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2 ALLAN CHAPPELOW

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En septiembre de 1933, a los catorce años, Allan Chappelow fue enviado como interno a la escuela Oundle, a dos horas en coche al norte de Londres y a veinticuatro kilómetros de Peterborough. Paul, el hermano mayor de Allan, permaneció en casa debido a su parálisis cerebral.

Situado en el entorno de la localidad medieval de Oundle, a orillas del río Nene, el internado contaba con alojamiento y aulas, un conjunto de campos de críquet, fútbol y rugby, un vestíbulo de piedra de estilo gótico construido en 1908 y la impresionante capilla de St. Anthony. También disponía del campo de tiro de Elmington, que con sus 460 metros era uno de los más largos del país. Lo que atrajo a los padres de Allan fue su reputación como centro de excelencia en ingeniería y ciencias, así como sus métodos de enseñanza progresistas.

A su llegada, Allan fue destinado al alojamiento New House bajo la tutela del señor King, un anciano amable que trataba a sus pupilos con respeto y compasión. Allan se inscribió en muchas de las actividades de la escuela. Recibió clases de piano y se apuntó al club de fotografía. En su tiempo libre paseaba por los alrededores de las instalaciones tomando fotografías de árboles, flores y animales. Después, se encerraba en el cuarto oscuro de la escuela y bañaba el papel fotográfico en líquidos químicos malolientes, mejorando poco a poco sus habilidades de revelado. A pesar de las inclinaciones antimilitaristas de su familia, lo obligaron también a participar en el Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales.

A principios de diciembre, Allan regresó a Londres para pasar las vacaciones de Navidad junto a su familia. Aunque había sido un primer trimestre sin incidentes, disfrutó de poder dormir en su propia cama en Downshire Hill. Cuando se despertó a la mañana siguiente, se puso sus gafas y buscó su álbum de sellos favorito, el que contenía la colección de estampas extranjeras. No estaba en la estantería en que lo había dejado la última vez. Sorprendido, y ya un poco más despierto, buscó por toda la habitación. Bajo la cama, detrás de sus libros, en los cajones de la cómoda. No estaba. Enojado, se reunió con sus padres a la mesa del desayuno y les dijo que sus sellos más valiosos habían desaparecido. Tras nuevas búsquedas, sus padres concluyeron que uno de los sirvientes de la familia debía de ser el culpable. Ese mismo día, a pesar de sus protestas de inocencia, el sirviente fue despedido. De todos modos, nunca encontraron su preciado álbum, y Allan quedó abatido.

Karen se esforzó por consolarlo. «Puedes empezarlo de nuevo», lo animó con ternura. Le dijo que era una oportunidad para redefinir el tipo de sellos que quería coleccionar. Durante esas vacaciones, trabajaron juntos para encontrar ejemplares nuevos y más raros incluso, pidiendo a los parientes que les guardaran sus sellos y rebuscando en los mercadillos locales. Cuando volvió a la escuela al trimestre siguiente, Allan pasó muchos de los recreos en el patio comparando e intercambiando sellos con sus amigos. Estaba dispuesto a encontrar cartas y postales inusuales, especialmente si procedían del extranjero. Tardaría algún tiempo en reconstruir su colección, pero iba camino de ello.

Allan disfrutaba con sus estudios, y era reconocido por su inteligencia y su esfuerzo. Por ejemplo, al final del primer curso le concedieron el premio de francés en el Día de Discursos (también hablaba pasablemente italiano, danés y alemán). Al año siguiente, en diciembre de 1934, participó en un simposio que organizaban los estudiantes llamado Junior Scientific Conversazione, donde se plantó ante toda la escuela y presentó un mapa de estaciones inalámbricas y telegráficas del mundo. También trabajó junto con otros tres estudiantes, y explicó cómo un recipiente hueco —por ejemplo, una barca o un cráneo— puede deformarse o destruirse si «existe una fuerza externa lo suficientemente poderosa». Se publicó un panfleto acerca del evento, y el nombre de Allan apareció impreso por primera vez. En su portada, se citaba la siguiente frase del matemático del siglo XVII John Newton: «No hay nada que pueda aprenderse mejor que mediante el juego». Durante su último año en la escuela, Allan tuvo la confianza suficiente como para enviar una de sus fotografías a un periódico local, y quedó encantado cuando la publicaron junto con su nombre.

Sin embargo, tras graduarse en julio de 1938, sus sueños de hacer carrera en el periodismo se desvanecieron cuando su padre le dijo que necesitaba conseguir un trabajo con unos ingresos estables. Quiso demostrar que podía conseguirlo por sí mismo, y comenzó como aprendiz en un banco del centro de Londres justo antes de cumplir los diecinueve años. Mientras tanto, su hermano Paul había encontrado un trabajo vendiendo tabaco y cigarrillos en una tienda local de Hampstead. A Archibald y Karen les gustaba tener a ambos hijos viviendo en casa con ellos.

Pete Lansdown se consideraba a sí mismo un lugareño.[1] Hijo de una secretaria y de un artillero del Royal Tank Regiment, se había criado en «The Coombe», un alto edificio de apartamentos de King’s Cross con amplias vistas a Regent’s Park y a la zona de Londres que hay tras él. Lansdown era lo que se llama un «buscavidas». Había ingresado en la policía de Londres a los dieciocho años y aprendió el oficio como patrullero en el West End antes de ascender rápidamente en la cadena de mando. Su primer caso de asesinato fue en Chinatown: habían quemado una casa de apuestas en la que murieron varias personas. Tres años más tarde, ya era un reputado detective, y lo enviaron a Harlesden, en Brent,[2] donde se unió al equipo que se ocupaba de las bandas violentas que dominaban el noroeste de Londres en aquella época.

En 1990, Lansdown fue destinado a la Brigada Regional de Delitos, que lidiaba con delitos graves y con el crimen organizado, y después, en 2000, lo designaron inspector jefe del Equipo 3 de Investigaciones de Asesinato para la zona noroeste de Londres. Desde que comenzó como inspector jefe, había estado al mando de más de cincuenta casos de asesinato, de los cuales le enorgullecía poder decir que solo uno de ellos había quedado sin resolver. De hecho, la Policía Metropolitana tenía uno de los índices de éxito más elevados del mundo, con un 75 % de casos resueltos (mediante acusación y/o juicio), lo que contrastaba con el 64 % del FBI. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en el momento del asesinato de Allan, Londres tenía una de las tasas de asesinato más bajas de todas las capitales del mundo, con solo 1,8 asesinatos por cada cien mil personas, comparado con los 5,6 de Nueva York, 4,8 de Ciudad de México, 4,6 de Moscú y 4,4 de Ámsterdam. En 2006 se cometieron 172 asesinatos en Londres, y once de ellos tuvieron lugar en Camden, el distrito al que pertenece el área de Hampstead.

