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ERA HUMANO/ ERES LOBO

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Me escapé de la casa. La lluvia me golpeó la piel.

Eché la cabeza hacia atrás y vi un relámpago atravesar en el cielo en un destello.

Guardé el diario en la parte superior de mis vaqueros y lo cubrí con mi camiseta para que no se mojase.

El complejo estaba casi vacío, todos se habían apresurado a resguardarse de la tormenta. La superficie del lago se veía negra.

Me volví hacia la casa que estaba apartada de las otras. Apenas podía verla a través de la lluvia.

Encuentra al prisionero. ¿Me escuchas? Encuéntralo.

Me moví sin darme cuenta.

Santos no estaba de guardia. Había un lobo joven que apenas conocía. El pobre se refugiaba de la lluvia bajo el porche. Se alegró al verme.

–Robbie. ¿Qué te trae por aquí con este tiempo?

Subí al porche y sentí la magia familiar que me envolvía. Vibraba contra mi piel, y me hacía sentir en casa. Me tomó un momento recordar el nombre del lobo.

–Daniel. Estaba… afuera –terminé la frase, estúpidamente.

No se dio cuenta.

–Ay, amigo, ¿por qué? Odio la lluvia cuando no estoy transformado. Pero no puedo hacerlo mientras trabajo. Una porquería, ¿verdad?

–Se me ocurre algo –le dije, súbitamente inspirado–. ¿Por qué no te vas? Yo tomo la posta. ¿A qué hora llega tu reemplazo?

–Recién a las tres –respondió, receloso–. ¿Por qué querrías hacer eso? Eres el segundo. No tendrías que estar aquí.

Sacudí la cabeza.

–Nah, está bien. Ezra y Alfa Hughes están revisando las defensas. Necesito hacer algo. Además, ser el segundo no implica no hacerme cargo de las obligaciones. Yo te cubro. Si alguien pregunta, me aseguraré de que sepan que ha sido idea mía.

–Guau. Amigo, es increíble. Gracias –apartó la mirada–. Hay una chica, y la estoy cortejando, pero está… bueno. Ya sabes.

–Nikki, ¿verdad?

Sonrió de oreja a oreja.

–Sí. Nikki. Ay, amigo, es la mejor. Cuando se da cuenta de que existo, al menos. ¿Crees que querrá ir a correr a la reserva conmigo? ¿En la lluvia? Eso es romántico, ¿verdad?

–Muy –afirmé–. ¿Por qué no se lo preguntas?

–Sí, ¿sabes? Creo que lo haré. Gracias, Robbie. Esto es fantástico, maldita sea.

Me tomó del hombro, lo apretó con una sonrisa y bajó del porche.

–Ey, ¿Daniel?

–¿Sí? –preguntó, mirándome por encima del hombro.

–Por las dudas, ¿cuál es el código para entrar?

Su sonrisa se esfumó.

–No me parece buena idea.

–Lo sé. Pero está bien. Es mejor que lo sepa. Dado que Alfa Hughes y Ezra no están, tengo que asegurarme de poder entrar, de ser necesario.

–Bueno, eso tiene sentido –replicó, mordiéndose el labio–. Es decir, si no están, tú estás a cargo, ¿verdad? Porque eres el segundo.

Le sonreí, aunque nunca había tenido menos ganas de sonreír en la vida.

–Exacto. Lo has entendido. Y realmente no quiero entrar. Tenlo por seguro. Pero hay que estar preparados, ¿sabes? Por si acaso.

–Por si acaso –repitió. Se volvió, pero no antes de mirar por encima del hombro a las otras casas, veladas por la lluvia. No había nadie allí.

Se dirigió a la puerta de la casa. Arrugó la nariz ante el olor de la magia, que se volvía más intenso. Un círculo rojo apareció en la puerta, con un brillo tenue. El círculo estaba lleno de líneas que dividían el interior. Y dentro de cada uno de los recuadros que formaban las líneas había un símbolo. Era una combinación sencilla de formas: formas rectas, círculos más pequeños y triángulos. No los tocó, pero señaló la combinación con el dedo.

