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CIELO PLOMIZO/ NUNCA OLVIDES

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Mi madre y yo no teníamos mucho. Decía que era más fácil así si tienes que mudarte todo el tiempo. Pero me dejaba tener libros. Algunos, al menos.

Decía que era importante. Que tenía que aprender.

Me enseñó a leer. Algunas noches dormíamos en el auto, y ella se aseguraba de estacionar cerca de una farola para que yo pudiera ver.

Armaba un nido en el asiento trasero con mantas viejas y un almohadón chato. Me encantaban porque olían a ella. Siempre se acostaba primero y me acercaba a su pecho. A veces cantaba. Otras veces lloraba.

No me gustaban esas otras veces.

Pero luego me daba un libro y me pedía que le leyera.

–Me hace feliz –decía–. Tienes una voz bonita.

Así que le leía, luchando con las palabras que no conocía.

–Di cada sonido –sugería.

Lo intentaba.

Si no me salía, jamás se enojaba.

–No, Robbie. La g con e suena como la j.

–Y el lo-bo miró por la ve-ventana. Vio al cerdo dentro. “Soplaré y soplaré y tu casa der… derribaré”.

–Sí. Muy bien –me besó el costado de la cabeza–. Sí.

A veces, podía oler sus lágrimas, aunque no las oyera.


Entré al complejo bajo un cielo plomizo.

Los lobos me saludaron con la mano.

Les devolví el saludo.

Los niños corrieron hacia mí y me rodearon, chillando. Me pareció raro que anduvieran por allí, dado que era un día de semana. Deberían haber estado en la escuela.

–Juega con nosotros –me rogaron–. Persíguenos. ¡Transfórmate y persíguenos!

Se rieron cuando les mostré los dientes.

Caminé hacia la parte trasera de una casa, mientras ellos me esperaban.

Me quité la ropa.

La doblé.

La dejé guardada cerca de un porche.

Un pedazo de papel asomó de uno de los bolsillos.

Volví a guardarlo.

Los huesos y músculos empezaron a cambiar debajo de la piel y soy lobo

soy lobo y allí

hay cachorros

cachorros para jugar

cachorros para perseguir

cachorros para amar

cachorros para proteger

los

atraparé y jugaré con ellos y nunca nada los lastimará


Un niño me siguió cuando recobré mi forma humana, horas más tarde. Le brillaban los ojos y sonreía, pícaro.

Se dio vuelta mientras me vestía. Daba saltitos, como si estuviera excitado.

–¿Has tenido suficiente, Tony? –le pregunté y me puse las gafas–. Ya puedes darte vuelta.

–¡Tu lobo es tan grande! –me sonrió de oreja a oreja–. ¿Seré tan grande como tú?

–Más grande –afirmé, mientras me tomaba de la mano y me tironeaba–. Estoy seguro de que serás el lobo más grande que haya existido jamás.

Abrió los ojos como platos.

–¿De verdad? –jadeó–. Guau. ¿Más grande que un Alfa? Mamá dice que seré un Beta, pero si soy muy grande, ¡también puedo ser un Alfa!

–No lo sé –me puse en serio–. Ser Alfa es mucho trabajo.

–Puedo hacerlo –respondió–. Seré el mejor Alfa del mundo. Y cuando sea Alfa, no estarás triste todo el tiempo.

–¿Qué? –parpadeé–. No estoy triste todo el tiempo. No estoy nada triste.

Frunció el ceño y bajó la vista hacia mis dedos.

–Mamá dice que azul es tristeza. Y hueles azul. Como el mar.

Me arrodillé frente a él.

–¿Qué es lo que siempre decimos acerca de oler a otras personas sin su consentimiento?

Hizo una mueca.

–Que no hay que hacerlo.

–Exacto. Porque es mala educación.

–No… –sacudió la cabeza–. No soy maloeducado. Es… Eres mi preferido. Después de mamá. Y papá. Y hermano. Y la señora Dunstrom, pero es mi maestra, así que no cuenta. Así que eres mi preferido número cinco.

Parecía orgulloso. Me conmoví.

–Tú eres uno de mis preferidos también.

–Lo sabía –chilló–. Se lo quise decir a los demás, pero no me creyeron.

