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3 EL ASESINATO

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A primera hora del 16 de junio llegó una llamada a la sala de redacción del Camden New Journal. El emisor dijo que había una importante actividad policial en el exterior del número 9 de Downshire Hill y que tal vez les gustaría echar un vistazo.

Hampstead era el territorio de Dan Carrier, así que le pasaron el aviso. El periodista, de treinta y dos años, era conocido localmente por su tenacidad y su integridad. Había empezado en el Journal a los doce años, haciendo entregas de periódicos a un penique el ejemplar. Con veinte años, Carrier entró en la redacción como aprendiz de periodista, y no se marchó desde entonces. El Journal, cuya propiedad recaía en manos de sus empleados y tenía su sede en un chalet adosado frente al supermercado Sainsbury’s de Camden Town, era uno de los últimos semanarios verdaderamente independientes que quedaban en Gran Bretaña. Sus ventas eran escasas, su moral, muy alta, sus paredes necesitaban una mano de pintura y su baño, una buena reforma.

Dan Carrier había oído hablar por primera vez de Allan Chappelow cinco años antes, cuando el organismo británico de protección del patrimonio, English Heritage, había añadido el número 9 de Downshire Hill a su lista de inmuebles «en riesgo». En 2001, mientras miraba desde el exterior la casa en ruinas, a Carrier le vinieron a la mente unas cuantas preguntas. ¿Quién era el dueño? ¿Por qué nadie se encargaba de cuidar esa casa? ¿Viviría en ella alguna persona con el corazón herido y que había dejado que se arruinara al estilo de la solterona señorita Havisham de Grandes esperanzas? Le pareció también que tenía cierto «aroma al Boo Radley de Matar a un ruiseñor».

Golpeó con los nudillos las puertas de doble hoja, y esperó. Después se abrieron, y tras ellas apareció Allan Chappelow, con aspecto desaliñado y bastante huraño. «¿Qué coño quiere?», le preguntó el propietario. Cuando Carrier comenzó a hacerle preguntas respecto a la casa, Chappelow dijo: «No, márchese, márchese». Y le cerró la puerta en las narices. Durante los siguientes años, el periodista intentaría hablar con él cinco o seis veces. Y en cada una de ellas fue despachado con rudeza.

Ahora, mientras conducía hacia Hampstead, Carrier sentía frustración por no haber llegado al fondo del asunto. No supo que Allan Chappelow había sido asesinado hasta que se lo dijeron cuando llegó al domicilio. «Me quedé bastante afectado y enojado —recordó Carrier—. Sentía que, en cierto modo, Allan me pertenecía. Me irritaba el no haber llegado a saber más de aquel extraño tipo, qué pasaba realmente con aquel viejo». El periodista observó cómo entraba y salía de la casa esa riada de especialistas del escenario del crimen con sus uniformes blancos. Habían colocado un contenedor amarillo al lado de la acera, y a cada tanto depositaban en ella un montón de escombros, muebles y otros desechos.

Carrier charló con varios de los vecinos e hizo fotografías, pero resultaba difícil saber lo que sucedía. Intentó trabar conversación con alguno de los policías que deambulaban por allí, pero nadie estaba dispuesto a hablar con él. Al parecer, los jefazos habían dado órdenes para que nadie hablara con la prensa.

La responsabilidad general de las relaciones con los medios de comunicación de la Policía Metropolitana de Londres recaía sobre el director de medios y comunicaciones. Este era quien se encargaba de ofrecer transparencia al público, al mismo tiempo que permitía que los agentes continuaran con sus investigaciones y salvaguardaba la reputación de la policía. La tradición dictaba que el contacto directo con los medios nacionales y locales se dejaba en manos del inspector jefe. En este caso, obviamente, el inspector jefe era Pete Lansdown.

La opinión de Lansdown era que siempre podía mantenerse un equilibrio entre proteger la privacidad de la familia y utilizar a la prensa para ayudar en el desarrollo de las hipótesis. La cobertura de los medios de comunicación podía captar la atención del público y animar a los testigos a dar la cara. Si tenían suerte, un artículo podía provocar que el sospechoso hiciera algún movimiento en falso. Sin embargo, Lansdown era muy consciente de que los periodistas también acarreaban problemas. Podían hablar con testigos antes de que su equipo contactara con ellos, podían revelar detalles que él preferiría mantener en secreto y, lo más irritante de todo, podían cuestionar la forma en que se llevaba la investigación.

