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ERA SUFICIENTE/ SILENCIOSO COMO UN RATÓN

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Cerca de la frontera canadiense y al borde de la Reserva Nacional de Vida Silvestre Aroostook –una mezcla de bosque antiguo y nuevo que nunca se secaba del todo–, había un pueblo olvidado por los humanos.

Y era mejor que así fuera.

Desde afuera, Caswell, Maine, era nada. No había ninguna autopista importante en kilómetros. La única manera de saber que Caswell tenía un nombre era un cartel viejo junto a una carretera de dos carriles, sostenido por dos postes negros con la pintura saltada. En letras doradas decía “BIENVENIDOS A” y en blanco sobre negro, “CASWELL”. Debajo, se leía “FUND. 1879”. Abajo de todo, había un dibujo pequeño de un árbol con una granja y un silo de fondo, a lo lejos.

Cualquier persona que llegara a Caswell (generalmente, de casualidad), se encontraría con viejas granjas y calles sin una sola señal de tránsito. Había un almacén, un restaurante con un centelleante letrero de neón que decía “BIENVENIDOS”, una gasolinera y un vetusto cine que pasaba películas de otros tiempos, más que nada largometrajes de monstruos en blanco y negro granuloso.

Eso era todo.

Pero era mentira.

Nadie vivía en las granjas. Había personas que trabajaban en el almacén, en el restaurante y en la gasolinera, e incluso en el cine.

Pero nadie se quedaba en Caswell.

Porque justo a las afueras del insignificante pueblo se encontraba el lago Butterfield.

Lo rodeaban muros altos por todos los costados; la piedra tenía al menos metro y medio de ancho y estaba reforzada con acero.

Detrás de esos muros había un complejo.

Y allí residía la manada más poderosa de Norteamérica, y quizás del mundo.

Yo no vivía en el complejo. Me hacía sentir electricidad en la piel. No me gustaba.

Junto al lago Butterfield estaba Woodman Road, una calle de tierra y grava. Al final de Woodman Road había un portón metálico. Y, cruzando el portón, en lo profundo del bosque, había una casita.

No era gran cosa. En otro tiempo, había sido ocupada por los leñadores que cortaban los árboles hasta mediados del siglo veinte. Tenía dos dormitorios. Un baño pequeño. Un porche con dos sillas. La cocina servía para dos hombres, y eso era todo. No más que eso.

Era suficiente.

La mayor parte del tiempo.


Había días en los que necesitaba la tranquilidad. Estar lejos de todo el mundo.

Días en los que me transformaba y corría por la reserva de vida silvestre, sintiendo la tierra húmeda debajo de las patas y las hojas golpeándome la cara. Seguía hasta que no daba más, hasta que los pulmones me ardían en el pecho y la lengua me colgaba de la boca.

Me perdía en lo profundo de la reserva, lejos de los colores y sonidos del complejo. Lejos de los otros lobos. Lejos de los brujos. Incluido Ezra. Él entendía.

Me desplomaba a los pies de un árbol antiguo, de costado, el pecho agitado. El instinto me llevaba a ese lugar, y me revolcaba en el pasto, de espalda, dejando que el sol me calentara la panza. Los pájaros cantaban. Las ardillas correteaban y aunque podía perseguirlas y comerlas, solía dejarlas en paz.

Tenía una relación extraña con los árboles.

Mi madre me había dejado en uno, instantes antes de que mi padre la asesinara.

Tenía seis años.


Los recuerdos son extraños.

Si me preguntaran lo que hice hace solo un año, es probable que no me acordara, salvo que alguien me ayudase.

Pero recuerdo tener seis con una claridad sorprendente.

Algunos de esos días, al menos.

Destellos brillantes, instantes que me hacían hormiguear la piel.

Recuerdo una manada. Éramos seis. Había una Alfa, fuerte y amable. Me ponía la nariz contra el pelo y me olfateaba.

Estaba su compañera, una mujer mayor que, cuando se reía, echaba la cabeza hacia atrás y se la tomaba entre las manos.