–Quizá es mejor que te lo guardes –me reí–. Será un secreto entre los dos.

Algo le cruzó el rostro, algo oscuro que resultaba trágico en un niño tan pequeño. Casi podía saborearlo, y sentía ceniza en mi lengua.

–¿Qué sucede?

Apartó la mirada pero no me soltó la mano.

–Ey, está bien. Puedes contármelo. ¿Pasó algo?

–Es… un secreto, también –dijo, encogiéndose de hombros, incómodo–. Como el de que soy tu preferido.

–Entiendo. ¿Es un secreto que hará que alguien termine lastimado?

Dudó antes de negar con la cabeza.

–¿Estás en peligro?

Negó de nuevo.

–¿Es algo de tu mamá y tu papá? ¿Un secreto de padres?

–No lo sé –admitió, frunciendo el ceño–. Quiero decir, escuché a mamá y a papá hablar de eso, pero no era su secreto.

–¿Sabían que los estabas escuchando?

La ceniza fue reemplazada por la amargura de la vergüenza. Así que, no. No sabían. Me lo había imaginado.

–No lo hice a propósito –dijo, pateando la tierra–. Es que… estaban hablando, y dijeron tu nombre, y quise escuchar lo que decían porque te quiero mucho.

–Ah. Yo también te quiero, Tony. Pero no sé si lo que dijeron era para que lo escucháramos nosotros. Deberías olvidarte de lo que escuchaste, ¿sí?

–Pero estás azul –retrucó, con ferocidad–. Lo sé. Y ellos decían que no siempre eras azul, que cuando estuviste aquí antes eras verde y feliz y que era genial. ¿Cómo era cuando estuviste antes? ¿Por qué te volviste azul cuando regresaste?

Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca.

–¿De dónde? ¿De uno de mis viajes? A veces tengo que ir a ver otros lobos, y no siempre es fácil porque no todo el mundo quiere lo mismo. Es así, nada más.

Eso no –sacudió la cabeza–. Ya sé eso. Estoy hablando de antes. Cuando te fuiste por mucho tiempo. No me acuerdo porque soy muy pequeño, pero cuando vivías aquí con la manada.

–Creo que se trata de un error, cachorro. Nunca viví aquí antes de que Alfa Hughes me convocara. Ezra me encontró y me trajo con él. No… He estado aquí solamente por un año. Ya lo sabes.

–¿Dónde vivías antes? –me preguntó, con el ceño fruncido.

–Por todos lados –le respondí–. Con distintos lobos.

No parecía convencido.

–Pero mamá dijo que ya te conocían. Y que estabas distinto. Y ella no miente nunca porque mentir está mal.

Sus padres. Griff y Maureen. Tal vez nos hubiéramos cruzado antes. No lo recordaba, pero era posible. Pero no recordaba haberlos conocido antes de llegar al complejo, y nunca había estado en Caswell antes.

Después de estar con mi madre, había pasado por diferentes manadas. Intentaba recordarlas a todas, todos los nombres, pero había habido tantas. Se me mezclaban. Me había quedado más tiempo con algunas que con otras, pero jamás…

–Azul –susurró Tony–. Es todo azul.

Me obligué a sonreír.

–Ey. No debes preocuparte. Escucha. Que esto quede entre nosotros, ¿entendido? No le diré a tus padres si tú no le dices nada a nadie más. ¿Te parece bien?

–¿Otro secreto?

Asentí.

No se lo veía muy feliz con el nuevo secreto.

–Bueno.

Lo abracé fuerte, se rio con la nariz contra mi cuello e inspiró.

–Y te prometo que trabajaré en el azul. Gracias por decirme. Me alegra saber que alguien me cuida.

–Me alegro de que te sientas mejor –susurró–. Alfa dijo que estabas enfermo y en cama y que por eso no te habíamos visto por unos días, aunque hubo luna llena. Pensé que los lobos no se enfermaban.

Me temblaron las manos. Unos días. Unos días. Pero eso quería decir…

–¿Por qué no estás en la escuela?

Se rio.

–Es sábado, bobo. No tengo que ir a la escuela los sábados.

–Claro que no –la piel me vibraba–. Nadie va a la escuela los sábados.

Se alejó de mí cuando un grupo de chicos al otro lado de la casa lo llamó.