Lansdown, calvo, con más de metro ochenta, espalda ancha y muslos de jugador de rugby, no era el tipo de hombre con el que uno quisiera pelearse. No obstante, su traje de raya diplomática, su almidonada camisa blanca, su elegante corbata, sus gafas sin montura y sus relucientes zapatos de cuero calado sugerían una imagen más refinada. Los únicos indicios de sentimentalismo eran sus gemelos de la guerra de las Malvinas. Tenía maneras de instructor, y compartía sus conocimientos con los demás, usando palabras y expresiones técnicas que después tenía que explicar. En casa, estudiaba casos de asesinato de todo el mundo y leía libros sobre las últimas técnicas de investigación. Pero también tenía otros intereses: en su tiempo libre cuidaba de su flota de coches antiguos, de los cuales el más preciado era un MGB descapotable de 1978 pintado de verde inglés y con brillantes tapacubos cromados en sus ruedas. Cuando era joven, sus compañeros de la policía lo llamaban «Lips» («Labios»), debido a que su boca era grande. Se quedó con ese apodo, incluso después de llegar a la jefatura. (Tal vez porque era propenso a hablar mucho.)

Cuando Pete Lansdown recibió la llamada del subinspector Giles diciéndole que era posible que hubiera un cadáver en el número 9 de Downshire Hill eran casi las cuatro de la tarde del 14 de junio de 2006. Lansdown estaba sentado a su ordenado escritorio, en la segunda planta del Peel Centre de la Policía Metropolitana de Londres, en Colindale, a poco más de seis kilómetros del escenario del crimen. Al ser uno de los seis oficiales al cargo de las investigaciones de asesinato del noroeste de Londres, le tocaba ocuparse de cualquier caso nuevo que se presentara. En teoría, según le habían dicho, no tenía que hacerse cargo de ningún «trabajo» nuevo si no tenía recursos disponibles para ello. Pero, tras cinco años como jefe de uno de los equipos de investigación de asesinatos de la Policía Metropolitana, había aprendido que siempre estaba ocupado con algo —igual que sus compañeros— y que rechazar un trabajo significaría dificultar la tarea a otros. Podía llegar a tener hasta quince investigaciones de asesinato activas al mismo tiempo, junto con otras quince cuyos juicios estaban en marcha. Cada seis semanas le tocaba hacer guardia, y en esos momentos trabajaba un mínimo de sesenta horas a la semana, veinte más de las estipuladas en su contrato. Como siempre, aceptó el nuevo «trabajo».

«A los medios de comunicación les gusta pensar en el inspector de asesinatos como en un agente solitario con un pasado turbulento —comentó Lansdown—. En realidad, resolver los casos es un trabajo de equipo». Enumeró algunas de las profesiones implicadas: expertos forenses, directores de investigación de escenarios del crimen, servicios de información y patólogos. «Dicho esto —añadió—, también es cuestión de carácter, liderazgo y empuje».

Lansdown estaba al mando de veinte inspectores con el apoyo de ocho empleados civiles. Una de las primeras decisiones que tomaba era cómo catalogar la investigación. Esto dependía de lo que él llamaba su «solucionabilidad». Si era del «nivel C», un caso de fácil resolución, solo asignaba seis o siete de sus agentes. Un caso de «nivel B» lo obligaba a usar a sus veinte inspectores, al menos durante los primeros días. Los de máxima importancia, los de «nivel A» o «nivel A+» exigían que contactara con Scotland Yard y pidiera ayuda. Algunas de las investigaciones de asesinato del máximo nivel involucraban incluso a cuatrocientos agentes de policía. Su instinto le decía que este sería de «nivel B» o «B+».

Lo primero que hizo Lansdown fue enviar a Hampstead a un Equipo de Evaluación de Homicidios (Homicide Assessment Team, HAT). Treinta minutos después, un director de investigación de escenarios del crimen llamado Steve Smale llegó al número 9 de Downshire Hill. Smale se ocuparía de fotografiar toda la propiedad y asegurarse de conservar el estado de la localización lo mejor que pudiera para el equipo forense que podría llegar después.

Una vez fotografiada la casa, Steve Smale y Nick Giles comenzaron a despejar la basura de la «Habitación Seis», que es como denominaron a aquella en la que la perra Lacey había ladrado. Encima de la montaña había grandes atados de papel de tamaño A3 doblados en manojos de quince centímetros de grosor. En cada una de las páginas aparecía el título del libro, Shaw: The Chucker-Out, y el nombre del autor, «Allan Chappelow». Según descubrieron, esos manuscritos eran de un libro que el propietario de la vivienda había escrito en 1969. Todas las páginas pertenecían a la misma obra, una biografía del dramaturgo George Bernard Shaw.

Los progresos de los inspectores eran de una lentitud tormentosa. Antes de retirar cada uno de los fardos tenían que buscar en ellos trazas de contacto humano —pisadas, huellas dactilares, restos de sangre, fibras— y realizar otra serie de fotografías. Cinco horas más tarde, y con tres cuartos de la montaña por revisar, el equipo todavía no había encontrado lo que excitó a Lacey. A las diez de la noche, Nick Giles dio su jornada por acabada y dejó que los inspectores continuaran con la búsqueda. Les comunicó que si encontraban algo debían ponerse en contacto inmediatamente con Lansdown. Se hacía ya de noche cuando Giles se metió en su coche. Era un alivio estar al aire libre, más fresco y menos hediondo que el interior. Mientras subía por Downshire Hill para dirigirse a la comisaría de la policía encontró la calle prácticamente desierta. Era la noche de un miércoles normal, pero la mayoría de la gente estaba en casa viendo el Mundial de fútbol.

Media hora después, tras haber desplazado un mayor número de manuscritos, Steve Smale vio algo que sobresalía entre la montaña de desperdicios. Una vez que hubo sacado varios atados de papel más, Smale reconoció una pierna humana vestida con un calcetín y un zapato. Llamó a Pete Lansdown, que todavía estaba en su despacho: habían encontrado lo que llevaban buscando desde hacía tres días.

Durante el verano de 1938, Allan leía los periódicos cada mañana camino de su trabajo en el banco, que estaba situado en el centro de Londres. Veía que las tensiones entre Alemania y Gran Bretaña eran cada vez más intensas, y aquello le inquietaba tanto como al resto de la población. Los periódicos también informaban de que Adolf Hitler estaba reconstruyendo el ejército alemán y los cuerpos de aviación, contraviniendo claramente el Tratado de Versalles de 1919. Después, en septiembre de 1938, el primer ministro británico Neville Chamberlain viajó a Múnich para asistir a una conferencia de paz con Adolf Hitler. Cuando regresó al aeródromo de Heston, al oeste de Londres, Chamberlain declaró que había asegurado «la paz para nuestra época».

