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Introducción

De pequeño, en mi Iowa natal, quería ser «conductor de autobús para ver el mundo». Lo sé porque lo anoté en el diario que escribía a los siete años.

Ahora me divierte pensar que mis hijos tendrían que pararse a reflexionar antes de poder decirme qué hace un conductor de autobús. Sin duda, les haría sonreír la idea de que ese empleo le permita a alguien «ver el mundo».

Cuando me marché de Iowa, había abandonado la idea de ser conductor de autobús y ya sabía que quería ser reportero. Con el tiempo fui también otras muchas cosas: impresor, soldado, profesor, agente de inteligencia, editor y columnista, entre otras ocupaciones. Pero hasta que mis hijos empezaron a crecer, no se me ocurrió pensar que cada vez que relleno uno de esos formularios en los que se requiere especificar la profesión, no digo toda la verdad.

Porque la cuestión es que dedico más tiempo y energía, más paciencia y dinero a ser padre que a esa profesión más formal con la que me defino en los formularios impresos. Supongo que eso mismo les ocurre a otros hombres, aunque no todos tienen, como es mi caso, ocho hijos.

Es más, dudo de que mi trabajo como padre llegue a tener fin. Si miro hacia atrás, veo que las jornadas de veinticuatro horas no me dan respiro en mi labor de padre y, si miro hacia delante, no veo un solo momento de descanso a lo largo de mi vida. Solía pensar que cuando un hijo llega a los veintiún años, el padre ya ha cumplido con su tarea. Pero casi cualquier padre con un hijo de veintiún años os dirá que eso no es cierto. El proceso para llegar a la madurez es cada vez más largo, aunque la ley haya ido rebajando la mayoría de edad. Puede que los granjeros de la generación anterior a la mía ya fueran hombres hechos y derechos a los dieciocho, pero... ¿existe algún padre con un hijo de dieciocho años que pueda decir, con sinceridad, «el chico ya es totalmente maduro»?

¿Y las hijas? Es más probable. Pero cualquier padre que haga esa afirmación respecto a una hija de dieciocho años debería ser capaz de superar el siguiente test:

¿Ha permanecido despierto hasta tarde alguna noche de la última semana, preguntándose para sus adentros dónde narices está su hija?

¿Se ha quejado últimamente su esposa por la desaparición de prendas de ropa, joyas o artículos de tocador?

¿Ha recibido alguna sorpresa desagradable por correo, por ejemplo multas de la biblioteca, una notificación de aumento de precio en el seguro del coche, cobros de los grandes almacenes?

Si ese padre con una hija de dieciocho años no puede responder negativamente a esas tres preguntas, significa que no ha terminado su trabajo. Aún no.

Yo tampoco he terminado el mío y aún me falta mucho para lograrlo, porque si bien tengo un hijo de veintitrés años, también tengo uno de nueve. Y suponiendo que, en el mejor de los casos, el de veintitrés ya sea maduro, aún me quedan catorce años más hasta que el de nueve llegue a esa edad.

Entre el de veintitrés y el de nueve hay unos cuantos hijos más. Os voy a hacer la lista, empezando por el primero, porque son los principales protagonistas de este libro y, si tenéis pensado leerlo, es posible que de vez en cuando queráis consultar quiénes son ahora y qué edad tienen hoy en comparación con quiénes eran y qué edad tenían en los momentos en que aparecen en esta historia.

David tiene veintitrés años. Es pelirrojo, fuerte de brazos y rápido de piernas. Durante mucho tiempo, tuve la sensación de que no se cambiaba de camisa lo bastante a menudo. Creo que se cansó bastante de oírme decírselo y tal vez sea ese el motivo de que se marchara a Alaska, donde trabaja como funcionario de prisiones. En su última carta decía que se había matriculado en una universidad, y eso me sorprendió y me gustó tanto que incluso propició un cambio de imagen. Ahora, cuando pienso en él, siempre lo imagino con una camisa limpia.

Mary tiene veintiuno. Cuando era un bebé, tenía uno de los pies ligeramente torcido hacia dentro y el médico nos dijo que le diéramos friegas. Pasé mucho tiempo dándole friegas a aquel pie, girándolo suavemente hacia el exterior, y mientras lo hacía me inventé una canción sobre Mary, una canción de esas tontas y sentimentales que se les cantan a los bebés. Mary se moriría de vergüenza si se la cantara ahora. Pero lo haré si es necesario.

Mary va a la universidad, está en tercero: es aplicada, sensata, guapa y de izquierdas. Me reservo la canción como último cartucho. Si vuelve la época de las manifestaciones en el campus y ella siente de nuevo la necesidad de desempeñar un papel protagonista, iré a su facultad, me acercaré a ella cuando esté protestando contra el sistema y le cantaré esa canción. El pie, por cierto, le quedó perfecto.

