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LA INTENSIDAD DE LOS SUEÑOS/ MATARNOS A TODOS

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–Y eso es todo –dijo Michelle, dubitativa–. Tan solo eso. Estaban ocupados.

–Suele suceder –observó Ezra–. La vida se complica cuando menos lo esperamos. No sé si es necesario castigarlos, siempre y cuando no sigan así. En particular después de todo lo que han experimentado.

Michelle se reclinó en su asiento, la luz de la computadora se reflejó en sus ojos.

–¿Ninguno de los dos sospechó otra cosa?

–Yo no, para nada –aseveró Ezra–. Aunque no soy lobo. No soy tan… hábil para detectar el engaño. Y dado que no tienen brujo, siento que tenemos que recurrir a Robbie en este caso.

Se volvieron hacia mí.

–¿Robbie? –me animó Michelle.

“¿Por qué piensas que no lo haré?”.

“Porque una parte tuya sabe que estoy diciendo la verdad. Lo sientes, ¿no es verdad? Oculto entre las sombras, enterrado en lo profundo de tu interior. Algo… no está bien. ¿Sueñas?”.

Soñaba. Con tal intensidad que se sentía real.

–Están ocupados –respondí.

Verdad.

–Tienen dos lobos jóvenes.

Verdad.

–La misma Alfa es joven, como ya saben.

Verdad.

–Es una carga para cualquiera.

Verdad.

–Pero Alfa Wells es capaz de muchas cosas.

Verdad.

–Y no hay ningún motivo para no creer que solo está haciendo lo que considera correcto para su manada.

Ah, qué fácil era mentir sin mentir realmente.

Michelle asintió con lentitud. Estaba atenta a las irregularidades de mi ritmo cardíaco. No hubo ninguna.

–¿Y saben que tienen que mantenerse en contacto a partir de ahora?

–Lo saben –dijo Ezra–. Cuando me reuní con la Alfa Wells a solas, le dejé clara la importancia de tener líneas abiertas de comunicación. Ella…

Se quedó mirando el vacío, con la boca abierta. Me estiré y le toqué el brazo. Parpadeó al mirarme.

–Lo siento. Solo… –sacudió la cabeza–. Hacerse viejo. Les recomiendo que lo eviten. La mente tiene tendencia a divagar con la edad.

Sonrió con tristeza.

–Creo que la manada Wells está en buenas manos. Tienen mucho que aprender, pero no sé si es necesario que nos preocupemos por eso ahora. Tenemos cosas más importantes en las que concentrarnos.

Como un Omega escondido en el piso de un silo y rodeado de una magia desconocida.

–Robbie, ¿nos dejarías solos por un instante? –pidió Michelle–. Tengo que hablar con mi brujo. Cumpliste con tu deber. Gracias. Te necesitaré de nuevo en los próximos días. La computadora sigue haciendo ruidos extraños. Necesito que le vuelvas a echar un vistazo. Sabes que soy un desastre con esas cosas.

Lo era. No sabía nada de tecnología. Siempre me daba un poco de ternura lo mucho que se frustraba.

Vacilé. Si no decía algo ahora, no podría hacerlo jamás. Nunca volverían a confiar en mí si supieran lo que les estaba ocultando.

Y, sin embargo…

–Ve –dijo Ezra–. Te veo más tarde. Date una ducha. Apestas.

Los saludé con una inclinación y dejé la oficina, cerrando la puerta detrás de mí.


El complejo estaba animado, pero apenas si lo noté.

Estaba perdido en mis pensamientos.

Acababa de mentirle a mi Alfa.

De mentirle a Ezra, su brujo.

¿Y por qué? ¿Por una manada que no conocía que estaba protegiendo a un Omega?

¿Qué demonios me sucedía?

Me choqué con una loba. Me disculpé.

–No hay problema –dijo, frunciendo el ceño y apurando el paso, no sin echarme un vistazo por encima del hombro.

Me la quedé mirando mientras desaparecía en la multitud.

Algo… andaba mal.

La gente pululaba como siempre.

Nadie se detuvo a hablar conmigo, como solían hacerlo.

