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1 EL DESCUBRIMIENTO

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En los días despejados puede verse todo Londres desde la cima de Parliament Hill. La frontera sur del Hampstead Heath se extiende hasta una pista de atletismo en Gospel Oak, antes de dar paso a las casas unifamiliares de Kentish Town y los bloques de apartamentos de Camden. El techo arqueado de la estación de trenes internacional de St. Pancras es lo siguiente que se ve; y, tras él, muchos edificios icónicos de la capital: la catedral de St. Paul, la torre de telecomunicaciones BT, los rascacielos «Gherkin» y Shard. Después, el London Eye y el palacio de Westminster, marcando la ruta del río Támesis; y más allá, sobre el horizonte, se divisan los cerros calizos que abrazan la frontera sur de la ciudad, a casi cincuenta kilómetros de distancia.

En verano, Parliament Hill, con su brisa prácticamente constante, es un lugar popular para echar a volar las cometas, hacer un picnic o, simplemente, sentarse en uno de sus muchos bancos de madera para disfrutar del paisaje. Si dejamos atrás las vistas de la ciudad y bajamos la colina hacia el oeste, hay un sendero estrecho que te lleva a través de un túnel de robles, arces y alerces antes de cruzar entre dos estanques, uno habitado por cisnes y patos, y el otro, por hombres y mujeres con la valentía suficiente como para bañarse en sus frías aguas. Cuando sigues adelante, el sendero se abre hacia un claro lleno de arbustos. Dos veces al año, durante las vacaciones de verano y Semana Santa, este espacio se llena de norias, pasajes del terror, tiovivos y autos de choque. Aquí es donde acaba el Hampstead Heath, el parque más grande de Londres, con trescientas veinte hectáreas de prados, bosque, pozas y cursos de agua, y donde comienzan las calles del barrio de Hampstead.

Durante siglos, Hampstead fue un pueblo a las afueras de Londres, y era impasible a las intrigas y pasiones de la capital de Inglaterra. Después, atraería a pacientes con problemas pulmonares, ya que su altitud ofrece refugio ante la polución de las calles del centro de la ciudad. Más tarde, llegaron los poetas y los artistas, los novelistas y los actores,[1] que le confirieron a Hampstead un toque de cultura bohemia y una reputación de extravagancia. A finales del siglo XX, dada su proximidad a la zona centro de Londres —apenas a treinta minutos en autobús o tren desde el Soho o Covent Garden—, así como sus hermosas casas, boutiques de moda y elegantes cafés, Hampstead fue colonizada por abogados mercantiles y banqueros de altos vuelos, famosos internacionales, oligarcas, magnates de los medios de comunicación y marchantes de arte.

Pero se dice que Hampstead también tiene su lado oscuro. Por la noche, cuando cierran los comercios y se vacían las calles, cuando la luz azulada de las pantallas de televisión parpadea a través de las ventanas con las cortinas echadas, se instala la tensión. Los residentes saben que es mejor no acercarse al Hampstead Heath cuando anochece. La policía declaró ciertas zonas del Heath como «áreas peligrosas» tras una serie de robos violentos. Se creía que había delincuentes, ladrones y pervertidos que merodeaban por el bosque, acechando a caminantes solitarios, mujeres y niños. Lo propio de las novelas góticas.

No obstante, cuando se hace de día, se convierte en un mundo diferente. En la frontera suroeste del Heath se congregan bebedores en la extensa terraza que hay a la entrada del pub The Freemasons Arms, un local en expansión situado a los pies de Downshire Hill, una de las calles más caras de Londres. Cuando los paseantes suben por ella hacia Hampstead High Street[2] pasan ante unas cuantas casas de ladrillo de los siglos XVIII y XIX, todas ellas en excelentes condiciones, con puertas de hierro forjado y pulcros jardines delanteros. Un poco más allá, en la esquina con Keats Grove —un camino estrecho que desciende abruptamente, donde vivió en su día el poeta John Keats—, está St. John, una iglesia de color crema con un campanario y un reloj de colores negro y dorado. Frente a la iglesia, en el lado derecho de Downshire Hill, hay una hilera de elegantes propiedades encaladas de estilo regencia retiradas unos cincuenta metros de la calzada.

