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ОглавлениеPor qué dimití como padre
Me satisface recordar el momento en que dimití como padre. Con gran solemnidad, entregué a los ocho niños lo que quedaba de sus ocho billetes de avión. Y con gran solemnidad, me despedí de ellos.
Estábamos llegando al final de aquel espantoso viaje navideño al Caribe y yo había tenido mucho tiempo para pensar en mi dimisión. Así que se produjo con la mayor tranquilidad: sin gritos, sin amenazas, sin exigencias.
Sin embargo, nunca he sido capaz de decidir qué suceso, en una larga lista de sucesos a cual más exasperante y humillante, fue el que me obligó a dar el último paso. Y... ¿cómo empezó todo? ¿Empezó, como es habitual en las dimisiones, con dudas? ¿Fue la abrumadora duda que experimenté cuando oí a mi esposa decir «yo pongo lo que falta»?
Joan tiene la costumbre de ofrecerse a «poner lo que falta» y es un ofrecimiento sincero y generoso, porque Joan es una mujer sincera y generosa. Se compra su propia ropa con el dinero que gana y siempre le sobra un poco para ser generosa con los demás. Pero lo que le sobra tendría que multiplicarlo por diez o, mejor dicho, por cien, si de verdad se le exigiera poner lo que falta, como ella siempre dice que va a hacer.
Joan no se preocupa jamás por el dinero. Peor aún, para ella es una constante y verdadera fuente de asombro que yo me preocupe por el dinero. En los momentos de profundo pesimismo, cuando yo auguro pobreza o le pregunto de qué cree que vamos a vivir cuando seamos viejos, me responde: «¿Y cómo sabes que vas a llegar a viejo?».
Así que cuando se trata de algo que toda la familia quiere tener o hacer, yo soy el que dice «No nos lo podemos permitir», y Joan es la que dice «Yo pongo lo que falta». Yo suelo responder con un educado resoplido. Pero a veces, como aquella ocasión en Navidad, cedo.
Estábamos discutiendo sobre lo que significaba ir al Caribe con ocho niños en Navidad. Joan decía que era una ganga. Si nos quedábamos en casa y comprábamos regalos para todos, sostenía, nos costaría prácticamente lo mismo que ir todos juntos al Caribe, siempre y cuando quedara claro que las vacaciones eran el regalo. Que no se compraría ningún otro regalo. Ni se anticiparía ningún otro regalo.
Para defender su postura y revestirla de autoridad, además de cierto glamur, Joan le había hecho una consulta, mientras bebían cócteles y comían obleas, al presidente de la Junta de la Reserva Federal, Arthur Burns. O, al menos, me contó que lo había hecho. Y no lo dudo, porque Joan y Arthur Burns son amigos. Y Arthur Burns, hombre afable y cordial, seguramente se había mostrado de acuerdo en que Joan podía hacer lo que fuera que quería hacer.
Arriesgándome a expresar una opinión contraria a la de Burns, hice cuatro números.
—Diez billetes de avión, a ciento cincuenta el billete, son mil quinientos. Pongamos quinientos más para el hotel. ¿Alguna vez nos hemos gastado dos mil dólares en regalos de Navidad?
—Cerca de mil sí —admitió Joan—, pero ahí no cuento el árbol, ni los adornos navideños, ni la comilona con invitados, ni los ayudantes que contratamos. Pero da igual, yo pongo lo que falta.
Recuerdo haber tenido un mal presentimiento, no solo acerca de a cuánto podía ascender lo que faltaba, sino también acerca de la capacidad de Joan para ponerlo. ¿Fue ese el primer ingrediente en la receta de rabia, debilidad e incapacidad de acción que suele implicar una dimisión?
¿O fue cosa de la compañía aérea Pan American?
—No vamos a poder llevarlos a todos —dijo el hombre que atendía el mostrador cuando le entregué los diez billetes, poco antes de la hora en que estaba prevista la salida de nuestro vuelo.
Me quedé boquiabierto.
—¿Qué?
—Lo que oye, señor. Tenemos siete asientos libres, pero quizá pueda conseguirle uno más —dijo, en un tono mecánico—. Espere a que termine de contar, por favor. —Examinó una tabla enorme—. ¿Qué has dicho, Jim? ¿230 o 231?
Rememoré mentalmente, a toda prisa, la mañana: levantarse a las cinco y media; la taza de café que mi esposa había tomado en la cama, gentileza de la niña que llevaba su mismo nombre; dos taxis; catorce maletas; el requisamiento forzoso de las inevitables bolsas de papel llenas de chicles y muñecas que siempre aparecen en la puerta cuando vamos a algún sitio; las consiguientes lágrimas; volver corriendo a casa porque Nicholas, de seis años, tenía que ir al lavabo; el aeropuerto; las propinas; las catorce maletas otra vez.
Y ahora, ¿qué decía aquel hombre? «No vamos a poder llevarlos a todos». Me quedé atónito. Evoqué mentalmente una imagen de mi amigo Stewart Alsop, columnista del Newsweek, poniendo en práctica su técnica de la «cara morada». Cada vez que se topaba con una actitud intolerable por parte de aquellos cuyo trabajo es servir al público, Alsop solía respirar hondo hasta que se le dilataban los pulmones y las mejillas. Entonces aguantaba la respiración y, al mismo tiempo, empezaba a dar saltitos sobre los dos pies. El aire atrapado, sumado al ejercicio, hacía que se pusiera muy rojo y que se le desorbitaran los ojos. Y, entonces, el recepcionista que había vendido su reserva de hotel o el taquillero que había entregado a otro su butaca, creía hallarse ante un hombre a punto de sufrir un infarto. Y, por lo general, cedía. Pensé en recurrir a la técnica de la cara morada.