Muchas de las personas de la clase dirigente británica recelaban del Pacto de Múnich, y durante aquel invierno, hasta el Año Nuevo, se habló cada vez más de otra guerra con Alemania. Aunque el servicio militar obligatorio se había abolido tras la Primera Guerra Mundial, el 27 de abril de 1939 se reintrodujo una forma limitada de reclutamiento en respuesta al programa de rearme de Alemania y el aumento de la beligerancia. A partir de ese momento, los hombres solteros con edades comprendidas entre los veinte y los veintidós años serían llamados a cumplir con el servicio militar. Aunque por su edad habría tenido que alistarse, Paul, el hermano de Allan, contaba con una exención médica, y continuó trabajando en el estanco local. Sin embargo, Allan no pudo poner esa excusa cuando cumplió veinte años en agosto de 1939. Unos días más tarde recibió una carta a través de la puerta del número 9 de Downshire Hill en la que lo conminaban a presentarse al servicio.

Se enfrentaba a una disyuntiva: ¿se enrolaría en el ejército local como le habían requerido o se inspiraría en sus antepasados y tomaría la decisión política de objetar para intentar eludir el servicio militar? Esta decisión se convertiría en una cuestión crucial cuando, el 1 de septiembre, los tanques de Hitler invadieron Polonia. Dos días después, Gran Bretaña entraba en guerra con Alemania.

Allan tenía un dilema. Aparte de la influencia de su familia y de sus amigos radicales, tal vez su mayor inspiración fuera el escritor, orador y dramaturgo George Bernard Shaw. Aunque solo tenía veinte años, Allan había leído la mayoría de las obras de teatro de Shaw, incluidas Santa Juana, Pigmalión y Hombre y superhombre, además de muchos de sus discursos. Aunque las objeciones de Shaw a la Primera Guerra Mundial fueron contra la opinión pública del momento, Allan se inspiró en ellas. Ahora, ante el comienzo de una nueva guerra, Shaw había vuelto a declarar su oposición al conflicto militar, aunque esta vez parecía tener más simpatía por el gobierno alemán y el italiano que por el suyo propio. Lo más inspirador para Allan fue el argumento de Shaw por el que las clases obreras de las diferentes naciones tenían que permanecer unidas y no luchar las guerras de los ricos y poderosos. Tras discutir el tema con sus padres durante días, Allan tomó una decisión.

De modo que, el 9 de marzo de 1940, Allan puso rumbo al tribunal. Fue solo en autobús desde Downshire Hill hasta St. Pancras, y esperó allí en un banquillo fuera del juzgado. Cuando le llegó el turno, se presentó ante él y fue interrogado por un grupo compuesto por un abogado, un miembro del sindicato y un miembro de la población civil. Ninguno de ellos pertenecía al ejército. Cuando le preguntaron por qué se negaba a servir a su país, Allan declaró: «Soy objetor de conciencia». Afirmó que rechazaba cualquier forma de guerra por cuestiones de principios basados en razones morales más que religiosas.

Allan era uno de entre los sesenta mil hombres y mil mujeres que habían solicitado la exención a servir en el ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial. El gobierno, en un esfuerzo por evitar el escándalo de la guerra anterior, intentó diferenciar entre los diversos solicitantes. Cerca de tres mil de las solicitudes fueron aprobadas por «exención incondicional», otras dieciocho mil fueron rechazadas por no considerarse «legítimas», tres mil personas fueron encarceladas (la mayoría de ellas en espera de una apelación), y al resto se les asignó trabajos civiles. Allan entró en esta última categoría. Le dijeron que tenía que dejar el banco y empezar a trabajar para el Comité Ejecutivo de Agricultura de Guerra. Por lo tanto, a principios de junio comenzó a trabajar como jornalero en una finca a las afueras de Southampton. Unos meses más tarde fue trasladado a otra granja cerca de Winchester. Para su sorpresa, prefería ese trabajo a las tareas burocráticas que le habían dado en el banco. Le gustaba estar al aire libre, la camaradería con los otros campesinos, estar en contacto con la tierra.

El padre de Allan, de todos modos, renegaba de la política del gobierno. En una carta a un primo estadounidense escrita el 14 de mayo de 1940, Archibald escribió: «¡En qué modo puede beneficiar al país que mi hijo deje su empleo en el banco, donde es útil, para hacer un trabajo de campesino del que no conoce nada y donde no ayudará en nada, es algo que escapa a mi comprensión! Es su forma de fastidiarte, el gobierno te dice que puedes tener una conciencia, pero subraya su desaprobación por medio de una u otra forma de castigo. ¡Qué mezquino y ridículo es todo esto!».

El padre de Allan continuaba describiendo cómo estaba afectando la guerra a su negocio y el peligro que suponía para su casa de Downshire Hill:

A muchos de nosotros nos preocupa la falta de ingresos, que en mi caso supone una pérdida irreparable absoluta. Sí, creo que mi tío y mi padre pueden alegrarse de haber salido del negocio, yo estoy a punto de arruinarme y no me importaría dejarlo también, si no fuera porque tengo cargas familiares. Debido a mi difícil posición, es posible que tenga que vender mi hermosa casa estilo regencia de Hampstead. Era la niña de mis ojos.

En tanto que el padre se preocupaba por salvar la casa familiar, los problemas de su hijo con la ley no acababan. A principios de abril de 1941, Allan merodeaba por las calles de Winchester cuando se percató de un edificio que había sufrido grandes daños en un reciente bombardeo. Entristecido por la escena, comenzó a realizar fotografías hasta que un sargento de la policía que pasaba casualmente por allí corrió hasta él y lo arrestó.

En la comisaría de policía local, Allan fue acusado de quebrantar la Orden de Control de Fotografías de 1939. Según el sargento que lo había detenido, había cogido a Allan in fraganti realizando una fotografía no autorizada de un edificio bombardeado. Tres semanas más tarde, el 28 de abril de 1941, Allan fue citado a presentarse ante un magistrado en Winchester. Estaba representado por un abogado, un tal señor A. D. N. Nabarro, quien dijo que su cliente de veintidós años era un «experto fotógrafo y siempre llevaba la cámara consigo». Su abogado continuó diciendo que Allan hizo todo lo posible por reparar el daño en cuanto se le indicó la falta. En su resumen del caso, el magistrado, el señor F. O. Langley, se dirigió al acusado: «Objeta a participar en la guerra, pero pasea por ahí realizando fotografías de los daños de la guerra. A mí no me parece coherente». La historia tuvo cobertura a escala nacional, tal vez como advertencia general. El diario Hartlepool Northern Daily, por ejemplo, indicaba que Allan había sido multado con la nada despreciable suma de veinte libras, más cinco por las costas.