Joannie tiene veinte años. Rebosa entusiasmo. Disfruta de la vida mucho más que la mayoría de las personas, porque le presta más atención. «El sábado, para desayunar —me escribió no hace mucho— hicimos “pan frito”. Un plato entero en mitad de la mesa. Delante de cada plato, un cuenco lleno de jarabe de arce. Cierra los ojos e imagina lo rico que estaba. Después traté de esquiar justo por el centro del campo de golf. Entonces empezó a nevar, así que me puse a leer sobre Hamilton y Burr delante del fuego. Me encantan los sábados».

Son pocas las personas, creo yo, que pueden observar y reflexionar mientras van a mil por hora. Pero Joannie lo consigue.

Susan tiene diecinueve años y estudia segundo en la universidad. Se emplea a fondo en el estudio y en el deporte y contempla cada hora como un marco de tiempo en el que hay que hacer muchas cosas. De las seis a la siete de la mañana, hay que levantarse, salir a correr tres kilómetros y desayunar. De las siete a las ocho, se estudia un idioma. De las ocho a las nueve, se lavan los platos en la cafetería de la facultad o, si se está en casa, se recoge la cocina. El resto del día se divide en franjas horarias similares, cada una de ellas dedicada a una tarea distinta. Susan casi nunca habla, ni de sus tareas ni de nada. Tiene el pelo castaño claro y unos grandes ojos de color negro azabache. Excelente deportista, batea con la derecha y lanza los pases con la izquierda.

Nancy tiene dieciocho años. Ya desde muy temprana edad adoptó la costumbre de quitarse la ropa en cuanto se la poníamos, así que se ganó el apodo de «la despelotada». Con los años, se ha convertido en una rubia alta, voluptuosa y de lánguidos movimientos, así que nos da un poco de vergüenza seguir llamándola así. Nancy es una chica muy inteligente y, a pesar de ello, tiene un medio novio.

Elizabeth tiene quince años y una larga melena pelirroja. Es grácil y temperamental, tiene la costumbre de echar la cabeza hacia atrás, en un gesto de desdén, y posee una personalidad arrolladora. También tiene bastantes pecas y, durante muchos años, fue la protagonista de una conocida canción familiar titulada Demasiadas pecas. Pero, lo mismo que el sobrenombre de Nancy, la canción ha pasado a la historia, porque cuando Elizabeth se convirtió en una jovencita increíblemente guapa, resultó que en realidad no tenía tantas pecas.

Tommy tiene trece años, es rubio y lleva aparatos en la boca. Muy inteligente para su edad y rabínico en su atuendo: siempre lleva, tanto dentro como fuera de casa, un enorme y soso gorro de lana. Es una auténtica mina de datos concretos sobre alineaciones iniciales, contempla la vida como si fuera un combate personal. Y lo demuestra su definición de la palabra «prueba» que encontré en un examen calificado con un «notable»:

«Si dos personas están comiendo huevos para desayunar y una se marcha y cuando vuelve su huevo ha desaparecido y el otro tío tiene la cara manchada de huevo, es una prueba, pero no concluyente».

Nicholas tiene nueve años y suele mancharse la cara de huevo. También tiene una mirada traviesa y creo que es precisamente esa expresión de sus ojos lo que Tommy considera prueba. En cualquier caso, a Nicholas le pegan más que a cualquier otra persona que yo conozca y, aun así, está siempre de considerable buen humor y es la mar de divertido.

Por último, existe una persona llamada Joan, que es la madre de todos esos niños, además de una mujer extraordinariamente lista, brillante, alegre y guapa.

Todas estas personas viven, permanentemente o de vez en cuando, en una enorme casa amarilla de Maryland que tiene suficientes habitaciones, un jardín y comida en la nevera.

Además, por la casa suelen pasar muchos amigos, algunos de los cuales incluso se quedan a dormir. Los iréis conociendo en las siguientes páginas. Si los nombres de algunos de esos amigos os resultan familiares, debéis tener en cuenta que mi trabajo consiste en escribir una columna desde Washington y que, por tanto, muchas de las personas a las que conozco son conocidas también para los demás.

Dentro de la casa, con todos esos niños, los famosos se comportan exactamente igual que los demás, y comentan con los niños los problemas de Estado y los problemas de niños. Me he dado cuenta de que, en esa última cuestión, suelen apoyar el punto de vista del padre.

Famoso o no, nadie que visite la casa amarilla puede, creo, poner en tela de juicio que al lado de la palabra «profesión», yo debería escribir «padre».

Con ocho basta

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