Si continuamos adelante, vemos a la izquierda una casa ultramoderna en forma de cubo construida enteramente a base de cristal y finas vigas de acero azul, y después hay un gran bloque de pisos de ladrillo rojo de la época victoriana. Finalmente, dominando la calle, en las esquinas de Downshire Hill y Hampstead High Street, hay una comisaría de policía de tres pisos. Ahora desocupada, montó guardia durante más de un siglo, proporcionando protección a los residentes y comerciantes de Hampstead.

A las 11.55 de la mañana del 12 de junio de 2006, dos agentes de policía, Mike Cole y Sam Azouelos, patrullaban en coche por Hampstead High Street cuando recibieron una notificación de la central en su terminal móvil. Cole iba al volante del Ford Fiesta blanco. Debían dirigirse de inmediato al número 9 de Downshire Hill, en Hampstead. El mensaje les proporcionó la siguiente información de contexto:

El cliente del HSBC ALAN [sic] CHAPPELOW (edad: ochenta y seis años) ha realizado transacciones inusuales en su cuenta corriente que podrían ser fraudulentas. El departamento de fraude del HSBC ha intentado contactar con él, pero no han podido hacerlo. Cuando llamaron a su número, un hombre oriental contestó al teléfono haciéndose pasar por el SR. CHAPPELOW. El emisor de la llamada solicita que la policía constate el bienestar del SR. CHAPPELOW y le pidan que este llame al informante en cuanto pueda, si consiguen contactar con él.

Diez minutos después de recibir la petición, Cole y Azouelos llegaron a Downshire Hill. El número 9 estaba prácticamente en el medio exacto de la calle, en la acera de la izquierda, a cien metros de la iglesia de St. John. Cuando aparcaron delante de la casa, Cole y Azouelos vieron a otros dos agentes uniformados que les esperaban: Chantal Thomas y Ben Roberts. La temperatura era ya de 22 ºC, algo inusual en esa época del año. Los meteorólogos habían pronosticado que las temperaturas alcanzarían los 24 ºC a media tarde e incluso era probable que se produjeran tormentas eléctricas. Cole y Azouelos dejaron sus chaquetas dentro del coche, cerraron las puertas y fueron a encontrarse con sus compañeros.

La casa no podía verse desde la calle. La vista estaba vedada por un muro de estuco medio derruido, sobre el que se apoyaban ramas de un extenso roble y habían crecido rododendros asilvestrados, y con dos columnas cubiertas de hiedra que enmarcaban una puerta de dos hojas de hierro forjado. Una de las columnas permanecía recta, tal vez por el apoyo del roble; la otra estaba ladeada, y en su capitel combado lucía las palabras MANOR HOUSE en letras mayúsculas de color azulado. Alguien se había tomado la molestia de apartar las ramas de la hiedra para que se viera el nombre de la casa, pero no lo suficiente como para repintar las desvaídas letras.

La puerta estaba entreabierta. Los cuatro agentes de policía se adentraron por el deteriorado sendero de cemento y, antes de llegar a la puerta principal, pasaron ante una vieja motocicleta Norton tapada con una lona cubierta de musgo. En sus buenos tiempos, la casa debió de ser extraordinariamente hermosa; un edificio de tres plantas color crema con dos balcones ornamentados, algunas ventanas arqueadas y un tejado plano. Ahora estaba en ruinas. Una hiedra gigantesca trepaba por la fachada y se extendía hacia el cielo en forma de horquilla, cubriendo parcialmente las ventanas.

El agente Azouelos, que lideraba la unidad policial, golpeó con firmeza una de las dos altas hojas azules de la puerta principal para llamar, pero nadie contestó. La puerta estaba cerrada, y no presentaba indicios de que hubiera sido forzada. Azouelos rodeó el inmueble para comprobar si había otra entrada al edificio, y miró por las ventanas de la planta baja, cada una de las cuales tenía barrotes de acero azul. A la derecha de la casa había un estrecho pasadizo bloqueado por un muro de ladrillo. Azouelos trepó por el muro entre los números 9 y 10 de la calle, caminó cuidadosamente por la cornisa y saltó hacia el callejón que había al otro lado. Ya en el jardín trasero, que estaba tan cubierto de árboles, arbustos y maleza que apenas podía distinguirse entre una planta y otra, descubrió que las ventanas traseras de la casa también estaban cerradas y tenían barrotes de acero.

Azouelos regresó a la entrada principal y habló con sus compañeros. Tras una breve discusión, decidieron forzar la entrada para acceder al edificio. Las pesadas puertas delanteras medían casi dos metros y medio y tenían pequeñas ventanillas a la altura de los ojos. Azouelos sacó su porra negra de la funda y rompió uno de los cristales. Después metió la mano e intentó abrir la cerradura desde dentro, pero había una tabla pegada al interior de la puerta que le impedía soltar el resbalón. El agente tomó carrerilla y le dio una fuerte patada a la cerradura, y la puerta se abrió.