Castigado doblemente por la ley, Allan decidió agachar la cabeza, y consiguió alejarse de los problemas durante el tiempo restante de la guerra. Los fines de semana podía salir de la granja para visitar a su hermano y sus padres en Londres, y durante el verano le daban varias semanas de descanso. En una de esas vacaciones, en julio de 1942, Allan estuvo durante quince días en la escuela de verano de la Sociedad Fabiana en Frensham Heights, a unos cuarenta kilómetros de Winchester. Allí conoció a los líderes teóricos socialistas Sidney y Beatrice Webb, que le permitieron tomar una serie de fotografías. Allan celebró sus primeros retratos de personajes famosos tanto como había apreciado su primera colección de sellos.

En octubre de 1943 le comunicaron que le habían asignado un nuevo trabajo en Londres. Trabajaría como observador para Defensa Civil. Cada noche salía del número 9 de Downshire Hill vestido con un uniforme de color caqui y su casco blanco sellado con la «W», que designaba a los vigilantes de los bombardeos, y tomaba un autobús que lo llevaba hasta Marble Arch. Allí pasaba la noche sobre la azotea del Hotel Cumberland[3] supervisando Hyde Park y el centro de Londres en busca de aviones y misiles alemanes. Cuando localizaban alguno, sus compañeros y él hacían sonar la sirena, avisando a los residentes locales para que se dirigieran inmediatamente al refugio antiaéreo más cercano.

A Allan le pareció que, durante el día, una vez recuperadas las horas de sueño, le quedaba tiempo libre, así que se inscribió en el Birkbeck College del centro de Londres. Durante dos años asistió a clases de ética y filosofía, impresionando particularmente a una de sus profesoras, Ruth Saw. «Tiene un interés auténtico por la filosofía y mucha capacidad —escribió Saw—. Además de interesarse por sus compañeros y sus problemas de conducta, el señor Chappelow tiene grandes deseos de serles de utilidad».

Esta era la vida de Allan, estudiando teoría moral por el día mientras buscaba misiles por la noche, cuando, un 8 de mayo de 1945, la guerra se dio por terminada finalmente en el Día de la Victoria. Una vez firmada la paz se preguntó qué debía hacer.

A las ocho de la mañana del 15 de junio de 2006, Pete Lansdown concertó una reunión en la comisaría de policía de Hampstead, a menos de doscientos metros del número 9 de Downshire Hill. Aunque las oficinas de la unidad de homicidios en Colindale servirían como base para la investigación, Lansdown decidió que sería más efectivo celebrar la reunión de ese día cerca del escenario del crimen. Ya hacía calor fuera, y lo más probable es que después hiciera más; todos llevaban mangas cortas. A su alrededor estaban aquellos que ya habían participado en la investigación: los agentes de policía al mando, los directores de la investigación del escenario del crimen, los agentes de la oficina de personas desaparecidas y el personal del Equipo de Evaluación de Homicidios (HAT). Los más jóvenes trabajarían con sus compañeros más experimentados, una especie de sistema de tutelaje para que pudieran desarrollar sus aptitudes y técnicas.

El propósito de esa reunión era recopilar todos los hechos conocidos hasta el momento y acordar un plan de actuación para las siguientes veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Porque era durante este período temporal, que Lansdown llamaba las «horas de oro», cuando tenían más probabilidades de hacer grandes progresos. Este era el momento en que el autor de los hechos solía ser más vulnerable y tenía más probabilidades de cometer errores, lo cual haría que resultara más sencillo cazarlo. Además de eso, las «horas de oro» solían generar los mejores resultados forenses.

Lansdown comenzó informando a sus compañeros de que a partir de ese momento el dispositivo pasaría a conocerse como Operación Barnesdale (esos nombres eran asignados aleatoriamente por la sala de operaciones de Colindale en cuanto se registraba el asesinato, y no tenían ningún significado específico). Desde que se había puesto en su conocimiento el caso la noche anterior, los inspectores apenas disponían de información alguna sobre Allan Chappelow. Rara vez usaba su teléfono móvil, y no tenía una línea telefónica fija ni acceso a internet. Tampoco parecía tener presencia en las redes sociales ni antecedentes delictivos. Además, aparte de su viaje a Estados Unidos, los vecinos no sabían nada acerca de sus actividades recientes.

Para dificultar más aún las cosas, continuó Lansdown, Chappelow aparentemente no tenía parientes cercanos, más allá de Michael y James Chappelow, primos lejanos con los que apenas tenía trato. El agente del equipo que ejercía como enlace con los familiares, Gerry Pickering, añadió que la víctima era soltera, no tenía hijos ni parientes, hermanos o hermanas vivos, ni personas que pudieran considerarse amigos. Por lo que afirmaban muchos, era un ermitaño. Esto, según dijo Lansdown a su equipo, dificultaría el trabajo de lo que él llamaba «victimología». Sin familia ni amigos, sería mucho más difícil comprender al hombre, así como sus costumbres, relaciones personales y motivaciones, todo lo cual podría ayudarles tanto a establecer el móvil como a descubrir al culpable de su muerte. Todos en aquella sala sabían que más del 80 % de los homicidas tienen algún vínculo con sus víctimas. Esta falta de información podía suponer un severo obstáculo para la investigación.

El examen forense también sería un reto, continuó Lansdown. El cadáver, una vez descubierto por completo, se encontraría probablemente en avanzado estado de descomposición, dado el significativo período de tiempo que había transcurrido desde la muerte. El estado en que se encontraba la casa no facilitaba en absoluto la situación. Incluso el hecho de recuperar el cuerpo de Chappelow supondría un esfuerzo considerable. No podían comenzar en el lugar donde yacía el cadáver. El equipo POLSA, los asesores de registro de la policía, tendría que empezar por donde suponían que el asesino había entrado al inmueble, la verja de entrada, retirando la vegetación y los escombros a medida que avanzaban hasta acercarse progresivamente al cuerpo. Aunque esta parte del escenario del crimen ya había sufrido importantes alteraciones por parte de los inspectores, no querían pasar por alto ningún indicio. Tardarían días en hacerlo.

A su favor tenían cuatro elementos considerados como pruebas relevantes. Lansdown les entregó un informe que le había dado la noche anterior Peter Moutre, agente de la comisaría de policía de Hampstead. Moutre había escrito que solo seis semanas antes, poco antes de las cinco de la tarde del 2 de mayo, Allan Chappelow había visitado la comisaría y declarado ante el agente de guardia: «Me han robado la correspondencia». Tras dar su nombre, edad y dirección, Chappelow dijo que había estado cinco semanas fuera, pero que su vecina, Pamela Listowel, había introducido en el buzón de su puerta principal las cartas de mayor tamaño. Tras regresar a casa el día anterior, él había descubierto que alguien había forzado la puerta principal de su casa, y que en el vestíbulo no había correspondencia alguna.

