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PRÓLOGO

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El sobre blanco que apareció en mi buzón el 18 de diciembre de 2015 no tenía remite. El matasellos indicaba que lo habían enviado dos días antes desde Peterborough (Inglaterra). En su interior había una tarjeta en la que aparecía un colibrí azul revoloteando junto a una madreselva de flores blancas. Al abrirla, vi lo que parecía la caligrafía de un niño:

Querido señor Harding:

¡Gracias hablar con James!

Pido Inside Justice que envía mis documentos legales y pido mi primo llamar usted por teléfono. ¡Espero puede venir a conocerme algún día!

Feliz Navidad y feliz Año Nuevo.

Atentamente,

WANG YAM

El hombre que firmaba la carta, Wang Yam, estaba cumpliendo cadena perpetua en la prisión de Whitemoor por asesinato. Una década atrás, su caso llamó considerablemente la atención de los medios de comunicación por la impactante naturaleza del crimen, pero también porque el juicio se celebró in camera: a puerta cerrada, bajo un control riguroso, en secreto.

«James» era el abogado y procurador de Wang Yam, James Mullion. Inside Justice es una organización sin ánimo de lucro que proporciona asistencia legal a los presos. La tarjeta en sí fue toda una sorpresa. A mi esposa no le entusiasmó recibir correspondencia de un condenado por asesinato.

En cierto momento de mayo de 2006, un hombre de ochenta y seis años llamado Allan Chappelow fue golpeado hasta la muerte en su casa de Hampstead, en la zona noroeste de Londres. Lo descubrieron más de cuatro semanas después, sepultado bajo una montaña de metro y medio de papeles, en posición fetal, parcialmente quemado y cubierto de cera. En septiembre de 2006, Wang Yam, disidente chino, fue detenido en Suiza. Fue extraditado a Gran Bretaña, donde se le condenó por el asesinato de Allan Chappelow. Diez años después, seguía declarándose inocente y protestando.

La policía estaba segura de que había detenido a la persona correcta, aunque no había pruebas forenses que vincularan al acusado con el escenario del crimen. Un patólogo describió el asesinato como particularmente brutal, pero la acusación fue incapaz de demostrar que el acusado tuviera antecedentes de violencia. La policía dijo que Wang Yam había robado la correspondencia del buzón de Allan Chappelow repetidas veces después de matarlo, pero las tarjetas de crédito, las claves secretas y el pasaporte se encontraban intactos a plena vista sobre la cama de la víctima. Cuanto más leía sobre el caso más confuso se volvía todo.

Allan Chappelow era mi vecino, y Hampstead fue mi primer hogar. Durante la década de 1970, yo entregaba periódicos en sus buzones dorados, compraba caramelos en la oficina de correos, paseaba por el parque Hampstead Heath con mi familia. Allí fue donde aprendí a montar en bici un verano en el que mi padre me dijo que me daría una libra si lo conseguía, y también donde montaba en trineo siempre que nevaba.

A pesar de estar cerca de la metrópolis, en Hampstead siempre hubo un fuerte sentido propio de comunidad. Por las bodas de plata de la reina almorzamos en una larga ristra de mesas plegables con mantel dispuestas a lo largo de toda la calle. En la biblioteca de la Keats House, en la calle Keats Grove, había unas abuelitas amables que nos leían a mí y a otros niños. Y, aunque éramos judíos, la mayoría de las Navidades íbamos con nuestros vecinos a la misa del gallo en la elegante iglesia que había al otro lado de la calle. En Halloween, mis amigos y yo llamábamos a los timbres de nuestros vecinos, y, si no nos contestaban o no nos traían caramelos, les metíamos petardos encendidos por debajo de la puerta. Tiempo después, durante la adolescencia, merodeábamos por el exterior de la parada de metro de Hampstead con los amigos y con nuestras primeras novias, sin avergonzarnos por nuestras públicas muestras de afecto.

Hampstead no fue solo el telón de fondo de mi niñez, sino el escenario en el que tuvo lugar. Me sabía los nombres de los árboles del parque Heath y de los tenderos más generosos (que me daban piruletas si esperaba tranquilo mientras mis padres compraban). Sabía dónde cambiar los tacones a nuestros zapatos, dónde arreglar los relojes y dónde enmarcar las fotografías. Sabía en qué panadería hacían el mejor pan, quién vendía las mejores flores, quién hacía el mejor chocolate a la taza. Se trataba, se trata, de un conocimiento físico. Es un lugar que creía conocer bien.

El asesinato de Allan Chappelow es una historia trágica e impactante, una historia que, para ser un caso al que se dio carpetazo rápidamente, resulta de una complejidad inquietante. De hecho, cuando comencé a investigar más, un abogado experimentado me advirtió de que estaba a punto de entrar en aguas «muy, muy turbias».

Tenía razón.