–Círculo. Rectángulo. Octágono. Heptágono. Círculo de nuevo. Fácil, ¿verdad? –dio un paso hacia atrás y el círculo rojo se desvaneció. Se lo notaba intranquilo–. No entres, ¿sí? No sin la Alfa aquí. O Ezra. El prisionero ya comió antes de que se fueran. No está previsto que nadie entre hasta esta noche.

–Entendido. Ey, dile hola a Nikki de mi parte, ¿sí? Y escuché por ahí que cuanto más grande sea el ciervo que le traigas, más impresionada queda.

Daniel se rio, sacudiendo la cabeza.

–Mujeres, ¿verdad? Siempre quieren ciervos más grandes –bajó del porche hacia la lluvia–. Gracias de nuevo, Robbie. No me importa lo que digan. Eres un buen tipo.

–Sí –dije por lo bajo, mientras él se alejaba hacia el lago.

Me obligué a esperar hasta que dio la vuelta a una casa y desapareció de la vista. Paré las orejas y me esforcé para escuchar. A través de la lluvia, podía oír las voces apagadas de otros lobos, pero todas venían de adentro de sus casas. Si Michelle y Ezra estaban realmente revisando las protecciones, tenía tiempo, pero tenía que moverme rápido, por las dudas.

Encaré la puerta. Sentí el tirón familiar de la magia de Ezra y el círculo cobró vida.

¿Qué decía la inscripción del libro?

Nunca olvides.

Más fácil decirlo que hacerlo, al parecer.

Porque yo había olvidado. Y si todo lo que la Alfa me había dicho por teléfono era cierto, me habían forzado a olvidar.

¿Por qué?

Un pensamiento aún más oscuro siguió a ese.

¿Qué más había olvidado?

Me dije que Ezra y Michelle Hughes querían protegerme. Me amaban. Me lo habían dicho. Y el latido de sus corazones no había revelado ninguna mentira. Y, tal vez, tal vez, no tenían nada que ver con esto.

Di un paso hacia atrás. El círculo se desvaneció.

¿Qué mierda estaba haciendo? No podía entrar. Si me descubrían, se echaría a perder todo. Ah, quizás podría explicarlo y decirles que me había parecido oír algo adentro, que pensé que algo peligroso estaba ocurriendo, pero ¿me creerían?

–Mierda –susurré.

Me aparté de la puerta.

Por un instante, me pareció ver un lobo de pie en el sendero de tierra que conducía a la casa.

Te veo.

Ay, cielos, quería ser visto. Tenía tantas ganas de ser visto.

Parpadeé y el lobo desapareció, si es que había estado allí en realidad.

El círculo apareció en el portal cuando me acerqué de nuevo. Esta vez no dudé.

Círculo.

Rectángulo.

Octágono.

Heptágono.

Círculo otra vez.

La magia latió una vez. Dos veces. Tres veces.

El rojo desapareció.

Y, entonces, el cerrojo de la puerta hizo clic.

Última oportunidad. Última oportunidad para olvidarme de toda esta locura, última oportunidad de alejarme y contarle a Michelle y Ezra que algo no andaba bien.

Abrí la puerta.


El interior era como el de cualquier otra casa del complejo.

No sé por qué me sorprendí tanto. Había pocos muebles y olía a vacío y a humedad, como si no se hubieran abierto las ventanas en mucho tiempo. No había luces encendidas y, cuando la puerta se cerró detrás de mí, el umbral se sumió en una luz gris tenue que se filtraba a través de las pesadas cortinas que cubrían las ventanas.

A mi izquierda había una sala de estar con una chimenea apagada y un asiento de respaldo alto frente a ella. Las estanterías estaban desnudas.

De la sala de estar se pasaba a una cocina aparentemente vacía. No había mesa. Ni hornallas. Ni microondas. No había heladera. El suelo era de un linóleo antiquísimo, resquebrajado y desvaído.

El piso crujió bajo mis botas cuando di un paso.

Inhalé hondo.

No había ningún lobo en la casa.

Había habido alguno. Descubrí tenues rastros de Daniel y Santos y de algunos de los pocos que tenían acceso. Michelle también había estado allí, aunque parecía que no recientemente.

