Читать книгу Heartsong. La canción del corazón - TJ Klune - Страница 12

COMPLETA REBELDÍA/ LOBITO

Оглавление

Durante nuestra huida, con los cazadores persiguiéndonos con una persistencia escalofriante, mi madre hizo todo lo posible para mantener la normalidad.

A veces, nos podíamos permitir un motel barato. Siempre estaban sucios y olían mal, pero ella decía que debíamos estar agradecidos por las cosas pequeñas.

Algunas noches se quedaba conmigo, se ovillaba alrededor de mí y me susurraba al oído.

Me hablaba acerca de un lugar donde seríamos libres. Donde nos transformaríamos y sentiríamos la tierra bajo nuestras patas sin temer a que nos lastimaran. Me contó que había un rumor sobre un lugar, lejos, muy lejos hacia el oeste, donde lobos y humanos vivían juntos en armonía. Se aman, me susurraba, porque eso es lo que la manada debe hacer.

Y me contaba otras historias, cositas que me hacían doler.

Acerca de su abuelo, que había sido dulce y amoroso. Siempre le daba frutas confitadas cuando nadie los miraba.

Acerca de la primera vez que se transformó y vio el mundo con los tonos de lobo. Acerca de los errores que había cometido, y que no podía enojarse mucho porque esos errores me habían traído a ella.

Me decía que, en un mundo perfecto, mi padre nos amaría. No le importaría lo que éramos. Que no la habría usado y que, cuando yo nací, las cosas habrían sido distintas para él.

–No es posible saber cómo funciona la mente de los hombres –me decía, con la voz tan amarga que podía saborearla–. Te dicen cosas y te las crees porque no tienes idea.

Me estiraba y le decía que no llorara.

A veces, hasta me hacía caso.


–Perdón –murmuré mientras cerraba la puerta detrás de mí–. Me atacó un grupo de cachorros.

–Parece que les caes bien –se rio Ezra.

–Gracias por esperarme –le dije, parándome junto a su silla y dándole una palmada en el hombro.

–Te dije que te levantaras. No es culpa mía que seas perezoso –alzó una ceja.

–Y no es culpa mía que tu idea de la mañana implique levantarse antes de que salga el sol. No estás bien.

–Encantador –replicó Ezra–. Un ejemplo perfecto de discriminación por edad.

Miró a Michelle.

–¿Ves con lo que tengo que lidiar? –le dijo, sonriendo.

Ella no le devolvió la sonrisa.

Ezra era su brujo desde hacía años. Cuando se había convertido en la Alfa de todos, él la había acompañado. Había sido él quien me había ido a buscar y me había traído de vuelta a Caswell. Su relación me resultaba confusa. Todos los brujos de lobos que había conocido antes tenían una relación casi simbiótica con su Alfa. Ezra y Michelle parecían llevarse bien, pero tenían un pasado que yo no conocía. Quería preguntarles, pero nunca lo hice. En parte, porque no quería arruinar lo que yo tenía por sacar a la luz recuerdos de los que evidentemente no querían hablar.

–Ven aquí –dijo Michelle y, casi como si recién se le ocurriera, añadió–: Por favor.

Rodeé el escritorio y me detuve junto a una vieja biblioteca repleta de libros y tomos que contenían la historia de los lobos. No quería parecer ansioso. Aún estábamos conociéndonos, pero teníamos tiempo. Cuando la conocí, me había parecido fría y calculadora. Me llevó un largo tiempo ver más allá de eso. No era una fachada, sino más bien la consecuencia de ocupar la posición que ocupaba. Una vez que veías más allá de la fachada, era una buena Alfa.

Y ella confiaba en mí.

Me había dado un hogar.

Estaba en deuda con ella.

Se puso de pie y yo ladeé la cabeza para exponer mi cuello. Sus ojos ardieron rojos mientras me pasaba un dedo por la garganta. Su aroma era especiado e intenso.

–Ezra me ha contado que has vuelto a soñar –dijo en voz baja.

Lo miré con odio antes de bajar la vista hacia ella. Era una mujer baja, delgada y pálida. Pero no me engañaba, ni siquiera cuando la vi por primera vez. Era más fuerte que cualquiera de los otros Alfas con los que me había cruzado. En parte, era por ser la Alfa de todos. Y también era por su linaje. Si nos enfrentáramos, no sería una pelea justa. Podía dominarme sin esfuerzo.

–No… –sacudí la cabeza–. No fue nada. Solo un sueño.

–Pero es el mismo –sus dedos tamborilearon sobre el escritorio.

–Supongo que sí –admití a regañadientes.