–¡Adiós, Robbie! –me gritó por encima del hombro mientras corría hacia sus amigos.

Me quedé detrás de la casa por un largo rato.


–No sé qué es lo que le pasa –se quejó Michelle, irritada. Apretó un botón del teclado y la computadora emitió un pitido–. Nunca hace lo que quiero que haga, y necesita actualizarse cada cinco segundos.

–Tampoco tan seguido.

–Se siente como que sí.

–No ayuda mucho que le de golpes.

–A veces golpear cosas me hace sentir mejor –suspiró.

–Por más que sea así, no creo que los dispositivos electrónicos respondan a la violencia física. No se puede usar la fuerza del Alfa en una actualización de Windows.

Empujó el escritorio con las manos hacia atrás y su silla chocó contra la estantería. Se sacudía un poco cuando se incorporó.

–Solo… ¿puedes arreglarlo, por favor? No tengo tiempo para lidiar con esto y tú entiendes de estas cosas mucho mejor que yo. Viene una manada la semana que viene, y no quiero pasar el tiempo preocupándome por esto.

–¿Algo importante? –pregunté. Normalmente mantenía el pico cerrado, pero era su segundo, según sus propias palabras, y me sentía un poco más valiente de lo habitual. Negó con la cabeza.

–No. Estarán de paso y quieren presentar sus respetos –se apartó de la silla y me indicó que la ocupara–. Tengo que ir a una reunión en el pueblo. ¿Puedes tener esto terminado antes de que yo vuelva?

–¿Tengo que ir?

–No creo. Quiero que Ezra revise las protecciones que rodean Caswell. Asegurarnos de que estén intactas. Todas las precauciones son pocas estos días. Cualquier cosa puede intentar escabullirse dentro.

Me parecía que estaban siendo paranoicos, pero siempre y cuando no tuviera que caminar con Ezra mientras se ocupaba de las defensas, no tenía problema. Era una tarea larga y aburrida, y escuchar a Ezra mascullando frente a muros invisibles no hacía que la tarde fuera agradable.

–Yo me ocupo. Estará terminado para cuando regrese. Trabaja muy duro. Especialmente para ser sábado.

Ni se inmutó. Pareció aliviada.

–Gracias. Me salvas –se dirigió hacia la puerta y yo me senté en su silla. Me miró con la mano en el pomo de la puerta–. Cierra cuando te vayas. ¿Robbie?

–¿Sí? –alcé la vista del monitor.

Parecía a punto de decir algo, pero sacudió la cabeza.

–Nada. Gracias. No sé qué haría sin ti.

Desapareció antes de que pudiera responderle.

Sentí calor ante el elogio de mi Alfa. Era algo pequeño, pero se sentía como un fuego que me ardía en el pecho. Casi sentí que debía decirle que me parecía haber perdido un par de días por algún lado, ¿quizá ella podía decirme dónde los había metido?

Sacudí la cabeza.

Parecía un cachorro.

–Bueno –murmuré, haciendo crujir los nudillos–. Veamos con qué nos encontramos.


Tenía programas espías.

Y programas publicitarios.

Y un caos de mierda.

–Cielos –dije por lo bajo–. Con razón va todo tan lento.

Hice correr el programa de seguridad. Mientras se ejecutaba la revisión del sistema, me recliné en la silla y dejé que mi cabeza colgara. Miré hacia la biblioteca que se alzaba detrás de mí, con viejos libros con letras doradas en los lomos con títulos tales como “HISTORIA DE LA LICANTROPÍA” y “LA LUNA Y TÚ: MITOS Y VERDADES”.

Me paré para explorar la biblioteca mientras la computadora hacía lo suyo. Michelle no me había dicho que no podía hacerlo, y aunque no estaba para decirme lo contrario, me sentía como si estuviera cruzando una línea.

–Es historia, nada más –murmuré–. No está mal que quiera aprender.

Estaba solo en la oficina de la Alfa de todos.

¿Qué mal podía hacer?

Con la voz de Tony susurrándome al oído y la visión de un lobo blanco en una casa en ruinas, rocé los lomos con los dedos. Algunos, en particular los que estaban en la parte superior de la estantería, justo fuera de mi alcance, estaban cubiertos de una fina capa de polvo, como si nadie los hubiera movido del estante en años. Me daba cuenta de cuáles habían sido movidos porque no había polvo frente a ellos, pero trataban todos de reglas y normas, de las antiguas leyes que gobernaban el mundo de los lobos.