En el interior, el vestíbulo principal se adentraba en la oscuridad. Medía cuatro metros y medio de largo, y estaba completamente lleno de desperdicios. El suelo estaba cubierto de periódicos viejos, bolsas de plástico, botellas, fragmentos de madera y escombros. Del techo colgaban cables de electricidad sueltos. Al otro lado del pasillo había una gran puerta de color blanco, asimismo cerrada. Azouelos intentó abrirla también de una patada, pero esta vez no cedió, a pesar de que usó una fuerza considerable.

Los agentes de policía volvieron a discutir acerca de la situación. Preocupados porque le hubiera sucedido algo al anciano ocupante de la casa —tal vez se hubiera caído y no podía alcanzar el teléfono, o se hubiera quedado encerrado en una habitación— coincidieron en que era necesario entrar, y en que para ello necesitarían mejores herramientas. Azouelos y Cole condujeron hasta su comisaría de policía en West Hampstead, mientras sus compañeros permanecían en el domicilio y, tras conseguir autorización de su supervisor, el subinspector Nick Giles, regresaron a Downshire Hill poco después de la una de la tarde. Esta vez iban equipados con un ariete cilíndrico de acero rojo brillante de poco más de medio metro de largo al que llamaban el «ejecutor». Una vez dentro de la casa, el agente Cole, con su compañero detrás de él, agarró los asideros del ariete con los guantes puestos y arremetió contra la puerta. No consiguió nada. Necesitó cinco o seis intentos hasta lograr que cediera la cerradura, y entonces pudieron pasar.

«Se hizo evidente inmediatamente el desorden y desbarajuste que había en el domicilio», escribiría más tarde Azouelos en su informe oficial para la policía. «Había polvo por todas partes, y trozos de papel, libros y basura se amontonaba en todas las habitaciones. Parecía como si el propietario no hubiera tirado nunca nada». Al adentrarse en la casa percibió cierto olor. «Había olido un cuerpo en descomposición anteriormente, y solo puedo describir ese olor como nauseabundo y dulce. La casa no olía así, sino más bien como lo que me parecían orines de algún animal. Había tanta basura y desperdicios dentro [de ella] y estaba tan mal cuidada que pensé que el olor podía deberse a cualquier cosa».

En una habitación encontró un carrito de la compra de tela escocesa con cajas vacías de tartaletas de la marca Mr. Kipling. A la izquierda de la escalera había un amplio salón que daba a la calle. Estaba demasiado oscuro como para vislumbrar nada en su interior. Llegando a la parte trasera de la casa había una sala más pequeña que daba al jardín y donde había una montaña de libros, papeles, estanterías metálicas y pilas de desechos que le llegaban a la altura del pecho. Dada la cantidad de basura que había, decidió no entrar allí.

Regresó al exterior y realizó una llamada por radio para pedir la ayuda de una tercera unidad. Cole y él continuaron la búsqueda. Miraron en el sótano, una oscura habitación cavernosa llena hasta arriba de basura, atados de papeles amarillentos, montañas de libros y muebles rotos. Inspeccionaron la cocina, que tenía una pequeña mesa de madera, dos sillas y un frigorífico que parecía no haber sido usado desde hacía años. Miraron en otra habitación grande que había en la planta principal —posiblemente fuera el comedor en otro tiempo—. Estaba demasiado atestada de muebles rotos, montañas de papeles y bolsas con escombros, como si alguien se hubiera quedado a medias en un proyecto de reforma. El aire estaba cargado de polvo, y la sala era húmeda y oscura; ninguna de las luces funcionaba.

Azouelos subió al piso de arriba, y se percató de que había cubos con orina en los escalones. En esta planta encontró un aseo con la bañera hasta arriba de libros, revistas y botellas de plástico. El váter estaba repleto de papeles. Entró en una habitación, miró bajo las mantas y bajo la cama, abrió un armario y retiró montones de ropa. Nada. Después, entró en otra habitación en la que había una cama cubierta con ropas viejas y un saco de dormir azul. Supuso que era el dormitorio de Chappelow. Sobre una repisa al lado de la cama había un viejo radiocasete. Otra estantería contenía libros y diarios. La habitación estaba caliente y húmeda, lo cual hacía incómoda la inspección. Sobre la mesilla de noche había una botella con un líquido marrón. Azouelos supuso que se trataba también de orina. En el suelo había esparcidas diversas publicaciones. Entre ellas había un Daily Mail del 6 de mayo de 2006.