Ezra estaba por todos lados porque su magia estaba en las paredes, en el cielorraso, en el suelo bajo mis pies y él me dijo que era un lobo, me dijo que era un lobo

Un latido.

Provenía del pasillo delante de mí.

Había tres puertas. Todas cerradas.

No era el latido de un lobo.

Era humano.

El latido era lento y constante, un golpe repetitivo en un tambor hueco. Lo seguí.

No venía de detrás de la primera puerta cerrada.

Ni de la segunda.

Venía de la última puerta al final del pasillo.

No había nada colgado de las paredes. No había pinturas. Ni fotografías. La casa era un espacio en blanco. Sin usar. Vacío.

Dudé antes de llamar a la última puerta.

El latido no se aceleró.

–¿Hola? –saludé–. Me llamo Robbie. He venido a… ver cómo está.

No hubo respuesta.

–Voy a entrar. Realmente apreciaría si no me atacase ni nada de eso. Por que, ¿sinceramente?, he tenido un día muy extraño.

Nada.

Inspiré hondo y puse la mano sobre el pomo.

Esperaba que la puerta estuviera trabada. No lo estaba.

El pomo se abrió con facilidad. Empujé la puerta.

Las bisagras no emitieron sonido.

La habitación estaba sumida en la sombra. Había una cama vacía, con la manta bien estirada. Al pie de la cama había una alfombra.

Las ventanas estaban cubiertas por las mismas cortinas pesadas que apenas dejaban pasar la luz. Oía la lluvia a través de las paredes. Cada vez caía con más fuerza. A lo lejos, resonó un trueno.

Había una silla en el medio de la habitación.

Y en la silla estaba sentado un hombre, que me daba la espalda. No se movió.

–¿Hola? –se me quebró la voz. Carraspeé y volví a intentarlo–. Hola. ¿Me escucha? Me llamo…

–Ahhhhhhh –exclamó el hombre.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Dejé la puerta abierta y me pegué a la pared para rodear poco a poco al hombre.

No se movió; estaba completamente inmóvil.

Eso empeoraba la situación.

No sé por qué esperaba un destello de algo al ver su rostro. Estaba muy excitado, tenía los sentidos agudizados.

Era delgado, casi macilento. Se le marcaban los pómulos. Tenía el cabello corto, vaqueros y una camisa de chambray abotonada. Estaba descalzo. Tenía las manos sobre la falda. Estaba sentado cual estatua, el único movimiento era el leve subir y bajar de su pecho al respirar. Tenía la piel blanquísima, como si no hubiera visto la luz del sol en mucho tiempo.

Sus ojos.

Sus ojos eran como la casa.

No tenían expresión. No veían. Apenas parpadeaba.

Me aparté de la pared y avancé hacia él, asegurándome de mantener la distancia mientras lo rodeaba. Las garras me pincharon las palmas de las manos.

–¿Cuál es tu nombre? –le pregunté en voz queda.

Nada. Como si no hubiera nadie en casa.

–¿Qué hace aquí?

Silencio.

–¿Por qué me dijo la mujer que tenía que venir?

Miraba fijo hacia adelante.

Yo sudaba. Y tenía miedo.

–¿Qué ha hecho?

No se inmutó ante la aspereza de mi voz.

Me detuve frente a él. Nos separaban menos de dos metros. Me agaché para estar al nivel de su mirada.

Me miró sin mirarme. No sabía si daba cuenta de que yo estaba allí.

Era más joven de lo que me imaginaba, aunque parecía haber envejecido prematuramente como resultado de lo que sea que le hubieran hecho. Tenía las sienes blancas y ojeras profundas.

Inhaló. Exhaló.

Su ritmo cardíaco jamás se alteró.

–¿Sabe quién soy? –pregunté.

Nada.

–¿Conoce a Ezra?

Nada.

–¿Conoce a Alfa Hughes?

Nada.

Un recuerdo se filtró a través de la tormenta mental.

Es hora de que sepas quién es el verdadero enemigo.

Los que podrían quitárnoslo todo.

Son los Bennett.

Y lo destruirán todo, si se lo permitimos.

