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ОглавлениеCómo tener bebés
Al principio, tener bebés me parecía una cosa muy difícil, pero con la práctica me fue resultando más sencillo. El bebé más complicado fue el segundo y recuerdo aquella ocasión con cierto bochorno porque perdí los nervios y maldije a mi esposa. «¿Cómo pude haber hecho algo así?», me pregunto incluso ahora. Y la respuesta siempre es la misma: «Por la misma razón por la que siempre pierdes los nervios: cometer una estupidez y querer echarle la culpa a los demás».
Era muy temprano por la mañana —que es cuando suelen llegar casi siempre los bebés— y no me puse nada nervioso cuando Joan me despertó para decirme que tenía contracciones. Al fin y al cabo, lo teníamos todo a punto. Cuando se sabe que va a llegar un bebé, hay que planificarlo todo muy bien: tener el número del médico en la mesilla de noche, la ropa preparada para vestirse enseguida, decirle a la futura mamá que avise en cuanto note contracciones, tener el coche con el depósito lleno y mantenerse bien despierto. Nada de beber después de cenar.
De hecho, yo había planificado tan bien el momento que en la mesilla de noche había dejado, junto al número del médico, un delgado libro en cartoné, con camisa de color rosa, que se titulaba Dar a luz. Lo había leído de principio a final y me había fijado en las detalladas instrucciones que ofrecía sobre todos los aspectos del gran acontecimiento.
Así que cuando Joan me despertó, encendí la luz y cogí enseguida el libro. Joan me describió las contracciones con todo detalle. Y resultó que no eran contracciones, sino espasmos. Me fui al último capítulo de Dar a luz. Lógicamente, Dar a luz describía los espasmos. Empecé a leer en voz alta, mientras Joan se acurrucaba junto a mí con su camisón blanco y azul de encaje. Satisfecho, comenté que los síntomas de Joan eran idénticos a los que describían las páginas del libro. Y, entonces, llegué a la última frase.
—Dios mío —exclamé—. Aquí dice: «En cualquier caso, llame al médico».
Dar a luz había dejado la instrucción más importante para el final. Me levanté de un salto de la cama, llamé al médico y me vestí.
Joan se vistió más despacio. Siempre lo hace, pero en esa ocasión me pareció que su lentitud era más deliberada que de costumbre: demostró un meticuloso cuidado a la hora de elegir las prendas y botes de crema que debía meter en la bolsa que ya llevaba muchos días esperando junto a la puerta del cuarto de baño.
Puse el coche en marcha para que se fuera calentando el motor y luego volví a buscar la bolsa, acompañé a Joan hasta el coche, bajé por el camino de entrada y llegamos a la calle. El indicador del nivel de gasolina llevaba mucho tiempo señalando que el depósito estaba vacío y le comenté a Joan, mientras contemplábamos el cielo matutino aún oscuro, que me producía una sensación inquietante.
—Aunque sé que está lleno.
—Bueno, no puede estar muy lleno —dijo ella, tan tranquila.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté mientras me volvía a mirarla, sorprendido—. Lo llené anteanoche y, desde entonces, ha estado aparcado en el camino de entrada.
—No —dijo ella, con calma—. Los Crowe lo cogieron prestado ayer para ir a buscar casa y lo devolvieron anoche, justo antes de que tú llegaras de la oficina.
Me quedé atónito.
—No puedes hacerme una cosa así —le dije—. ¿Por qué crees que hace días que no me llevo el coche a la oficina? ¿Para que puedas llegar al hospital o para que puedas prestárselo a los Crowe?
Pero Joan estaba a punto de tener un bebé, así que me dije «Calma». No podía hacer nada, excepto suponer que los Crowe no habían ido demasiado lejos o que, si habían ido muy lejos, al menos habían tenido el detalle de volver a llenar el depósito. Sin embargo, me temía lo peor. Todo mi esfuerzo no había servido para nada; mi previsión había sido inútil. Tuve la sensación de que el motor del coche empezaba a carraspear.
Me detuve en un semáforo en rojo. Empezaba a amanecer y, unas cuantas manzanas más allá, ya veía el edificio del hospital, con su amplia entrada circular. El semáforo se puso verde y pisé el pedal. No pasó nada. Le di al botón de arranque. Nada. El coche se había calado.
—Maldita sea —dije—. Maldita seas tú y malditos sean los Crowe. Nos hemos quedado sin gasolina, estamos a punto de tener un bebé y tú te comportas como si todo esto no tuviera la menor importancia.
Miré a Joan y vi las dos lágrimas que le resbalaban por la mejilla izquierda. Los espasmos se habían convertido en contracciones. La pobre iba a tener que ser muy valiente.
Le di de nuevo al botón de arranque, pero sin resultado. Bajé, giré el volante hacia la derecha y empujé el coche hasta el bordillo, maldiciendo entre dientes. Y allí lo dejé, junto al bordillo. No podía hacer otra cosa. Ayudé a Joan a bajar por la puerta que estaba en el lado de la acera y empecé a caminar con ella, con pasos cortos y lentos, pero sin detenernos. Apoyé firmemente el brazo en la espalda de Joan y así recorrimos las cuatro manzanas que nos separaban del hospital.
El doctor Brown, un hombre de pelo rizado y castaño, aguardaba en el camino de acceso vestido con una bata blanca. Era evidente que estaba molesto. Pidió una silla de ruedas y se llevó a Joan por un largo vestíbulo hacia los ascensores. Yo fui a admisiones a rellenar los papeles del ingreso.
Tuve la sensación de que todo el mundo se mostraba especialmente amable y útil. Las enfermeras me señalaban con sus limpísimos dedos los lugares en los que debía firmar y me daban, con la mayor amabilidad, instrucciones acerca de adónde debía dirigirme a continuación. No acabé de entender hacia dónde tenía que girar para llegar a los ascensores, ni tampoco en qué planta encontraría a Joan.
—¿Era el sexto o el séptimo? —pregunté.
—Venga conmigo, señor Braden —me dijo con dulzura una de las enfermeras—, yo le acompaño.
Creo que todo el mundo pensaba que yo estaba nervioso y distraído, pero no era consciente de sentirme así. La enfermera me metió en el ascensor y di con la planta correcta y con el mostrador correcto, y entonces salió de no sé dónde el doctor Brown y me dijo que el bebé ya había nacido. Era una niña. Dijo que todo había ido muy rápido.
—No hemos tenido ni tiempo de prepararla. Pero no tiene sentido que se quede usted aquí. ¿Por qué no sale un poco, va a comer algo y vuelve dentro de un par de horas, cuando su esposa ya esté despierta?
Así que salí y eché a andar por la calle en dirección al coche, mientras pensaba en Joan y en el bebé. Ya había amanecido por completo y yo me sentía fuerte. Ya teníamos un niño y, esta vez, queríamos una niña. Y había llegado una niña. Y así eran siempre las cosas, pensé, en lo que a Joan y a mí respectaba.
Cuando llegué al coche, ni siquiera pensé en que lo había dejado mal aparcado. Tampoco pensé en la gasolina, desde luego. Me limité a ponerlo en marcha y me fui directo a casa.