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II

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Viajar a tus recuerdos es buscar pelea. Es el trozo de vida que echarías a los perros.

Me acuerdo por ejemplo de 1998, cuando vestíamos gigante.

Tratábamos de imitar a nuestros héroes del rap con pantalones de la sección de tallas especiales, y en la parte de arriba prendas más parecidas a una chilaba que a una camiseta. Aún conservo sudaderas de esa época que parecen una sábana cosida con cuatro agujeros. Si esa prenda no tapaba el culo entero estabas mal vestido.

Me recuerdo flotando con 74 kg dentro de esa ropa camino del entrenamiento de baloncesto o la facultad, subiendo el volumen del walkman al máximo para no oír los chistes feriantes y los comentarios de estilo cofrade-borderline que sobrevolaban mi ciudad por entonces.

Que nadie se confunda, soy un enamorado del suelo que piso, de los bares que frecuento, de las calles de mi celda e incluso de algunos de los chistes y monólogos llenos de originales localismos que yo he nacido condenado a no tener. No tengo problemas en confesar mi amor por esta ciudad; sin embargo, mi relación con ella ha sido invariablemente irregular. Siempre me ha parecido un sitio excepcional para vivir y morir, pese a que su nivel de flexibilidad y tolerancia deje mucho que desear.

En 1999, cuando empecé a viajar en serio, ya veía en otras ciudades a cajeras del McDonald’s con el pelo rosa y quince piercings en la cara, pero aquí era bien distinto, fuera a donde fuese caían cuatro chascarrillos de media al día por mi forma de vestir.

Las bromas se acabaron cuando seis años más tarde me vieron en prime time, en programas de televisión que yo detestaba, y a los que únicamente fui para vengarme de ellos a lo Ernst Jünger en Venganza tardía.

Tuve que hablarles en el idioma del dinero y la conquista, porque no hubiesen comprendido el lenguaje de la pasión aunque la tuvieran delante una vez al año saliendo de la iglesia del Salvador.

Estaban indignados por esa forma mía de romper el orden natural de las cosas e ir contra el mercado. Por eso les hablé de dinero, como ellos querían, sintiéndome sucio por dentro, asqueroso, deshonrando a mi padre y a mi madre cuando torpemente les lanzaba a la cara a esos incrédulos las afiladas piedras de mi éxito.

Eso hizo por mí esta preciosa ciudad. Obligarme a convertirme en un hijo de puta.

Por supuesto todo esto pasa cuando tienes la horrible convicción de que realmente eres distinto. Cuando, hablando claro, crees que tu mierda huele mejor.

Por suerte son solo recuerdos, algunos recuerdos...

El trozo de vida que echarías a los perros.

Esta es la excusa que pongo para tapar mi completa incapacidad para entender la realidad. Al final, el quiste sigue ahí. La venganza tardía me hace sentir ridículo hoy, en agosto de 2018.

El partido estaba perdido antes de empezar.

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