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Por qué tuvimos ocho

Y a sé cómo tuve hijos. Igual que los tiene todo el mundo. Pero tener ocho es diferente. Y la diferencia era Joan.

La primera vez que la vi, estaba sentado en la antesala del despacho de Nelson A. Rockefeller, esperando para entrevistarlo. Yo llevaba una temporada dando clase en la Universidad de Dartmouth y un día el rector de Dartmouth, un hombre vivaz, amable e interesado llamado John Dickey, me preguntó si me apetecería hablar con su amigo Nelson Rockefeller sobre un empleo en el Museo de Arte Moderno. No creo que John Dickey estuviera tratando de librarse de mí, más bien pensaba que yo estaba interesado en demasiadas cosas como para pasarme la vida dando clases de inglés a estudiantes universitarios de primer año.

Así que allí estaba yo, en la antesala del despacho de Nelson Rockefeller. Recuerdo la revista de la que aparté un momento la mirada: Business Week. En los años que han transcurrido desde entonces, no es que haya leído demasiado a menudo Business Week, pero siempre he venerado ese nombre.

En fin, que levanté un momento la mirada y vi a una joven con un vestido vaporoso de tafetán verde oscuro, un rostro fresco y amplio salpicado de pecas y una melena de rizos castaños. Era la chica más guapa que había visto en mi vida.

Los rituales de apareamiento han cambiado mucho desde entonces, o eso dicen. Las mujeres han adoptado el que en otros tiempos era el rol del hombre. Ya no seducen, ahora insinúan; ya no esperan a que el hombre apague la luz, lo hacen ellas; o, directamente, les da igual si está apagada o encendida. Se está dando un gran proceso de emancipación. Estoy convencido de que las mujeres se sienten menos antinaturalmente sumisas y los hombres menos antinaturalmente responsables y tensos. Pero a mí todo eso me llegó demasiado tarde. Joan nunca había llamado a un hombre por teléfono. Y sigue sin hacerlo. Debía ser yo quien atacara y, cuando pienso en el ataque, pienso en su símbolo. Y debo decir que, sin duda, fue la falda de Joan.

He visto a Joan con muchas faldas e incluso he comprado muchas de ellas. Estaba la falda de tafetán que llevaba aquel día en el despacho de Rockefeller; la falda a cuadros azules y violetas que le compré en Escocia el primer verano después de casados... Una vez, en una tienda de París, le compré un vestido que nos enseñó puesto una modelo casi tan guapa como ella. El corpiño que llevaba la modelo era transparente. Yo no estaba acostumbrado a comprar ropa con modelos y me resultó incómodo. No permití que Joan se pusiera el corpiño transparente, pero por la forma en que la gente la miraba cuando lucía aquel vestido, era como si se lo hubiera puesto. El vestido estuvo por casa bastante tiempo. ¿Cuándo lo vi por última vez, ya descolorido y sin el apresto de cuando era nuevo, pero aún precioso? Ah, sí, se lo puso Elizabeth en Halloween del año pasado.

¿Por qué Joan era tan especial? ¿Porque era sexy? ¿Porque tenía una figura estupenda? ¿Porque se ruborizaba? ¿Porque era muy guapa? Estar casado con Joan y no tener bebés con ella suponía un gran esfuerzo.

Pero yo soy capaz de esforzarme, así que... ¿por qué no me esforcé en no tener bebés? O, por lo menos, en no tener ocho bebés. ¿O era sencillamente que las personas tienden a mantenerse dentro de los límites de la aprobación social y que, cuando Joan y yo estábamos teniendo tantos bebés, la sociedad aún no nos había indicado que no debíamos?

Hubo accidentes, claro. Dos de los niños fueron accidentes. Es decir, un veinticinco por ciento. Pero cuando pienso en los días anteriores a la píldora y todas esas cosas que existen hoy en día, no es de extrañar que se produjeran accidentes. Puede que el veinticinco por ciento de todos los estadounidenses mayores de veinte años sean accidentes.

El dinero probablemente también tuvo que ver con esos ocho hijos. Nunca teníamos bastante dinero, pero de alguna manera teníamos lo suficiente, o pensábamos que lo tendríamos. Como todo el mundo sabe, los bebés no salen muy caros hasta que dejan de ser bebés.

Y luego estaba el factor de la electricidad. Eugene Black, quien en otros tiempos fuera presidente del Banco Mundial, me dijo en una ocasión que la mejor forma de reducir el crecimiento de la población en las naciones en vías de desarrollo era instalar líneas eléctricas. Mucho más efectivo que las campañas sobre control de natalidad. Joan y yo vivíamos en la playa, en Oceanside, California, y aunque el pueblo disponía de electricidad, debo admitir que el llamado factor de la electricidad desempeñó su papel.

Solo había dos cines, que proyectaban películas casi exclusivamente dirigidas a los muchachos que vivían en la cercana base del Cuerpo de Marines en Camp Pendleton. Así pues, ¿qué hacer por la noche? En Oceanside solo teníamos el cine y las reuniones del consejo escolar.

Y eso me lleva de nuevo a la falda. Una noche, después de una fiesta de Halloween, el presidente Kennedy descendía los escalones de la Casa Blanca para acompañar a Joan hasta un coche, con su hija Caroline y nuestra hija Susan. De repente, se fijó en algo y le dijo a Joan:

—¿Otra vez?

Y ella dijo:

—Sí, otra vez.

—¿Por qué no le dices a Tom que se haga la vasectomía?

Nunca he conocido a ninguna otra mujer que estuviera tan guapa con una falda, ni que de forma inconsciente pero irresistible a la vez me desafiara a quitársela.

Ese es el motivo de que tuviéramos ocho hijos. La falda. Lo demás son tonterías.

Con ocho basta

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