¿Era real? ¿O solo un sueño?

–¿Es un Bennett? ¿Es parte de su manada…?

Se movió más rápido de lo que esperaba. Grité de miedo cuando saltó de la silla. Me caí de culo cuando avanzó hacia mí. Le gruñí cuando se alzó sobre mí, la cabeza ladeada, los ojos horriblemente vacíos. Los brazos le colgaban como si no tuvieran huesos.

–So... So... Sooooo –decía.

Me arrastré para alejarme de él; mis botas se deslizaban por el piso.

Me respondió con un paso hacia mí. Y luego otro. Y otro más.

Se detuvo solo cuando yo lo hice, de espalda a la pared. No tenía a dónde ir.

Alcé la vista y lo miré, mis garras se clavaban en el suelo.

Abrió y cerró la boca sin emitir sonido, el ceño fruncido profundamente como si estuviera pensando con todas sus fuerzas. Parpadeaba lentamente.

Y, luego, se sentó en el piso frente a mí. Uno de sus pies descalzos quedó contra mi pantorrilla y se me puso la piel de gallina.

Abrió la boca de nuevo.

–Soooo. Soo. So –tenía la piel alrededor de la boca tensa– Sssoy. Ssoy. Soy. Soy.

–Es –susurré.

–Soy. Soy. Soy –se estaba frustrando y prácticamente escupía las palabras–. Soy. Soy. Soy.

No tendría que haber entrado. Tenía que salir cuando aún podía hacerlo.

Empecé a ponerme de pie pero me detuve cuando estiró la mano y me rodeó el tobillo con los dedos, y apretó fuerte. Me pareció sentir un destello de calor, pero fue muy tenue.

–Bennett –dijo, con los dientes apretados.

Yo no podía ni respirar.

–Bennett. ¿Es un Bennett?

Sacudió la cabeza con brusquedad, como si lo movieran con cuerdas.

–No. No Bennett. Soy. Soy –me mostró los dientes. Estaban amarillentos, aunque parecían aún fuertes–. Soy. Soy. Brujo. Soy brujo. Soy brujo.

No podía serlo. Hubiera olido la magia el instante en que puse los pies en la casa. Ezra había dicho que era un lobo. Había mentido. El hombre decía que era un brujo. Era mentira.

A menos que…

La realidad se sentía delgada, como una membrana traslúcida.

Quería destrozarla.

–Brujo –repetí–. Es un brujo.

Asintió, moviendo la cabeza de arriba abajo con brusquedad. Seguía aferrado a mi tobillo. Si hacía falta, le rompería la muñeca. Demonios, le rompería el cuerpo entero. No pensaba morir allí. No en esa casa.

–Pero no tiene magia.

–Qui –dijo–. Qui. Qui. Taron. Qui… taron.

–Quitaron.

Asintió de nuevo. .

–Quitaron. Le quitaron la magia.

Sí. Sí

–Se la arrancaron antes de meterlo aquí.

Sí. Sí. Sí.

–Por lo que hizo.

Y eso lo hizo reaccionar. Entrecerró los ojos y se aferró tan fuerte a mi tobillo que me hubiese dejado un moretón, si fuera humano. Abrió la boca y entrechocó los dientes una y otra vez.

–Por lo que otra persona hizo –dije.

Sí. Sí. Sí.

–¿Sabe… sabe quién soy?

–Rob. Bi.

Tragué.

–¿Cómo me conoce?

–Eres. Lobo –dijo.

–Eres. Manada –dijo.

–Eres. Bennett –dijo.

No. No, no, no…

Lo pateé. Gruñó cuando mi bota conectó con su pecho y lo arrojó hacia atrás. Me arañó antes de soltarme el tobillo. Cayó al piso y la cabeza le rebotó contra la madera. Me incorporé, preparado para hacerlo pedazos.

Estaba contemplando el cielorraso, sin casi parpadear, con la cabeza cerca de una de las patas de la silla donde había estado sentado.

–No sabe de qué demonios está hablando –le gruñí–. No me conoce. No sabe nada acerca de mí. No soy Bennett. Los Bennett son traidores. Ezra dijo…

Se rio con una risa húmeda y discordante.