–¿Y qué concluyes de eso?

–Nada. Es… algo de antes, quizás.

–No puede volver a lastimarte –su expresión se suavizó–. Lleva muerto mucho tiempo, Robbie. Los lobos que te encontraron se ocuparon de ello. Esos cazadores han dejado de existir.

–Lo sé –dije, con sinceridad–. No se preocupe. Estoy bien.

Le sonreí para tranquilizarla. Ella no parecía convencida.

–Me dirás si vuelve a suceder.

–Por supuesto.

–Bien. Gracias, Robbie. Eres un buen lobo. Puedes sentarte.

Sentí el calor del elogio de mi Alfa. Volví al otro lado del escritorio y fulminé a Ezra con la mirada por abrir la boca cuando no debía. Ya hablaríamos al respecto. No podía permitir que Michelle dudara de mí.

Ezra me ignoró, como solía hacer.

Me dejé caer en la silla junto a él. Ezra me pateó el pie; suspiré al enderezar la espalda y juntar las manos sobre la falda.

Michelle se sentó frente a nosotros. Alzó su tableta del escritorio y tipeó en la pantalla.

–Tengo una tarea para ti. Fuera del pueblo –me echó una mirada fugaz y bajó la vista a su tableta–. Fuera del estado, de hecho.

Eso me llamó la atención. Generalmente, cuando me enviaba a algún lado, solía ser a unas pocas horas de auto de Caswell. Había extensiones de la manada por todo Maine, lobos que trabajaban en el estado, en su mayoría en las ciudades más grandes como Bangor y Portland. Vivían en grupos pequeños y trabajaban con humanos que no sabían qué eran, en particular con aquellos que ocupaban posiciones de poder en los gobiernos locales. Cuando llegué había cometido el error de llamarlo su programa político, y me había corregido de inmediato. No tenía un programa, explicó. Simplemente quería expandir la influencia de los lobos. No entendía por qué tenía necesidad de hacer eso, dado que nadie pretendía enfrentarse a ella. ¿Y por qué lo harían? Por algo era la Alfa de todos. Y aunque su palabra era irrevocable, no era absoluta. Ella escuchaba a su manada, prestaba atención a sus preocupaciones y temores. Si podía ayudarlos, lo hacía.

Al principio, me parecía que los lobos le tenían miedo.

Al principio, yo le tenía miedo.

Pero existe una línea muy delgada entre el temor de la admiración.

–¿Lo dice en serio? –intenté contener mi entusiasmo.

–Él cree que estás listo –asintió, inclinando la cabeza hacia Ezra.

–Lo estoy –quizás no tendría que gritarle, después de todo.

–Entonces, considéralo como una prueba. Veremos si tiene razón.

–Creo que suelo tenerla –dijo Ezra, suavemente.

La piel alrededor de los ojos de la Alfa se tensó brevemente. Me pregunté de qué estarían hablando antes de que yo llegara.

–Ya lo veremos, ¿verdad? Hay una manada en Virginia. Es pequeña: una Alfa y tres Betas. No hemos sabido nada de ellos en unos meses.

Fruncí el ceño.

–¿Cazadores?

Sacudió la cabeza con lentitud.

–No que yo sepa. Más bien… un desacuerdo acerca de cómo deberían hacerse las cosas. Necesito que les dejes claro que líneas de comunicación abiertas son indispensables para la supervivencia de nuestra especie. Es imprescindible, en particular en estos tiempos difíciles, que nos apoyemos los unos a los otros, todo lo posible. Te he enviado el archivo.

Extraje el celular del bolsillo y pulsé la aplicación Dropbox para descargar el adjunto. La primera página era una fotografía. La Alfa estaba en el medio. Sonreía. Era más joven de lo que esperaba. Podía ser estudiante de secundaria. Sostenía un letrero que ponía “¡VENDIDA!” en letras brillantes. Detrás de ella, había una casa venida a menos que lucía casi inhabitable.

Junto a ella había tres hombres. Dos eran jóvenes. El otro tenía la edad suficiente para ser el padre de la Alfa, pero no se parecían en nada. Él era negro. Ella era blanca. Todos sonreían.

El resto del archivo contenía información acerca de la manada. Tenía razón. La Alfa era joven, acababa de cumplir veinte años. No me podía imaginar tener un poder semejante a esa edad. Leí que su madre se lo había legado al morir el año anterior.

–¿No tiene brujo? –pregunté, leyendo las notas.

–No –respondió Michelle–. Nunca tuvieron el tamaño necesario para necesitar uno. Su madre era amiga mía. Amable. Paciente. Dispuesta a trabajar por el bien de la manada. Su hija es testaruda. Sé que bajará cabeza con la motivación adecuada.