Llegaron más agentes a la casa, que trajeron linternas potentes para facilitar la búsqueda. No obstante, a pesar de sus exhaustivos esfuerzos, no pudieron encontrar ni rastro del propietario. Una inspectora recordaría después que «todas las zonas y superficies de la casa estaban llenas de polvo y todo tenía un aspecto grisáceo». Ella se dirigió a la escalera, pero no le pareció seguro subir por ahí. Una de las habitaciones estaba tan repleta de papeles y otros desechos que no podía ver nada en su interior. «La casa —escribió— tenía el aspecto de una propiedad en ruinas no habitable».

Dos horas después de que Azouelos y Mike Cole entraran por primera vez en el domicilio, este último llamó al subinspector Nick Giles y lo puso al día sobre la situación. Si encontraban un cadáver, Giles sería el responsable de acordonar la zona e informar al grupo de homicidios, que a su vez enviaría a un equipo de investigación al escenario del crimen. Pero todavía no se había encontrado ningún cuerpo. Giles le dijo a Cole que buscara indicios que pudieran indicarles el paradero de Allan Chappelow. Poco después, Cole encontró documentos que informaban sobre un viaje a Estados Unidos con salida el 26 de marzo y regreso el 1 de mayo, seis semanas antes del registro. También encontraron un talonario de cheques, una tarjeta de crédito de Sainsbury’s, un pasaporte británico (todo ello a nombre de Allan Chappelow) y un artículo sobre la historia del aguacatero americano.

Finalmente, el registro acabó alrededor de las cinco de la tarde. Cole llamó a una carpintería de la zona para que sellaran con tablones las puertas de entrada que habían roto, y un joven operario llegó pocos minutos después. Atornilló dos pasadores por debajo y por encima de la cerradura de la puerta blanca que había al fondo del vestíbulo, y después los bloqueó con dos candados. Las puertas azules de hoja doble de la entrada principal quedaron cerradas, pero sin bloquear. Cuando volvieron a la comisaría de policía de West Hampstead, Giles le dijo a Cole que presentara un informe de desaparición de una persona de «bajo riesgo» en la base de datos Merlin de la Policía Metropolitana de Londres.

Unas horas después, a las diez de la noche, Mike Cole llamó a la vecina que vivía en el número 10 de Downshire Hill, lady Listowel. Esta informó de que Chappelow había regresado efectivamente de sus vacaciones a principios de mayo, pero hacía semanas que no lo veía. En caso de que tuviera intención de marcharse nuevamente se lo habría dicho. Antes de acabar su turno, Cole realizó una copia de la fotografía del pasaporte de Chappelow y le pidió al sargento del turno de noche que la trasladara al departamento de personas desaparecidas.

¿Qué le había sucedido a Allan Chappelow? Se preguntaba Cole. Tal vez, a pesar de lo que aseguraba su vecina, se hubiera marchado de vacaciones, o quizás estuviera quedándose en casa de unos amigos. En cualquier caso, había que informar al banco HSBC de que, por el momento, había resultado imposible encontrar a su anciano cliente.

Allan Gordon Chappelow nació en Copenhague (Dinamarca) el 20 de agosto de 1919. Su padre, Archibald Cecil Chappelow, era un decorador y tapicero inglés de treinta y siete años que en aquel momento impartía un curso de restauración de antigüedades en la Universidad de Copenhague. Dispuesto a evitar el servicio militar a comienzos de la Primera Guerra Mundial, se había trasladado a Dinamarca, que se mantuvo neutral a lo largo de las hostilidades.

Karen, la madre de Allan, de treinta y nueve años, había nacido en la pequeña ciudad de Hillerød, justo al norte de Copenhague. Había conocido a Archibald tres años antes en la universidad, y no tardaron en casarse. Karen ocupaba su tiempo gestionando el hogar familiar y cuidando de los niños, especialmente de Paul, el hermano de Allan, que sufría parálisis cerebral. En una carta a un primo estadounidense, Archibald escribió que Paul «tuvo la desgracia de sufrir una lesión al nacer y es un tullido. Sus manos tienen cierta afección, habla entrecortado y camina como a trompicones. No obstante, es guapo, alegre y saludable, un gran lector y un ratón de biblioteca».