Continuó y continuó riéndose hasta que la risa se disolvió en jadeos, con lágrimas cayéndole por la cara mientras sonreía.

–Púdrete –murmuré.

Me dirigí a la puerta. Antes de que la cruzara, habló de nuevo.

–Dale –graznó a través de las lágrimas–. Soy Dale. Soy Dale. Soy Dale soy Dale soy Dale SOY DALE SOY…

Cerré la puerta y lo dejé gritando.


Llamé de nuevo al número de la nota desde el porche. Me pasé la mano por la cara.

Sonó y sonó.

No hubo respuesta.


Ezra y Michelle regresaron al complejo esa tarde, justo cuando la lluvia comenzaba a aflojar. Los observé acercarse a la casa. Ezra estaba empapado, aunque no parecía molestarle. Michelle se protegía con un paraguas.

–¿Robbie? –preguntó ella–. ¿Qué haces aquí?

–Daniel me pidió un favor –respondí, encogiéndome de hombros–. Me pareció bien ayudarlo. Cortejar a alguien es mucho trabajo.

–Lo es –dijo Ezra, despacio–. No que tú sepas nada al respecto.

Puse los ojos en blanco.

–Tengo veintinueve años. Me sobra el tiempo.

Ezra y Michelle intercambiaron una mirada.

–No es necesario que te preocupes por este lugar –explicó Michelle–. No te corresponde. Tenemos muchísima gente que…

–Está bien –la corté, y Michelle entrecerró los ojos ante la interrupción–. Fue una obra de bien, ¿sabe? Espero que les vaya bien a esos chicos. Y estoy seguro de que Santos o algún otro vendrá pronto a reemplazarme.

–Santos está fuera del complejo –dijo Ezra. Se quedó parado al final de la escalera que conducía al porche, y me contempló desde allí–. En una misión.

Mantuve mi expresión neutral.

–¿Sí? ¿A dónde fue?

–No te compete –retrucó Michelle.

–Soy su segundo –alcé una ceja–. Usted misma lo dijo. ¿No debería saber acerca de estas cosas?

Sus ojos brillaron rojos.

–No me gusta tu tono.

Asentí cuando su poder se sintió como un gancho que se me clavaba en el cerebro.

–Mis disculpas, Alfa. No quise ofenderla. Solo se me ocurrió que… bueno, pensé que se me mantendría al tanto si sucedía algo.

–Y así será –aseguró–. En el caso de que me parezca necesario. Esto no lo es.

–Está bien.

Parpadeó.

–¿Entendido?

–Le creo. Si dice que no necesito estar al tanto, entonces no necesito estar al tanto.

Ezra me estaba mirando, pensativo.

–¿Entraste a la casa?

–Sí. Me pareció oír algo –sacudí la cabeza–. No fue nada. El tipo estaba sentado en una silla en la habitación.

–¿Te dijo algo?

Me reí. Me sentía helado.

–Parecía que no estaba muy consciente de nada. No se comportó como ningún lobo que haya conocido antes.

–No –concedió Ezra–. Me imagino que no. ¿Por qué estás aquí?

–Te lo dije. Daniel...

–Un favor, sí. Escuché eso. Pero ¿por qué?

–Porque es un buen tipo. Se merece toda la felicidad del mundo. ¿No te parece?

–Por supuesto que sí. Solo que… ¿Me escuchas, querido? Me preocupo por ti.

El estrés abandonó mi cuerpo, y relajé los hombros. Estaba muy cansado, y no me ayudaba el no saber qué mierda había visto en esa casa. Qué quería decir.

–Ya lo sé. Pero no te preocupes demasiado. Puedo arreglármelas. No soy un cachorro.

–Sé que no –dijo con dulzura–. Pero hay cosas en juego aquí. Cosas que escapan a tu entendimiento.

Alzó la mano antes de que yo abriera la boca.

–Y no es porque nosotros, porque yo, no confíe en ti. Sabes que no es eso. Es necesaria cierta sensibilidad, cierta… discreción. Y con estos sueños que estás teniendo, probablemente no ayude. Estuviste fuera de combate por un par de días, sabes.