–¿Cómo murió la madre? –quise saber, alzando la vista.

–Un accidente de coche. La hija estaba en el auto con ella, pero no sufrió heridas graves. El poder de Alfa pasó a ella. Ha sido… difícil desde ese momento. Pero cuando se es tan joven, es normal que se le ocurran ideas acerca de cómo deben funcionar las cosas. No ha estado en contacto y, al parecer, ha cortado las comunicaciones con nosotros.

–Quiere ser independiente –dije, volviendo a la fotografía. Lucían felices–. No puede culparla por eso.

–No lo hago –replicó cortante Michelle, y sentí la tensión de su voz, el trasfondo de Alfa–. Pero existe una diferencia entre la independencia y la completa rebeldía. Así se hacen las cosas, Robbie. Lo sabes. Tiene su propia manada, sí, pero todos los lobos están bajo mi mando.

Lo sabía. Había casos atípicos, por supuesto, lobos que intentaban esconderse del alcance de la Alfa de todos. Y si no tenían un Alfa propio, corrían el riesgo de convertirse en Omegas, de perder la mente en el lobo y olvidar que alguna vez habían sido humanos.

Y si las cosas llegaban a eso, solo se podía hacer una cosa.

Siempre era rápido. O eso me habían dicho. Nunca había visto matar un Omega.

No quería verlo jamás.

–Quizás olvidaron reportarse –dije–. Ya sabe cómo son las cosas. Están distraídos viviendo sus vidas. Sucede.

No sabía por qué estaba insistiendo con eso. Quizás porque entendía el deseo de ser libre, de no tener nada que te atara.

–Veremos –apuntó Ezra.

–¿Veremos?

–Por supuesto, querido –aclaró, mirándome–. No piensas que te dejaría ir solo, ¿verdad?

Pensé que sí. Y aunque una parte de mí se sentía aliviada ante la idea de tenerlo conmigo, otra parte deseaba un poco de independencia también.

–¿No te necesita aquí la Alfa Hughes? –pregunté con inocencia.

–Ah –sonrió de oreja a oreja–. Estoy seguro de que puede prescindir de mí por un par de días. ¿No es cierto, Michelle?

–Sí –afirmó ella–. Supongo que sí.

–Y no nos iremos mucho rato –continuó Ezra–. Fredericksburg está a un día de auto, si no nos detenemos. Estaremos de vuelta antes de que hayan tenido tiempo para extrañarnos.

Gruñí. Lo adoraba, pero la idea de estar metido en un auto con él durante horas me iba a volver loco. Tenía un gusto musical pésimo.

Se rio como si supiera lo que estaba pensando.

–No será tan malo. Nos dará la oportunidad de tomarnos un descanso. Conocer otros lobos –le brillaban los ojos–. Quizás hasta encuentres a alguien especial.

Maldita sea. Y maldito él.

No me entregarás a otra loba. No de nuevo.

–Por favor. No te entregué. No es culpa mía que la última haya sido, bueno… exuberante.

–¿Exuberante? –exclamé, incrédulo–. ¡Mató a un jodido lobo y lo dejó frente a la casa!

–Era un lobo pequeño –le explicó Ezra a Michelle–. Probablemente tenía un par de años. De todos modos, impresionante, si lo piensas. Probó su valía, sin lugar a dudas. Cualquiera estaría feliz de tener a Sonari como compañera.

–¡Se metió en la casa y me lamió mientras yo dormía!

–Quería que olieras a ella. No tiene nada de malo.

Me crucé de brazos y me hundí en mi silla.

–Tienes una visión totalmente distorsionada de lo malo y lo bueno. No se lame a la gente que no te lo ha pedido. Y es maestra. ¿Quién sabe qué le estará diciendo a todos esos niños acerca del cortejo?

–Lo tendré en cuenta para la próxima. Permite que un viejo se divierta, Robbie. ¿Es mucho pedir querer verte feliz?

Suspiré; sabía que había perdido. No podía lidiar con él cuando se ponía sentimental, y lo sabía.

–Si pasa, pasa, ¿entendido? Lo sabré cuando sea lo correcto. No quiero forzarlo.

–Sé que no quieres eso. Ahora bien, si eso es todo, me voy. Tengo cosas que hacer antes de que nos vayamos.

–Está bien –asintió Michelle–. Quiero que sigas en contacto mientras estén allí, en caso de que necesiten quedarse más de un par de días. Manténganme informada.

–Por supuesto, Alfa. Robbie, ¿podrías…?