Otra mujer se llamaba Denise. Era bella y silenciosa. Cuando se movía, apenas parecía tocar el suelo. Una vez, le pregunté si era un ángel. Me alzó y me hizo cosquillas. Su compañera era una mujer negra con dientes blancos y centelleantes y una sonrisa pícara. Tenía una huerta. Me dio tomates y los comimos como si fueran manzanas, con el jugo y las semillas chorreando de las barbillas.

La otra era mi madre. Se llamaba Beatrice. Y era la persona más poderosa de mi mundo. Dormíamos en la misma habitación. Me susurraba a la noche y me decía que estábamos a salvo, que no tendríamos que volver a escapar. Que podíamos tener un hogar. Que nunca dejaría que nada malo me sucediera. Le creí. Era mi madre.

No entendía por qué nos escapábamos o desde hacía cuánto tiempo. Había noches en las que dormíamos en un auto viejo en el que ella rezaba antes de encenderlo: “Vamos, por favor, Dios, dame solo esto”.

Giraba la llave y el motor petardeaba y petardeaba y luego se encendía, y ella chillaba de placer, golpeando las manos contra el volante, y me sonreía de oreja a oreja mientras me decía: “¿Ves? Estamos bien. ¡Estamos bien!”.

Denise nos encontró durmiendo en el auto junto a un camino de tierra, escondidos en un bosquecillo.

Mi madre me despertó al apretarme contra su pecho. A través del parabrisas vi a una mujer extraña sentada en el piso, frente al auto.

Nos saludó con la mano.

–Loba –susurró madre.

El auto no arrancaba.

No emitía sonido.

La mujer extraña nos miró ladeando la cabeza. Habló en voz baja, pero mi oído era agudo, y la escuché.

–Está bien. No voy a lastimarlos –dijo.

Estábamos en el territorio de otro lobo.

La mujer nos llevó a la Alfa, en una cabaña vieja que tenía dos chimeneas.

Mi madre me mantuvo cerca suyo.

Los ojos de la Alfa brillaron, rojos.

Mi madre tembló.

–¿Tienen comida? Tenemos hambre –dije yo.

–Sí. Creo que sí –sonrió la Alfa–. ¿Te gusta el pastel de carne?

No sabía qué era el pastel de carne. Se lo dije.

La sonrisa se desvaneció.

–¿Por qué no probamos a ver si te gusta? Si no, podemos preparar otra cosa.

Me gustó muchísimo el pastel de carne. Me pareció que nunca había comido algo tan rico antes. Comí hasta que me dolió el estómago.

La Alfa se alegró.

Nos quedamos.

La primera noche, mi madre durmió enroscada alrededor de mí.

–¿Qué te parece, cachorro? –susurró, besándome la cabeza.

Bostecé. Estaba cansado, y dormir en una cama por primera vez en un largo tiempo se sentía bien.

–Sí –confirmó ella–. Pienso lo mismo.

Pasaron los días. Las semanas.

–¿El padre? –preguntó la Alfa.

Yo dibujaba en la mesa de la cocina. Me habían dado montones de crayones. Había marcadores, también, pero estaban casi todos secos porque les faltaban las capuchas.

–Cazador –susurró mi madre con la voz estrangulada–. Pensé que era… Pensé que él era mi…

Alcé la vista y vi que lloraba. Lo sentí al fondo de la garganta. Había un olor amargo en el aire, como si algo estuviera podrido.

No reconocí qué era.

Más adelante lo sabría.

Era vergüenza.

Antes de que pudiera acercármele, la Alfa se levantó y la abrazó. La abrazó con fuerza y le dijo que entendía.

El olor amargo se desvaneció después de un rato.

Tuvimos meses. Meses en los que nos quedamos quietos y parecía que habíamos encontrado nuestro lugar. Éramos como un árbol, nuestras raíces crecían en la tierra y se fortalecían con el paso de los días. Nuestra cama empezó a oler a nosotros. Daba gusto.

No duró.

Ardió todo.

Me desperté por el olor, y no era vergüenza.

Era fuego.

Los lobos aullaban.

Mi madre me alzó de la cama.

Tenía los ojos como platos, aterrados.

Hubo un estruendo fuerte en alguna parte de la cabaña y oí gritos de hombres. Era la primera vez que oía una voz masculina en mucho tiempo, porque la Alfa no permitía hombres en su manada. Decía que no le servían para nada; me guiñaba el ojo y me decía que yo iba a ser la excepción. Me hacía feliz, más feliz de lo que había estado en un largo tiempo, porque iba a ser un buen hombre. El mejor de todos. Mi madre me lo decía.

