguiente:

1. Joan había recibido una llamada en la oficina, a primera hora de la tarde, y le habían dicho que Elizabeth estaba en comisaría.

2. Mary no había comido nada desde que había llegado de la universidad, hacía tres días, para unas cortas vacaciones. Joan me contó que, al parecer, Mary se había hecho budista y estaba ayunando.

3. El profesor de Tommy había llamado para decir que a Tommy se le daba muy bien el béisbol, pero que en clase no prestaba atención y que si por favor podíamos hacer algo al respecto.

4. Había llegado una bonita carta de David, que estaba recorriendo el mundo y había llegado a Afganistán. El correo del día también incluía un aviso de la compañía American Express para notificarnos que había perdido sus cheques de viaje.

5. Bajando marcha atrás por el camino de entrada, Joannie había estrellado el coche contra la columna de cemento. Calculo estimado de daños: 150 dólares.

6. Tuvimos una charla poco fructífera acerca de qué hacer con Nancy, de quien Joan afirmaba que se hallaba «en estado de rebelión». ¿Debíamos enfrentarnos a ella, arriesgarnos a que nos desafiara? ¿O debíamos dejarla al margen de los planes familiares con la esperanza de que eso le doliera?

El problema de Elizabeth y la comisaría se había resuelto. O eso parecía, ya que estaba en su habitación. Había sido un día cálido: Elizabeth había decidido saltarse las clases, se había ido a ver tiendas y un policía la había visto. ¿Debía ir a hablar con ella, mientras aún me parecía que la cosa era grave? ¿O debía esperar y arriesgarme a darle a entender que sabía perfectamente que ella no era la primera niña del mundo en hacer novillos?

Como iba diciendo, Joan y yo estábamos comentando esos problemas cuando Nicholas entró dando brincos en el salón, la mar de contento.

—Papá —dijo—, hoy se juega la final del torneo de baloncesto y me prometiste que la veríamos juntos.

Me volví hacia Joan, avergonzado. Fue ella quien le dio la mala noticia.

—Papá y yo tenemos que ir a una cena.

—Me parece que tenemos demasiados hijos —comenté con dulzura, cuando Nicholas se marchó.

—Te equivocas —respondió Joan—. Lo que ocurre es que no tenemos bastante tiempo.

Con ocho basta

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