Cuando volvió a las oficinas del Camden New Journal,[1] Dan comenzó a trabajar en su artículo. No había muchos casos de asesinato en Camden, aunque tampoco eran algo inaudito. De modo que el periodista estaba familiarizado con los diferentes estadios de las investigaciones de homicidios. Daría para varios artículos, según esperaba, así que llamaría a sus contactos en la policía para actualizar la información dentro de unos días. No obstante, por el momento se centró en lo que sabía. Su artículo presentaría testimonios de varios de los residentes locales, una breve semblanza de la víctima y una fotografía de la actividad policial en Downshire Hill, y se centraría en la perspectiva local del crimen.

El primer medio nacional que cubrió el asesinato fue el Daily Mail. Era una historia demasiado buena como para dejarla pasar, con un anciano escritor ermitaño, un brutal asesinato, suplantación de identidad y una localización de lujo. La mañana del 16 de junio publicaron un artículo con el titular: «Encuentran asesinado a un escritor en su casa de dos millones y medio de libras días después de que suplanten su identidad y vacíen su cuenta bancaria». En un artículo que ocupaba la totalidad de la página cinco, el Mail citaba a «fuentes de la policía» —posiblemente Pete Lansdown— que afirmaban estar trabajando con el supuesto de que la víctima intentó abortar un asalto a su casa y fue asesinada. Incluían una fotografía aérea del número 9 de Downshire Hill junto con el retrato The chucker-out de George Bernard Shaw. También citaban el testimonio de un vecino que no quería revelar su identidad que calificó a la víctima como «uno de esos excéntricos de este mundo» y dijo que era «multimillonario», en referencia al valor del número 9 de Downshire Hill.

El 19 de junio, The Guardian ofreció un segundo relato posible. «Al señor Chappelow no se le conocían enemigos —informaban—. Una de las teorías es que un intruso había golpeado y torturado al señor Chappelow para sonsacarle sus datos bancarios antes de matarlo a golpes». El artículo añadía que Pete Lansdown «se negaba a especular sobre el móvil del crimen». Lo único que podía decir públicamente es que habían utilizado la odontología forense para confirmar que la identidad de la víctima se correspondía realmente con la de Allan Chappelow.

A las dos de la tarde del 16 de junio de 2006, el patólogo Robert Chapman llegó al número 9 de Downshire Hill para inspeccionar el cadáver de Allan Chappelow antes de que fuera transportado al tanatorio. Chapman, considerado uno de los mejores en su oficio, había realizado miles de autopsias, entre ellas las de la princesa Diana, Dodi Fayed y las víctimas de los atentados del metro de Londres en 2005.

Durante las dieciocho horas anteriores se habían retirado cuidadosamente los desechos que cubrían a Chappelow, revelando a un hombre completamente vestido que yacía en posición fetal bocabajo, con las caderas y rodillas flexionadas. Llevaba un jersey azul descolorido, pantalones azules de los que pendían unos tirantes y zapatos de cuero marrón. La cabeza estaba ligeramente girada hacia la izquierda y apoyada sobre el laminado de madera. Tenía los brazos doblados bajo el cuerpo.

Chapman, como todos los que habían entrado en la casa tras ser declarada escenario de un crimen, iba vestido con un equipo de protección personal, lo que la policía británica llama PPE (personal protective equipment), un mono de trabajo blanco que lo cubría de los pies a la cabeza. También llevaba una mascarilla, guantes de látex para cubrirse las manos y patucos de plásticos para los zapatos. Según el principio de Locard —así llamado en honor al experto forense francés Edmond Locard—, el autor de un crimen traerá algo suyo al lugar de los hechos y se marchará llevándose algo de allí. Es la razón por la que ese atuendo era necesario, para evitar la contaminación del escenario del crimen, lo cual podría dificultar la localización del asesino.