Lansdown les entregó después un segundo informe de otra compañera de la comisaría de Hampstead, Teresa Weston, que era agente de prevención de delitos. En su declaración, Weston escribió que el 4 de mayo caminó hasta el número 9 de Downshire Hill y golpeó fuertemente la puerta, pero nadie respondió a su llamada. Depositó una carta en la que informaba a Allan Chappelow de que si requería una visita de la unidad de prevención de delitos, debía contactar con ella. Ese fue el último contacto que se tuvo con la víctima.

Lansdown dijo que había una tercera prueba que había provocado la visita realizada el 12 de junio por Cole y Azouelos. Se trataba de la llamada de la entidad bancaria HSBC en la que solicitaban que la policía visitara al señor Chappelow. El HSBC informó de que alguien había intentado depositar en su cuenta cheques a nombre de Allan Chappelow y de que este no había respondido a la solicitud del banco para que contactara con ellos.

La última prueba se refería al teléfono móvil de la víctima. A pesar de buscarlo durante tres días, no habían localizado el móvil de Allan Chappelow. Lansdown admitía que, dado el estado en que se encontraba el domicilio, todavía era posible encontrarlo, pero no le parecía probable. Según creía, alguien lo había robado. Gracias a una vieja factura que encontraron en la habitación de Allan, descubrieron que su compañía telefónica era Orange. Tras una rápida llamada al operador les dijeron que se trataba de un Nokia de color negro y que su tarjeta SIM había sido utilizada en numerosas ocasiones durante las últimas semanas. Eso era todo cuanto podían decir por el momento. Para recibir un informe detallado de las llamadas, cuándo habían sido realizadas y a qué números, tendrían que conseguir acuse de recibo de una petición oficial que habría que hacer a través de la Unidad de Información de Telecomunicaciones de la Policía Metropolitana (MPS TIU) en Scotland Yard.

Para entender el crimen, dijo Lansdown ahora a sus compañeros, tenían que desarrollar un relato. ¿Por qué sucedió el asesinato en ese tiempo y lugar determinados? Lansdown creía que, según la información disponible en la reunión, había dos posibles teorías. Tal vez la víctima hubiera trabado relaciones con un estafador al que había dejado entrar en casa y había tenido lugar un altercado, resultando en el asesinato de Chappelow. La respuesta más probable, según dijo, era un asalto frustrado a la vivienda:[4] un timador había entrado subrepticiamente en el vestíbulo del número 9 de Downshire Hill y había abierto la correspondencia de Chappelow. Mientras este se encontraba en Estados Unidos, el ladrón había robado varios cheques. Tras ser atrapado en el acto por el ocupante a su regreso, se había producido un forcejeo. El ladrón habría empujado entonces al anciano hasta la Habitación Seis —a pocos pasos de allí— y lo había asesinado. Por ahora esa sería la teoría con la que operarían.

Lansdown zanjó la reunión haciéndoles saber cuál sería la cadena de mando. Como inspector jefe, él quedaría a cargo de la estrategia general y decidiría qué línea tomarían las pesquisas. Dado que se trataba de un caso complejo, confiaría en sus mejores agentes. El ayudante de Lansdown sería Bill Jephson, un escocés de piel atezada especializado en investigaciones telefónicas. En ocasiones, sus rudos modales molestaban involuntariamente a sus compañeros, especialmente cuando abusaba de su autoridad y les decía lo que tenían que hacer, pero Jephson era un trabajador incansable y se había ganado el respeto por ser siempre el primero en llegar a la comisaría y el último en marcharse. El agente responsable del caso sería Peter Devlin, un detective de homicidios de Glasgow con el que Lansdown trabajaba desde hacía años. Devlin era especialmente versado en investigaciones financieras, algo que el inspector jefe sospechaba que sería fundamental en ese caso. Jephson y, en particular, Devlin serían los encargados del día a día de la investigación.

Tras esto, Lansdown delegó las tareas a realizar. Un equipo iría puerta a puerta recogiendo declaraciones de los testigos. Tenían que averiguar cuanto pudieran sobre Allan Chappelow: con quién se relacionaba, cómo era y a qué se dedicaba. Un segundo equipo de agentes especialistas en escenarios del crimen debía continuar con el examen forense del domicilio, catalogando los elementos que encontraran, fotografiando las pruebas y descubriendo el cadáver por completo antes del mediodía. Por último, otro equipo recogería cualquier tipo de información bancaria y telefónica y, con suerte, localizaría a partir de ello las últimas actividades conocidas de Allan Chappelow. Dado que aparentemente habían robado el teléfono de la víctima, era posible que esto incluso les pusiera sobre la pista del asesino en sí.

Tras salir de la reunión, el subinspector Peter Devlin[5] caminó hasta el número 9 de Downshire Hill para verlo por sí mismo. Siguiendo el protocolo, se aseguró de no entrar en la propiedad, ya que sería su responsabilidad atrapar al culpable —cuando fuera que esto sucediera— y quería evitar cualquier posibilidad de contaminar el escenario del crimen.

Su primera impresión acerca del caso fue que sería «peliagudo», que el estado en que se encontraba la casa complicaría las cosas al equipo forense y que la investigación se dilataría en el tiempo. «Cuando sale un nuevo trabajo esperas que sea un buen caso —afirmó—. Yo me dije que este sería uno interesante». En la mayoría de los asesinatos hay implicado un miembro de la familia, un amigo o conocido, lo cual hace que resulten relativamente fáciles de resolver. Se identifica a un sospechoso durante las primeras veinticuatro horas y después se recogen pruebas que apoyen las pesquisas. Esta investigación, en cambio, supondría un desafío, lo cual agradaba a Devlin. Es más, le gustaba la localización. Pasarían los siguientes meses en Hampstead, y él conocía sus calles y a su gente. Además, contaba con el añadido de tener buenas cafeterías. «Estaba tan excitado como puede estarlo uno tras treinta años en el oficio».

Peter Devlin nació en 1953, lejos de las frondosas calles de Hampstead Village. Se crío en una casa de vecinos junto a sus padres y dos hermanos menores en el distrito Pollokshaws de Glasgow.[6] «Era una chabola —recordó— con un retrete exterior y una vista al parque de bomberos». Su padre era basurero, un «hombre duro con la reputación de ser honrado», y su madre trabajaba como limpiadora en una residencia privada. Era una mujer bajita y robusta con un buen sentido del humor. A pesar de que el suyo había sido un matrimonio al estilo de Romeo y Julieta —él procedía de una familia de devotos católicos y ella pertenecía a la fraternidad protestante Orden de Orange— en su casa reinaba el amor; era un hogar cálido y seguro al que acudir.