Nadie me saludó.

Me miraban de reojo, pero cuando notaban que los estaba observando, sonreían y apartaban la mirada. El acuse de recibo más mínimo posible.

No como si tuvieran miedo de mí, pero… No sabía.

Sacudí la cabeza.

Estaba cansado. Era eso. Estaba cansado e imaginándome cosas. Proyección o alguna mierda de esas. Me sentía culpable y lo proyectaba en los demás. No era nada.

Estaba bien.

Estaba bien.

Tenía que ir a casa. Ducharme. Dormir. Eso era todo.

Con un plan en marcha, avancé.

Y, sin embargo…

No podía dejar de pensar en la expresión de Malik mientras acunaba al niño Omega en sus brazos, un niño Omega a medio transformar, aunque era muy joven para poder convertirse en lobo.

¿Puedo confiar en ti?

Había dicho que sí. No sabía por qué.

Por qué había dicho que sí. Por qué me lo había preguntado. Por qué me había mostrado lo que me había mostrado.

No me conocía. No sabía nada de mí.

Y, sin embargo…

Hay un prisionero.

En tu complejo.

El suelo se tambaleó bajo mis pies.

Me estaba empezando a doler la cabeza.

Me iba a casa.

Me iba a casa.

Pero en vez de eso, me detuve frente a la casa en la que estaba el prisionero. El que nadie nombraba. Todos lo sabíamos, por supuesto, y nos manteníamos alejados, pero su identidad y lo que había hecho era conocido por pocos.

Santos estaba de nuevo allí. Cuestión de suerte.

Qué cómico.

–Oí que te habías ido –me espetó.

–Una misión.

Y:

–Eso es todo.

Y:

–Fueron un par de días, algo sencillo.

Y, y, y:

–¿Quién está ahí?

–¿Quién está dónde? –entrecerró los ojos.

Me sentí afiebrado. Acalorado y deslumbrado. El sol me calentaba el cráneo. Había magia, ah, sí, pero me resultaba familiar. La conocía porque conocía a Ezra. Conocía su aroma y su sabor. La magia era

(una huella digital)

única de cada usuario.

El suelo onduló.

Me caí hacia adelante.

–¿Qué mierda te pasa? –gruñó Santos, sosteniéndome antes de que tocara el piso.

–No lo sé –jadeé, tratando de ignorar la voz en mi cabeza, la voz que decía una huella digital porque venía de algún lugar allí dentro, y no la conocía. No la reconocía. No la reconocía, maldición…

Tenía que ser eso.

Tenía que ser eso lo que estaba pasando.

Sea quien fuera quien estaba en la casa, estaba filtrando su magia, que deformaba todo a mi alrededor. Las defensas que la rodeaban se habían resquebrajado, y este brujo las estaba usando a su favor. Sin importarle que se le habían quitado sus poderes. Sin importarle haber hecho algo tan espantoso que había tenido que ser encerrado. No estaba funcionando.

–¿Quién es? –farfullé, apretando los dientes–. ¿Quién está allí dentro? ¿Me oyes, bastado? ¿Quién mierda eres?

Santos me alejó de un empujón.

Caí al suelo y me deslicé por la tierra.

Tenía los ojos naranjas cuando me miró con furia.

–No sé qué demonios crees que estás haciendo, pero tienes que detenerte. Tienes que…

Abrí la boca para mandarlo a callar, pero no salió ningún sonido.

Alcé la vista.

Era azul, azul, azul.

Y entonces grité, clavando las garras en la tierra.

El cielo estaba prendido fuego.

Quemaba.

Quemaba y…


QUÉ ESTÁS HACIENDO

robbie

robbie

por favor no

por favor no lo hagas

ay cielos qué te sucede

no eres

por favor por favor por favor no quiero morir

por favor me estás lastimando robbie me estás lastimando

ay cielos no

no

suéltame suéltame SUÉLTAME SUÉLTAME

robbie

robbie

ROBBIE


Cuando abrí los ojos, tenía la boca llena de sangre.

Sabía bien. A miedo. Fuera lo que fuera que había cazado me había tenido miedo.