–Robbie se queda.

Eso lo tomó desprevenido. Nos miró.

–¿Perdón?

Michelle tenía una expresión severa.

–Necesito discutir algo con mi segundo.

Parpadeé, sorprendido. Nunca me había llamado así antes. No sabía que era una posibilidad, siquiera. Era cierto que no había ningún otro lobo que pudiera ser su segundo –ninguno que yo conociera–, pero escucharlo en voz alta me daba ganas de aullar de alegría.

–Por supuesto –asintió Ezra, haciendo una reverencia profunda. Se incorporó y me apretó el hombro–. Tengo mucho que preparar. Necesito hablar con un joven lobo llamado Gregory. Es inteligente y voluntarioso, aunque un poco temerario, a pesar de hacer pregunta tras pregunta. Me recuerda a alguien que conozco. Te veo en casa, ¿verdad? Partiremos a primera hora, así que no te quedes hasta muy tarde.

Asentí, apenas lo había escuchado. Me había quedado trabado en segundo.

Cerró la puerta tras de sí y nos dejó solos.

Intenté buscar palabras para mostrar mi agradecimiento, casi vibraba en mi asiento, pero Michelle habló antes.

–¿Eres feliz aquí, Robbie?

–Sí –respondí de inmediato, y era verdad, en su mayor parte.

Me observó por un momento antes de asentir.

–Los sueños que estás teniendo.

–Todo el mundo sueña –dije, revolviéndome en la silla.

–Lo sé. ¿Pero es algo distinto en este caso?

–Soy un lobo. Sueño con lobos. No sé de qué otra manera soñar. Siempre ha sido así –me acercaba a mentir, pero no tanto como para que ella lo notase.

–Eres importante para mí –lo dijo fríamente, como si no estuviera acostumbrada a expresar sus sentimientos. Ah, Michelle se preocupaba por su manada, pero a veces su preocupación parecía… mecánica. Casi superficial.

–Gracias, Alfa Hughes. No la decepcionaré.

–Sé que no lo harás –miró por encima de mi hombro antes de posar la mirada en mí–. Necesito que estés en guardia.

–¿Por qué? –pregunté, confundido.

–Los lobos de Virginia. No… no sabemos qué harán. Qué dirán.

No estaba preocupado.

–Probablemente sea un simple malentendido. Se arreglará fácil.

–Tal vez –dijo. Comenzó a tamborilear los dedos sobre el escritorio de nuevo, un hábito que me parecía originado por nerviosismo–. Pero si no lo es, haz lo necesario para protegerte. Espero que regreses entero. Mantente cerca de Ezra. No te alejes de su vista.

–¿Hay algo que debería saber?

Negó con la cabeza.

–Mantente atento, ¿entendido? Eso es todo.

Me puse de pie con ella. Me sorprendió al dar la vuelta al escritorio y tomar mis manos en las de ella. Sus ojos se llenaron de rojo, y la tranquilidad se apoderó de mí. Era relajante, estar allí con ella. Una parte de mí se resistía ante lo fácil que era, pero sabía cuál era mi lugar. Era un lobo Beta. Necesitaba un Alfa.

La necesitaba a ella.

–No hace falta que se preocupe por mí. Sé cuidarme.

Sonrió, pero no con la mirada.

–Sé que sabes. Pero eres mío. Y no me tomo esa responsabilidad a la ligera.

La dejé de pie en medio de la oficina.


Cuando salí de la casa, el día era luminoso. Esperaba que el invierno estuviera ya de salida, por fin. El aire aún estaba fresco, pero el sol calentaba.

Pensé en ir a casa, pero no estaba listo para encarar a Ezra. Seguía un poco enojado con él por hablar con Michelle de mí a mis espaldas. Sabía que lo había hecho porque se preocupaba, pero me molestaba de todos modos.

Y la idea de estar encerrado con él durante un largo trayecto en auto tampoco ayudaba.

En vez de dirigirme a casa, dejé el complejo y me dirigí a la reserva.

Los árboles frondosos bloqueaban la mayoría de la luz solar. Aún quedaban manchones de nieve en el suelo. Me detuve en el límite del bosque, ladeé la cabeza y escuché sus sonidos. Rebosaba de vida. A lo lejos, pastaban unos ciervos. Las aves cantaban, cantaban y cantaban.

Crucé un viejo camino de tierra que casi nadie usaba.

Estaba solo.

Estiré las manos por encima de la cabeza e hice crujir mi espalda.

Necesitaba correr.

Dejé la ropa y mis gafas en unos arbustos cerca del camino. Hundí los dedos en la tierra, e inhalé y exhalé lentamente.