Poco después del nacimiento de Allan, al cabo de seis meses del final de la guerra, la familia regresó a Londres y se trasladaron al domicilio del padre de Archibald, George Chappelow, que vivía en una pequeña casa en Hampstead. Estaban un poco apretados, pero contentos de volver a vivir en familia. Archibald se unió a la empresa del padre: George Chappelow & Son, que había sido fundada antes de la guerra. Según el membrete de la compañía, hacían «reformas y decoración, promotores de la vivienda y la propiedad». Instalados en el número 27A de Charles Street, una bocacalle de Berkeley Square, en el distrito de Mayfair, entre sus clientes se incluían los teatros, las galerías, los restaurantes y los clubes del West End de Londres. Al padre y al abuelo de Allan les encantaba trabajar juntos, y, cuando no estaban en el despacho, jugaban al tenis y al billar, o bien llevaban a sus esposas al teatro.

Unos años después, con la ayuda de George, Archibald, Karen y sus dos hijos pudieron trasladarse a una casa grande en el número 9 de Downshire Hill, en Hampstead.[3] Estaban contentos de tener al fin su propio espacio. Construida en 1823, su nueva casa estaba en buenas condiciones, tanto el interior como el exterior de ella. Hasta el final del siglo XIX, el edificio había sido el hogar del señorío de Belsize (que viene del francés bel assis, con el sentido de «bien situado»), y por ello fue llamada Manor House («casa señorial»). La propiedad contaba con un jardín trasero y otro frontal, repletos de una combinación de arbustos y árboles, en tanto que en la fachada había dos elegantes balcones de hierro forjado. En el interior había una sala de estar en forma de «L» con largos ventanales franceses, que llevaban al exterior, y una escalera con paneles de madera en las paredes, que a los Chappelow les parecía adecuada como galería pictórica. «Es prácticamente un ejemplo perfecto del estilo regencia tardío —escribió más tarde Archibald en su libro Old Homes of England, y añadió—: Tal vez sea una pequeña casa de campo emplazada entre bosques naturales —apuntó—, pero está a poco más de tres kilómetros de Oxford Street», es decir, del centro de Londres.

Los padres de Allan eran progresistas y apoyaban reformas radicales. Como miembros de la Sociedad Fabiana, que había sido fundada en 1884, creían en una transición hacia el socialismo y, particularmente, en la mejor redistribución de la riqueza. Cuando era niño, Allan oyó muchas historias sobre sus adelantados familiares. Por ejemplo, su bisabuelo Joseph Stevens, que era predicador, abogaba por el cambio social, e hizo campaña por la mejora de las condiciones en las fábricas. En 1838, Stevens fue detenido y acusado de «asistir a una reunión ilegal», por lo que fue condenado a dieciocho meses de cárcel. No obstante, cuando salió, su reputación permanecía intacta, y contaba con la admiración de sus pares. Grace Chappelow, prima segunda de Allan, fue una de las mujeres que lideraron el movimiento sufragista. La detuvieron en numerosas ocasiones, participó en diversas huelgas de hambre en la cárcel y había sufrido la humillación de ser alimentada a la fuerza por las autoridades. Y después estaba su tío Eric Chappelow, el hermano de Archibald, un poeta que fue objetor de conciencia durante la Primera Guerra Mundial. Detenido y acusado de cobardía y traición, fue uno de los seis mil conchies («objetores de conciencia») encarcelados por el gobierno británico durante la Gran Guerra, lo que provocó una manifestación a escala nacional y peticiones de reforma. A pesar de las protestas de la familia, Eric pasó cuatro meses en prisión. Más tarde, el gobierno admitiría que se había equivocado al encarcelar a Eric y al resto de los objetores de conciencia.

En una carta a un primo de Estados Unidos, Archibald hablaba sobre sus valores personales y describía el carácter de la familia:

Personalmente, jamás creí en la guerra y nunca podré hacerlo. A menudo me pregunto si no estaría bien llevar a mi familia a un lugar donde brille el sol y se viva de manera abierta y sencilla, evitando los periódicos y sin preocuparse más que de tener el dinero justo para vivir. Creo que los Chappelow consiguen sacarle bastante partido a la vida, aunque pocos de ellos parecen ganar dinero, o conservarlo, si es que llegan a ganarlo. Encuentro muy interesante la historia de nuestra familia; hemos hecho muchas cosas buenas en nuestros tiempos, y siempre hemos sido personas sin miedo a decir lo que piensan. También somos «honorables», ya que no conozco a ningún miembro de la familia que haya caído en la quiebra.