La ansiaba.

Dejé que me cubriera la lengua.

La tragué, pero había más.

Mucha más y yo…

–Ahí estás.

Giré la cabeza.

Ezra estaba sentado junto a mi cama, en mi dormitorio.

No tenía la boca llena de sangre. De hecho, estaba seca. Tenía sed.

–¿Qué sucedió? –pregunté, con la voz ronca. Carraspeé–. ¿Lastimé a alguien?

Casi prefería no saber la respuesta.

–No –contestó Ezra, sacudiendo la cabeza, con aspecto cansado–. Por supuesto que no. Te desmayaste. Santos te encontró. Dijo que estabas… No importa qué dijo. ¿Cómo te sientes?

–Como si fuera la mañana siguiente a la luna llena. Confundido. Embotado.

–Mmm. ¿Te has exigido de más, quizá? Suele suceder.

–No lo sé. Yo… –sacudí la cabeza–. ¿Y si me pasa algo?

–No te pasa nada –me aseguró, burlón–. Yo lo sabría. ¿Me escuchas, querido?

Eso me hizo sentir mejor. Si alguien podía arreglar esto, era Ezra. Me conocía mejor que nadie.

–Sí. Por supuesto.

–Eres especial –dijo, posando la mano sobre mi ceño–. Mucho más de lo que te imaginas. Y haría cualquier cosa por ti. ¿Harías lo mismo por mí?

–Sí. Sí –mi dolor de cabeza estaba desapareciendo. La sangre en mi boca había sido solo un sueño.

Asintió lentamente.

–Bien. Está bien, Robbie. No puedo imaginarme cómo han sido estos años para ti. Pero no hay nada por lo que preocuparse. Estás cansado. Estresado. Los sueños que tienes no ayudan. No sé qué significan, y quizás no signifiquen nada. Pero quizás sí. Podría aliviarte de ellos si me lo pides. Podría borrarlos, como si nunca hubieran existido.

Su mano se apoyó con más fuerza sobre mi frente.

–Dejarte dormir y…

No emitió un sonido cuando lo tomé de la muñeca.

No lo hagas –rugí.

Sonrió con tristeza a pesar de que yo sentía cómo se torcían los huesos de su muñeca.

–¿Porque son tuyos?

Asentí y lo solté. Retiró el brazo y me pregunté si le dejaría un moretón. Me sentía mal, pero no lo suficiente como para pedirle disculpas. Confiaba en él, pero no quería que diera vueltas por mi mente.

–Está bien, Robbie. Si es lo que piensas. Ya sabes dónde encontrarme si cambias de idea –frunció el ceño–. O si necesitas hablar. ¿Puedo darte un consejo?

–Sí.

Suspiró y se repantigó en la silla. Se lo veía pálido, con la piel tensa por la preocupación.

–Tienes preguntas, lo sé. Preguntas acerca de quién está en esa casa. Santos me lo dijo, y debería haberme preparado mejor para esto.

–No estaba tratando de… –me senté rápidamente. Estiró la mano, interrumpiéndome.

–Pensé que sería por tu bien. De verdad. Dado tu pasado, parecía ser lo más sensato –sacudió la cabeza–. Ya debería saberlo. Los secretos no ayudan a nadie, en particular aquellos tan monumentales. El hombre que está en esa casa cometió atrocidades contra mucha gente. Hubo muertes por su culpa. Y lo único que pudimos hacer fue mantenerlo alejado del resto del mundo y quitarle todo su poder.

–Pero ¿cómo es posible que hayas mantenido al brujo en…?

–¿Brujo? –dijo Ezra–. ¿Qué brujo?

–El brujo que está en la casa. El prisionero.

Ezra se rio.

–Ah. Ah. Querido, no hay un brujo en esa casa. Es un lobo. Un lobo poderoso y terrible que quería algo que no le pertenecía. Pero ya no puede lastimar a nadie. Está vacío. Es una cáscara, hueca y débil.

¿Un lobo? Pero yo había sentido… Hubiera jurado que había magia, y que se estaba filtrando desde adentro, filtrando hasta que…

–Un lobo –repetí, en voz queda.