Comenzó en mi pecho.

El lobo y yo éramos uno.

La primera vez que me transformé, sentí el dolor más grande que había sentido en la vida. Estaba al borde de la pubertad, y sentí que mi piel se prendía fuego. Grité durante días, a pesar de que se me quebró la voz y me quedé ronco, seguí gritando.

Los lobos con los que estaba no eran manada, pero se le acercaban. Me cuidaron aunque no era de ellos. El Alfa me sostuvo contra su pecho y me apartó el pelo empapado de sudor de la frente.

–Encuéntrala –me dijo, en un gruñido–. Encuentra tu atadura, Robbie. Encuentra tu atadura y aférrate a ella con fuerza. Deja que te envuelva. Deja que te lleve a tu lobo.

–No puedo –le grité–. Por favor, que pare, hágalo parar.

Me sostuvo con más fuerza y sus garras se hundieron suavemente en mi piel.

–Sé que duele. Sé que es así. Pero eres un lobo. Y te transformarás. Pero antes de que lo hagas, debes encontrar el camino de vuelta.

Mi espalda se arqueó contra él y convulsioné, mis manos se clavaron en sus muslos. Gruñó cuando mis garras brotaron de las puntas de mis dedos, cortándolo, haciéndolo sangrar. Se me llenó la boca de saliva al oler la sangre, intensa, con sabor a cobre. El animal dentro de mí quería destrozar y desgarrar hasta lograr que me soltara, pero el Alfa era más fuerte que yo.

Y cuando pensé que no podría soportarlo más, que prefería morir antes de dejar que continuara, escuché su voz.

–Lobito, lobito, ¿no lo ves? –cantaba ella–. Eres el amo del bosque, el guardián de los árboles.

Se rio.

–Siempre silencioso como un ratón. Déjalos que te oigan ahora.

Los recuerdos son extraños.

A veces llegan cuando menos los esperas.

Y cuando más los necesitas.

Ella era simplemente eso. Un recuerdo.

Pero me aferré a él.

Esa primera transformación fue una niebla instintiva a la luz de una luna enorme. Casi no tengo recuerdos de ella, solo el deseo de perseguir, perseguir, perseguir. Los otros lobos me seguían, aullando tan fuerte que la tierra misma temblaba.

Luego, cuando no pude correr más, se ovillaron a mi alrededor, y con el estómago lleno de carne, dormí.

La primera transformación es siempre la más difícil.

¿Ahora?

Ahora era fácil.

La atadura estaba allí, como siempre.

Los músculos empezaron a temblar.

Los huesos empezaron a cambiar.

Había dolor, sí, pero era un dolor bueno, y dolía de una manera terriblemente maravillosa.

Caí de rodillas y fui

Soy

lobo

soy lobo y fuerte y orgulloso y este bosque es mío este bosque es hogar aquí estoy

aquí estoy

esto es

ardilla maldita ardilla

te perseguiré

te comeré

corre corre corre

aúlla y canta y déjalos que oigan

hay

(robbie)

(robbie)

(ROBBIE)

???

qué es

qué es eso

otro lobo

es eso otro lobo

quién eres

no estás aquí

dónde estás

no te encuentro

PERO TE HUELO

TE HUELO

(robbie robbie robbie)

por qué estás aquí

por qué estás conmigo

(te veo)

(te veo)

qué es

quién es

quién soy

quién soy yo

soy

lobo

soy

soy

yo

Ahogué un grito cuando volví a mi forma humana y caí al suelo, resbalándome sobre las hojas y las agujas de pino. Aterricé de espaldas y me quedé contemplando el follaje encima mío, agitado. Se veían destellos del cielo azul entre las hojas verdes.

Pero lo único que sentía era el azul.

–¿Qué demonios? –susurré.

Me levanté. Hice una mueca cuando un tajo que tenía en el hombro comenzó a sanarse. Sacudí la cabeza e intenté aclarar mis ideas.

Me paré despacio, con la cabeza ladeada.

Escuchando.

Hubiera jurado que había otro lobo en la reserva.

Uno que yo no conocía.

Me quedé inmóvil.

Esperando algo. Cualquier cosa.

No pasó nada.

Miré a mi alrededor.

Solo árboles.

Estaba solo.

Sentí frío.

–Genial –murmuré–. Ahora estás escuchando cosas. Maldición.

Decidí volver a casa.


No le conté a Ezra lo que me había parecido escuchar.

Teníamos otras cosas de que preocuparnos.

Heartsong. La canción del corazón

Подняться наверх