En 1970, Devlin dejó el colegio y comenzó a trabajar como administrativo en un banco. Tres años más tarde, aburrido con la vida de burócrata, se alistó en el cuerpo de policía y lo destinaron a la ajetreada comisaría de Oxford Street en Glasgow, como patrullero uniformado. A los veinticuatro años se casó con Denise, una chica nacida en Yorkshire que también vivía en Glasgow, y poco después le sugirió que se marcharan al sur, a pesar de que ninguno de ellos había estado antes en Londres. «Hagámoslo —dijo con valentía—. Vayámonos». Unos meses después, Devlin entró en la Policía Metropolitana, empezando de nuevo desde lo más bajo del escalafón. «Creía en el imperativo celta por el que los hijos mayores se trasladan a otra parte —dijo—. Iba en busca de aventuras».[7]

Durante las dos décadas siguientes, su hambre de aventuras lo llevó a trabajos cada vez más emocionantes. Pasó de localizar a carteristas y ladrones de poca monta a infiltrarse entre narcotraficantes e investigar a agentes de policía vinculados con el crimen organizado. Poco a poco, el novato escocés se convirtió en el curtido subinspector de Londres al que pocas cosas podían sorprenderle. En el año 2000, todavía con ganas de aventuras, se unió al equipo de investigación de homicidios de Pete Lansdown en el norte de Londres.

Tras visitar el escenario del crimen en el número 9 de Downshire Hill, Devlin regresó a su despacho de Colindale. Allí cumplimentó una petición para que asignaran a un patólogo que examinara el cadáver y estableciera la causa de la muerte. Al contrario que sus compañeros, muchos de los cuales encontraron la forma de marchar a casa para ver el partido entre Inglaterra y Trinidad y Tobago del Mundial de fútbol a las cuatro de la tarde, Devlin permaneció en su escritorio toda la tarde, y hasta bien entrada la noche, leyendo los informes forenses preliminares y otros que había amontonados sobre su mesa.

Uno de los primeros documentos que había sobre esa pila era una declaración recogida ese mismo día por Nicholas Sullman, un cartero que trabajaba en la oficina de distribución postal de Hampstead. Sullman informó de que era el responsable de entregar el correo a los residentes de Downshire Hill y que con los años se había familiarizado con el excéntrico anciano que vivía en el número 9. «El jardín está hecho un desastre —había dicho el cartero a uno de los compañeros de Devlin—. Durante cierto tiempo, yo no estaba seguro de que viviera alguien en esa casa».

Entre cinco y seis semanas antes, tal vez el 5 o el 12 de mayo, Sullman había llegado a la puerta y se había encontrado la puerta principal bloqueada por ramas de los árboles caídas. No pudo depositar el correo del propietario en el buzón, de modo que había regresado a la oficina de distribución antes de continuar con su ronda. Unos cuarenta y cinco minutos después, se acercó a él un hombre en Heath Hurst Road, a unos cuatrocientos metros de la casa de Allan Chappelow. El hombre «me preguntó si había llevado el correo al número 9 de Downshire Hill». Cuando Sullman le dijo que no había podido hacerlo porque la puerta estaba bloqueada, el hombre le preguntó si tenía todavía las cartas, y Sullman le respondió que estaban en la oficina de distribución postal. Entonces, aquel individuo «me dijo que era el tío del ocupante» del número 9 de Downshire Hill y que «limpiaría la entrada». Según dijo el cartero, al día siguiente las ramas habían desaparecido, y añadió que «aquello debió de suponerle una ardua tarea».

Cuando le pidieron que describiera al hombre que lo había parado en Heath Hurst Road, Sullman dijo que era «chino. Un poco más bajo que yo, que mido un metro setenta y cinco. Tendría unos cincuenta años. Su acento era inglés, aunque después de hablar con una vecina hoy, me refrescó la memoria y puede que su acento fuera americano». Añadió que se trataba de un hombre «de complexión normal, tal vez algo corpulento» y «recuerdo que posiblemente llevara una bolsa al hombro, vestía de beis, puede que los pantalones fueran de ante. Iba un poco desaliñado. Tenía el pelo moreno con flequillo y le llegaba a la altura del cuello».

Cuando terminó de leer la declaración, Devlin se preguntó si habría leído la primera descripción del hombre que había asesinado a Allan Chappelow. Entre la una y las dos de la madrugada se despidió del sargento de guardia de Colindale, subió a su coche y condujo hasta casa. Al día siguiente tendría que comenzar de nuevo a las nueve de la mañana, y necesitaba estar fresco.

Tras el final de la guerra, Allan quería más que nunca convertirse en reportero fotográfico. Su breve período en el banco le había hecho aborrecer el trabajo de oficinista. No obstante, entendía que su padre le advirtiera que sería duro ganarse la vida con la fotografía. Allan concluyó que la solución sería conseguir primero su licenciatura.

En otoño de 1945 rellenó la solicitud para estudiar en la universidad. Sus notas de la escuela eran excelentes, y Allan esperaba que su interés por la fotografía le diera ventaja respecto a otros estudiantes. No obstante, le preocupaba que sus años como objetor de conciencia supusieran una mancha en su solicitud. Por lo tanto, se sorprendió bastante cuando recibió una invitación para una entrevista en Trinity, la facultad más grande de la Universidad de Cambridge, y más todavía cuando vio que había sido aceptado para estudiar ciencias morales, como parte de su licenciatura de dos años. A pesar de sus ansiedades, la universidad parecía darle una segunda oportunidad.

Allan pasó el verano de 1946 ayudando a sus padres con la casa y preparándose para Cambridge. En su tiempo libre se dedicaba a la fotografía, realizando retratos de los miembros de la familia y de cualquiera a quien pudiera convencer para que posara para él. El 13 de agosto, por ejemplo, consiguió fotografiar al escritor de 79 años H. G. Wells. La fotografía fue realizada en la residencia de Wells, en el número 13 de Hanover Terrace, en el centro de Londres, y captaba al celebrado autor mirando al vacío en actitud serena. Allan estaba contento con aquella imagen de su busto; le serviría como tarjeta de visita para otros posibles retratados.

Unas semanas después, a principios de septiembre, Allan Chappelow se despidió de sus padres y su hermano y marchó a la universidad a los veintisiete años. Se subió a su motocicleta Norton, que estaba aparcada en el jardín delantero del número 9 de Downshire Hill y, con sus pocas pertenencias metidas en las dos alforjas de cuero negro que llevaba, una a cada lado, recorrió los suburbios del norte de Londres hasta llegar a la A1, y después atravesó las planicies de Cambridgeshire.

No tardó en enamorarse de su nuevo hogar: de los grandes jardines y la verja de entrada conocida como Great Gate por la que pasaba cada mañana; del comedor revestido de roble donde la comida era abundante y gratuita; y de la biblioteca Wren, cuya tranquilidad permitía un estudio sosegado y productivo. Y, sobre todo, disfrutaba del río Cam, que manaba tras la facultad y sobre cuyas orillas cubiertas de hierba podía leer y realizar fotografías de las flores silvestres rosadas, amarillas o azules, o, mejor aún, navegar en una chalana.