–Sí, querido. Uno al que no nombraremos porque ha perdido ese derecho –su expresión era sombría.

–¿Qué hizo? –pregunté, seguro de que no iba a obtener una respuesta.

Ezra suspiró y bajó la vista a las manos.

–Se llevó a un niño. Un niño pequeño. Un principito, o lo más cercano a uno que tenemos en esta época. El lobo lastimó horriblemente al niño, que se salvó solamente por la gracia de la luna. Pero no antes de que el lobo lo hubiera torturado de maneras que ningún niño debería haber conocido –parecía sentir una tristeza infinita–. No espero que entiendas semejante cosa. Jamás lastimarías a alguien que no se lo merece. Y aunque el niño no era inocente, precisamente, lo que le hizo fue una locura.

–¿Qué demonios? –pregunté, incrédulo–. ¿Qué quieres decir con que no era inocente? Era un niño.

–Ya sé, ya sé –reconoció Ezra, alzando las manos para calmarme–. Pero incluso los niños son capaces de cosas que no esperaríamos de ellos. Y cuando vienes de una familia como la de él, es necesario ser extremadamente cauteloso. Su familia… es… bueno. Digamos que quiere algo que no puede tener. Algo que no le pertenece.

Me miró fijo.

–Algo que va contra la naturaleza misma de los lobos.

Se encendieron alarmas en mi mente. Sentí que las paredes se me venían encima.

–¿Qué? ¿Qué quieren?

–Que desaparezca tu Alfa. Que la Alfa de todos se derrumbe y que nuestro mundo se suma en el caos. Que los humanos se integren a la manada de lobos. Tú sabes mejor que nadie del peligro que representan los humanos, y de qué son capaces. A esta familia no le importa. Están dispuestos a destruir todo por lo que hemos trabajado tanto e imponer su voluntad a todos los lobos. Y yo no puedo permitirlo.

–¿Por qué no me lo contaste nunca? –le espeté–. ¿Cómo carajos voy a protegerla si no se nada de esto?

Se lo veía frágil y débil. Su mano tembló contra mi muñeca. Habló en voz baja.

–Disculpa a un hombre viejo. Solo quería protegerte de toda la oscuridad. Darte una vida en la que solo experimentaras paz, después de todo lo que has sufrido. Me equivoqué. Te subestimé, querido. No debería haberlo hecho. Te mereces algo mejor –inspiró hondo–. No sé qué nos depara el futuro. Pero sé que, si queremos sobrevivir, es importante que sepas quiénes son nuestros enemigos. El hombre en la casa. El prisionero. Es un enemigo, pero le hemos quitado las garras. Aunque, a pesar de eso, parece ser capaz de algún tipo de influencia. Me pregunto, ¿qué es? Dime, querido. ¿Por qué ahora? ¿Por qué surgió esto ahora? ¿Alguien te dijo algo?

Terreno peligroso.

–Es secreto –dije–. Y no me gustan los secretos.

Era una distracción, improvisada y burda.

Pero funcionó. Asintió.

–Sé que no. Pero es por tu bien. Y por el bien de todos. No será el último. Siento que nos esperan tiempos peligrosos –nunca lo había visto tan anciano como cuando dijo–: Es hora de que sepas quién es el verdadero enemigo. Los que podrían quitárnoslo todo.

–Dime. Dime. Dime.

–Son los Bennett. Y lo destruirán todo, si se lo permitimos.


Me dejó después de que le prometí que descansaría. Extrajo mis gafas del bolsillo de su abrigo y los dejó sobre la mesita de luz.

–Lobo bobo –me dijo–. No las necesitas.

Te quiero, te quiero, te quiero.

No respondí.

–Omegas –dije, cuando llegó al umbral de la puerta. Se detuvo, sin darse vuelta.

–¿Qué pasa con los Omegas?

–¿Alguna vez viste uno?

–Ah, sí –contestó enseguida–. Pobres criaturas. Salvajes y oscuras. No puedo imaginarme cómo se siente sentir que te arrancan todo, que tu lazo quede destrozado en mil pedazos. Creo que yo también perdería la cabeza.