Chapman se inclinó entonces para inspeccionar el cuerpo de cerca, le tomó el pulso y no se sorprendió de que la víctima no diera muestras de vida. El cadáver estaba helado. Cuando le tocó la mandíbula, los brazos y las piernas, notó que estaban rígidos y eran difíciles de mover. Tenía la cabeza y el pelo ennegrecidos por lo que parecía sangre seca, y el cráneo mostraba señales de estar fracturado, como si lo hubieran golpeado repetidas veces con un objeto contundente. El patólogo también se percató de que el rastro de sangre se había proyectado sobre los objetos que se encontraban cerca de la cabeza, y puso cuidado en no alterar esas pruebas. Después, cubrió las manos y la cabeza de Chappelow con una bolsa de papel para conservar su estado y examinarlas más tarde. Llegados a ese punto, algunos patólogos medían la temperatura del cadáver colocándole un termómetro en el recto, pero Chapman prefería dejar ese procedimiento hasta que llegara el momento de la autopsia propiamente dicha.

Le pareció que por el momento con eso sería suficiente. La tarea clave en ese estadio era observar a la víctima in situ, ver dónde había muerto la persona, si presentaba heridas, cómo habían ocultado el cadáver y si se había trasladado el cuerpo tras el asesinato. Para realizar cualquier otra investigación habría que esperar a disponer de las condiciones clínicas del mortuorio.

Una vez que el patólogo indicó que había finalizado su examen inicial, la entomóloga Samantha Pickles pasó a recoger muestras del cadáver. Con guantes en las manos, tomó unas pinzas metálicas y extrajo con cuidado cúmulos de huevos de moscardas de la ropa de la víctima, junto con numerosos puparios (que contienen las pupas) de alrededor del cuello y el codo derecho, y también moscardas adultas de la zona de la cabeza. Colocó estas muestras en matraces de plástico con una solución de etanol, los etiquetó y, después, los colocó en una bolsa térmica para examinarlos más tarde. Hizo señas para avisar de que había acabado y salió de la habitación.

Tras esto, dos agentes especialistas en escenarios del crimen introdujeron cuidadosamente el cuerpo de Allan Chappelow en una bolsa de plástico negra y lo colocaron sobre una camilla bajo la atenta mirada del patólogo. Cuando lo transportaron hasta la ambulancia estacionada fuera, los otros inspectores de la escena del crimen interrumpieron lo que estaban haciendo, realizando una pausa en señal de respeto. Cuando hubieron atado con correas el cadáver y cerraron las puertas, la ambulancia se marchó subiendo por Downshire Hill. Tardaría unos veinte minutos a través del tráfico ligero del mediodía para llegar al tanatorio de St. Pancras.

En septiembre de 1951 Allan regresó durante otro año a la London School of Economics (LSE). «El señor Chappelow tiene dificultades para financiar su investigación —escribió uno de los tutores—, de modo que su trabajo es difícil de calificar». Otro escribió: «Solo lo he visto una vez, y dudo que complete su tesis».

Allan no recibía apoyo económico de sus padres, y, aunque seguía viviendo en la casa familiar, la beca del gobierno no bastaba para cubrir sus gastos. En julio de 1952, Allan escribió a la administración de la LSE: «Me he visto seriamente perjudicado —dijo— por la necesidad de trabajar en un empleo con el que gane lo suficiente para comprar libros básicos y cumplir con variados gastos adicionales». Allan culpaba al gobierno por su negativa a extender la beca y afirmaba que no se matricularía para el curso siguiente.

En contraste con su carrera académica, su carrera periodística empezaba a despuntar. En los cinco años siguientes a su primicia sobre George Bernard Shaw, escribió un mínimo de nueve reportajes largos para el Daily Mail. Sus trabajos fueron publicados también en Contemporary Review e Illustrated London News. Entrevistó al escritor Somerset Maugham, al artista Augustus John y al filósofo Bertrand Russell. Los personajes sobre los que escribía Allan solían ser ancianos, normalmente artistas, políticos y filósofos, que divagaban acerca de su obra y de su futuro legado. En octubre de 1952, por ejemplo, Allan entrevistó al artista ermitaño de ochenta y cinco años sir Frank Brangwyn. «Sir Frank dio rienda suelta a sus visiones sobre el arte y la vida, ofreciendo una muestra de fuegos artificiales de elocuencia que no tiene parangón con nada que yo haya experimentado antes —escribió Allan—. La vitalidad de ese hombre a sus casi ochenta y seis años era simplemente asombrosa».