Joan, sin embargo, se me había adelantado en lo que a la táctica de protesta se refiere. Primero gritó; luego se echó a llorar. Sin embargo, no sirvió de nada. El hombre que estaba al otro lado del mostrador adoptó ese aire de resignada paciencia tan necesario para los empleados de las compañías aéreas que suelen vender más plazas de las que tiene el avión y a los cuales raramente se les pilla, excepto en Navidad.
—Acepte los siete asientos, señor Braden, o tendré que dárselos a los pasajeros que están en lista de espera.
A mi espalda, un mar de rostros se precipitó hacia delante, calculando con la mirada las posibilidades de que yo decidiera rechazar un número de asientos inferior al que nos correspondía. Joan seguía llorando y, entre hipidos, conseguí captar alguna frase.
—Hice las reservas hace dos meses. Las confirmé ayer.
Había llegado el momento. Rápidamente, distribuí a los niños por edad, clasifiqué las maletas por dueños y envié a siete —Joan y los seis más pequeños— al otro lado de la barrera. Los dos mayores y yo llegaríamos un día más tarde.
Era desesperante; era abyecto; era injusto; era más que inconveniente; era contraproducente para la alegría y el orgullo de la familia. Pero también era el destino y demostraba que yo había sido un estúpido al consentir aquella aventura accesoria, cara y agotadora. Pero no era el momento de dimitir. No me hundí ni me exasperé. Me pasé todo el día y buena parte de la noche sentado en el aeropuerto y traté de no perder el buen humor. En ningún momento se me ocurrió largarme.
De hecho, no creo que la idea de largarme se me pasara por la mente hasta después de Navidad, cuando nuestro viaje tocaba a su fin y era hora de volver a casa. Estábamos otra vez en el aeropuerto y yo había contado otra vez las catorce maletas y había repartido otra vez los billetes. El hombre del mostrador había dicho:
—Adelante, señor Braden, pueden ustedes embarcar.
Y, entonces, al mirar a mi alrededor, había descubierto que me faltaban cinco integrantes del grupo.
Me entró el pánico. No había tiempo que perder.
—Se han ido al restaurante con Nancy —confesó uno de los leales.
Me abrí paso rápidamente entre las mesas y las sillas. Rápidamente, cogí por el pescuezo a Nancy, que tiene dieciséis años, el pelo largo y rubio y viste vaqueros, y rápidamente, la obligué a ella y a sus amigos desertores a subir a bordo. Los demás pasajeros nos miraban desde sus asientos.
—Qué vergüenza —diría más tarde Nancy.
Y supongo que tenía razón, pero su defensa me pareció exasperante.
—Total —le dijo a su madre cuando por fin encontró su asiento, con los motores ya en marcha—, el dinero que me estaba gastando era mío.
Los demás niños se pusieron de su parte. Y Joan dijo que entendía a los dos bandos. ¿Dos bandos? Tal vez fuera aquel el momento en el que tomé la decisión. Pero si estaba enfadado, furioso e irritado por lo que había dicho Nancy acerca de que el dinero que se estaba gastando «era suyo», o por el hecho de que mi esposa dijera que entendía a los «dos bandos», la gota que colmó el vaso, lo que de verdad me hizo subirme por las paredes, fue el comentario sobre el jefe de pelotón.
Eran las dos y media de la madrugada y yo estaba junto al ascensor, en la octava planta de un hotel del aeropuerto internacional John F. Kennedy. Había controlado que aparecieran las catorce maletas en la cinta transportadora, había ayudado a subirlas a un autobús y a entrarlas en el vestíbulo del hotel. En ese momento estaban desparramadas por el suelo, mientras yo trataba de asignarlas a sus dueños y de distribuir diez personas en tres habitaciones dobles con literas en dos de ellas.
—Papá —dijo mi hija Mary, con ese aire de superioridad que solo adoptan los estudiantes universitarios de segundo año—, te comportas como si fueras un jefe de pelotón o algo así. ¿No crees que organizar las cosas como si estuviéramos todos en el ejército está un poco, no sé, pasado de moda? —dijo.
Pronunció aquellas últimas palabras arqueando las cejas y haciendo un mohín con los labios.
Aquel fue el momento; sí, sin duda tuvo que ser aquel el momento.
«¿Y cómo si no... —dije para mis adentros—, cómo si no voy a llevar a diez personas al Caribe y traerlas de vuelta? ¿Cómo si no voy a encargarme de su equipaje, de contar los billetes, repartir los pasaportes, pagar la tasa turística de cada una de esas personas, sacarlas de los restaurantes y subirlas a los aviones? ¿Cómo voy a hacerlo, si no es actuando como un jefe de pelotón? Un cargo muy honroso, el de jefe de pelotón. Solo una vez en mi vida he sido jefe de pelotón y ni una sola, en el ejercicio de mis funciones, he tenido que vérmelas con una situación como esta».
A las nueve de aquella misma mañana, presenté mi dimisión.