Nos acercamos a la ventana. Estaba oscuro cuando me dejó caer al piso. Uno de mis pies descalzos aterrizó en una roca y me corté.

Grité, aunque ya empezaba a sanar lentamente.

Madre me cubrió la boca con la mano y me alzó en sus brazos.

Corrió. Nadie podría correr más rápido que mi madre. Siempre había creído eso.

Pero, esa noche, no pudo correr lo suficientemente rápido.

El árbol al que me llevó era viejo. Antiquísimo. Denise me había dicho que era especial, que era la reina del bosque y que protegía a todo sobre lo que se alzaba.

En primavera, llegaban los zorros y tenían sus crías en la oquedad que había en su base. Estaba vacía cuando mi madre me metió en ella. Había hierba y hojas muertas dentro, y era mullida.

Mi madre se agachó, el pelo negro le enmarcó la cara. Tenía hollín en ella, en las manos. Usaba gafas aunque no las necesitaba. Decía que la hacían sentirse mejor. Más inteligente. Creía que era una tontería, pero en ese momento me pareció la persona más hermosa que había visto.

–Quédate aquí –me dijo–. Hagas lo que hagas, oigas lo que oigas, no salgas hasta que yo venga a buscarte. Aunque alguien te llame por tu nombre, no te muevas. Es un juego, lobito. Estás escondido y no puedes permitir que nadie te encuentre.

Asentí porque ya había jugado a este juego antes.

–Silencioso como un ratón.

–Sí. Silencioso como un ratón. Ten, guárdame esto –se quitó las gafas y me las puso. Me quedaban demasiado grandes y se me caían de la nariz. Estiró la mano y me tocó la mejilla–. Te amo. Siempre.

Y, entonces, se transformó.

Su lobo era gris como las nubes de tormenta. Tenía rayas negras en el hocico y entre las grandes orejas. Me miró una vez más, y sus ojos ardían naranjas.

Desapareció.

Me quedé en el árbol. Era un juego, y no quería perder.

Incluso cuando oí lobos aullando de dolor, me quedé.

Incluso cuando oí hombres gritando, me quedé.

Incluso cuando oí disparos, me quedé, pero me tapé los oídos.

Me quedé incluso cuando oí una voz llamándome por el nombre, cuando el cielo empezaba a clarear.

Una voz masculina.

Y familiar, como si la hubiera oído antes.

–Robbie –decía–, ¿dónde estás, hijo? Sal, sal, sal.

–¿No me reconoces? –decía.

–Robbie, por favor. Soy tu papi.

Silencioso como un ratón, me quedé.

Por fin, las voces se apagaron.

Pero me quedé igual.

Luego, me dirían que estuve en el hueco durante tres días. No recuerdo gran parte, solo momentos breves, como cuando encontré una bellota y me la comí porque tenía hambre. O cuando tenía que orinar, así que lo hice en un rincón; el olor me dio nauseas por horas.

Los lobos me encontraron, por fin.

Me taparon los ojos cuando me sacaron. Me preguntaron quién era. Qué había sucedido. Quién había hecho todo eso.

–Soy silencioso como un ratón –les dije, cuando me cargaban–. Tengo sed. ¿Tienes agua? Mamá debe tener sed. Corre muy rápido. La encontraré. Soy bueno para buscar rastros. No se esconderá de mí.

Vi lo que quedaba de la cabaña, quemada y aún humeante.

No volví a ver a Denise ni a su compañera.

Tampoco vi a la Alfa y a su compañera.

Pero sí vi a mi madre una vez más.

Tenía sangre en el pelaje, y les grité a las moscas que revoloteaban alrededor de su cabeza, pero los lobos me llevaron.

Los recuerdos son extraños. Los llevo como si fueran cicatrices.