Además de historias sobre sus heroicos familiares, al joven Allan también le contaron las tragedias que había sufrido la familia. Había un relato en particular que su abuelo George solía repetir y causaba en el chico una profunda impresión acerca de la importancia de la seguridad personal.

Edward Rayner Chappelow, tío abuelo de Allan, era un apasionado de la aventura. Se enroló en la marina mercante y navegó por los mares, luchó contra los cafres (paganos negros) en Sudáfrica, y en Perú cargó embarcaciones de guano. En la primavera de 1885, Edward llegó a California dispuesto a instalarse. Se abstuvo de la bebida, adquirió un vivero propio y comenzó a cultivar la tierra. Un día, Edward visitó una pequeña comunidad al este de Los Ángeles para recuperar dos mil dólares que le debían. Y los cobró. Como era tarde, no pudo depositar el dinero en un banco. De regreso a casa, fue atacado por una banda de jóvenes que lo apuñalaron de muerte, arrastraron su cuerpo a una pequeña cabaña de madera y le prendieron fuego con parafina. Edward tenía solo veintisiete años.

A pesar de su pintoresca historia familiar, la infancia de Allan fue la típica de un niño educado en la clase media de Hampstead. En septiembre de 1927 comenzó sus estudios en The Hall, una escuela primaria privada a quince minutos a pie de Downshire Hill. El centro era conocido por sus altos logros académicos, así como por sus americanas, gorras y corbatas de color rosa; allí conoció Allan la obra de Shakespeare, y aprendió a leer latín y a adquirir suculentos caramelos en el quiosco.

Según las anotaciones privadas del director de la escuela Gerard Wathen, tras un primer trimestre «malillo», Allan había «mejorado mucho», era «inteligente» y «bueno en las manualidades». Otra de las entradas informaba de que el pupilo no era «un caso perdido en absoluto», sino «inusualmente inteligente en ciertos aspectos». Wathen dejó constancia de que el padre de Allan era un «artista arquitecto», su madre, una «danesa», y su hermano, un «tarado». El director también registró que, en febrero de 1930, Allan fue castigado con golpes de vara por una tal señora Bolton. No obstante, la causa de ese correctivo no se especificaba.

En The Hall, como en muchas otras instituciones educativas de aquella época, se permitían los castigos corporales. De hecho, para la edición de la revista escolar de 1932, un estudiante compuso los siguientes versos humorísticos con las letras del alfabeto:

R is for Rudeness (no not Mr. Rotherham). It’s what the staff say when the boys come to bother ’em.

S is for Sita, best-seller it seems, for some humourist said, «Go to him for ice-creams».

T’s for Thrashing, a penalty rare. You go to the study, the Principal’s there.*

Los deportes también tuvieron un papel relevante en la juventud de Allan. Cuando no estaba jugando al tenis con su padre y su abuelo, a Allan lo motivaban para participar en deportes de equipo. En su último curso en The Hall, él era bateador del equipo de críquet de la escuela, y sus esfuerzos en la escuadra de rugby le granjearon un comentario del director en la revista escolar de 1933. «Chappelow (delantero) necesita más energía —escribió Wathen—. Es más útil en el barro que en terreno seco, cuando se necesita una mayor velocidad».

En sus horas libres, Allan daba de comer a los patos en los estanques del Hampstead Heath y subía a Parliament Hill para apreciar la vista de Londres. Recogía el pan de la panadería Rumbolds, en South End Green, y acompañaba a su madre a comprar frutas y verduras al mercado de Hampstead High Street. Aunque no asistía a la iglesia de St. John, al otro lado de la calle, ni a ninguna otra, ya que su familia era estrictamente atea, sí disfrutaba de las festividades: subía al tejado del número 9 de Downshire Hill para ver los fuegos artificiales de la Noche de Guy Fawkes, participaba en la búsqueda de los huevos de Pascua en el jardín trasero de la casa y disfrutaba de las comidas de Navidad con su familia en el comedor de celebraciones formales.

Allan era un lector compulsivo ya a edad temprana, y esta actividad le resultó más sencilla cuando su oftalmólogo le recetó unas gafas con gruesos cristales para corregir su miopía. Pasaba horas en su pequeña habitación, empapándose de los libros del momento, como Emilio y los detectives, Swallows and Amazons y Los chicos del ferrocarril. En un lugar de honor junto a su cama había una pequeña estantería en la que disponía sus lecturas favoritas.

