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VI

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Cuando quiero evocar «vidas mayúsculas», cuando quiero acordarme de lo asquerosamente normales que éramos los demás y lo escandalosamente especiales que pueden llegar a ser algunas personas, siempre acabo recordando a Javi o a Eugenia.

Javi era juez de instrucción en Barcelona, tenía veintiocho años, era natural de Sevilla y no sabía qué hacer con todo el dinero que ganaba. Terminó Derecho con una nota media espectacular, se formó para juez y se instaló en su piso en carrer del Consell de Cent, donde acabó decidiendo qué traje ponerse para asistir al levantamiento de un cadáver.

Como ganaba más dinero del que podía gastar y no tenía hobbies caros decidió coleccionar trajes de chaqueta y perfumes, y eligió estos artículos por dos motivos fundamentales: por un lado necesitaba los trajes para asistir al trabajo, y por otro, descubrió que un pañuelo bien empapado en su intenso perfume podía de alguna forma aliviar los mareos y las tremendas arcadas que sufría siempre que el trabajo lo obligaba a levantar un muerto.

Todo esto me lo contó el propio Javi en el año 2001 por algún pasillo de la Facultad de Filología. Es alto, mide un metro noventa, cuando lo conocí usaba gafas y llevaba un peinado que era una mezcla entre la raya al lado parental de la que algunos no consiguen escapar nunca y el desaliño propio del que, consciente de la levedad de los días, prefiere gastar sus minutos en cuestiones de nivel.

Este chico, que comprendió un día en Barcelona la frase de Guido Ceronetti en El silencio del cuerpo que dice: «Si Dinero es símbolo de excrementos, la avaricia no es más que una forma de coprofagia», se cansó de comer mierda en Barcelona y decidió empezar una segunda vida junto a nosotros, estudiando Filología inglesa de vuelta en su ciudad natal.

Alguien debió advertirle en aquel momento de que volver a su tierra después de una experiencia como la que vivió en Barcelona no iba a ser muy diferente de aquellas ballenas que, acostumbradas a emitir ondas que atraviesan kilómetros de distancia en el mar, enloquecen en cautiverio cuando las ondas que emiten rebotan en las paredes de sus minúsculas piscinas. Algunas no dudan en dejarse toda la dentadura en los bordes del estanque para intentar escapar cuando la onda que emiten rebota en el pequeño recinto y las deja sordas en cuestión de meses.

¿Por qué está la historia de Javi grabada a fuego en mi cabeza?

Al principio pensé que mi mente había almacenado esto por simple morbo, por lo excitante que resultaba imaginar a un juez forense con la misma edad con la que yo aún manipulaba a mis padres para conseguir algo de dinero o trataba de engañar a alguna amiga bailonga para sudar un rato en la cama con ella. O quizá fuera porque este tipo era genial. Y porque su relato no era otra historia cansina sobre ceremonia y borracheras en pisos de estudiantes, trajes deslumbrantes para el Jueves Santo, ni imitaciones de Chiquito de la Calzada.

No recuerdo los apellidos de Javi, así que no lo encuentro hoy por internet; sin embargo, sí recuerdo los de Eugenia. La localizo fácilmente en Google: ahí está, es ella, trabaja de profesora. No hay muchos más datos, al menos no al alcance de un auténtico cavernícola de internet sin redes como yo.

Me voy al 2004: Eugenia aparece por el pasillo de Filología; es bajita, pelo rizado y, en vez de una mochila normal con libros y cuadernos como llevamos todos, ella parece traer una mochila de explorador con víveres para una semana. Frunce el ceño sistemáticamente al hablar pero suele compensarlo más tarde con una sonrisa generosa. Es extraña y provocadora. Desayunamos juntos y no puedo mantener el ritmo de su conversación más de cinco minutos. Cuando se da cuenta, baja un par de peldaños amablemente y adapta su discurso al mío: el de un estudiante mediocre e infantil que en realidad quiere hacer rap, un tipo raro también, pero nada genial, desubicado, casi un Erasmus en su propia ciudad.

Hablando de música me pide algo mío para escuchar en casa. El sello discográfico acaba de mandarme el máster de mi disco Música para enfermos, así que se lo presto sin pensarlo demasiado.

Al día siguiente, de vuelta en la facultad, estoy hablando con un amigo frente a la puerta de entrada y veo a Eugenia acercarse andando, la distingo con su maletón gigantesco aproximándose por detrás de mi amigo. Lo rodea y se coloca justo en medio, como si mi colega no existiese. Mi amigo da unos pasos hacia el lado y me mira con los ojos como platos y una risa muda, lo miro sonriendo y le hago un gesto con la mano indicándole que más tarde seguiremos charlando. Eugenia me dice: «Tote, ya he oído tu disco. ¿Cómo tienes tanta capacidad para hablar de las cosas que odias, tío? ¿Eres capaz de hablar igual de bien de las cosas que te gustan?».

Cuando la gente me pregunta hoy si he leído tal crítica de mi último disco, si me he molestado en mirar esa otra reseña o aquellos comentarios de YouTube, me gustaría poder explicarles lo que sentí aquel día que Eugenia me destapó, para que comprendan lo poco que a partir de entonces me importó lo que pudieran pensar de mi música cuatro palurdos. La sospecha que yo tenía sobre mis textos se cristalizó cuando Eugenia me dijo que mi disco era poco menos que la pataleta de un crío muy enfadado. Eugenia había resumido de manera tan directa y precisa esas quince canciones del disco, casi poniéndole título al principal inconveniente que yo sospechaba en mis letras de entonces.

Así era ella: extraña, directa, desagradable a veces pero honrada, jugando limpio siempre, incluso aquella vez que entró en clase y, habituada a sentarse conmigo, le dijo a un chico que ese día se había sentado a mi lado que se levantase porque ese era su sitio. Lo dijo de manera tan seria que el chico se levantó asustado y tembloroso y se cambió de pupitre. O ese otro día que por fin descubrimos el misterio que escondía en su inmensa mochila cuando, delante de veinte estudiantes, Eugenia sacó un tupper con comida que traía de casa y se lo zampó tranquilamente entre las ahogadas sonrisillas de algún cobarde envidioso.

Ese detalle se me quedó marcado como un gesto de auténtico valor. Hoy, con cuarenta años y medio mundo recorrido, no sé si yo tendría carácter suficiente como para hacer algo así.

Cuando un amigo me llama hoy, en 2018, para contarme que anda jodido porque ha terminado con su pareja y que su profesión durante los últimos diez años ha sido malcriar a dos hijos entre diarias guerras conyugales que aún hoy no conocen tregua, pienso en Javi, que ya había sido juez forense con veintipocos años y levantaba cadáveres. O en Eugenia, que ya había leído por placer todos los libros que eran lectura obligatoria en la carrera.

Mi corazón estará siempre con los valientes, con los raros —sean o no extraordinarios—, con los frikis, con esas personas cuyo fuerte pueda no ser la habilidad social o el conocimiento de los hombres, con aquellos miopes ante el folclore opulento que enfocan como el tarsero en la oscuridad insólita.

En primavera, todos los que tuviéramos un par de orejas pegadas a la cabeza éramos capaces de oír el agradable rumor de los bares en Sevilla a la una del mediodía, incluso nosotros los excéntricos. Una vez dentro, sin embargo, no estábamos en la inmundicia mental ni en las cloacas intelectuales hablando de trajes de feria, de las ganas de alguien de tener un hijo o de lo mucho que quería a su puto perro de los cojones. Queríamos vivir un poco más, solo un poquito más allá.

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