Me miró de reojo, por encima del hombro.

–¿Por qué preguntas?

–Me preguntaba qué otra cosa no me habías contado.

–Me lo merezco –admitió, con una expresión dolida–. Y no, querido, te prometo que sabes todo lo que yo sé. No te ocultaré más estas cosas. No eres un niño.

–No. No lo soy.

Asintió.

–Duerme, Robbie. Hablaremos más en la mañana.

Cerró la puerta detrás de sí y me dejó solo.

Me dejé caer en la cama de nuevo e intenté concentrarme.

Bennett.

Ese nombre.

Conocía ese nombre.

¿No era así?

Por supuesto que sí.

Estaba perdido en la niebla, en los márgenes, pero lo conocía.

Ahora apenas si se lo pronunciaba en voz alta.

Habían traicionado a los lobos.

Eran el enemigo.

Y si pensaban que me iba a quedar de brazos cruzados y permitir que me quitaran a mi Alfa, estaban equivocados.

Haría cualquier cosa para protegerla.

Cualquier cosa.


No soñé con lobos.

En su lugar, había una sombra sobre mi cama.

No podía moverme.

No podía gritar.

Se inclinó y me susurró al oído.

Dijo…


Abrí los ojos.

El cielo se veía gris a través de la ventana.

Parpadeé mientras bostezaba, y me crujió la mandíbula.

Oía a Ezra en el piso de abajo, en la cocina. Olía el café espantoso que siempre preparaba. Sonreí.

Salí de un salto de la cama, rascándome el estómago desnudo y haciendo crujir la espalda.

Me sentía… bien.

Tenía la mente despejada.

Busqué los vaqueros que había usado el día anterior. Estaban doblados sobre la cómoda.

Fruncí el ceño. Por más que lo intentaba, no recordaba habérmelos quitado y puesto allí.

Sacudí la cabeza. No era nada. Ayer… bueno. Había sido lo que había sido. Y aunque apenas tuviera un vago recuerdo, estaba bien. Michelle estaba contenta. Ezra estaba contento. Había hecho un buen trabajo. Se preocupaban por mí, y no podía pedir más.

Tomé los vaqueros y los olfateé. Olían bien. Tenían el olor de un lobo extraño y… ¿heno? ¿Cuándo demonios había estado cerca de heno?

Qué importaba.

Me los puse, tenían tiro bajo. Mi billetera estaba en el bolsillo de atrás. El bolsillo delantero estaba arrugado, así que metí la mano para acomodarlo.

Había algo dentro.

Lo extraje.

Un pedacito de papel. Una nota adhesiva. Naranja brillante.

Había dos letras escritas en mi letra.

Unas rayas, también.


No recordaba haberlo escrito.

Sabía qué quería decir. Era un juego de mamá, como el Ahorcado. Lo usaba para enseñarme a deletrear.


Me lo quedé mirando. ¿Cuándo había metido la nota? ¿Cuándo la había escrito?

Fui al armario y lo abrí, y aparté la ropa colgada. Allí, en el fondo del armario, había un pequeño panel de madera. Aunque alguien mirara, no lo vería. Ni siquiera Ezra conocía su existencia. Había esperado a que saliera de la casa durante mi segunda semana en el complejo para cortar la madera del fondo del armario.

Dejé que un poco de uña creciera en mi dedo índice derecho, y lo metí en la delgadísima hendidura de la parte superior. Tironeé.

El panel se cayó.

Adentro (ADENTRO) había una caja con todos mis secretos.

La extraje y me senté en el suelo, con la caja sobre la falda.

Era sencilla y estaba hecha de pino. Había sido un joyero, pero mi madre había vendido todo su contenido para financiar nuestro escape.

Ahora estaba repleta de pequeños tesoros.

Su licencia de conducir. No sonreía. Toqué la foto antes de hacerla a un lado.

En una esquina de la caja, había un lobo de piedra.

Un regalo para quien me completara.