Y lo que más le gustaba de todo era coleccionar sellos, ya que, como su madre, era un ferviente filatélico. Siempre que llegaba una carta a casa suplicaba para que le dieran el sobre. Si lo conseguía, usaba una tetera hirviendo para despegar el sello con cuidado antes de ponerlo a secar y, después, incluirlo en uno de sus álbumes, dependiendo de su color, valor y tipo. Le gustaban especialmente los sellos extranjeros, en los que aparecían jefes de Estado, animales exóticos y plantas de apariencia extraña. Se sentaba en su cama y pasaba las horas hojeando sus álbumes, pensando en países lejanos que esperaba visitar algún día.

El segundo día de inspección en el número 9 de Downshire Hill comenzó a las tres de la tarde del martes 13 de junio de 2006. Mike Cole había vuelto a hablar con su supervisor, el subinspector Nick Giles, que dijo que el banco de Allan Chappelow había denunciado otro intento de utilizar su tarjeta de crédito. La policía sospechó cada vez más que se pudiera haber cometido un delito grave, y decidió regresar a la vivienda cuanto antes.

Como su compañero Sam Azouelos estaba de baja, Mike Cole fue con el agente Terry Seward hasta la comisaría de policía de Kentish Town, a unos tres kilómetros de Hampstead, donde recogió las llaves y continuó hasta el número 9 de Downshire Hill. El subinspector Nick Giles estaba esperándolos junto a la verja de entrada. Cole abrió la puerta principal y les hizo una breve visita guiada por el ruinoso inmueble. Su intención era hacer un registro más exhaustivo del lugar.

«Al entrar en la casa —escribió Seward después en un informe— olía a polvo y a algo en estado de descomposición». A pesar del calor que hacía fuera, la casa estaba fresca. Seward se puso unos guantes desechables y se dirigió al primer piso. Cuando subía por las escaleras se percató de que había un montón de moscardas revoloteando cerca de una ventana. «Aquí era donde olía más a podrido», escribió.

El subinspector Giles vio una escalera de mano en el piso de arriba, y subió al ático, abrió una trampilla y trepó hasta el tejado plano de la casa. Deambuló por él varios minutos, pero no había rastro del anciano. Miró desde el borde hacia el lugar donde podría haber caído, pero lo único que se veía en el jardín de abajo eran árboles y arbustos. Vio a Seward delante de la casa, y le pidió que buscara en el jardín, pero no encontraron nada.

Mientras continuaba la búsqueda en el interior de la casa, otros policías recogían declaraciones de los residentes del lugar. Los vecinos dijeron a la policía que en los últimos años no veían mucho a Allan Chappelow. Habían acabado pensando que era un excéntrico y un ermitaño.[4] En cierta ocasión, uno de los vecinos le preguntó si podía hacerle una visita, y Chappelow declinó la oferta educadamente. Todos suponían que quizás estaba avergonzado por el estado de su casa.

Lady Listowel, que vivía en el número 10, repitió que no había visto a su vecino desde que regresó de Estados Unidos a principios de mayo. Mujer menuda, pero elegante, de unos setenta años, se había trasladado junto con su marido William Hare, quinto conde de Listowel, a su espaciosa residencia de estilo regencia en 1987. Según dijo, conocía a Allan muy bien, y echaba un ojo a su casa siempre que él estaba fuera. Cuando la gente de la calle se burlaba de Allan por ser un ermitaño o no cuidar de su propiedad, lady Listowel, de nombre Pamela, lo defendía. «Es un chico muy amable», decía. Le gustaba su jardín descuidado y la fauna que atraía, y apreciaba su carácter extravagante. Le parecía una persona inteligente, encantadora y extrovertida, y nunca le molestó el estado en que se encontraba su casa. Posiblemente a algunas personas no les guste vivir de esa forma, en realidad, a la mayoría, pero Allan había vivido allí desde que era un adolescente: si estaba cómodo así, ¿quién era ella para juzgarlo?