Allan floreció en Cambridge, esforzándose en sus estudios y recibiendo buenas notas de sus tutores. Vivió durante un año en la facultad, y otro más en el número 22 de Portugal Street, donde compartió alojamiento con el príncipe Dimitri Obolensky, profesor lector de estudios eslavos de veintiocho años. No tardaron en hacerse amigos; Obolensky le contó a su compañero de piso cómo, tras la Revolución rusa de 1917, la armada británica había ayudado a su familia a huir de Rusia junto con el nieto del zar, y Allan le contaba historias de sus antepasados radicales y sus desacuerdos con los gobernantes.

En 1947, y nuevamente en 1948, Allan recibió el premio de oratoria Trinity College Hooper, hablando primero sobre el escritor H. G. Wells y después sobre James Keir Hardie, el primer miembro del Partido Laborista en el Parlamento. También obtuvo el segundo lugar en una competición de ensayo en lengua inglesa. Y aunque no hizo muchos amigos —no se le daban muy bien las conversaciones de sociedad y no le gustaban las fiestas— tampoco hizo enemigos. La mayor parte del tiempo la pasaba en la biblioteca, en el río o en su habitación.

El verano de 1948, Allan se graduó con una licenciatura de tercera clase. Su baja nota final sorprendió tanto al candidato como a sus tutores, el primero creyendo que la enfermedad le había hecho bajar las notas, y estos últimos con la convicción de que la «amplitud de sus intereses podría haber supuesto una rémora para su trabajo académico», a pesar de que era capaz de alcanzar una graduación de clase II. El tutor de Allan, R. M. Rattenbury escribió en una nota: «No cabe duda de que es un hombre inteligente» y «ha mostrado pruebas de un buen trabajo».

Aunque sus notas estaban lejos de la excelencia, Allan se sentía en casa en el mundo académico y disfrutaba con la libertad que le otorgaba. Así que, en la primavera siguiente, solicitó plaza en la London School of Economics para estudiar psicología social e historia social del siglo XIX. Propuso como tema para su tesis a su pariente radical, el predicador Joseph Stevens, con un énfasis particular en el movimiento reformista de mediados del siglo XIX.

El 20 de mayo de 1949, durante una larga entrevista con el catedrático Beale de la London School of Economics, Allan explicó que su graduación de tercera clase no «representa su capacidad real» y ofreció numerosos testimonios que certificaban que podía hacerlo mejor. «Tiene tremendas ganas de ser aceptado inmediatamente —escribió Beale en sus notas—. Dudo mucho que debamos aceptarlo este semestre. —Y añadió—: Habla sin parar, tiene una gran opinión de sí mismo». A pesar de las reservas de Beale, el 16 de junio, el decano de estudiantes de posgrado escribió una carta a Allan, informándolo de que habían aceptado su solicitud para el siguiente semestre.

En su solicitud de beca escrita en julio de 1949 para el Ministerio de Educación, Allan escribió: «Mi relación familiar con Joseph Stevens (era mi tatarabuelo) me permite acceder a documentos originales y otras pruebas que no pueden encontrarse de otro modo». Concluía diciendo que su objetivo último era «proporcionarme una carrera académica, en psicología social, por ejemplo, un campo en el que parece haber una escasez de estudios considerable», o, en su defecto, en «otros trabajos prácticos en el campo general de las ciencias sociales». Esta carta fue contestada inmediatamente, haciendo saber a Allan que le habían concedido una beca de dos años del gobierno.

Viviendo con sus padres, Allan reducía sus gastos y podía seguir con su interés por el periodismo fotográfico. Tuvo que trabajar duro. Al no tener experiencia laboral en ese campo, no podía vender un artículo antes de escribirlo. Tenía que escribirlo por su propia cuenta y riesgo, asumiendo los costes de desplazamiento con el riesgo de que los editores rechazaran su trabajo, lo cual sucedía más bien a menudo.

La gran oportunidad de Allan tuvo lugar durante la primavera de 1950. Una mañana soleada de finales de marzo decidió intentar entrevistar a su ídolo George Bernard Shaw. Primero le escribió una carta a Shaw, y adjuntó las fotografías que había realizado de Wells y los Webb. Después se desplazó con su motocicleta cuarenta y cinco minutos al norte de Londres hasta el pintoresco pueblo de Ayot St. Lawrence, donde vivía el dramaturgo. Por aquella época, el gran escritor estaba ya en su décima década de vida, y estaba recluido en su casa, que él llamó «Shaw’s Corner». Allan llegó a la casa a las 12.15 del mediodía, pasó por la puerta de hierro forjado, llegó hasta la puerta principal y, tras golpear fuertemente la puerta, fue recibido por un hombre que se presentó como el doctor Loewenstein. Tras oír la misión que se había propuesto Allan, Loewenstein rechazó el paquete que quería entregarle y dijo: «No serviría para nada, recibimos muchas cartas por correo. Solo servirá para que pierdas las copias de las fotografías sin ningún sentido».

Decepcionado, Allan volvió a montar en su motocicleta y regresó a Londres. Cuando llevaba unos minutos de viaje decidió que no debía aceptar un «no» por respuesta, y volvió a Shaw’s Corner. Esta vez fue recibido por una dama de mediana edad. «¿Sssí?, ¿qué quiere?», le preguntó con severidad. Allan le explicó que quería dejarle esa carta con las fotografías, y la mujer las aceptó a regañadientes y dijo: «Me encargaré de que las reciba. El señor Shaw es un hombre muy ocupado». Y la puerta volvió a cerrarse.

Seis días más tarde, Allan recibió un sobre en el número 9 de Downshire Hill. Para su sorpresa, el remitente era George Bernard Shaw. La carta había sido mecanografiada en un papel azul fino, con sus pocas erratas corregidas a mano. «Lo que queda de mí es un esqueleto de noventa y tres años y medio —escribió Shaw—. Mejor dejarlo en paz. En cualquier caso, desaconsejo a todos que me visiten hasta que los días sean más largos, ya que nunca estoy libre antes de las cuatro de la tarde y a esa hora las calles aquí están ya oscuras, el camino es difícil de encontrar y la niebla es peligrosa en todo momento».

Movido por la impetuosidad de la juventud, Allan contestó a la carta ese mismo día: «¿Por qué se describe usted como un viejo esqueleto? ¡Debería avergonzarse! ¡Bah! ¡Pero si usted es el SUPERHOMBRE! Vuelva a poner el esqueleto en el armario y siga siendo la prueba viviente de su propia teoría de la Fuerza Vital». Esta vez no obtuvo respuesta.