En otras palabras, pura porquería.

Pero.

Había dos tomos en la esquina derecha, metidos entre libros más grandes. Uno parecía muy antiguo, las palabras del lomo eran de un dorado desvaído. El otro, el más delgado de los dos, no tenía título en el lomo.

–¿Qué es esto? –le pregunté al aire.

Miré la computadora.

Estaba por la mitad.

La casa estaba vacía.

Afuera, oía a lobos hablando entre ellos.

La lluvia estaba cerca. Caería durante la próxima hora. Podía olerla.

A pesar mío, coloqué la silla contra la biblioteca y me subí a ella. Se tambaleó, pero aguantó.

La gruesa capa de polvo sobre el estante superior me hizo picar la nariz. Fueran lo que fueran, estos libros no habían sido movidos en mucho tiempo. Tomé los dos, el más antiguo encima del otro. La piel empezó a hormiguearme cuando vi la desvaída pata dorada grabada sobre la tapa.

Las páginas eran rígidas, casi como cartón. Las palabras en las primeras páginas eran ilegibles, notas escritas a mano que se habían borrado con el paso del tiempo. Logré distinguir algunas fechas en las esquinas derechas superiores. Si eran ciertas, el libro que tenía entre las manos tenía más de cuatrocientos años.

Me detuve cuando llegué a una página con un dibujo.

Una bestia.

Un monstruo.

Un lobo, pero no se parecía a ninguno que hubiera visto antes. Estaba parado sobre las dos patas traseras, los músculos de sus muslos y pantorrillas eran prominentes. Tenía brazos largos que terminaban en garras deformes, casi manos, con ganchos en vez de uñas.

Había palabras escritas debajo, algunas más legibles que otras: perdido y roto y lazo y compañero y manada.

–¿Un Omega? –mascullé, frunciendo el ceño.

Había otra palabra que podía entender y que me heló hasta los huesos.

Sacrificio.

Aparté la vista de la bestia hacia los márgenes. En tinta mucho más reciente, con una letra distinta, había más palabras.

¿Puede convertirse en esto? ¿Deberíamos haberlo matado cuando tuvimos la oportunidad? No lo sé. Me aseguran que estará encerrado para siempre.

¿Y qué hay de los otros? Es más de lo que yo pensaba. Es un Alfa. No sé cómo. No sé por qué. Pero si eso es cierto, si la bestia puede despertar, entonces un igual opuesto debe también hacerlo.

Ox.

Ox.

Ox.

Cerré el libro.

Me estiré para colocarlo en el estante. Una risa súbita desde afuera de la casa me sobresaltó. Casi me caigo de la silla. Logré sostenerme a último momento, pero el libro antiguo se me deslizó de los dedos. Hice una mueca cuando lo escuché caer estrepitosamente detrás de la biblioteca.

–Mierda –maldije por lo bajo. Para sacarlo tendría que mover la estantería completa. Bajé la vista hacia el libro más pequeño. La cubierta no tenía ninguna inscripción y el libro estaba rodeado por una tira de cuero. Había unas iniciales grabadas en el cuero.

T. B.

No se me ocurría nadie que tuviera esas iniciales.

Bajé de la silla con el libro apretado contra el pecho.

No era de un brujo. No olía a magia.

Desaté la tira de cuero y la dejé caer.

Dentro, las páginas eran rayadas y estaban amarillentas, cubiertas de unos garabatos casi ilegibles. Entendí palabras como poder y creek y padre e hijos. Era la misma escritura que había visto en los márgenes del otro libro.

Miré la primera página.

Había una inscripción, escrita con una letra delicada, muy diferente a todas las páginas que seguían.

A mi amado.

Nunca olvides.

-E.

Dos cosas ocurrieron al mismo tiempo.

La computadora emitió un pitido y me sonó el celular en el bolsillo.

Me sobresalté y se me cayó el libro al suelo. Maldije, extraje el celular del bolsillo y miré la pantalla mientras colocaba la silla de nuevo en el escritorio.