Peter Tausig, que vivía en el número 11, también afirmó que hacía tiempo que no veía a Allan. Con sesenta y seis años y jubilado de su empleo como banquero, Tausig dijo que solía cruzarse con su anciano vecino por la calle, normalmente cuando Allan iba a leer el periódico a la biblioteca de Keats Grove. Tausig creía ser una de las pocas personas de la calle que tenía un vínculo cercano con Allan. Dos o tres años antes, Allan le había dicho que ya no le llegaba la correspondencia. Tausig se ofreció a ayudarle. Tras percatarse de que el problema era lo asilvestrado que estaba su jardín, hizo que podaran algunos de los árboles y arbustos. Desde aquel momento, Allan pasaba ocasionalmente por casa de Tausig para tomar el té. No hablaba de sí mismo, sino que prefería hablar de política, y en particular de su desprecio por George Bush y Tony Blair y su «injustificada» invasión de Irak.

Cuatro meses antes, Allan le había dicho que planeaba hacer un viaje a Texas. «Parecía emocionado», recordaba Tausig. «Dijo que iba tras algo nuevo, algo grande, que su nuevo libro sobre George Bernard Shaw sería su obra maestra».

Mientras tanto, en el interior del número 9 de Downshire Hill, Cole buscaba cualquier correspondencia o información útil que hubiera podido obviar el día anterior. Pasó varias horas hojeando balances de cuentas, cartas, revistas y diarios, pero no encontró nada útil. Cole le preguntó al subinspector Giles qué debía hacer con los documentos de viaje y el pasaporte que se había llevado el día anterior. Su jefe le dijo que volviera a ponerlos donde los había encontrado.

Tras echar un nuevo vistazo alrededor de la vivienda, Cole y el resto de los policías abandonaran el edificio. Cerraron de nuevo las puertas y devolvieron las llaves a la comisaría de Kentish Town antes de la hora de la cena.

La mañana del miércoles 14 de junio, dos días después de la primera visita de Cole a la casa, el subinspector Nick Giles decidió tomar el mando de la búsqueda. Se había puesto en contacto con dos parientes lejanos de Allan Chappelow —Michael Chappelow, marchante de arte, y James Chappelow, profesor en la ciudad de Hemel Hempstead—, y ambos le habían dicho que era muy improbable que el anciano estuviera en otra parte que no fuera su casa. El subinspector estaba cada vez más preocupado por la posibilidad de que hubiera sucedido algo desafortunado. Tras dos días de búsqueda, todavía no estaban seguros de que Allan Chappelow no se hallara en su domicilio del 9 de Downshire Hill. La mitad de las habitaciones estaban tan llenas de desperdicios que no habían podido realizar una investigación exhaustiva. La mejor forma de asegurarse completamente sería vaciar todas las habitaciones. No obstante, tardarían semanas en hacerlo, ya que ese trabajo lo llevaría a cabo un equipo de registro especializado que tendría que fotografiar y catalogar cada elemento antes de trasladarlos. Mientras tanto, solo quedaba otra opción: la unidad canina.

Sobre las tres de la tarde, el subinspector Giles regresó al domicilio, donde se encontró con Paul Vardon y Scott Stepney, cada uno de los cuales estaba acompañado por un pastor alemán negro y canela. Stepney y su perro fueron al piso de arriba, en tanto que Vardon dio una vuelta con su perra, Lacey, por la planta principal. Los pasillos, las escaleras y la habitación de la izquierda no suscitaron interés alguno en ella, pero en cuanto se aproximó a la habitación de la derecha, que estaba llena hasta arriba de papeles, emitió un ladrido grave específico y empezó a escarbar entre los papeles con sus garras. Vardon le dijo a Giles que era razonable concluir que había un cuerpo en descomposición de alguna clase en aquella habitación. Era posible que fuera desde comida podrida hasta un animal muerto, pero Vardon añadió que lo más probable era que se tratara de un cadáver. La única manera de comprobarlo sería retirar cuidadosamente toda la basura. El subinspector Giles, satisfecho de hacer finalmente algún progreso, cerró de nuevo la entrada a la casa, y después acordonó la propiedad entera con cinta azul y blanca.

A las cuatro de la tarde, de nuevo en la calle, frente a la casa, había llegado el momento de que el subinspector Giles pasara el caso al siguiente escalafón de la cadena de mando. Llamó a su jefe y lo informó de que habían encontrado algo y de que, a pesar de no poder asegurarlo completamente, era muy probable que se tratara del cuerpo de Allan Chappelow. Recomendó que enviaran al domicilio a un especialista en investigaciones de escenarios del crimen antes de que este estuviera más contaminado.

El caso quedaría ahora en manos de la unidad de homicidios del distrito noroeste de Londres y de su agente al mando, Pete Lansdown.

Páginas de sangre

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