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III

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En 1999 aún no habían hecho el carril bici en Sevilla, pero al menos el camino que recorría a diario era en línea recta. Había siete minutos y medio en bicicleta desde la plaza del Pelícano hasta la calle Palos de la Frontera. Tenía que vérmelas con el tráfico y los atascos de la hora punta. Los días de lluvia eran un infierno, nobody rides for free. Saltaba a la acera, entraba en los jardines de Murillo, salía por el túnel de plantas, volvía a la carretera, esquivaba a un par de personas que me insultaban y llegaba por fin al aparcamiento de bicicletas de la Facultad de Filología.

Estudié en uno de los edificios más bonitos de la ciudad, la antigua Real Fábrica de Tabacos. El sitio reunía diferentes licenciaturas y, salvo Derecho, que con sus niños viejos agrupaba a la flor y nata de la caspa sevillana, los demás éramos críos normales dispersos entre Geografía, Historia y Filología. Obviamente, has leído esto indignado porque tú fuiste a Derecho y no eras así. Lo sé, pero me gusta generalizar cuando la balanza está inclinada un 90 por ciento de un lado. Cuando el cronómetro va por 00:55, yo ya cuento un minuto. El rigor científico lo dejamos para la vacuna del cáncer.

Estudié Filología inglesa. Mis motivos para no faltar a clase más de lo razonable eran, por un lado, el edificio —esa sensación mágica de entrar en un puto palacio era para mí adictiva— y, por otro, las mujeres. Me gustaban todas, incluidas las profesoras. Así que centrado en lo que estaba no es raro que mis notas fueran lamentables. Solo recuerdo un par de notables en un total de seis años.

Era incapaz de concentrarme, pero no porque solo pensase en sexo, sino porque mi cabeza ramificaba en infinitas opciones cualquier cuestión que se me plantease. Y no hablo de meros fantaseos o ensoñaciones propias de esa edad, hablo por ejemplo de perder cinco horas de un día con la carpeta abierta delante y no saber decidir por qué asignatura empezar. Hablo de estar sentado atendiendo a la explicación del soneto que habíamos leído previamente, y perderme imaginando cómo sería la casa del escritor, su día a día, su vida en el siglo XVI: ¿Había ratas en su casa? ¿Dónde compraba la tinta? ¿De qué estaban hechos los colchones en aquella época?

Cuando intentaba volver del viaje, la profesora ya había terminado de explicar en su perfecto inglés todo lo que ella, o la crítica —o la crítica que más le gustaba a ella—, creía que representaba el soneto. Me había perdido.

Una vez fui yo el que tuvo que dar clase durante media hora delante de treinta alumnos. He sentido menos vergüenza tocando delante de cuarenta mil personas. A veces el recuerdo golpea mi pensamiento y grito de vergüenza por lo que dije en esa clase en la que hice de profesor. No quiero ni pensar qué habría sido de mí sin el rap, que ya por entonces empezaba a darme de comer. Había viernes que tocaba en un festival para diez mil personas y el lunes estaba de vuelta en el redil dando Morfosintaxis. A veces tenía que pedir que me cambiasen un examen para poder ir a dar un concierto. Raras veces lo lograba.

Con el dinero que ganaba en la música, lo aburrido que estaba en clase leyendo La letra escarlata y lo poco que follaba, lo normal hubiera sido largarse de allí corriendo, pero de vez en cuando alguna asignatura me resucitaba: Crítica literaria con Navarrete, Metodología con Cristian Abelló (un auténtico profesor), y sobre todo Literatura norteamericana con don Ignacio Guijarro, quien hace poco publicó Fruta extraña, un maravilloso tratado sobre la poesía y el jazz.

Me transporto ahora al aula magna. Estoy en clase de Literatura norteamericana con Ignacio Guijarro; llevo una sudadera de los Bulls, cortesía de mi amigo Paco; hay unas cincuenta personas y creo recordar que hablamos de Toni Morrison y su Song of Solomon.

En algún momento Ignacio conecta su explicación con la corriente del Slam Poetry. Yo estoy firmando «Toteking» en la mesa, escuchando de refilón, desganado, pero despierto y me espabilo rápidamente cuando lo escucho nombrar a Saul Williams.

¿Un profesor de literatura en Sevilla hablando de Saul Williams? Me incorporo y presto atención porque parece que ahora, hablando de poesía afroamericana y cine, nombra a Spike Lee —debo de tener una sonrisa enorme porque alguien está tocando mis temas, mi pequeña y única parcela— y cuando creo que la cosa termina ahí, Ignacio comienza a hablar de hiphop y pronuncia estas palabras mirándome a la cara con una sonrisilla: «Que por cierto, hablando de hiphop, aquí tenemos el orgullo de tener a una figura del rap español en clase».

Habré dado unos ochocientos conciertos en mi vida desde entonces y olvidado setecientos ochenta, pero jamás olvidaré ese día, el día en que un sevillano no hizo una broma sobre mi música haciendo aspavientos raperos con las manos. El día en que un sevillano adulto me hizo pensar que la mierda que yo hacía no estaba tan mal después de todo.

En ese momento ya no me importaba acabar o no la carrera. De hecho, no la acabé, la dejé en 2005 con cuatro asignaturas pendientes, una larguísima lista de conciertos por delante y mucho dinero traidor en el banco. La música era mi trabajo, y si me lo creía en parte fue gracias a este momento que acabo de recordar, con el libro de Ignacio Guijarro entre las manos. Cuando acabó esa clase me fui a verlo a su despacho, y le pedí por favor que me salvase de Nathaniel Hawthorne y de Arthur Miller y me recomendase material diferente. «Creo que por tus letras, por el tipo de canciones que haces, este escritor te puede gustar.» Me descubrió a Enrique Vila-Matas.

Creo que no hace falta explicar lo que significa Enrique Vila-Matas para mí, porque el descubrimiento no solo animó mis lecturas, sino que las organizó para toda una vida. Desde entonces fui compaginando las recomendaciones literarias de mi padre en casa y las de Enrique (muchas coincidían), y ahora que mi padre no está, solo leo lo que sugiere Enrique, porque de cada diez recomendaciones o citas suyas, ocho las hago mías al instante.

No es un mal balance después de todo. Tuve que pasar seis años recorriendo el Prado en bicicleta a cuarenta y cinco grados, pidiendo apuntes fotocopiados para estudiarlos en la furgoneta de camino a mis conciertos, o envenenándome con los cafés radioactivos del antiguo Boston Burger para conseguir una recomendación literaria que amplió mis miras y desaflojó levemente mi bozal bien apretado.

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