Al cabo de tres meses, Allan mostraba sus fotografías una mañana de domingo en una exposición al aire libre junto al estanque Whitestone de Hampstead, uno de los lugares más altos de Londres, con vistas que se extendían hacia toda la ciudad. «Era uno de esos días de verano particularmente gloriosos —escribiría después—, cuando los rayos de sol, el cielo azul, el canto de los pájaros y el follaje verde susurrando ante la suave brisa hacían que a nadie le resultara posible sentir algo que no fuera benevolencia hacia la vida y hacia los hombres». Tuvo un repentino impulso, y decidió ir en moto hasta Ayot St. Lawrence una vez más. Como siempre, llevaba su cámara consigo, aunque ya había utilizado la mitad del carrete. Más dispuesto a continuar la marcha que a volver a casa a por otro rollo de película, se montó en su motocicleta y salió.

Una hora después estaba plantado ante la puerta principal de Shaw’s Corner. Quien abrió la puerta fue nuevamente el ama de llaves de pelo gris, que esta vez se presentó como la señora Laden. Parecía contenta de verlo, y dijo que sus fotografías de los Webb habían estado posadas sobre la mesa durante varios días, pero lamentaba que el señor Shaw no podría reunirse con nadie, ya que había sufrido ciertas complicaciones médicas recientemente. Saldría a dar su paseo vespertino a las cuatro y media de la tarde, pero no debía molestarlo.

A pesar de las malas noticias, Allan permaneció en la escalinata de entrada charlando con la señora Laden y disfrutando del buen tiempo. Entonces, a las cuatro y media de la tarde en punto, oyeron pasos en el interior. «Ese es él —dijo la señora Laden—, preparándose para su paseo». Allan estaba emocionado; al menos podría decirle a la gente que había oído al «gigante desplazándose por su guarida».

La señora Laden entró en la casa y regresó al cabo de unos minutos. «Ah, señor Chappelow —dijo—. El señor Shaw estará encantado de verlo en la sala de estar. ¿Quiere acompañarme?». Allan, anonadado, siguió los pasos de la ama de llaves hasta el interior «como si viviera un sueño». Lo llevó hasta el salón. Sobre la repisa de la chimenea había una pequeña escultura que representaba a Shakespeare; junto a ella, la estatuilla de oro, el Oscar al mejor guion adaptado por el filme de 1938 Pigmalión, la adaptación al cine de su obra homónima. En la pared de enfrente había una fotografía de la mujer de Shaw, y en el ventanal en saliente, un busto del propio Shaw. A Allan, superado por la emoción, le inquietaba no saber qué decirle a Shaw, y más aún los feroces comentarios que pudiera dirigirle el escritor a él. «El corazón me golpeaba sobre el pecho como un martillo pilón», escribiría después. Entonces, la puerta se abrió, y Shaw entró en la habitación.

Me quedé literalmente mudo por el asombro y la fascinación que me causaba. ¡Qué eternidad puede vivirse en un breve momento de tiempo real! Tenía tantas ganas de ver en realidad lo que hasta hacía unos minutos no me parecía ni una posibilidad remota que lo único que pude hacer durante un buen rato era mirarlo. Bernard Shaw, por su parte también estaba allí de pie, inmóvil, con una mano en el pomo de la puerta y otra apoyada en su bastón, devolviéndome la mirada con una expresión ciertamente perpleja y un tanto divertida. Al final, rompió su silencio. Cuando empezó a hablar y reír se convirtió en la persona más encantadora y deliciosa que jamás haya conocido. Con su hermosa voz irlandesa, rica, apacible y estentórea, dijo: «Como ve, me queda poco ya».

No tardaron en encontrarse sentados uno frente a otro entablando una profunda conversación. Shaw le dijo que reconocía su apellido, y entre los dos descubrieron que la madre de Shaw había sido maestra de música de la prima de Allan, la sufragista Grace Chappelow. Después, Shaw le preguntó qué cámara utilizaba, y Allan le pasó su Zeiss Contax al dramaturgo para que la examinara. Enseguida se enzarzaron en una discusión sobre las ventajas y desventajas de las diferentes marcas y modelos. Al cabo de unos minutos, Shaw lo invitó a «tomar tantas fotografías como quiera». De modo que, durante la siguiente hora, Shaw tuvo la gentileza de hacerle un recorrido por los alrededores de la casa y los jardines, posando cuando se lo pedía. En total, Allan consiguió realizar seis retratos de gran calidad. El anciano empezaba a cansarse, y Allan no solo no tenía más carrete, sino que tampoco quería abusar del recibimiento, así que se despidió, estrechando tres veces la mano de aquel gran hombre.

Al día siguiente, Allan reveló la película. Una vez finalizada la tarea le satisficieron los resultados. Las seis fotografías eran buenas y estaban bien encuadradas. Tom Todd, un editor amigo de su padre, fue a su casa a tomar el té al domingo siguiente y le dijo que las fotografías tenían la calidad suficiente para ser publicadas en un periódico. A Allan le preocupaba la posibilidad de que Shaw solo le hubiera permitido realizar esas fotografías porque apoyaba a la Sociedad Fabiana y de que no le daría el permiso para publicarlas. «Tonterías —dijo Todd—. Yo creo que le decepcionaría que no las publicaras».

Al día siguiente, Allan volvió a subirse a su motocicleta en dirección a Ayot St. Lawrence. Por el camino tuvo un pinchazo, y tras repararlo no llegó a su destino hasta pasadas las siete de la tarde. La señora Laden le dijo a la entrada de la casa que probablemente fuera demasiado tarde para ver a Shaw, pero después de comprobarlo, Allan fue invitado a pasar para una breve visita. Unos minutos más tarde, ambos estaban de pie en la salita observando juntos las fotografías de Allan. Shaw parecía satisfecho, especialmente con una en la que aparecía en el porche apoyado en su bastón con aspecto desafiante. El autor rio: «¡Esta tiene vida, esta hay que publicarla! ¡Llámela… The chucker-out (“El custodio”)!».

La entrevista de Allan con Bernard Shaw apareció en la siguiente edición semanal del Daily Mail. Hizo una impresión de The chucker-out de 50 × 40 centímetros y mandó que la enviaran a Shaw’s Corner. El domingo 10 de septiembre de 1950, seis semanas después de celebrar su nonagésimo cuarto cumpleaños, Shaw salió al jardín a podar unos arbustos. Resbaló y silbó fuertemente para que lo ayudaran. Lo llevaron apresuradamente al hospital, donde le diagnosticaron la fractura de una pierna. Tras la operación, Shaw permaneció veinticuatro días en el hospital antes de regresar a casa para lo que serían las últimas semanas de su vida.[8] Su ama de llaves le preparó la habitación en la planta principal. En la pared de enfrente tenía el retrato de Allan Chappelow. Cuando los amigos lo visitaban, Shaw decía que era su fotografía favorita.

Páginas de sangre

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