Desde afuera, el complejo dentro de los muros que rodean al lago parecía una postal. Las casas eran grandes y estaban bien cuidadas. De la mayoría de las casas salían muelles que conducían al lago. Los niños corrían por los caminos de tierra y le gritaban y chillaban al gigantesco lobo que los perseguía. Iban de camino a la casa en la orilla este del lago, que se había transformado en escuela. Yo había ido a una similar muy lejos de allí, y había aprendido a escribir y a dividir y a rastrear y a analizar todos los olores deliciosos y a aullarle a la luna.

Algunos de los pequeños se chocaron conmigo y se aferraron a mis piernas, y me rogaron que los protegiera del lobo malo que los perseguía.

Un cachorrito –un niño llamado Tony– trepó por mis piernas y pecho, y me abrazó. Me torció las gafas mientras me gritaba que no quería ser comido, ¡sálvame, Robbie, sálvame!

Me reí y lo hice girar; los demás niños me rodearon y me pidieron que también los alzara. Les gruñí juguetonamente, mostrándoles los dientes. Me imitaron.

–No sé si puedo salvarte –le expliqué a Tony–. Quizá tengas que salvarme tú a mí.

–¡Puedo hacerlo! –exclamó Tony–. ¡Lo he aprendido! ¡Mira!

Entrecerró los ojos y apretó los dientes hasta que su rostro comenzó a cobrar una tonalidad rojiza alarmante. Y entonces, por un breve instante, sus ojos ardieron naranjas.

–Guau –me asombré–. Mírate. Lo estás haciendo genial. Algún día te convertirás en un lobo increíble.

Chilló de placer y se retorció tanto entre mis brazos que casi se me cae. Los otros niños también querían mostrarme sus ojos, y la mayoría lograba mostrar el destello naranja brillante. Los que no podían parecían decepcionados, pero les expliqué que sucedería cuando estuvieran preparados, y sonrieron.

La loba que los había estado persiguiendo –la maestra– gruñó por lo bajo, y dejé a Tony en el suelo. Los niños se marcharon rumbo a la escuela.

–Vaya grupito, ¿eh? –le comenté a la loba.

Resopló y se apretó contra mí, y los lazos que nos unían se encendieron. Era como si una cuerda tensa punteara en la oscuridad y reverberara en mi cabeza. Cerré los ojos al sentir su peso y…

(te veo)

Retrocedí un paso al oír la voz extraña en mi mente.

No sabía de quién era. No la reconocía. No venía de nadie que yo conociera. Nadie en el complejo, al menos. Resonó en la oscuridad, y luego desapareció.

La loba ladeó la cabeza para mirarme y sentí su pregunta sin palabras.

–Estoy bien –dije, con una sonrisa forzada–. No dormí bien anoche. Un día importante. Ya sabes cómo me pongo.

La loba resopló y arañó el suelo. Se apretó contra mí una vez más; su aroma era dulce y tibio. Alzó la cabeza y me empujó las gafas sobre la nariz. Las lentes se empañaron brevemente; fruncí el ceño y ella resopló de nuevo.

–Sí, sí. Tienes una clase que dar, Sonari. Apúrate.

El hilo que nos unía volvió a sonar, y ella partió al trote tras los niños.

Me la quedé mirando. Sentí el comienzo de una migraña. Me froté el cuello y luché contra el deseo de transformarme y correr hacia los árboles. Era un ansia que no podía satisfacer. No aún. Tenía un trabajo que hacer.


La gente –lobos y brujos por igual– me saludaba mientras caminaba por el complejo. Los saludé, pero no me detuve a charlar. Tenía lugares a los que ir, personas que ver. No les gustaba cuando llegaba tarde.

Algunos lobos me ignoraban, pero estaba acostumbrado. Ocupaba una posición que ellos creían inmerecida, dado el poco tiempo que había pasado allí. Me importaba una mierda lo que pensaran. Contaba con la confianza de la Alfa de todos y de su brujo, y eso era todo lo que importaba.

Pero la mayoría eran amables. Pronunciaban mi nombre como si estuvieran felices de verme, como si yo importara. Respiré el aire del complejo y del bosque, oí a los lobos moviéndose a mi alrededor, el día apenas comenzaba. Era como siempre había sido desde mi llegada a Caswell. Animado, con muchas partes trabajando juntas.

