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Introducción Odio

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Odio a la gente. Odio a los hombres, a las mujeres, y a los no binarios. Odio a las mascotas y a las personas que despiertan cada día con energía y ganas de desayunar.

Odio a la gente que disfruta regateando en un mercadillo y a las personas con talento e intuición para los negocios.

Odio que vengan visitas a casa. Vivo en un búnker que María y yo construimos, y lo único que quiero es atrincherarme dentro con todo lo necesario para sobrevivir sin rozarme con la gente. Porque odio a la gente, a casi toda. Incluso a mis amigos, sobre todo a los que me atosigan por Telegram. Tengo bloqueada al 80 por ciento de mi agenda en Telegram.

Odio el rap.

Soy un mercenario musical, un intruso, un turista que descubrió el hiphop por casualidad y se quedó a vivir en él porque no encontró un lugar mejor para establecerse. Mi padre solía decir que siempre me he quedado con lo primero que me caía encima. Currar de profesor exigía madrugar y odio madrugar. Hago rap por no madrugar.

Odio la mayoría de mis temas, sobre todo aquellos en los que he colaborado con artistas que no me interesan musicalmente y a los que no escucho jamás. ¿Por qué lo he hecho? Porque soy un gusano y un cobarde: por miedo a no estar en la onda.

Odio las redes sociales y la excusa pobre a la que me agarré cuando permití que la discográfica me hiciera un perfil en varias: «No me encargo yo de ellas».

Odio escribir textos a mi mánager para que los publique en mis redes, sobre todo esos textos en los que tengo que animar a la gente a que compren entradas para mis conciertos. Cuando lo hago siento un dolor de barriga inenarrable.

Me deprime profundamente formar parte de este engranaje. No necesito más dinero, no necesito más seguidores, no necesito engañar a los que tengo mostrándoles fotos y vídeos de aforos completos. Es todo mentira. No soy absolutamente nadie.

Odio guardar mis discos en casa porque me recuerdan lo mucho que odio el rap, así que regalo hasta la última copia que me manda la discográfica de mis CD y vinilos. No conservo ninguno de mis discos.

La persona más inteligente que he conocido jamás me dijo una vez que mis discos molaban porque no había nadie en España haciendo canciones tan buenas sobre cosas que odia. Pero odio hablar continuamente de las cosas que odio.

Odio estar encerrado en un hotel o en un camerino antes de actuar y por eso a veces tengo que destrozarlos a puñetazos y pagar más tarde las facturas con las que honro mi idiotez. Porque soy idiota, eso es indiscutible. Soy un artista idiota.

Odio a los artistas, por cierto. Sobre todo a los obsesionados con permanecer: aquellos que sueñan con que sus obras vivan más allá de los límites del cáncer.

Para mí una canción dura el tiempo que hay entre el momento en que la grabo y el plato de mojama que me zampo después para celebrarlo. Minutos más tarde paso a odiar el tema para siempre, y a otra cosa.

Odio a la gente, pero sobre todo me odio a mí mismo. Odio mi cabeza averiada que me obliga a pasar la aspiradora cuatro veces al día y que no me permite empezar a escribir hasta que el suelo brille como una bola de billar.

Odio al psiquiatra que me diagnosticó Trastorno Obsesivo Compulsivo, al que hubieran sacrificado en la Edad Media por ser un pésimo mensajero portador de malas noticias.

Odio comprobar setenta veces al día si llevo la cartera encima y tener que ensayar tres veces por semana, sin falta, para poder llegar con seguridad a un concierto que me sé de memoria. Odio mis obsesiones. María me llama «Preocupito».

Odio mi rostro arrugado y mis pómulos descolgados. Odio el pelo de mi cabeza y de mi barba, ambos blancos como la nieve, que camuflo tintando con una crema colorante, una pasta blancuzca que compro en el Supersol por cuatro euros y que apesta a amoniaco. Cuando me la aplico me arde la cara. Mis amigos dicen que deje de hacerlo, que las canas molan, y yo les contesto que molarán en la cabeza de Richard Gere o en la de George Clooney, pero en la mía son como ponerle una guinda a un pastel de mierda. No he sabido envejecer.

Odio las opiniones.

La vida que sucede al margen de las opiniones que insistimos en dar es maravillosa. Qué terribles son las opiniones. Todas. La mía la primera.

Odio cualquier bandera colgando de un balcón como si fuese el hule mugriento de una mesa camilla, aunque visto desde otro ángulo resulta útil porque marca el lugar en el que vive un gilipollas.

Odio la idea de Dios y a todos y cada uno de sus supuestos representantes legales.

Me repugnan las personas que creen en algún dios, sobre todo los intelectuales que lo toman como excusa para desmarcarse. Si has recibido suficiente formación como para confiar en el ibuprofeno o en la fluoxetina, no tienes ningún derecho a creer en Dios. Ninguno.

Odio a la gente que es pretenciosa soñando. Odio a la gente cuyos sueños tienen el volumen demasiado alto: ¿no podrían soñar más bajito? Odio profundamente a los individuos cuya profesión es ayudarte a soñar más lejos: esos coaches, entrenadores de la ambición, que no permiten que uno nazca, se pudra y se muera por ley natural.

Odio la autoayuda porque nadie necesita que lo ayuden a nada salvo a morir con dignidad.

Odio que mi padre no esté ahora mismo sentado en su sofá blanco gastado, comiendo aceitunas y viendo un partido de la ACB con la televisión muteada (no soportaba a los comentaristas). En lugar de eso está muerto.

Cuando él se fue, mis odios microscópicos, que yacían aletargados, brotaron con fuerza para decuplicarse como gremlins empapados.

Odio que el imbécil de tu padre siga vivo y el mío no.

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