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Me crie en Sevilla esquivando los naranjazos que llovían desde la plaza del Pelícano.

Diez de estos árboles circundan el lugar. En la esquina hay una chatarrería; enfrente, los antiguos corralones convertidos hoy en locales de ensayo y talleres de distinta índole. En el centro, el bar que toma su nombre de la plaza.

Los bancos metálicos fueron arrancados en 2014, si no recuerdo mal. Antes estaban ocupados por los auténticos dueños de la noche, vampiros del barrio de La Macarena. Sentarte allí cuando te lo permitían era como cruzar un portal en el tiempo y entrar en otra dimensión. Reconocías entonces lo poco que sabías antes de llegar allí, te reseteabas, escuchabas y aprendías algo.

Sentarme al mediodía con el Ganso era visitar el ágora, y cuando aparecía Ángel y se acomodaba en su banco para empezar a hablar solo, me daban ganas de tirar todas mis letras a la basura. Ese hombre tenía momentos realmente brillantes.

Iba allí a nutrirme y luego volvía corriendo al zulo para escribir lo aprendido. Siempre me reprocharé no haber pasado más tiempo allí. La obsesión por registrar la vida que me perdía en la letra muerta.

En la esquina izquierda de la plaza tenía su local el Guarro, un señor con síndrome de Diógenes cuyo bar-tienda-ultramarinos-armería-consulta psiquiátrica era de otro mundo. No he vuelto a ver nada igual desde que cerró. Daba la sensación de que este señor viajaba por el espacio y había ido recogiendo reliquias de distintos planetas para traerlas a su tienda. Nunca pude identificar ese olor especiado que despedía su local, un olor que sorprendentemente no era desagradable. Era intenso pero soportable.

Cuando entrabas, el Guarro nunca estaba presente, tenías que pronunciar un «hola» a modo de invocación para que él apareciese, reptando lentamente desde su cuartucho como Jabba el Hutt. Entonces te miraba por encima de sus gafas minúsculas y adoptaba una extrañísima postura que te hacía olvidar por completo eso que habías ido a buscar. Al Guarro no se entraba a comprar cosas porque nada tenía precio, allí se iba a contemplar a un genio, a respirar otros mundos, a ser testigo del último de una especie. Cuando había acabado contigo volvía a su escondrijo atravesando una cortinilla de plástico y tú salías de ese Twin Peaks alucinado, aumentado.

A escasos metros de la plaza está la casa de Paco, que vive en el ático. Me recuerdo subiendo las escaleras corriendo porque siempre había alguien chutándose en el hueco de la escalera, a quien aún oía murmurar cuando iba por la segunda planta.

Allí arriba éramos libres. Grabamos nuestra primera maqueta en esa casa, veíamos allí las finales de la NBA comiendo pizza como dioses, pintamos nuestro primer grafiti en la azotea del bloque. Los padres de Paco nos dejaban ser libres.

Justo en el piso de abajo vivía nuestro amigo Juan Azagra, la persona que más sabe de música en Sevilla y quizás el máximo responsable de mi medio decente gusto por el rock en sus diferentes ramas. Su padre era el dueño de la mítica tienda de discos Record Sevilla (que hoy ha heredado Juan), y ser su amigo era tener acceso a absolutamente todo lo que a nivel musical pudieras soñar. Estoy plenamente convencido de que si Juan no se hubiese cruzado en mi camino yo jamás me hubiera dedicado a la música.

Trazo ahora mentalmente el camino que más veces he andado en mi vida.

Parte de la calle Alcántara, la casa de mis padres, que queda a un minuto de la plaza y a dos de la casa de Paco. Me imagino paseando solo, como siempre. Con los auriculares puestos.

De la plaza del Pelícano se sale hacia el centro de la ciudad por la calle Enladrillada. En esta calle los coches te muerden los talones como perrillos tobilleros, pues tardas más tiempo en esperar a que pasen que en recorrer la calle. Los días de lluvia suman dificultad a la prueba: si lo logras subes de nivel.