Había una casa apartada de todas las demás, entre los árboles. Los niños no se le acercaban. La mayoría de los adultos tampoco. Era una casa normal, con persianas verde oscuro y el revestimiento pintado de blanco. Pero estar cerca de ella me hacía sentir bajo el agua, y me hacía estornudar.

Un lobo estaba frente a la casa, apoyado contra la puerta, los brazos cruzados sobre un pecho imponente. Me saludó con la cabeza.

–Robbie.

–Ey, Santos. ¿De guardia de nuevo?

–Cuestión de suerte –afirmó, entrecerrando los ojos.

–Parece que siempre estás de suerte, entonces.

–Alguien tiene que hacerlo –se encogió de hombros e indicó con la cabeza en dirección a la puerta–. No es difícil. El tipo apenas puede moverse. Siempre y cuando no lo tenga que lavar después de que se caga encima, no tengo problema. Hay trabajos peores.

Las protecciones alrededor de la casa me hacían hormiguear la piel y picar la nariz. No sé cómo Santos soportaba estar tan cerca de la barrera mágica. Un código, una especie de botonera metafísica de la cual solo algunos tenían la combinación, levantaba la barrera. La mayoría no entraba sin Ezra, e incluso entonces, entraban y salían lo más rápido posible. No te quedabas a pasar tiempo con el prisionero. Los monstruos debían permanecer bajo llave por el bien de todos nosotros. A pesar de eso, sentía curiosidad por él, por lo que había hecho. Muy pocas personas lo sabían. Yo no era una de ellas.

–¿Habla?

–Sabes que no –Santos negó lentamente–. Totalmente vacío. Ni siquiera sabe quién es, menos dónde está.

Santos tenía una expresión extraña en el rostro. No era de maldad, pero sí desagradable.

–¿Por qué te interesa?

–No sé… No me interesa –respondí, frunciendo el ceño.

–Por supuesto que no –repitió, con una mueca despectiva. Le caía mal a Santos–. ¿No tienes que estar en otro lado? Ezra pasó hace un largo rato, lo que quiere decir que estás llegando tarde.

Largué un insulto.

–No sé por qué no me esperó.

–Sabe cómo eres por la mañana.

–Ya, ya. Sigue así, Santos. Veremos cuán lejos llegas.

–Por supuesto, Robbie –se rio, burlón.

Me despedí saludándolo con la mano. Eché otro vistazo a la casa por encima del hombro. Me pareció ver movimiento en una de las ventanas, pero me dije que era solo un juego de luces y sombras.


La casa más grande del complejo era una cabaña de dos plantas con un largo porche cubierto que daba al lago. Las ventanas estaban abiertas para dejar pasar el aire fresco. Subí las escaleras al porche; la madera crujía bajo mis botas. Dudé por un instante antes de abrir la puerta.

El interior de la cabaña era amplio. Un fuego ardía en el hogar y los lobos se movían con rapidez por la planta baja. Algunos me echaron una mirada, pero la mayoría me ignoró. Estaban ocupados, y la Alfa de todos prefería que fuera así.

Subí la escalera que conducía al primer piso; me aparté hacia la baranda cuando una mujer que conocía de vista bajó corriendo. Me sonrió al pasar, pero no se detuvo. La casa era ruidosa y siempre estaba en movimiento, con gente yendo y viniendo.

Llegué al final de la escalera. A mi izquierda, cinco puertas conducían a dormitorios y baños. A mi derecha, había un armario y una puerta de doble hoja que llevaban a la oficina. Sentí algo fuerte pulsar dentro de mí. Me empujaba hacia la puerta de doble hoja.

Ella sabía que yo estaba allí, aunque la sala estuviera insonorizada.

Era parte de ser la Alfa de todos. Le pertenecía, y ella siempre podría encontrarme.

Llamé antes de abrir la puerta.

Ezra estaba sentado en una silla frente a un gran escritorio. Había una silla vacía junto a él. No se volvió a mirarme, pero sentí que su magia me envolvía. Me deleitaba en esa sensación mucho más que en la de ella. Me parecía que ella lo sabía, pero nunca hablamos al respecto.

Y allí, sentada detrás del escritorio, estaba la Alfa de todos.

Michelle Hughes juntó las manos frente a ella.

–Llegas tarde, Robbie –dijo.

Heartsong. La canción del corazón

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