DESCONOCIDO

Miré intrigado el teléfono. Pensé en ignorar la llamada.

Atendí.

–¿Hola?

El crepitar de la estética me llenó el oído.

Aparté el teléfono para mirar la pantalla de nuevo. La llamada no se había cortado. Coloqué el teléfono de nuevo contra mi oreja.

–¿Quién es?

El teléfono emitió un pitido y la llamada se cortó.

Lo miré de nuevo y…

Estaba de pie junto a la biblioteca, con el tomo encuadernado en cuero en las manos. La silla me apretaba el muslo.

Tenía el teléfono en el bolsillo.

La computadora seguía actualizándose.

Parpadee lentamente.

Me sentía como si estuviera debajo del agua. Como me había sentido cuando me acerqué a la casa vigilada.

Bajé la vista hacia el libro. La inscripción de la primera página seguía allí.

Pasé a la segunda.

Había una fecha, de años atrás, en la esquina superior derecha.

Me llevó un momento leer las primeras líneas.

He cometido equivocaciones. Tantas equivocaciones. Es lo terrible de la perspectiva, te permite ver todo con una claridad atroz. Mi padre siempre decía que, si con desear bastara, los mendigos serían millonarios. No entendía lo que quería decir. No en ese momento.

No antes de que fuese demasiado tarde.

Ahora lo entiendo.

Elizabeth cree que debería llamarlo. Dudo que me atienda. Siempre ha sido obstinado, y se ha vuelto peor, sin dudas, por lo que hicimos. Lo que yo hice. No sé cómo hacérselo entender. Que no podíamos arriesgarnos a que su padre le hubiera hecho algo, a que le hubiera puesto algo en las marcas grabadas en su piel cuando era niño. Era una garantía en caso de que sus planes no funcionaran. Gordo no…

La computadora emitió un pitido.

El programa había terminado.

Hice una mueca de dolor cuando sentí que la cabeza me empezaba a latir. Se me cayó el libro al suelo.

Me tambaleé hacia el escritorio y me sostuve con las manos.

El celular empezó a sonar.

Hundí las garras en la madera.

La computadora pitó de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.

El celular no paraba de sonar. La combinación de sonidos resonaba en mi cráneo.

–¿Qué es esto? –dije–. ¿Qué es? ¿Qué es

–...esto? –pregunté, mientras caminábamos por el bosque.

Se rio y me tomó de la mano. No podía verlo, no realmente. Era estática y nieve, una silueta humana apenas dibujada, pero se sentía bien. Ah, cielos, se sentía bien.

–No es nada. Es… ¿por qué haces tantas preguntas al mismo tiempo?

Choqué el hombro contra el suyo.

–Necesito que vengas conmigo. Eso dijiste. Te das cuenta de cómo suena. Tan misterioso.

–Es… maldición. No estoy tratando de ser misterioso.

No, no me parecía que lo fuera. Yo…

... caí de vuelta contra la biblioteca, cubriéndome la cara con las manos, murmurando.

–No, no, no, esto no es real, esto no es real, esto no es…

–... nada malo –dijo él–. Es… Espero que sea bueno.

–Esperas –me burlé, sintiéndome mucho más contento de lo que me había sentido en mucho tiempo. Los árboles eran verdes, el cielo azul y el bosque estaba vivo. Sentía un zumbido bajo mis pies, en lo profundo de la tierra, y entendí su poder, entendí lo que podía hacer.

Me apretó la mano en la suya y, si yo escuchaba, si me concentraba lo suficiente, podía oír y sentir la sangre corriéndole por las venas, el latido rápido, como el de un pájaro, de su corazón. Estaba nervioso, el sudor era intenso y agrio, pero había mucho más. Era…

... libros cayendo a mi alrededor cuando choqué contra las estanterías y…

... hierba y…

... eché la cabeza hacia atrás, mis colmillos emergieron y…

... agua de lago y…

... caí de rodillas y…

... luz del sol. Había luz del sol, la calidez en mi piel, suave y melódica, una canción susurrada por lo bajo. Era una caricia, y él se reía, y el sol brillaba en su cara borrosa.

–Espero –decía él–. Espero más que nada. Te veo, ¿sabes? Te veo. Y yo…

–Nunca te dejaré ir –susurré, con la cara apretada contra el suelo.