Todas las cocheras de la calle están llenas de grafitis y firmas que animan el paseo, la humedad trepa por capilaridad desde el suelo dejando en las fachadas su rastro ondulado, y de los balcones chorrean hilos negros de moho que se camuflan entre las macetas y los azulejos. Los adoquines irregulares y abultados de esta calle parecen cubrir el lomo de un dragón sepultado. Los hipsters adoran los motivos indescifrables de estas baldosas y los usan para decorar sus perfiles de internet, pero la autenticidad de esta cerámica de siempre —el zaguán de las casas del patio— es tan difícil de posturear como un moreno de albañil, lo que consiguen se acerca pero nunca es lo mismo.

El antiguo solar que daba a la parte de atrás del parque del Valle ahora es el huerto del Rey Moro y no ha habido manera de averiguar qué es. Creo que nadie en el barrio lo sabe. Siempre está lleno de padres con sus hijos pequeños, parece un pequeño parque con un huerto, y los domingos soleados hacen barbacoas dentro.

Hacia el final de la calle hay una joyería diminuta incrustada en el vestíbulo de una casa antigua: el letrero es de cerámica y por la ventana, cuando te acercas a ver los anillos y las cadenitas de muestra, se vislumbra el salón de la casa.

Sánchez de Castro, a la derecha, es un callejón sin salida que jamás he pisado, y un poco más arriba está la plaza de San Román, acurrucada y tranquila.

De esta plaza salen tres vías que van directas a mi adolescencia, mi juventud y mi adultez: si tomo el camino de la calle Sol todo tomará la forma del instituto Velázquez, donde estudié bachillerato, lugar al que siempre regreso con cariño y nostalgia. Si tiro por calle Matahacas irremediablemente repasaré mis noches en el pub Urbano, decorado como la continuación de la calle misma con farolas, bancos y una máquina para poner música. Sonará Hendrix, habrá Ron Barceló en la mesa del fondo y estarán David, Alfonso y tres o cuatro personas más charlando sobre cine. Sin embargo hoy, con cuarenta años, el camino que debo tomar no es el de Sol ni el de Matahacas, sino el de la calle Peñuelas, porque probablemente me dirija a la tienda Té y Té a comprar infusiones.

Solo las caprichosas reglas de mi trabajo tienen suficiente peso como para hacerme cambiar de ciudad. Me gusta mi ciudad. Este recorrido que llevo cuarenta años haciendo podría ser perfectamente uno de los motivos.

Paso por la casa de Machado, a la que me asomo siempre que entro en Dueñas. No tiene nada especial, es un caserón con un patio de naranjos y una placa conmemorativa en su fachada donde pone: EN UNA VIVIENDA DE ESTE PALACIO NACIÓ, EL 26 DE JULIO DE 1875, EL POETA ANTONIO MACHADO. AQUÍ CONOCIÓ LA LUZ, EL HUERTO CLARO, LA FUENTE Y EL LIMONERO.

Giro a la izquierda ahora por Santa Ángela, seguidamente a la derecha por Jerónimo Hernández en línea recta hasta el final y acabo en calle Misericordia.

Me cruzo en Misericordia con un tipo que parece ir al gimnasio a trabajar solo el tren superior, porque está hipertrofiado por arriba pero sus piernas, sin embargo, parecen dos alfileres. Mi amigo Antonio llamaba a esto «el día del cateto», refiriéndose a aquellos que solo entrenan los días fáciles y divertidos, que suelen ser siempre los de pecho y bíceps.

Misericordia desemboca a la izquierda en la plaza Zurbarán, donde está el siempre abarrotado Mamá Inés. Hay montañas de botellines de Cruzcampo, guiris bebiendo zumos, críos correteando, tartas caseras. Al lado está el pasaje por el que he de dirigirme: a diez metros está mi destino.

Manu me ofrecerá algo de beber que sabe que rechazaré porque voy con prisa, me dará un abrazo y viendo que entro al pasaje de los Azahares me dirá: «Primo, ¿vas a tu tienda del té? Creo que hoy cierra». Bastarán cuatro o cinco pasos dentro del túnel para comprobar que es cierto.

Volveré sobre mis pasos cabizbajo y encontraré de nuevo a Manu, sonriendo, con esa mirada socarrona que dice: «Te lo dije, primo».

Tendré que volver del paseo sin té, porque seguramente hoy sea el día del cateto.

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