Había sido tallado por el Alfa que me enseñó a transformarme. Me dijo que debía mantenerlo a resguardo. Entero. Era pequeño y de piedra negra, las orejas levantadas, la cola alrededor de las patas del lobo. La levanté y…

Debajo, había una ¿tarjeta? doblada. No la reconocí.

Dejé a un lado el lobo de piedra.

La tarjeta cayó sobre la caja y se abrió a medias. Una caricatura de lobo. ¡¡AÚLLO POR TI!!

La recogí y la abrí.

Un número de teléfono y cuatro palabras.

PARA CUANDO ESTÉS LISTO.

Contemplé la tarjeta con el ceño fruncido. No tenía idea de dónde había salido. Volví a pensar en los últimos días. Yo había… ¿qué? Había ido a ver a Michelle un par de veces. Me había convocado. Me dijo que era un buen lobo. Que estaba orgullosa de mí. Ezra había estado presente. Sonriente. Todo bien. Todo genial. Todo maravilloso. Lo tenía

(puedo confiar en ti)

en la punta de la lengua, pero no podía recordar, no podía

(la canción del lobo)

concentrarme, no podía concentrarme, mierda.

¿Qué importancia tenía?

Quizás alguno de los lobos más jóvenes me la había metido en el bolsillo y me había olvidado de que la había puesto en la caja. Se decía que varias de las chicas (y algunos de los chicos) estaban enamorados de mí. Era tierno. Ni loco pensaba hacer algo al respecto, pero, de todos modos. Tenía que reconocer la audacia de quien fuera que hubiera sido.

Guardé las cosas de nuevo en la caja y la cerré. La coloqué en el pequeño agujero y puse el panel en su lugar. Quizás Ezra supiera de qué se trataba.

Abrí la puerta del dormitorio.

–Ey, Ezra –lo llamé mientras salía de la habitación–. No te imaginas lo que encontré. Es…

Había un lobo completamente blanco al final del pasillo. Su cabeza casi rozaba el techo. Movió las orejas.

Me quedé paralizado.

El pasillo comenzó a moverse y doblarse, el revestimiento comenzó a resquebrajarse y los cuadros se cayeron de la pared; el vidrio se partió en mil pedazos sobre el piso. El lobo dio un paso hacia mí justo cuando el techo se abrió. Las paredes se estaban doblando y yo era incapaz de moverme, no podía siquiera retroceder, y el lobo, el lobo dio una zancada hacia mí, sus garras eran casi tan grandes como mi cabeza. Rascó la madera del piso y dejó largas marcas.

La casa se desintegró a mi alrededor, las paredes explotaron hacia afuera, el techo se levantó y partió.

Y luego, paró.

El lobo sonrió.

Tenía muchos dientes.

–¿Quién eres…? –pregunté.

El lobo corrió hacia mí.

Me preparé para resistir la colisión.

En el instante previo a la embestida, sus ojos se llenaron de un rojo brillante y terrible, y el Alfa…

Me atravesó.

Me agaché con la cabeza entre las manos, el papel se me hundía en la oreja y los lobos aullaban en mi cabeza, tironeando, tironeando, tironeando.

Cantaban:

¡¡AÚLLO POR TI!!

¡¡AÚLLO POR TI!!

¡¡AÚLLO POR…!!

–¿Robbie?

Abrí los ojos.

Ezra estaba de pie al final del pasillo, la cabeza ladeada, secándose las manos con un repasador.

La casa estaba como siempre.

Los cuadros en las paredes.

El techo intacto.

No había marcas en el piso.

–¿Dijiste que encontraste algo? –pregunto Ezra–. ¿Qué es?

Me lo quedé mirando.

Sonrió.

–Nada –dije, despacio–. Nada… Solo… un libro que pensé que había perdido.

–Es gracioso cómo es eso, ¿no es cierto? –asintió–. No nos damos cuenta de lo que hemos perdido hasta que lo tenemos frente a nosotros de nuevo. Es bueno verte levantado. Ven. Vamos a darte de comer.

–Enseguida voy –prometí.

Se volvió y regresó a la cocina.

Bajé la vista hacia la nota arrugada que tenía en la mano.

PARA CUANDO ESTÉS LISTO.

Heartsong. La canción del corazón

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