La computadora estaba en silencio.

Mi teléfono estaba en silencio.

Alcé la cabeza.

El librito encuadernado en cuero yacía a mi izquierda.

Me incorporé con lentitud.

Algo revoloteó en el suelo.

Bajé la vista.

Junto a mi pie había una nota.

Podía leer cuatro palabras.

PARA CUANDO ESTÉS LISTO.

La empujé con la bota.

Se abrió.

El número de teléfono era igual que el otro. No lo conocía.

Sin pensar, extraje el teléfono del bolsillo.

Marqué el número.

Sonó una vez. Dos veces. Tres veces.

–¿Hola? –dijo alguien.

No hablé.

–¿Hola? –repitió la mujer, molesta–. Mira, amigo, si crees que jadearme en la oreja te funcionará, quizás deberíamos encontrarnos cara a cara para que te demuestre lo equivocado que estás.

–¿Quién es? –pregunté, la voz casi un graznido.

–¿Quién mierda habla? –quiso saber.

Carraspeé.

–Soy… Robbie. Robbie Fontaine. Encontré su número en mi bolsillo.

–¿Robbie? Qué demonios… Espera un segundo.

Escuché voces apagadas de fondo, y pensé en tirar mi teléfono. Tirar mi teléfono y arrancarme la ropa para transformarme y correr hacia la reserva.

Estaría a salvo allí. Estaría a salvo y encontraría el árbol antiguo y todo estaría bien. Todo estaría…

–Robbie. ¿Qué sucede? No pensé que nos llamarías tan pronto, o que nos llamarías directamente. ¿Qué…?

–¿Quién habla? –exigí.

–¿Quién habla? –hizo una pausa, y el silencio me partió la cabeza–. Robbie… Soy Shannon. Alfa Wells.

Ay, mierda, una Alfa.

–Alfa. Lo siento. Discúlpeme por gritarle. Es que… No sé de dónde saqué este número. ¿Cómo conseguí este número?

Pensé en los últimos días. Ningún Alfa había visitado Caswell. Lo recordaría. Me había reunido con Ezra y Michelle, y ella dijo… ella dijo…

Fruncí el ceño. ¿Qué había dicho?

No me acordaba.

–Robbie –dijo la mujer. Sonaba extrañamente inexpresiva–. Yo te di mi número. Antes de que te fueras de Fredericksburg. Hace una semana.

Me eché a reír, perplejo.

–¿Fredericksburg? ¿Dónde queda eso? –me transpiraban las palmas de la mano.

–Mierda –murmuró–. Maldición, ¿cómo demonios…? Malik. ¿Recuerdas a Malik? ¿Lo que te mostró? ¿Lo que…?

–No conozco a ningún Malik –le espeté–. No sé qué es lo que cree que me mostró y, con todo respeto, Alfa Wells, si se trata de algún tipo de broma, no es gracioso. Para nada. No puedo…

–El prisionero. En el complejo.

Eso me dejó sin aliento.

–¿Cómo demonios sabe usted…?

–¡No tiene importancia! –gritó–. Si te quitaron eso, entonces lo saben. Tengo que volver a casa. Tenemos que huir. Los demás están en camino. Tienen que saber qué les espera…

–No sé de qué mierda está hablando –gruñí. Se me nublaba la vista y pensé que iba a destrozar el teléfono, de tan fuerte que lo estaba sujetando.

–Lo sé –exclamó–. Y es porque te lo han quitado. No sé cómo, pero sé por qué. Robbie, busca al prisionero. No me importa cómo pero búscalo. Lo verás. Borra esta llamada. Que no sepan que llamaste a este número. Tengo celulares descartables de repuesto y te llamaré cuando estemos a salvo. Es casi la hora. Encuentra al prisionero. ¿Me escuchas? Encuéntralo. Encuéntralo y mátalo.

El celular quedó sonando en mi oreja cuando la llamada se desconectó.

Lo bajé lentamente.

En la pantalla azul de la computadora, había un mensaje en una caja gris.

¡ACTUALIZACIÓN COMPLETA! ¿REINICIAR?

En la esquina, se veía la fecha y la hora.

12:47 pm.

9 de mayo de 2020.

Heartsong. La canción del corazón

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