Durante el verano de 1954, un año después de la muerte de Iósif Stalin, Allan participó junto con otros veintiséis estudiantes en un viaje por Rusia. Según afirmaba, era la primera vez que un grupo de turistas comunes visitaba Rusia desde 1939. El viaje fue organizado por el Departamento de Viajes del Sindicato Nacional de Estudiantes, y les costó noventa y cinco libras por cabeza. El grupo, de naturaleza apolítica, formaba parte de un intercambio en el cual un grupo de estudiantes rusos semejante realizaría una gira por Gran Bretaña. Allan esperaba también que ese viaje le proporcionara material suficiente para escribir un libro, una ambición que albergaba desde la infancia. Por lo tanto, antes de salir de Londres contactó con varias editoriales, llamando la atención finalmente de George G. Harrap & Co., que también había publicado las memorias de Winston Churchill y el popular libro infantil ilustrado The Cave Boy of the Age of Stone.

Allan tenía ganas de visitar Rusia desde que había compartido alojamiento en Cambridge con el príncipe Obolensky. «Tenía mucha curiosidad por la posibilidad de ver algo de la Unión Soviética con mis propios ojos —escribió después—. ¿Cómo era Rusia? ¿Cómo vivían los rusos? Solo tenía una noción muy difusa de todo ello. Por ejemplo, en cierto modo, era incapaz de imaginar a un ruso con bañador disfrutando en la playa». En su lugar, Allan tenía una vaga imagen mental de «personas estrictas, inhumanas y difíciles que decían “no” siempre, o casi siempre».

El grupo de estudiantes británicos viajó en tren y autocar a Rusia, donde visitaron museos y otros centros culturales. Además de Moscú y Leningrado, pasaron por Stalingrado y la ciudad balneario de Sochi. Al cabo de un mes, regresaron a Inglaterra, exhaustos, pero contentos con su viaje. Allan se sentó entonces a escribir un relato de su periplo, un manuscrito llamado Russian holiday. Este contenía varias anécdotas anodinas sobre sus aventuras tras el Telón de Acero, fotografías en color de la vida diaria que Allan había tomado en las calles de Rusia y un prólogo del parlamentario y premio Nobel de la Paz sir Norman Angell. En su conclusión, Allan informaba de una manera un tanto ingenua de que «siempre tuvimos plena libertad para movernos por todas partes» y nuestros anfitriones nunca «intentaron inculcarnos sus opiniones ni realizar ningún intento de influir en nuestras impresiones». Añadió: «Nunca vi a un solo niño infeliz, miserable o desgraciado […], y la gente parecía bastante, feliz, contenta (a menudo sonreían) y sana».[2] Allan finalizó su libro con el siguiente pasaje:

La ignorancia es en sí la negación de la civilización. La ignorancia genera miedo. El miedo genera odio. El odio genera histeria. Y la histeria puede llevarnos a la guerra. Una nueva guerra podría ser completamente desastrosa para toda la humanidad. Percatarse meramente de que el ruso medio (o el británico medio) es un ser humano amigable y con buen corazón que tiene prácticamente las mismas necesidades que las personas de la calle de cualquier otra nación, además de la creencia en la mutabilidad de las instituciones humanas y la evolución natural del espíritu de los hombres, supone dar los primeros pasos hacia un mundo más pacífico.

Russian holiday fue publicado en la primavera de 1955, y recibió críticas favorables de la prensa. Al parecer, la escritura era una ocupación que se ajustaba perfectamente a la personalidad de Allan. Con curiosidad intelectual, pero de preferencias solitarias, trabajador y diligente, estaba preparado para invertir las numerosas horas necesarias para triunfar como escritor.

Allan viajó a Albania con la Sociedad Albanesa de Gran Bretaña en 1957, con la esperanza de repetir el éxito alcanzado con Russian Holiday. Volvió a afirmar que se trataba del primer grupo de británicos que entraba en este país comunista desde el final de la guerra. Durante ese viaje, se hizo amigo de limpiabotas, agentes de aduana y tenderos. Y merodeó por una ciudad de acceso restringido en la que fue recibido con una curiosidad afable por parte de los lugareños (la llegada del grupo había sido anunciada en el periódico aquel día), hasta que lo arrestaron y fue detenido brevemente por la policía albanesa.

Cuando regresó a casa escribió un reportaje largo sobre sus aventuras para el Daily Mail. «Albania es un juego de colores y sonidos ante un fondo de montañas agrestes, pero a menudo hermosas, cielos azules y calor tropical —escribió—. Me encontraba constantemente ante la imposibilidad de creer que estuviera en Europa, en lugar de en la India o Afganistán». Allan, a la edad de treinta y cinco años, parecía haber encontrado su vocación.

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