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IV

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Mi padre iniciándome en la casquería. Menudo, sangre encebollada, manitas de cerdo.

El antiguo bar Yebra cuando era una ratonera y tenías que llegar antes de la una y media si querías sentarte en un barril de Cruzcampo a comer delicias y entrenar isométricos de paso, por las posturas acrobáticas a las que te sometía la estructura del local.

Yo de puntillas con doce años pidiéndole al camarero espárragos trigueros con huevo cuajao y el rostro iluminado de mi padre, orgulloso de su hijo el mayor, que no había pedido cocretas.

El recuerdo de mi madre estudiando en mi antiguo cuarto con un paquete de Chester y sesenta folios subrayados.

Mi hermano y yo fumando a escondidas el hachís de mi tío Manolo.

Mi hermana con cuatro años viendo El rey león conmigo tres veces al día.

Mis padres llorando de risa en el bar Antonio con los chistes de Curro y el Caste, mientras yo les pedía dinero para las maquinitas.

Ojalá mi cabeza solo tuviese hueco para este tipo de recuerdos.

Cuando se fue mi padre no apartamos la mirada, no delegamos. Lo hicimos todo solos. Pegamos el gotero de morfina con esparadrapo a las paredes color burdeos de su habitación —a la que, entonces me pareció, solo habíamos entrado para pedir y pedir, cosas y más cosas— y lo acompañamos como pudimos.

A partir de entonces, mi familia fracturada hizo como dice Pierre Michon en Vidas minúsculas: «Nos amasamos y mezclamos con él, y luego volvimos a mezclar y amasar juntas nuestras sombras, para agrandar la gran sombra de la que vivíamos, que nos sepultaba y nos daba energía».

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