Le sonreí secamente.

–Es sábado.

–Sí, querido. Lo es.

–Estuve fuera de combate por un tiempo.

–Sí. Así es. Has estado trabajando demasiado. Eso, más los sueños que has estado teniendo…

–¿Por qué? –le pregunté–. ¿Qué hay de malo conmigo? ¿Y por qué no me dijieron nada? Me parece que alguien me tendría que haber dicho que perdí tres días.

–Porque no es nada de lo que haya que preocuparse –intervino Michelle–. Ezra me asegura que estás bien, a pesar de todo. Con todo lo que está sucediendo, no quiero tener que preocuparme también por ti. Necesito que seas fuerte, Robbie. Por mí. Por tu manada.

No sé por qué dije lo dije a continuación. No fue planeado. No fue algo que hubiera pensado. Pero salió, de todos modos.

–Ezra me habló de los Bennett.

Michelle no reaccionó.

–Ah, ¿sí?

–Sí. Me explicó que eran el enemigo.

Miró de reojo a Ezra, que se secó el agua de lluvia de la cara.

–Necesitaba una lección de historia. Para poder entender.

–¿Y entonces? –me preguntó Michelle–. ¿Entiendes?

Eres. Lobo.

Eres. Manada.

Eres. Bennett.

–Ah, sí –repuse–. Creo que más de lo que imagina.

No le gustó eso.

–¿Qué se supone que quiere decir eso?

Sentí que estábamos bailando y que los dos queríamos guiar. Iba en contra de todo lo que conocía, de todos mis instintos. Era mi Alfa, y la estaba empujando… hacia qué, precisamente, no sabía. Pero igual bailamos.

–Solo pido que se me mantenga informado. No puedo hacer mi trabajo si no me cuenta qué es lo que está pasando. Aunque no me competa. ¿Qué haré si algo les pasa? ¿A los dos?

–Nada nos pasará, querido. Te lo prometo –me dijo Ezra, con una expresión cálida en el rostro.

–Nadie puede prometer eso. Todos los días pasan cosas. Puede ser algo trivial –como un accidente de auto, susurró una vocecita, y parecía que faltaba algo, pero se había perdido en la niebla–. O podría ser un niño en un árbol, tratando de ser silencioso como un ratón.

Me di cuenta del instante en que lo comprendió. Estaba sintiendo algo, y estaba incómoda.

–No… eso no sucederá. No aquí. No a nosotros. Y jamás a ti. Estás a salvo, Robbie. Te lo juro como tu Alfa. Nada te sucederá.

Ya me había sucedido. Y pensé que lo sabía. Los dos lo sabían.

–¿Por qué no vas a casa? –sugirió Ezra–. Descansa un poco. Es evidente que aún no te has recuperado del todo.

–He descansado lo suficiente ya. No necesito descansar más. Creo que iré a correr, si ya no me necesitan.

–Me parece bien, Robbie –asintió Michelle–. Estira las piernas. Te necesito en las mejores condiciones. Haz lo que tengas que hacer.

Ah, lo haría.

Los saludé con la cabeza y bajé del porche hacia la lluvia.

Me detuve cuando oí a Ezra decir mi nombre.

No me di vuelta.

–¿Cómo entraste? –me preguntó.

–El código. Puse el código en la puerta. ¿Por qué?

–Interesante. ¿Y no hubo… complicaciones?

–No. ¿Debería haber habido? –lo miré por encima del hombro.

Sonrió.

–Por supuesto que no. Ve a correr, querido. Siente la hierba bajo tus patas. El agua del lago en la boca y

(luz del sol toda la luz del sol es calor es hogar)

la lluvia en la cara. Me encantaría poder correr contigo, pero ambos sabemos que me dejarías atrás, muy atrás.

–No sería capaz de hacer eso.

Se rio.

–No serías capaz de hacerlo. Me alegra que lo sepas, querido –me saludó con la mano–. Vete de aquí.

–Alfa –me despedí con una inclinación de la cabeza y los dejé de pie frente a la casa.

Heartsong. La canción del corazón

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