Un crimen de tamaña importancia reduce al autor y a su víctima a estereotipos conocidos: un hombre mayor al que dan una paliza mortal, un asesino a la fuga. Pero eso apenas supone una mínima parte de la historia. No quería averiguar solamente cómo había sido la muerte de Allan Chappelow, sino también su vida. ¿Cómo llega uno a vivir en una casa en ruinas en uno de los bar­rios más elegantes de Londres? Y también quería saber cosas acerca del hombre a quien culparon de su muerte. ¿Cómo demostrar que se es inocente? ¿Qué lleva a una persona a cometer un asesinato? Ante un tribunal se muestran dos relatos y le piden al jurado que decida en cuál de los dos cree y cuál es la versión ganadora. Sin embargo, la vida rara vez es así de clara.

También me percaté de que esta historia me proporcionaba una rara oportunidad para comprender cómo funciona una investigación de asesinato moderna. En una era de conectividad constante, viajes internacionales baratos, pruebas de ADN, análisis forense de manchas de sangre por proyección y fonética forense, seguir el rastro a un criminal y después crear un caso sólido que convenza a un jurado requiere un trabajo de investigación metódico con dedicación y largas horas para recopilar, documentar y, después, hacer una criba de las pruebas. No tiene nada que ver con esos momentos de iluminación que vemos en los procedimientos policiales televisivos. Pero cuanto más empeño ponía yo en seguir la línea de puntos de la policía, menos clara quedaba la imagen del cuadro.

De modo que busqué más allá de la investigación. Intenté establecer quiénes eran realmente estos hombres. Informar acertadamente sobre las vidas de otros nunca es una tarea sencilla; la «objetividad» queda corrompida por la lente «subjetiva» del autor y las fuentes en las que se basa. No obstante, tuve que esforzarme más aún, ya que el crimen tuvo lugar en un mundo en penumbras habitado por estafadores, excéntricos y fabuladores, donde nada era lo que parecía. Busqué testigos y expertos que no habían sido entrevistados por la policía que arrojaban nueva luz sobre el caso. Una pregunta me llevó a otra, una prueba conducía a diez más y de ese modo comenzaron a surgir nuevos relatos que competían entre sí.

A medida que continuaba con mi investigación, se presentaron preguntas más importantes. ¿Por qué se celebró a puerta cerrada el caso de Wang Yam? ¿Es posible garantizar un juicio justo en secreto? En esta época en la que cada vez hay más amenazas criminales y terroristas, ¿están siendo sacrificadas las libertades personales y de información ante el altar de la seguridad nacional?

Y más allá de eso, había algo en esas dos vidas, tanto la de Wang Yam como la de Allan Chappelow, que me intrigaba. Quizás a través de sus historias pudiera albergar esperanzas de comprender mejor lo que significa vivir en los márgenes de la sociedad, qué sucede a puerta cerrada, qué puede ocurrir cuando nadie nos mira.

Páginas de sangre es una obra de no ficción. He intentado ser transparente en mi proceso y articular las ambigüedades del caso. Cuando ha sido posible, he permitido que los personajes hablen por sí mismos sin interrupciones, confiando en su versión de los hechos. También he dejado patentes los momentos en que surgían dudas respecto a la veracidad de sus afirmaciones, cuando tenía dificultades para desentrañar la verdad o se me ha impedido revelar ciertos hechos.

Obtener el punto de vista de la policía resultó una tarea difícil, ya que los agentes que seguían en activo en la Policía Metropolitana de Londres se negaban a compartir sus recuerdos al respecto. Por fortuna, había dos inspectores a cargo del caso que se habían jubilado recientemente y estaban dispuestos a hablar conmigo. Sus reminiscencias han resultado vitales. Para comprender mejor la versión de la policía, leí miles de páginas de evidencias y revisé declaraciones de testigos, testimonios de expertos, informes forenses, registros bancarios, documentos de viaje, cartas, fotografías y correos electrónicos.

Para explicar el papel que tuvo Wang Yam en este relato, confié principalmente en su memoria. Durante treinta horas de entrevistas telefónicas llevadas a cabo desde su celda de la prisión, le formulé preguntas indagatorias acerca de su vida, a menudo repasando los mismos temas para verificar los detalles. Siempre que pude, intenté contrastar sus recuerdos hablando con miembros de su familia o con anteriores conocidos.

Para la biografía de Allan Chappelow me basé en sus propias palabras, en varios libros y cartas y en sus fotografías, realizadas a lo largo de medio siglo, además de contar con el testimonio de sus parientes, amigos y vecinos. Yo también conocí a Allan Chappelow. Viví a cuatro casas de él durante dieciocho años. Es decir, siendo yo niño, lo veía como a ese extraño viejo que vive en la misma calle, ese vecino que ocasionalmente saludaba cuando me veía pasar, aunque no creo que él me reconociera, y seguro que ni sabía mi nombre. En cualquier caso, el hecho de que lo conociera hizo que yo nunca olvidara que, en el fondo, la suya era una historia muy triste, el asesinato de un viejo frágil cuyos amigos y familia todavía lloran su muerte. Una historia trágica con consecuencias que perduran en el tiempo.

Así que cuando recibí esa tarjeta navideña de Wang Yam, tuve que enfrentarme a una decisión: mirar hacia otro lado o intentar encontrar la verdad. Contesté a su carta. Quería saber por qué ese juicio se había celebrado en secreto. Quería saber quién había asesinado a mi vecino.

Páginas de sangre

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